Auguste Comte
Autor: María Ángeles Vitoria
Auguste Comte (1798-1857) es comúnmente considerado el iniciador del positivismo y de la sociología científica. El centro de gravedad de su doctrina es la ley de los tres estadios, formulada ya en las obras de juventud. En ella se contiene su crítica a la religión y a la metafísica, y la declaración de su positivismo. Esta posición teorética es, paradójicamente, una “filosofía antifilosófica”, que considera conocimiento auténtico sólo el conocimiento científico-experimental, declarando vana e inútil la pretensión sapiencial de la filosofía. El positivismo comtiano, al menos en su instancia cientificista, fue la filosofía dominante en buena parte del siglo XIX.
1. Vida y obras
Augusto Comte nació en Montpellier el 19 de enero de 1798 en una familia modesta «eminentemente católica y monárquica», como dice él mismo en el Prefacio personal al Cours de Philosophie positive. Aunque recibió una educación cristiana, a los catorce años abandonó la fe de sus padres, declarándose librepensador y republicano. En 1814 entró en l’Ècole Polytecnique de París, institución promovida en los tiempos de la Revolución para la formación de técnicos del nuevo régimen. Aquí, dando muestras de talento precoz, inició la lectura de las obras de Fontenelle, Maupertuis, A. Smith, Duclos, Diderot, Hume, Condorcet, De Maestre, De Bonald, Bichat y Gall, que alimentaron en él la idea de una reforma social orientada a una sociedad gobernada por científicos. Cuando la Escuela se cerró por sus ideas republicanas, volvió por breve tiempo a Montpellier, donde se sostuvo económicamente dando clases de matemáticas, mientras estudiaba anatomía y fisiología en la facultad de Medicina.
Poco después, en 1816, se estableció en París contra la voluntad de sus padres. Allí conoció al líder socialista Saint-Simon (1760-1825), discípulo de D’Alembert, que trabajaba en el proyecto de reorganizar la sociedad por medio de la ciencia y de la técnica. Comte se dio cuenta entonces de la necesidad de una reconstrucción moral e intelectual de la sociedad y colaboró con él como su secretario desde 1817 hasta 1824. Durante este periodo, en 1822, escribió por encargo de Saint-Simon el Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la societé (obra que se editó de nuevo con el título de Système de politique positive, y en la que sostiene la unidad indisoluble de ciencia y política). Después de esta publicación, en 1824, se independizó de Saint-Simon y empezó a dar lecciones en su casa a un grupo de discípulos. Entre sus alumnos se encuentran algunos personajes ilustres: el naturalista Alexander von Humboldt, el matemático Poinsot, el fisiólogo Blainville. Fruto de estas lecciones es su obra más famosa, Cours de philosophie positive (1830-1842), que comprende seis volúmenes.
En 1825 se casó con Caroline Massine y, un año después, apenas publicada su obra Considérations sur le pouvoir spirituel, dio señales de locura y tuvo que permanecer en el manicomio aproximadamente un año. Salió de la clínica con el diagnóstico de “no curado”. Las recaídas y la estrechez económica serán frecuentes durante el resto de su vida.
En 1840 sufrió una crisis aguda, que le llevó en 1842 a la separación definitiva de su esposa. Comienza, entonces, una época de delirio mental, considerándose el mesías de una misión social. Comte vivía entonces pobremente en su condición de profesor auxiliar de L’École Polytecnique, sin conseguir que le nombraran catedrático en la misma Escuela, ni le dieran la cátedra de Historia de las ciencias en el Collège de France. Se mantuvo gracias a la influencia de Stuart Mill y de sus discípulos ingleses, que le asignaron un subsidio.
En 1845 conoció a Clotilde de Vaux —que vivía separada de su marido—, y que murió un año después. El encuentro con esta mujer inaugura una nueva etapa de su pensamiento: si desde 1830 hasta ese momento había intentado construir una filosofía positiva, en esta segunda fase desarrolló el proyecto de una nueva religión, la religión de la Humanidad, esforzándose por organizarla como una verdadera Iglesia. Algunos estudiosos consideran que este retorno a lo religioso se debió, en parte, a la extravagancia de la pasión de Comte por Clotilde de Vaux. Sin embargo, la opinión más común señala continuidad entre los dos periodos y un reafirmarse de sus doctrinas sobre la ciencia y la sociología positivas. El propio Comte afirma que la religión que instituyó al final de su vida era algo que estaba en el corazón del positivismo desde los comienzos. No se trata, sin embargo, del cristianismo, sino de la fuerza emotiva de lo religioso en general.
«Cuando no se ha comprendido la relación necesaria entre la base filosófica y la construcción religiosa, las dos partes de mi carrera parecen discurrir en direcciones diferentes. Es, pues, conveniente hacer comprender que la segunda se limita a realizar el destino preparado por la primera. Este apéndice debe inspirar espontáneamente una tal convicción al constatar que desde mi inicio he intentado fundar el nuevo poder espiritual que ahora instituyo. El conjunto de mis primeros ensayos me condujeron a reconocer que esta operación social exigía en primer lugar un trabajo intelectual, sin el que no se podía establecer sólidamente la doctrina, destinada a poner término a la revolución occidental. He aquí por qué consagre la primera mitad de mi carrera a construir, a partir de los resultados científicos, una filosofía verdaderamente positiva, única base posible de la religión universal» [Oeuvres, t. X, Apéndice general, pp. I-II].
Cuando en 1848 estalló la revolución, Comte se alineó con los revolucionarios, viendo en ellos la clase destinada a realizar el tipo de sociedad que él auspiciaba, pero pronto se desilusionó y en 1852 se unió a Napoleón III que, con un golpe de estado, había instaurado el segundo imperio.
La última fase del pensamiento de Comte está expuesta en el Discours sur l’ensemble du positivisme, de 1848 y, sobre todo, en el Système de politique positive ou Traité de sociologie instituant la religión de l’Humanité (1851-1854), en cuatro volúmenes, que retoma el título de su primera obra. De este último periodo son también el Catéchisme positiviste ou Sommaire exposition de la religion universelle (1852), Appel aux conservateurs (1855) y Traité de philosophie mathématique (1856), primer volumen de los tres que deberían constituir la obra titulada Synthèse subjective ou Système universel des conceptions propres à l’état normal de l’Humanité (1856). En este escrito asocia las matemáticas con el sentimiento religioso, llegando a asignar propiedades taumatúrgicas a los números, y establece una trinidad positivista. Los otros dos volúmenes ―que no llegó a publicar― pensaba dedicarlos a la Moral positiva y a la Industria positiva. Por estas fechas, y para resolver su penosa situación económica, pidió al círculo de sus amigos positivistas ingleses y franceses un subsidio anual permanente a cambio de las lecciones que les daba. Con esas contribuciones vivió hasta el 5 de septiembre de 1857, año de su muerte. Su voluminosa correspondencia se publicó póstuma.
Se han hecho muchas consideraciones sobre la incidencia que tuvieron en su filosofía las crisis que padeció. Indudablemente, la vida de Comte conoció momentos de desequilibrio psíquico, y no es sencillo distinguir el influjo que la enfermedad tuvo en su doctrina.
