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Paz y Ciencia

miércoles, 24 de julio de 2013

Alice Miller



Comentario Previo de Rodrigo Córdoba Sanz: Esta autora es verdaderamente brillante, a mi humilde parecer, es también, radical. Conozco a una persona que es muy radical y dice: "hay que coger las cosas desde la raíz". Precisamente eso hace Alice Miller, una gran Psicoanalista, Psiquiatra y Socióloga. Sus libros están plenos de erudición. También hay que decir que ella fue maltratada, al menos hay notas que apuntan eso mismo, lo escribe así ella. Eso supone que hay un sesgo pero también un compromiso firme y claro porque no haya más maltratos, madres invasivas, sobreprotectoras o padres violentos. Ustedes no se pueden imaginar los resultados en la personita que tiene abusos físicos. Para empezar, se siente malo, su imagen se deteriora, su autoconcepto se destroza, la representación de la realidad se vuelve hostil y, demasiado a menudo, el agredido se convierte en agredido porque, como dice Alice Miller, el cuerpo registra lo vivido.
También creo que sus libros son muy interesantes, los hay más radicales, por ejemplo, cuando habla en "Por tu propio bien" de La Pedagogía Negra y habla de la educación que recibió Hitler es verdaderamente estremecedor.
Recomiendo estos textos a quienes hayan tenido maltratos o problemas graves con los padres. Se sentirán identificados y agradecidos a ella. Por supuesto, recomiendo este texto a todo psicoanalista, psicoterapeuta o profesional que trabaja con niños y sus padres.

Un niño no se nos puede escapar, como en otros tiempos nuestra propia madre. Podemos educar a un niño para que sea como nos gustaría que fuese. Podemos hacer que un niño nos respete, podemos imponerle nuestros propios sentimientos, reflejarnos en su cariño y admiración, podemos sentirnos fuertes a su lado, encomendarlo a una persona extraña cuando nos resulte excesivo: al final nos sentiremos el centro de la atención, pues los ojos del niño seguirán cada paso de su madre. Si una mujer ha tenido que ocultar y reprimir todas estas necesidades ante su madre, al ver a su propio hijo, por más educada que sea, esas necesidades se agitarán en las profundidades de su inconsciente y exigirán ser satisfechas. El niño lo advertirá claramente y muy pronto dejará de manifestar su propia necesidad. En la defensa contra la sensación de abandono de la primera infancia, por ejemplo, encontramos muchos mecanismos. Junto a la simple renegación tropezamos por lo general con la lucha permanente y agotadora por conseguir, con la ayuda de símbolos (drogas, grupos, cultos de todo tipo, perversiones), la satisfacción de las necesidades reprimidas y entretanto pervertidas. A menudo tropezamos con intelectualizaciones, pues ofrecen una protección de gran fiabilidad, que, sin embargo, puede resultar fatal cuando el cuerpo -como en el caso de enfermedades graves- asume la plena responsabilidad.

         La adaptación a las necesidades de los padres conduce a menudo (aunque no siempre) a […] lo que con frecuencia se ha descrito como el "falso Self". La persona desarrolla una conducta en la que sólo muestra lo que de ella se desea, y se fusiona totalmente con lo mostrado. El verdadero Yo es incapaz de desarrollarse y diferenciarse porque no puede ser vivido.

         »Es el caso, por ejemplo, de una madre profundamente insegura en el plano emocional, que, para mantener su equilibrio sentimental, dependía de un comportamiento determinado o de cierta manera de ser de su hijo. Esta inseguridad podía muy bien quedar oculta, de cara al niño y a todo el entorno, tras una fachada de dureza, autoritarismo e, incluso, totalitarismo. A esto se añadía una asombrosa capacidad del niño para captar y responder con intuición, o sea, también en forma inconsciente, a esta necesidad de la madre o de ambos padres, es decir, para asumir la función que inconscientemente se le encomendaba. De este modo el niño se aseguraba el «amor» de los padres. Sentía que lo necesitaban, y eso daba justificación existencial a su vida.  [Alice Miller “El drama del niño dotado”]
 
   Cuando un ser humano así formado llega a ser él mismo padre, ha de verse confrontado con una serie de hechos capaces de hacer tambalear ese edificio tan laboriosamente construido: verá ante sí a un niño lleno de vida, verá cómo es realmente un ser humano y cómo hubiera podido ser él mismo si no se lo hubiesen impedido. Pero entonces entra ya en juego otros miedos: aquello no puede ser. Dejar que el niño viva tal como es, ¿no supondría reconocer que sus propios sacrificios y autonegaciones han sido todos innecesarios? ¿Será posible que un niño pueda crecer sin la obligación de obedecer, sin que su voluntad sea quebrantada, sin que combatamos su egoísmo y su testarudez como nos lo vienen aconsejando hace siglos? Los padres no pueden permitirse pensar tales cosas, de lo contrario caerían en una necesidad extrema y perderían el terreno en que se apoyan, el de la ideología heredada, en la que la represión y manipulación de la espontaneidad vital representan los valores supremos.   

