Vivimos en una época en la que lo característico es el de desflecamiento de nuestra identidad, y quien logra un perfil nítido y aparece dotado del carisma del personaje debe estar preparado ante el hecho de la imposibilidad de mantenerlo durante toda su vida.
Se ha dicho que nuestra época se caracteriza por esta forma específica de retraimiento que ha sido denominada con el anglicismo privacidad. Esto es cierto desde que Tocqueville, se correlaciona la privacidad con el estado democrático. Entre nosotros, que casi por primera vez estrenamos en la "democracia", se ha tenido ocasión de detectar este fenómeno, muy distinto de la inhibición que acaecía en muchos ciudadanos durante el antiguo régimen. Una cosa es la privacidad y otra la inhibición, esa forma activa del no decir, no actuar, incluso no saber, lo cual, como es fácil descubrir, entraña un no querer hablar, no querer actuar, no querer saber.
Hoy están prohibidos muchos, de los que entonces estaban inhibida, y a la inversa: muchos de los inhibidos, de entonces se hubieran apresurado a ocupar un espacio público.
Son, en mayor o menor medida, hombres públicos, algunos de el, no todos ni mucho menos, personajes.
Se trata ahora de sujetos que, en razón de su hacer, del contexto en que actúan, de la tolerancia de los demás, por un suerte de enigma, adoptan para con ellos, perfilan su identidad hasta el extremo de elevarse del más o menos ambiguo nivel en que se sitúa la identidad de los demás, y adquieren categoría de personaje.
No son como los demás: son personajes. Y además lo son por su cargo. Por su función institucionalizada, como es el caso de lo llamado hombre público, sino, por así decirlo, por propio "mérito".
Se incluyen aquí, en primer lugar, sujetos bien diferenciados por actuaciones sorprendentes, incluso extravagantes, para los cuales parece regir una aceptación peculiar -son "las cosas de... ", se dice de las actuaciones de ellos, y se las tolera-, y también, y en segundo lugar, aquellos otros que, mediante una suerte de hipertrofia de un rasgo de su identidad, suficientemente proyectado, acaban constituidos en paradigma y símbolo ante un grupo social más o menos amplio, mediante la sustantivación de este rasgo adjetivo.
Es característico del personaje el que, una vez consumado el proceso que lo categoriza así, su rol, su función social se oscurece. La personajeidad, si me es posible expresarme así, desaloja a cualquiera de las otras funciones o roles, por importantes que en principio pudieran ser.
Todo personaje requiere su público y su "espacio", un espacio virtual, en el que constituye "su público", su contexto. Se puede hablar del hábitat del personaje, de cada personaje, por ejemplo Salvador Dalí.
El personaje puede hacerse: el hombre público, o el que ha de serlo, o puede llegar a serlo, como un político. Necesita dotarse de asesores, es lo que Max Weber llamaba carisma.
Se trata, en pocas palabras, de la invención por excelencia, de la invención de virtudes, de manera que noten pregnancia a personas para la elevación a rango de personaje. Es lo que ellos llaman carismatización massmediática.
Lo que he denominado persojeneidad, esa hiperidentidad que categoriza al personaje, parece poder situarle en un halo indecible -el carisma- y, que, sin embargo, le define.
Hay también la posibilidad de una consideración antropológicacultural del personaje, puesto que éste es una institución o, mejor dicho, un elemento de una institución, a la que contribuye a fijar y perfilar.
El personaje literario no tendría que ser, naturalmente, y por necesidad, un personaje en la acepción sociológica o psicosociológica que ahora utilizamos, pero el autor precisa dotarlo de una identidad que lo destaque, de manera que hasta los personajes más intencionadamente anodinos, en tanto que "vulgares", esto es, no relevantes en el ámbito social que se describe en el texto de ficción, adquieren categoría de personajes.
Alonso Quijano, un pobre hidalgo manchego que sólo adquiere su categoría de personaje por obra y gracia de Miguel de Cervantes.
El dramaturgo, en tanto que dioses omniscientes y todopoderosos, sabedores e inventores de criaturas, sus personajes son, además, personajes porque, al saber de su identidad, la describen en su singularidad dramática. Por eso, por lo que tiene de descubrimiento de lo que cada persona, en su vulgaridad empírica, tiene de personaje, el novelista nos lo ofrece como tal y, en consecuencia, puede quedar como personaje, el novelista nos lo ofrece como tal y, en consecuencia puede quedar como personaje, al lado de los personajes históricos.
A diferencia del personaje real, que vive en una constante confirmación de su identidad por fuera de sí mismo, quien se cree personaje ha de inventárselo y, en consecuencia, su confirmación sólo le puede venir desde dentro de sí mismo.
Tras advertir que todo personaje precisa precisa de su escenario, de su público, que lo re-crea al tiempo que el propio personaje personaje precisa de un escenario.
No hay, no puede haber un yo al margen de lo que los demás consideran mi yo, porque ese yo, como pensado, sólo imaginado se vacía, como un ensueño, como un yo soñado.
Esto es lo que le ha de ocurrir al delirante, que vive su identidad fantaseada, al margen de los demás, sin esperar que los demás confirmen o no confirmen. Como Alonso Quijano se cree Don Quijote, y cuando se la inventa es ya psicótico.
La identidad postmoderna, postilustrada, pienso, no está exenta de perplejidad y, por eso, cabe preguntarse quién se es, en tanto en cuanto nuestras actuaciones, nuestros haceres, se proyectan en tantos ámbitos tan dispares que, en una consideración metadiscursiva, hacemos A y lo opuesto a A. Y si es difícil sabernos, difícil es que los demás sepan quienes somos.
Carlos Castilla del Pino: "Teoría del Personaje"