2. La filosofía positiva
Para entender el pensamiento comtiano, es necesario tener en cuenta el contexto histórico-cultural de su tiempo y, particularmente, sus aspiraciones socio-políticas. «Toda la doctrina de Comte y, en especial, su doctrina científica, únicamente resultan comprensibles como parte de sus proyectos de reforma universal, que no sólo abarcan la ciencia sino los demás sectores de la vida humana» [Kolakowski 1984]. El fundador del positivismo tiene a las espaldas el inquieto período post-revolucionario francés, en el que Francia y, en general, Europa están empeñadas en la búsqueda de un régimen político estable. La doctrina de Comte nace también del intento de reconstruir el orden social de su tiempo. Él piensa que la crisis política y moral que atravesaba la sociedad era una manifestación exterior del estado de anarquía intelectual. Por eso esperaba que con la difusión del conocimiento científico, la instrucción popular en las ciencias y la riqueza, se lograría una sociedad pacífica. De ahí que emprendiese la tarea de construir la unidad del conocimiento poniendo como fundamento la ciencia. En relación con el Iluminismo del siglo XVIII, el positivismo del siglo XIX tenía la ventaja de poder referirse a un complejo de ciencias más desarrolladas. Precisamente este enorme desarrollo del conocimiento científico, que tuvo lugar en el siglo XIX, ofreció al positivismo la impresión de que la ciencia podría abrazar de manera exhaustiva y definitiva todo aspecto de la realidad, tanto natural como humana, sustituyendo a cualquier otra forma de conocimiento.
La variedad de actitudes y de planteamientos que se acaban de describir someramente constituyen el humus en el que se genera el positivismo comtiano. Puede decirse que el ambiente del que parte Comte es primordialmente el enciclopédico, con su extrema valoración de la ciencia, y sus crecientes modulaciones historicistas, junto a las preocupaciones sociales de principios del siglo XIX, ya latentes en los filósofos ilustrados. Tienen especial influjo en él D’Alembert, Montesquieu, Turgot y Condorcet. Además, en cuanto a la crítica de la metafísica, indudablemente Comte se inspira en el empirismo de Hume, al que señala en el Cathéchisme positiviste como su principal precursor en filosofía. Y, de modo más inmediato, en lo que concierne a sus ideas científicas y sociales, depende de Saint-Simon.
2.1. La ley de los tres estadios, núcleo de la filosofía comtiana
La doctrina de Comte concentra toda su fuerza en la ley de los tres estadios del pensamiento, formulada ya en las obras de juventud. Él mismo consideraba que su descubrimiento más importante era esta “ley fundamental” del progreso científico, cultural y social, que describía también la evolución del pensamiento humano individual. En ella se contiene su crítica a la religión y a la metafísica, y la declaración de su positivismo. Como consecuencia de esta ley propone un nuevo sistema de las ciencias.
2.1.1. Exposición e interpretación comtiana
Según Comte, el hombre individual y la historia humana llegan a la perfección del conocimiento a través de una evolución lenta que sigue, de modo necesario, la misma ley.
«Estudiando el desarrollo total de la inteligencia humana, en sus diversas esferas de actividad, desde su primera manifestación más simple hasta nuestros días, creo haber descubierto una gran ley fundamental, a la que se halla sometida, por una necesidad invariable, y que, me parece, puede establecerse con pruebas racionales y también por medio de la verificación histórica».
A continuación describe sucintamente los grandes momentos de esta ley.
«Esta ley consiste en que cada una de nuestras concepciones principales, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio; el estado metafísico o abstracto; el estado científico o positivo (…) De ahí resultan tres clases de filosofía o de sistemas generales de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos, que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de partida necesario de la inteligencia humana; la tercera, su estado fijo y definitivo; la segunda sólo está destinada a servir de transición» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].
2.1.2. El estadio teológico
En los comienzos de la historia, el hombre se encontraba desarmado y asombrado ante la Naturaleza. En el intento de conocer y explicar la naturaleza de los seres y las causas de los eventos, lleno de temor y de asombro, los atribuyó a la voluntad de seres sobrehumanos (dioses, espíritus buenos y malos que pueblan el universo y lo manejan por entero). El hombre primitivo se representó los fenómenos como producidos por la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales, cuya intervención arbitraria explicaría todas las aparentes anomalías del universo. De ahí la necesidad de apelar a la magia, oraciones y sacrificios, para someter esas fuerzas y obtener la curación de enfermedades, la lluvia y, en definitiva, todos los beneficios temporales. Para Comte, lo que el hombre conseguía en su tiempo a través de la ciencia, en la época primitiva lo lograba con recursos religiosos. Este primer intento de explicación, a partir de causas más bien fantásticas, dio origen a las diversas mitologías, teogonías y teologías en las cuales, con el paso del tiempo, se fue afirmando la unicidad de Dios, es decir, la hegemonía de un dios principal.
Aunque Comte usa el término “teológico” para este primer estadio, sería más exacto reemplazarlo por el término “religioso”, pues el autor del positivismo piensa más en la conducta religiosa, en la relación del hombre con Dios o con los dioses, que no en las especulaciones filosóficas sobre Dios [Sanguineti 1981: 700].
2.1.3. El estadio metafísico
Sucesivamente, en la explicación de los fenómenos de la Naturaleza, las divinidades ―las voluntades personales de seres sobrenaturales, o de un dios principal― van siendo sustituidas por fuerzas o poderes inherentes a las cosas mismas. Surgen así las ideas de naturaleza, esencia, potencias activas, fuerzas vitales, causas finales, etc. que, al principio, se consideraban como instrumentos en manos de la divinidad. Comenzaba el modo metafísico de pensar en sustitución del teológico y, con él, el inicio del predominio del pensamiento abstracto.
Sin embargo, no se trata todavía de una verdadera explicación de los fenómenos pues los hombres, bloqueados por sus propias abstracciones lógicas, discuten inútilmente sobre ideas generales, como justicia, libertad, derecho y otras semejantes, confundiéndolas con la realidad.
El estadio metafísico alcanza su culminación intelectual con la unificación de todas las entidades en una sola (la Naturaleza). Posiblemente Comte tiene presentes aquí a Spinoza y a Hegel.
2.1.4. Estadio positivo
Finalmente, con el progreso de las ciencias, se supera la explicación metafísica y adviene el estadio positivo en el que la humanidad alcanza la madurez de pensamiento. El hombre renuncia a buscar causas últimas y explicaciones de los fenómenos en algo que esté más allá de la experiencia (voluntades divinas misteriosas o abstracciones metafísicas). En esta etapa se atiene a los hechos y trata de formular las leyes que los coordinan, por medio de la observación, de la experimentación y del razonamiento matemático. Este conocimiento de las leyes naturales se dirige a la previsión de los acontecimientos futuros y, con ello, al dominio de la Naturaleza.
La metafísica ha quedado reemplazada por la ciencia moderna. En esta etapa definitiva del desarrollo del espíritu humano, la humanidad puede entregarse indefinidamente a sus afanes de dominio tecnológico de la naturaleza, mientras que en el ámbito especulativo va logrando la perfección en la medida que consigue unificar los conocimientos científicos bajo una única ley (ideal laplaciano).