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          Hoy en día ya no se permite pegar a la esposa, tener esclavos o pegar a los criminales en la cárcel. Lo único que todavía se permite es el pegar a un niño indefenso, inclusive a un bebé y llamar a esto disciplina. Es tiempo de rechazar esta tradición absurda, cruel, inmoral y peligrosa e informar a los niños lo más posible acerca de sus derechos.

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Los legos en la materia objetan constantemente que hay personas que tuvieron una infancia difícil sin por eso ser neuróticas, mientras que otras, educadas dentro de lo que se denomina “circunstancias favorables”, enferman psíquicamente. Esto nos haría pensar en una predisposición innata y pondría en tela de juicio la influencia de la casa paterna. El pasaje antes citado nos ayuda a comprender cómo este error puede (¿y debe?) surgir en todos los estamentos de la población. Las neurosis y psicosis no son, pues, consecuencias directas de frustraciones reales, sino la expresión de traumas reprimidos. Sobre todo si la tarea consiste en educar a niños de manera tal que no se den cuenta de lo que se les impone o se les quita, de lo que pierden en todo ello, de lo que en otras circunstancias hubieran sido y de lo que en general son, y si esta educación empezó lo suficientemente temprano, el adulto sentirá más tarde, a pesar de su inteligencia, la voluntad del otro como si fuera la suya propia. ¿Cómo podrá saber que su propia voluntad fue quebrantada si nunca le permitieron realizarla? Y, sin embargo, podrá enfermarse de todo esto. Si, en cambio, un niño ha podido experimentar hambre, huidas o ataques aéreos sintiendo que es tomado en serio y respetado como una persona independiente por sus padres, no acabará enfermando debido a estos traumas reales. Tendrá incluso la oportunidad de recordar estas experiencias (que han sido acompañadas por personas amigas) y enriquecer con ellas su mundo interior. [Alice Miller “Por tu propio bien”]
 
 El hecho de que muchos padres maltraten o descuiden a sus hijos del mismo en que sus padres lo hicieron con ellos -aunque, o especialmente, cuando no recuerdan nada en absoluto de aquella época- demuestra que han asimilado en sus cuerpos sus traumas infantiles. […] ¿Cómo puede una madre hallar por sí sola esa verdad, si la sociedad le dice de manera inequívoca: a los niños hay que disciplinarlos, socializarlos y educarlos para que sean personas decentes? ¿A quién le preocupa que el verdadero impulso del llamado «coraje educativo» sea la antigua y hasta ahora nunca vivida rabia contra la propia madre? Esa joven tampoco quiere saberlo. Piensa así: Tengo el deber de disciplinar a mi hijo, y lo hago exactamente de la misma o de parecida manera que lo hizo mi madre conmigo. Al fin y al cabo, ¿acaso no he llegado a ser yo también una persona como Dios manda? Concluí mi formación con buenas calificaciones, participo en tareas caritativas y en el movimiento pacifista, siempre me he alzado contra la injusticia. Sólo que no he podido evitar pegar a mis niños, aunque contra mi voluntad; pero no tenía más remedio. Espero que eso no les haya perjudicado, igual que a mí no me perjudicó. 

Estamos tan acostumbrados a oír afirmaciones semejantes que a la mayoría de las personas no les llaman la atención.      

Del hecho de que todo agresor haya sido anteriormente una víctima no se desprende que toda persona que haya sido maltratada tenga que acabar necesariamente maltratando a sus hijos. No tiene por qué ser obligatoriamente así, pues puede que ese individuo, en su infancia, tuviera ocasión de recibir de otra persona -aunque sólo fuera una vez- algo que no fuera educación ni crueldad: un maestro, una tía, una vecina, una hermana, un hermano. Sólo la experiencia de ser querido y apreciado permite al niño identificar la crueldad como tal, percibirla y rebelarse contra ella. Sin esa experiencia le es imposible saber que en el mundo pueden existir otras cosas además de crueldad; sin esa experiencia, seguirá sometiéndose a la crueldad, y más tarde, cuando, ya adulto, disfrute del poder, la ejercerá él también, como si fuera algo completamente normal.                      
                                             
»Sobre todo el proceso, pues, se cierne el silencio del olvido, y se idealiza a los padres, hasta el punto de creer que jamás han cometido un error. «Y si me pegaban, sería porque me lo merecía». Esta es la versión más corriente de las torturas dejadas atrás.   
              