Merece la pena recoger el texto capital de la filosofía comtiana, cuyo contenido se acaba de exponer:
«En el estadio teológico, el espíritu humano, al dirigir esencialmente sus investigaciones hacia la naturaleza íntima de los seres, las causas primeras y finales de todos los efectos que percibe, en una palabra, hacia los conocimientos absolutos, se representa los fenómenos como producidos por la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales, más o menos numerosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del universo.
» En el estadio metafísico, que no es en el fondo más que una simple modificación general del primero, se sustituyen los agentes sobrenaturales por fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas), inherentes a los diversos seres del mundo, y concebidas como capaces de engendrar por ellas mismas todos los fenómenos observados, cuya explicación consiste, entonces, en asignar a cada uno de ellos la entidad correspondiente.
» En fin, en el estadio positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y el destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para dedicarse únicamente a descubrir, con el empleo bien combinado del razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de semejanza. La explicación de los hechos, reducida entonces a sus términos reales, no es ahora ya más que la unión establecida entre los diversos fenómenos particulares y algunos hechos generales que los progresos de la ciencia tienden cada vez más a disminuir en número.
» El sistema teológico llegó a la más elevada perfección de que es susceptible, cuando sustituyó el juego vario de las numerosas divinidades independientes, que habían sido ideados primitivamente, por la acción providencial de un ser único. Asimismo, la culminación del sistema metafísico consiste en concebir, en vez de entidades particulares, una sola entidad general, la naturaleza, considerada como fuente única de todos los fenómenos. Análogamente, la perfección del sistema positivo, hacia la que tiende sin cesar, aún cuando sea muy probable que no lo logre nunca, será el poder representarse todos los fenómenos observables como casos particulares de un solo hecho general: por ejemplo, el de la gravitación universal» [Curso de Filosofía positiva, pp. 187-189].
Comte afirma que esas tres etapas se excluyen mutuamente: primero, la metafísica desplazó a la religión y, una vez que la humanidad haya alcanzado el último estadio, ambas —la religión y la metafísica— serán sustituidas por la ciencia, si bien la religión continuará existiendo para satisfacer una exigencia totalmente sentimental.
El autor del positivismo invoca continuamente la ley de los tres estadios como base de toda su concepción y la aplica a todos los aspectos del desarrollo del individuo y de toda la humanidad; también a la evolución de la ciencia en general y de cada ciencia en particular. Las civilizaciones y las culturas —el proceso mismo de la historia— se desarrollan asimismo según este mismo ritmo evolutivo. Esta ley es establecida, en definitiva, como dogma fundamental del positivismo.
Vemos ahora algo más detalladamente la descripción comtiana de la evolución socio-política de la humanidad siguiendo esta ley. Comte describe así el desarrollo histórico:
«Creo que esta historia puede ser dividida en tres grandes épocas, o estados de civilización (…) La primera es la época teológica y militar (…) La segunda es la época metafísica y legalista (…) en fin, la tercera es la época científica e industrial» [Oeuvres, t. X, p.112].
Cada etapa está integrada, a su vez, por distintas fases. El estadio teológico pasa por tres momentos —fetichismo, politeísmo y monoteísmo—, a los que dedica largos análisis, hasta alcanzar su culmen en el cristianismo. En el plano social, le corresponde el régimen teológico-militar, basado en el absolutismo de la autoridad, el derecho divino de los reyes y una presencia dominante del militarismo como eje estructurante de la sociedad. En el cristianismo, el poder espiritual pertenece al Papa, que representa a Dios en la tierra; y el poder temporal, a los reyes y a los emperadores, que son elegidos por Dios. Comte sitúa cronológicamente el estadio teológico en la Antigüedad y en el Medioevo.
Si el estadio teológico es “orgánico”, en el sentido de estable, el metafísico es revolucionario y cambiante, con ataques a las instituciones del pasado. Este tránsito se concreta, en el terreno político, con la decadencia de los regímenes absolutos y una mayor distribución del poder. Frente a la autoridad absoluta se levantan ahora los derechos del hombre, la soberanía popular, el gobierno anónimo de la ley. Es decir, se atenúa el carácter centralizado del sistema militarista, mientras que va creciendo la fuerza de la burguesía y los juristas asumen un papel preponderante. Estamos en la época de las luces, con la disolución del mundo feudal y el desencadenamiento de la lucha de clases. Comte sitúa el estadio metafísico en el periodo que va del Renacimiento a la Ilustración.
La historia de la humanidad va encaminándose hacia un nuevo período estable, esta vez, definitivo, que es el dominio de la mentalidad científica. La manifestación política de este estadio final de desarrollo de la humanidad será una sociedad industrial y comercial, gobernada por científicos, que impondrán esquemas racionales a la convivencia social, garantizando así el orden y el progreso. El altruismo (ya extendido gracias al cristianismo) se hará universal (planetario, dice Comte) merced a la ciencia. Quedarán eliminadas las causas de las guerras y la autoridad asegurará el bienestar material a todos. La Humanidad habría logrado por fin la madurez, pudiendo ahora entregarse indefinidamente a sus afanes de dominio y de tecnificación de la naturaleza. Comte pensó que se llegaría a esta etapa positiva en 1841 y que se alcanzaría un orden semejante al que produjo el catolicismo en la Edad Media, pero con un fundamento verdaderamente sólido, es decir, no teológico, sino científico.
No obstante la neta separación entre las mentalidades propias de los distintos estadios de desarrollo, Comte se da cuenta de que hay superposiciones de instituciones y creencias propias de las tres etapas, aunque también considera que el desarrollo de la ciencia traerá consigo, con el tiempo, la desaparición de los residuos teológicos y metafísicos.
2.1.5. Fundamentación de esta ley
Comte piensa que la ley de los tres estadios está inscrita en la naturaleza misma del espíritu. Tiene, por tanto, valor de primer principio que no necesita demostración.
«Me parece que basta enunciar esa ley, para que su exactitud sea verificada inmediatamente por todos aquellos que tienen un cierto conocimiento profundo de la historia general de las ciencias. No hay ninguna de ellas, en efecto, que no se halle hoy día en el estadio positivo, y que no podamos representarnos en el pasado compuesta esencialmente de abstracciones metafísicas, y remontándonos aún más, completamente dominada por las concepciones teológicas» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].
La simple observación de la evolución de las ciencias humanas “demuestra” que todas y cada una van pasando del estadio teológico al metafísico y, después, al positivo, aunque se lamenta de que, aún en su tiempo, muchas ciencias sigan conservando demasiados rasgos de las etapas anteriores.
Según Comte, también puede comprobarse muy fácilmente la verdad de esta ley, pensado en la propia experiencia personal:
«Ahora bien, cada uno de nosotros, contemplando su propia historia, ¿no se acuerda de que fue sucesivamente, en cuanto a sus nociones más importantes, teólogo en su infancia, metafísico en la juventud y físico en la madurez? Esta constatación es fácil hoy día para todos los hombres en cualquier altura de su vida» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].
No importa —dice— que esto no se realice en todos; se verifica, al menos, en los espíritus que están a la altura de los tiempos.
A estas dos pruebas por observación, añade Comte lo que considera la “demostración” técnica de la necesidad de esa ley. Partiendo del empirismo fenomenista de Hume, entiende que los sentidos reciben sensaciones aisladas, sin inteligibilidad intrínseca. Hay necesidad, por tanto, de una teoría, un principio o un esquema que coordine los hechos aislados, dándoles la inteligibilidad de la que carecen. Este esquema ha de ser necesariamente a priori de la experiencia, que ofrece solo sensaciones aisladas.
«Si bien toda teoría positiva tiene que estar basada necesariamente en la observación, también es necesaria una teoría cualquiera que coordine esta observación. Si al contemplar los fenómenos no los relacionáramos de inmediato con algunos principios, no solamente nos sería imposible combinar esas observaciones aisladas, y por tanto sacar provecho alguno de ellas, sino que seríamos incluso enteramente incapaces de retenerlas, y a buen seguro que los hechos permanecerían desapercibidos ante nuestros ojos» [Curso de Filosofía positiva, p. 39].
Comte plantea, por tanto, la necesidad inicial de una teoría, cuya función primordial sea la de coordinar los hechos, al margen de su contenido de verdad.
«Así, pues, el espíritu humano, presionado por un lado por la necesidad de observar para obtener teorías reales y, por otro por la necesidad, no menos imperiosa, de crearse algunas teorías para poder continuar estas observaciones, se hubiera encontrado desde su nacimiento encerrado en un círculo vicioso del que no hubiera podido salir nunca si no hubiera abierto felizmente una salida natural por el desarrollo espontáneo de unas concepciones teológicas, las cuales han sido un punto de conexión a sus esfuerzos y han ofrecido un programa para su actividad» [Curso de filosofía positiva, p. 39].
La teología ha servido, por tanto, como primer punto de apoyo para el esfuerzo humano de comprender, y como programa inicial de la praxis que llevará progresivamente, a lo largo de la historia, hacia el dominio científico-técnico de la naturaleza.
«Independientemente de las profundas consideraciones sociales que aquí se unen, y que no debo ni tan siquiera mencionar en este momento, éste es el motivo fundamental que demuestra la necesidad lógica del carácter puramente teológico de la filosofía primitiva» [Curso de filosofía positiva, p. 39].
Queda bien patente que, desde el punto de vista gnoseológico, esta explicación comtiana es deudora del empirismo y del fenomenismo kantiano, que hunden sus raíces en la filosofía cartesiana. En efecto, Descartes separó la unidad funcional de inteligencia y experiencia, por medio de la cual se capta la unidad real del ente sensible, dejando por un lado los fenómenos a los que había que buscar inteligibilidad y, por otro, los conceptos que ya no expresaban el ser y la naturaleza de las cosas. En esta situación, la inteligencia no tenía ya por objeto el ente sensible (lo real existente) sino el concepto puro; y la sensación tampoco alcanzaba el ente sensible en cuanto tal, sino la sensación puntual, el dato aislado, despojado de toda inteligibilidad intrínseca. El ser y la naturaleza de las cosas quedaban reducidos a fenómenos [Sanguineti 1977b: 232-238].
2.2. Concepción positivista de la ciencia y clasificación de los saberes
Según Comte, el método científico se caracteriza por prescindir de la búsqueda de causas reales. Las ciencias se limitan a establecer relaciones entre los fenómenos observables. De ahí el calificativo de su filosofía como positivista, puesto que prohíbe que la ciencia traspase el ámbito de los datos, de lo positivamente dado en la experiencia. Para el positivismo, como se vio al inicio, las leyes científicas no son más que “relaciones invariables” entre fenómenos, y su finalidad principal es facilitar el dominio humano de la naturaleza, permitiendo la previsión de los hechos futuros. La realidad puede explicarse sin necesidad de recurrir a ninguna entidad o principio trascendente.
Para Comte no hay más conocimiento que el conocimiento científico-positivo. Y como las clasificaciones del saber vigentes en su época tenían un fundamento teológico o metafísico, él propone otra que responda al estadio positivo, en la que obviamente no incluirá los saberes que pretendan ir más allá de los hechos y de su coordinación a través de una ley (metafísica, teología).
Como el método es el mismo para todas las ciencias, las diversas disciplinas se diferencian, según Comte, sólo por la mayor o menor complejidad de su objeto específico. Es, por tanto, la extensión y la comprensión de los objetos (que Comte prefiere designar como generalidad o universalidad y como complejidad o simplicidad, respectivamente) lo que traza la delimitación de las ciencias. Éstas presentan una complejidad creciente. La ciencia más simple es la Matemática, que estudia la cantidad, la realidad más sencilla y general. A continuación está la Astronomía, que añade a la cantidad el estudio de las masas dotadas de fuerzas de atracción. Luego, la Física, que trabaja además con cualidades como la luz y el calor. Siguen la Química y la Biología, que trata de la vida, añadiendo a la materia bruta la organización. Finalmente, vendría la Física social o Sociología, que estudia el hecho de la sociedad y las constantes de los comportamientos humanos [Curso de Filosofía positiva, pp. 100-101.113].
Esta jerarquía de las ciencias fundamentales indica también, para Comte, el orden histórico necesario en el que han aparecido, puesto que la inteligencia humana sólo puede pasar al objeto más complejo partiendo del más simple. La ciencia que ha llegado primero al estadio positivo es la Matemática (Comte piensa, sobre todo, en los grandes matemáticos de la Grecia clásica, Euclides, Pitágoras, etc.). Posteriormente, se ha desarrollado la Astronomía y, luego, la Física, en el siglo XVII, que ha llegado a su culmen con la ley de la gravitación universal de Newton. A continuación, ha alcanzado el estadio positivo la Química, gracias al esfuerzo realizado por Lavoisier. La Biología ha entrado también en su fase definitiva con los trabajos de Bichat y de Blainville. La Psicología no es, para Comte, una ciencia a se, puesto que la reduce a Biología, reconduciendo los fenómenos psíquicos a la fisiología.
El fundador del positivismo advierte que la última de las ciencias del elenco —la Sociología— es falible e incierta, pues se encuentra todavía en el estadio metafísico. Hasta entonces, se pensaba que los hechos sociales dependían de voluntades arbitrarias y, por eso, se habían estudiado con un método que llevaba a “discusiones interminables”, pero —según Comte— ha llegado el momento en el que también esos hechos pueden ser tratados con los métodos de las ciencias positivas. El conocimiento de las leyes que los relacionan permitirá, por primera vez, comprenderlos y preverlos. A través del razonamiento y la observación, la Sociología puede establecer las leyes de los fenómenos sociales, al igual que para la Física es posible establecer las leyes que rigen los fenómenos físicos. Cuando se constituya la Física social quedará completado, por tanto, el sistema filosófico.
La Sociología ocupa un puesto fundamental y culminante en la enciclopedia comtiana, al representar el término último del progreso intelectual. Esta ciencia tiene en cuenta los resultados de todas las demás y se propone como objetivo elaborar los nuevos principios de la moral y del derecho: el sistema de ideas y de mecanismos de convivencia, que salven a la humanidad de la anarquía y del desorden espiritual en la que la habían sumido los revolucionarios del siglo XVIII.