»El niño está obligado a creer que las crueldades que se cometen en su persona son por su bien, y más tarde, cuando sea adulto, será, en muchos casos, incapaz de reconocer la falsedad como tal, especialmente si se deja desorientar por personas que no le son antipáticas, que despiertan en él ciertas expectativas y que hablan el mismo lenguaje educativo al que está acostumbrado desde pequeño. […] El olvido ayuda al niño a sobrevivir, pero no al paciente adulto a superar sus sufrimientos. El niño es una víctima indefensa, y no forma parte de interacciones como factor en pie de igualdad. El odio reprimido e inconsciente tiene efectos destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de la trampa del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno, en verdad, se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables, cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron.  [Alice Miller “El saber proscrito”]
El desprecio es el arma del débil y la capa protectora contra sentimientos que nos recuerden nuestra propia historia. Y en la base de todo desprecio, de cualquier discriminación, se encuentra el ejercicio del poder —más o menos consciente, incontrolado, oculto y tolerado por la sociedad (excepto en casos de homicidio o malos tratos corporales serios)— del adulto sobre el niño. Lo que el adulto haga con el alma de su hijo es asunto de su exclusiva competencia, la trata como si fuera propiedad suya, algo similar a lo que ocurre con los ciudadanos en un Estado totalitario. Pero el adulto nunca estará sometido a éste en la misma medida en que un niño pequeño lo está a sus padres, que desprecian sus derechos. Mientras no nos sensibilicemos ante los padecimientos del niño pequeño, este ejercicio del poder no será atendido ni tomado en serio por nadie, y sí totalmente trivializado, pues se trata tan sólo de niños. Pero estos niños se convertirán, veinte años más tarde, en adultos que les cobrarán todo esto a sus propios hijos. Puede que a nivel consciente combatan la crueldad «en el mundo», y, a la vez, se la impongan de manera inconsciente a otras personas de su entorno, porque llevan dentro de sí una idea de la crueldad a la que ya no tendrán acceso, una idea que permanece oculta tras las idealizaciones de una infancia feliz y los impulsa a cometer actos destructivos.

         Urge que esta «transmisión hereditaria» de la destructividad de una generación a la siguiente sea sustituida por una toma de conciencia emocional. Una persona que abofetea, golpea u ofende conscientemente a otra sabe que está haciéndole daño, aunque no sepa por qué lo hace. ¡Pero cuántas veces no se han dado cuenta nuestros padres —ni nosotros mismos frente a nuestros hijos— de lo profunda, dolorosa y duradera que podía ser la herida que infligíamos al Yo embrionario de nuestros hijos! Es una gran suerte que nuestros hijos lo adviertan y puedan decírnoslo, que nos den la oportunidad de ver nuestras omisiones y nuestros fallos y de pedir disculpas. Entonces les será posible desechar las cadenas del poder, la discriminación y el desprecio que vienen transmitiéndose de generación en generación. No tendrán ya necesidad de defenderse de la impotencia ante el poder cuando su impotencia temprana y su rabia se conviertan en vivencia consciente.  [Alice Miller “El drama del niño dotado”]
 
 

1 comentario:

Petra Helm dijo...

¡Felicidades por este blog! Soy seguidora de Alice Miller de primera hora, desde la publicación del "Drama" en alemán. Me alegra mucho de que poco a poco hay profesionales en salud mental, como tú y José Luis Cano y Olga Pujadas, que tengan en cuenta los descubrimientos de esta sabia acerca de la infancia. A mi me ha acompañado, y me sigue acompañando, a lo largo de mi vida como madre y profesional (soy profesora). Solamente si, por fin, comprendemos y reconocemos que LAS RAICES DE LA VIOLENCIA y de todos los males de que nos quejamos y sufrimos , tanto a nivel individual como de sociedad, remontan a los daños que nos hicieron, (irónicamente "Por Tu Propio Bien") desde la primera infancia (incluida la intraúterina) podemos espera sanar y romper el círculo vicioso del maltrato en todas sus formas y así la sociedad cambiaría sola. Pero estamos todavía años luz de esto, basta con observar la manera en que la mayoría de los adultos tratan a los niños, tanto en sus casas, como en las instituciones educativas e incluso en las consultas de psicología. Gracias por tu trabajo, la sociedad necesita personas que abren caminos aunque nos miren como extraterrestres. Un cordial saludo.