Pero cabe preguntarse ahora, ¿qué lugar ocupa la Filosofía en el cuadro comtiano de los saberes, si las ciencias particulares se distribuyen exhaustivamente la totalidad de los objetos existentes? En realidad, la Filosofía no se configura, según Comte, como un saber con un ámbito de estudio propio, distinto de los que corresponden a las ciencias. Así lo explica en el Curso de Filosofía positiva:
«Basta, en efecto, con que el estudio de las generalidades científicas se convierta en una especialidad más. Que un nuevo tipo de sabios, preparados por una educación conveniente, sin dedicarse al cultivo especial de ninguna rama particular de la filosofía natural, se ocupe únicamente, considerando las diversas ciencias positivas en su estado actual, a determinar exactamente el espíritu de cada una de ellas, a descubrir sus relaciones y su encadenamiento, a resumir, si es posible todos sus principios propios en un menor número de principios comunes, conformándose sin cesar a las máximas fundamentales del método positivo» [Curso de Filosofía positiva, lec 1].
A la filosofía le corresponde, por tanto, el estudio de las relaciones entre las distintas ciencias y el descubrimiento de los principios comunes a todas (por ejemplo, la ley de los tres estadios, o la necesidad de recurrir a la matemática). Las tareas de la filosofía son mucho más modestas de las que se habían asignado a la metafísica tradicional. Consisten, en definitiva, en promover el “espíritu científico” que ha consentido a la humanidad obtener resultados decisivos en el conocimiento del mundo y en su dominio, controlando que todos los trabajos queden dentro de este espíritu. La Filosofía positiva no es más que la enciclopedia de todas las ciencias, el sistema de los conocimientos universales y científicos, ofrecido en una sola visión total. Así lo declara Comte al comienzo de su Curso.
«El fin de la filosofía positiva es resumir en un cuerpo de doctrina homogénea el conjunto de conocimientos adquiridos en los diferentes órdenes de fenómenos naturales» [Curso de Filosofía positiva, lec 1].
2.3. La vertiente sociológico-política del positivismo. La religión de la Humanidad
Comte pensaba que el desarrollo de la Sociología de acuerdo con el espíritu positivo tendría como resultado el orden social. Esta ciencia ofrecería la completa sistematización de las reglas y principios de la convivencia, al igual que la Física y la Biología. Comprende dos partes: Estática y Dinámica. La Estática social estudia las condiciones de existencia que son comunes a todas las sociedades en todas las épocas. Estas condiciones son, principalmente, la sociabilidad, el núcleo familiar y la división del trabajo, que se hace compatible con la cooperación de esfuerzos. Comte atribuye un valor particular a la familia, como garantía aglutinante de la sociedad. Piensa que la institución familiar está dada por naturaleza y la defiende procurando consolidarla mediante la prohibición del divorcio. La sociedad, para Comte, está formada por familias, no por individuos. Se opone también a la igualdad, por considerarla causa de anarquía, al llevar a atribuir cualquier función a cualquier individuo. Por este motivo defiende también la subordinación de los sexos. Y, por lo mismo, tiene reservas en relación con las doctrinas democráticas y socialistas sostenidas por los revolucionarios del 1848.
Por su parte, la Dinámica social consiste en el estudio de las leyes de desarrollo de la sociedad. Su ley fundamental es la de los tres estadios. El progreso social se ajusta a esta ley que es, para Comte, una verdadera y propia filosofía de la historia. La humanidad marcha por una serie de etapas de perfeccionamiento en su ser y en su obrar, exactamente como el individuo se desarrolla pasando por una serie de estados y de edades en su vida biológica hasta llegar a ser animal perfecto. Este progreso de la humanidad es necesario e irresistible como cualquier otra ley física. Además es indefinido, ya que la humanidad no progresa hacia una meta más allá de la cual pueda decirse que ya no seguirá adelante. Conforme a esta ley del progreso, cada uno de los estados sociales es resultado necesario del precedente y el motor indispensable del que le sigue [Curso de filosofía positiva, lec. 48].
Comte pensaba que la crisis pública y moral de la sociedad de entonces provenía de la coexistencia de tres filosofías opuestas (teología, metafísica y ciencia). Por tanto, para reorganizar la sociedad era necesario que todas las mentes llegasen a pensar de acuerdo con unas mismas ideas y que la Sociología se constituyese como ciencia positiva. La tesis política de Comte es clara: la unidad social a través de la unidad de la doctrina.
«Esta revolución general del espíritu humano está hoy casi enteramente cumplida: sólo resta, como ya he explicado, completar la filosofía positiva, abrazando también los fenómenos sociales y, a continuación, resumirlos en un solo cuerpo de doctrina homogénea. Cuando este doble trabajo esté suficientemente avanzado, el triunfo de la filosofía positiva, se realizará espontáneamente y se restablecerá el orden en la sociedad. La preferencia tan pronunciada que casi todas las mentes, desde las más preparadas a las menos dotadas, conceden hoy a los conocimientos positivos, sobre las especulaciones vagas y rústicas, hace presagiar la enorme acogida que tendrá esta filosofía, cuando adquiera la única cualidad que todavía le falta: su carácter de generalidad conveniente» [Curso de Filosofía positiva, p. 68].
Para Comte es suficiente, por tanto, la unidad del método.
«No creo que sean necesarios más detalles para aclarar que el objetivo de este curso no consiste en absoluto en presentar todos los fenómenos naturales como idénticos en el fondo, salvo la variedad de sus circunstancias. La filosofía positiva sería perfecta si esto pudiera ser así. Pero esta condición no es necesaria, ni para su formación sistemática, ni tan siquiera para la realización de las grandes y ventajosas consecuencias a las que está destinada. No hay más unidad indispensable que la unidad de métodos la cual puede y debe existir y se encuentra en su mayor parte establecida» [Curso de Filosofía positiva, p. 71].
Según Comte, el método positivo es la fuerza capaz de realizar la unidad espiritual entre los hombres. Para él, la felicidad de la sociedad depende tanto de un desarrollo general de la razón iluminada por las ciencias como del establecimiento de una ciencia positiva que estudie los hechos sociales. Pero como las ideas científicas no son la verdad común, es natural que surjan conflictos en la sociedad, debido a la diversidad de opiniones entre los hombres. Por eso, él afirmó la necesidad de reemplazar la educación teológica y metafísica por una educación exclusivamente positivista, y planteó su imposición por la fuerza desde el Estado.
Junto con esto, Comte advierte que un tal sometimiento de la libertad individual a la autoridad sólo es posible por motivos religiosos. Nota que el cristianismo ha sido capaz de suscitar unas actitudes que son esenciales para la vida social (la solidariedad que lleva a buscar no sólo el interés personal legítimo, sino también el bien común; y esta actitud no es capaz de ser suscitada por leyes). Impulsado por las ideas de Joseph de Maestre, reparó en el modo como en la Edad Media el cristianismo había logrado aglutinar todo un sistema intelectual y social global, que dotaba de orden a la cultura y al saber humanos. Por este camino, la exigencia de religiosidad, que Comte había declarado superada con el advenimiento del estadio metafísico y, más aún, del positivo, viene de nuevo reclamada en la época científica como instrumento (medio) necesario para la reforma sociológica. La religión positivista tiene, por tanto, un papel social importantísimo, el de ser principio de la unidad de la sociedad: «La verdadera unidad está, pues, constituida al fin por la religión de la Humanidad» [Système de politique positive, en Oeuvres, t. IX].
Comte rechaza todas las concepciones de la religión características de los estadios teológico y metafísico, como el panteísmo y el teísmo. Ni Dios, ni la Naturaleza pueden ser objeto de culto religioso. Sólo queda, entonces, la Humanidad concebida como un todo que, bajo el nombre de “Gran Ser” (Grand Être), Comte la propone, en su etapa final, como objeto de culto en la nueva religión positivista.
El “Gran Ser” comprende todos los hombres del pasado, del presente y del futuro que han contribuido o contribuyen al progreso y a la felicidad del género humano. Comte asigna a este “Gran Ser” una unidad existencial superior, incluso, a la existencia real del hombre individual, puesto que esta existencia descansa en la continuidad biológica de la generación del tiempo presente con las del pasado y del futuro. Considera el espacio como un ser místico al que llama “Gran Medio” o “Gran Ambiente” (Grand Milieu), en el que está situada la Tierra, el “Gran Fetiche”. El “Gran Fetiche”, el “Gran Medio” y el “Gran Ser” constituyen la trinidad de la religión positivista, cuyo dogma fundamental es “el amor como principio, el orden como base y el progreso como fin” (l’amour comme principe, l’ordre come base, le progrés come but).
A continuación, trazó la organización de las ceremonias del culto, imitando las de la religión católica pero llenándolas de espíritu positivista. El culto privado estaría constituido por el recuerdo de los muertos y el sentimiento de obligación respecto a los descendientes. El culto público se manifestaría en la conmemoración general de los grandes hombres (científicos, artistas y benefactores de la humanidad). Para este fin, Comte elaboró un calendario positivista en el que los días, las semanas y los meses tienen cada uno un patrono. Se señalan 84 días festivos a lo largo del año. Además instituyó nueve sacramentos sociales y el sacerdocio positivista, con la misión de desempeñar en la sociedad el cargo de consejeros, maestros y jueces. Así la humanidad podría vivir en un mundo feliz guiado no ya por las tinieblas teológico-metafísicas, sino por la ciencia redentora. En la familia ejerce el sacerdocio la mujer, esposa y madre y, en defecto de ella, la hija mayor. En general, la mujer ocupa en la sociedad ideada por Comte un puesto fundamental, en cuanto expresión de la emotividad humana. El autor del positivismo fundó, en definitiva, una “iglesia” de la que se proclamó “sumo pontífice” y que le sobrevivió por varios decenios, especialmente en Inglaterra y en Brasil.
Si en el pasado la salvación individual consistía en la unión con Dios, en la religión positiva el hombre se salva y sobrevive en los otros, que recordarán sus acciones útiles a la generación siguiente de la cultura humana. Comte sustituyó la inmortalidad objetiva o individual, que le parecía egoísta, con la inmortalidad subjetiva, por la cual los muertos perviven en la memoria de las generaciones siguientes. La nueva sociedad positiva había de estar impregnada de esta religión universal, y todos los actos de la vida social deberían de ser continua expresión de veneración a este “Gran Ser” o Humanidad, porque la felicidad consistiría en unirse más al Gran Ser. Esta “religión universal de la humanidad” destruye toda trascendencia divina, reclamando para el hombre la glorificación y el servicio que se deben únicamente a Dios. Comte afirmaba certeramente que «La gran concepción de la Humanidad elimina irrevocablemente la de Dios» [Système de politique positive, en Oeuvres, t. IX, p. 46], sustituyendo la idea de Dios por la de “Gran Ser”. Estamos ante una radical secularización de la religión [de Lubac 1997].
La religión de la humanidad trata en definitiva de organizar la sociedad independientemente de Dios, considerando que su única finalidad es el progreso, al que se llega por la ciencia positiva. Algunos estudiosos del positivismo comtiano han mostrado cómo la motivación política es esencial en el positivismo: «todo el trabajo especulativo realizado por Comte está, desde el principio, orientado e impulsado por su labor política» [Petit Sullá 1978: 11]. Puede afirmarse, por tanto, que «la religión comtiana es esencialmente una religión política, o dicho de otra manera, que la política deviene su dimensión característica» [Petit Sullá 1978: 227].
3. Reflexiones críticas
Aunque la doctrina de Comte ha recibido muchas críticas, tanto en su concepción general como en aspectos particulares, su núcleo —la instancia antimetafísica y la extremada valoración de las ciencias—, sigue presente en muchas orientaciones de la cultura contemporánea. Se exponen a continuación algunas de las críticas más significativas a los aspectos histórico-epistemológicos y metafísicos del pensamiento comtiano.
3.1. La ley de los tres estadios. Discusión histórico-epistemológica
La ley comtiana pretende describir el curso de la historia humana, la evolución de cada ciencia y el desarrollo del individuo. Estos tres ámbitos obedecen a una misma ley, cuya dinámica procede del estadio teológico al metafísico y, de éste, al científico positivo. Tratándose de una descripción que debe responder a la evolución histórica real, es lícito preguntarse si el pensamiento metafísico destruyó efectivamente el saber teológico, y si la ciencia eliminó las instancias filosóficas y teológicas. Cabe preguntarse también por el momento preciso en el que, según Comte, tuvo lugar el paso de la mentalidad teológica a la metafísica y si, de hecho, el desarrollo de cada ciencia ha seguido los estadios indicados por el fundador del positivismo. Por último debe comprobarse también si se cumple la dialéctica de fondo de toda la ley comtiana, que impide la simultaneidad de las etapas.
Para Comte, el estadio teológico ocupa la antigüedad y el medioevo. La etapa metafísica se extiende desde Descartes hasta Hegel: ésta es la filosofía que habría destruido el pensar teológico. Sin embargo, resulta sorprendente constatar que Mill, que asume el legado de Comte en estos puntos, identifica el estadio metafísico con la época de la filosofía antigua y medieval (especialmente Aristóteles y Santo Tomás), mientras que atribuye al nominalismo y al cartesianismo la destrucción de las ideas metafísicas que dieron paso al estadio positivo; es decir, para Mill, el período metafísico termina con Descartes.
Un sencillo vistazo a la historia es suficiente para advertir que las doctrinas de Aristóteles y de Santo Tomás (estadio metafísico por excelencia, según Mill) no son incompatibles con el conocimiento de Dios ni con la teología sobrenatural y que, por tanto, el paso del estadio teológico al metafísico no implicó la destrucción de toda explicación teológica. Por otra parte, la filosofía que históricamente desplazó a la religión y a Dios del horizonte de la racionalidad, no fue la que Comte dice que debe abandonarse (la metafísica del ser, de las esencias inherentes a las cosas: las metafísica aristotélica desarrollada en la Edad Media), sino la filosofía racionalista, la metafísica de la inmanencia que se opone al conocimiento de la trascendencia.
En el estadio metafísico que, para Comte, es la época que va desde Descartes hasta Hegel, es verdad que la filosofía asume una importancia preponderante, sobre todo en el racionalismo, que propone la independencia de la razón de la fe, y que culminará en el monumental edificio hegeliano. Pero no puede decirse que la Teología fuese expulsada claramente en estos momentos: o bien se la dejó de lado metódicamente (Descartes) o bien fue criticada en su forma de religión positiva (Ilustración) o en todo caso fue asumida por la Razón (Hegel).
La verificación histórica muestra, además, que el estadio metafísico no es el que sigue a la corrupción del conocimiento de Dios y de la teología, sino al contrario. Históricamente, la negación de Dios ha estado precedida por la corrupción de la metafísica del ser (negación del ente y de sus perfecciones trascendentales) [Sanguineti 1977a: 198-199].
La descripción de la ley de los tres estadios contiene elementos de ambigüedad. Parece que tanto Mill como Comte utilizan el término metafísica con un doble sentido: cuando interesa mostrar que la metafísica desplaza a la teología, identifican la filosofía con la filosofía moderna (Descartes hasta Hegel); en cambio, cuando quieren señalar que en la nueva era positivista debe abandonarse la filosofía, entonces la identifican con la metafísica del ser criticada por Descartes [Curso de Filosofía positiva, p. 46].
En realidad, en el conjunto de la ley comtiana, el estadio que resulta problemático y casi artificial en todas las exposiciones que aparecen en la obra de Comte es el metafísico. Cuando considera la evolución personal de la inteligencia, como la evolución que ha tenido lugar en cada una de las ciencias, la descripción del estadio metafísico, o está ausente o se hace muy de pasada (como mero estadio de transición). Así por ejemplo, menciona una astrología como fase teológica de la astronomía; y una alquimia, que sería la primera fase de la actual química, pero no dice ni una palabra de la fase metafísica de estas dos ciencias [Petit Sullá 1978: 138; 159-160].
Muchos autores han notado —y el mismo Comte lo dice explícitamente— que, en realidad, el problema central se reduce a probar la existencia de un primer estadio en el que todos los conocimientos se interpretan desde una visión teológica. Probado esto, y dado que no puede dudarse del actual estado en que se encuentran las ciencias, basta añadir solamente un estadio transitorio entre las dos etapas propiamente tales para que quede completada la ley de los tres estadios [Curso de Filosofía positiva, lec 1].
«Todas nuestras especulaciones están inevitablemente sujetas, tanto en el individuo como en la especie, a pasar sucesivamente a través de tres estadios teóricos diferentes: teológico, metafísico y positivo. Aunque indispensable bajo todos los aspectos, el primer estadio debe concebirse ahora como puramente provisional y preparatorio; el segundo que no constituye en realidad más que una modificación disolvente, comporta sólo un papel transitorio, para conducir gradualmente al tercero; y es éste, el único completamente normal, el que constituye el régimen definitivo de la razón» [Discours sur l’esprit positive, p. 4].
En las explicaciones que ofrece el autor del positivismo es fácil advertir que el estadio metafísico no obedece a una descripción de la historia real: más que tener valor y sentido en sí mismo, parece un artificio ideado para justificar la necesidad del estadio positivo de todo el saber.
La sucesión de fases del estadio teológico hasta abocar en el monoteísmo ha sido también objeto de numerosas críticas por parte de la investigación histórica posterior y del análisis fenomenológico de la historia de las religiones (Andrew Lang, Wilhelm Schmitdt, G. van der Leeuw, Mircea Eliade, Julien Ries). Concretamente, Andrew Lang, en su obra The Making of the Religion (1898) mostró sobre los nuevos datos aportados por la etnología, la existencia en numerosos pueblos primitivos de creencias inequívocas en un Dios supremo y único, aunque mezcladas con diversas formas de religiosidad inferior, animistas y mágicas. Esta doctrina fue corroborada más tarde por otros autores, sobre todo, por los antropólogos de la Escuela de Viena. A partir de Comte, surgieron numerosas disputas sobre cuál sería la religión “primitiva”, pero la misma disparidad de conclusiones a la que se llegó es también índice de la deficiente observación de los hechos en los que se basaban. Por su misma naturaleza, estos estudios cuentan con una base de experiencia pequeña y fragmentaria. El estado actual de la investigación, aunque se trata de conclusiones probables, apoya más el monoteísmo.
Es también históricamente cuestionable la organización socio-política del estadio teológico que Comte presenta como correlativa a la sucesión de fases que van del politeísmo al monoteísmo. Sobre esta cuestión, Sanguineti ha señalado que en los razonamientos del fundador del positivismo sobre esta cuestión subyace el sofisma de tomar lo que es per accidens como si fuera per se. Por ejemplo, si un determinado pueblo cree en Dios y además posee una organización militar, concluye que el culto a Dios está unido per se a lo militar. Esta falta de discernimiento entre lo esencial y lo accidental, aplicada a la sucesión histórica, da lugar al sofisma post hoc, ergo propter hoc [Sanguineti 1977a: 21].
Una consideración histórica serena y objetiva muestra que tampoco se cumple la dialéctica de fondo de toda la ley comtiana que impide la simultaneidad de las etapas [Sanguineti 1981]: la metafísica medieval no eliminó sino que afirmó la teología, y la ciencia moderna ha convivido con la filosofía y la religión. Merece la pena detenerse en estos aspectos.
La metafísica, de suyo, no se opone a una consideración teológica (ni a la teología natural, ni a la religión). Además, la época moderna no fue exclusivamente filosófica, pues en ella nació también con toda su fuerza el pensamiento científico, en ambientes filosóficos y extrafilosóficos, y normalmente entre personas creyentes. Tampoco es justo afirmar que el período contemporáneo es monotemáticamente científico, pues la filosofía nunca ha dejado de interesar, tanto en sus problemas especulativos como en las cuestiones morales; y las exigencias de la religión siguen inquietando a los hombres.
La experiencia histórica demuestra, en cambio, que el saber científico serio y profundo promueve las cuestiones filosóficas y empuja a los hombres a Dios. La tendencia a filosofar está, en efecto, hondamente arraigada en el hombre, que no se satisface sólo con explicaciones de los principios físicos de la materia, y mayor es el ansia que todos los hombres experimentan de una respuesta trascendente a los interrogantes más profundos de su existencia. Si pensamos en los grandes científicos modernos y contemporáneos: Kepler, Newton, Galileo, hasta llegar a Einstein o Planck, Collins y otros muchos, encontramos ordinariamente a personas con preocupaciones filosóficas, muy atentos al problema de Dios y con respuestas matizadas en relación al valor del saber científico. La imagen del científico ateo, que ha superado el estadio teológico, y con total aversión a la filosofía no es frecuente, y suele darse más bien entre determinados filósofos que han contribuido poco a la ciencia misma (Comte, Renan, Marx) o en científicos aislados e influidos por las ideologías.
En la vida real, los caminos de la filosofía y de las ciencias no son excluyentes, sino que suelen entrecruzarse o ir en paralelo, de modos muy variados. En todas las épocas están presentes múltiples religiones, doctrinas metafísicas y conocimientos científicos particulares. Estos tres ámbitos del saber se desarrollan, con predominio de uno u otro, en dependencia de la libertad humana.
Investigaciones históricas más recientes han probado de modo satisfactorio que la actividad científica no sólo no se opone a la metafísica (ni a la religión), sino que tiene sentido únicamente desde unos presupuestos de carácter filosófico: la confianza en el orden y racionalidad del universo en su totalidad, y la confianza en la capacidad del hombre para conocerlo. Numerosos estudios realizados en el siglo XX han mostrado que la ciencia experimental sólo es posible si el mundo posee un fuerte tipo de orden y si los hombres son capaces de investigarlo. Puede decirse, por tanto, que la base de la ciencia moderna ha sido siempre un cierto realismo metafísico y gnoseológico, que se encuentra en continuidad con el razonamiento metafísico que lleva a la existencia de Dios. Jaki sostiene una filosofía de la historia de la ciencia de signo opuesto a la del positivismo clásico, que consideraba la religión y la metafísica como un lastre del logos científico [Jaki 1980].
La historia misma muestra que la ciencia moderna surgió sistemáticamente en el siglo XVII, en una cultura que, desde hacía muchos siglos era profundamente cristiana, y por obra de científicos como Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, que no sólo eran cristianos convencidos, sino que con frecuencia estudiaron con gran interés problemas teológicos.
Los estudios e investigaciones históricas realizadas desde mediados del siglo XIX permiten concluir que la ley de los tres estadios no responde al curso real de la historia, ni en su planteamiento general —sucesión de periodos que se excluyen— ni en los detalles del desarrollo de cada estadio. Tampoco refleja la historia seguida por cada ciencia. En realidad no es más que una abstracta identificación de tres posiciones “puras”, artificialmente contrapuestas, que tampoco gozan de verificación a nivel individual.
3.2. Crítica de la concepción positivista de la ciencia
La concepción positivista de la ciencia es intrínsecamente cientificista. Por un lado, se asigna a la ciencia el monopolio del saber y, por otro, se limita su alcance a las realidades de la experiencia, negando realidad objetiva a todo lo que quede más allá de la experiencia.
Sin duda, con la metodología propia de la ciencia positiva no se llega a realidades trascendentes (Dios, libertad, espíritu), pero no porque éstas no tengan realidad o no sean objeto de conocimiento, sino porque el método científico, por su misma naturaleza, se limita a los aspectos observables de la realidad. La ciencia no tiene necesidad de considerar otras dimensiones para desarrollarse. En cambio, el científico como persona sí puede hacerse preguntas que están más allá de las posibilidades metodológicas de la ciencia en la que trabaja, pero lo hace en cuanto persona, no en virtud del método científico.
La idea de que la ciencia puede resolver todos los problemas del hombre —otra manifestación de la concepción cientificista de la ciencia— es intrínsecamente ingenua. En efecto, por su misma naturaleza, el conocimiento científico se circunscribe a ámbitos determinados de la realidad y, por tanto, existen problemas para los cuales ni siquiera tiene sentido pedir solución a la ciencia. El conocimiento científico es siempre parcial y contextual y, por tanto, ninguna ciencia puede proporcionar soluciones a problemas que tengan un carácter global. Además, incluso los problemas que la misma ciencia resuelve están, muchas veces, en dependencia de decisiones humanas que se sitúan en el terreno extra-científico, en el ámbito de la libertad, de las responsabilidades individuales, sociales, políticas, etc. [Agazzi 1983: 116-136].
Tampoco los desarrollos científicos se han realizado siguiendo las directrices metodológicas de Comte. Como es sabido, él consideraba que la mecánica newtoniana, entendida de modo mecanicista y determinista era el saber definitivo. Por eso daba gran importancia a la estabilidad del sistema solar, tal como se conocía en su época. Afirmaba con frecuencia que la ciencia positiva se extendía sólo hasta donde alcanzaba la vista, sin ayuda de instrumentos, y que el límite práctico del universo era la órbita de Saturno: Comte desaprobaba los intentos de investigar más allá del sexto planeta del sistema solar, por el temor de que nuevos descubrimientos comprometiesen el determinismo de la ciencia y, con ello, su capacidad de prever con exactitud. Por lo mismo, en matemáticas era hostil al cálculo de probabilidades creado por Laplace.
En su época, las explicaciones biológicas distaban mucho de ajustarse en su desarrollo al esquema positivista. Algunos de los mejores biólogos del momento refutaban considerar la vida como un mero mecanismo. Sin embargo, Comte ignoró a estos científicos y exageró, en cambio, la importancia de los que aportaban elementos que corroboraban su concepción de la ciencia, por ejemplo, Bichat [Curso de filosofía positiva, lecc. 48 y 57]. Para Bichat, el elemento último de los seres vivos era el tejido, no las células. Por tanto, no debía buscarse una realidad más allá del tejido. Bichat condenó el uso del microscopio, pensando que a través de él cada uno ve a su manera y en la medida en que resulta afectado. Por influjo de su autoridad, el microscopio quedó desautorizado varias décadas. Comte, que admiraba a Bichat, escribió refiriéndose a la teoría celular:
«El abuso de las investigaciones microscópicas y el exagerado crédito que todavía se presta a un medio de exploración tan equívoco, contribuyen básicamente a dar una falaz apariencia de verdad a esta fantástica teoría» [Curso de filosofía positiva, lec 41].
En el ámbito astrofísico de la ciencia, Comte rechazó el planteamiento de hipótesis sobre la estructura de las estrellas. Llegó a sostener públicamente la imposibilidad de conocer la estructura química de las mismas. Poco después Fraunhofer publicó su descubrimiento de la composición química de las estrellas y su evolución en el tiempo [Cantore 1988: 147].
La concepción positivista de la ciencia falla en la definición misma de la ciencia y de su alcance. Al limitar el saber científico a la formulación de las leyes que relacionan las magnitudes, los fenómenos y los hechos, los positivistas posteriores desaprobaron el uso de los conceptos de átomo, peso atómico y, en general, de cualquier hipótesis acerca de la estructura interna de la materia. Ellos consideraban que se trataba de elementos ficticios e inútiles, restos de la antigua “metafísica”. Sin embargo, los experimentos de Perrin (1870-1942), que lograron determinar experimentalmente el número de Avogadro y demostrar así la teoría atómica, hicieron entrar en crisis la noción positivista de ciencia. Incluso Leon Brunschvicg, filósofo de tendencia idealista, y Wilhem Ostwald, científico que consideraba la teoría atómica como ejemplo de hipótesis experimental incontrolable de la que la ciencia debería liberarse, después de ser conocidos los resultados de los trabajos de Perrin, afirmaron que el átomo, que hasta ese momento era un “ente de razón” se había convertido en un “ente de laboratorio”; ya no era una ficción sino una realidad, pues, por así decir, los átomos se podían hasta contar.
Es interesante notar que, aunque el positivismo se auto-proclamó la filosofía de la ciencia moderna, las hipótesis atómicas se formularon con el impulso de una concepción realista —no positivista— de la ciencia. La afirmación de la teoría atómica tiene, pues, gran relieve epistemológico, porque demuestra la posibilidad, para la ciencia y para la razón humana en general, de ir más allá de los datos de la sensación y de buscar su explicación en causas y estructuras subyacentes a los fenómenos [Selvaggi 1985: 163-169]. Éste es el espíritu de la ciencia moderna desde sus inicios, como muestra claramente la actitud de Galileo en la controversia ptolemaico-copernicana. El sistema geocéntrico “salvaba las apariencias”, pero Galileo lo rechazó en cuanto a su capacidad meramente pragmática, que no producía una comprensión en profundidad de la estructura de la realidad. A su entender, los científicos auténticos eran los que trataban de indagar la verdadera constitución del universo. Lo importante no era que la ciencia “funcionase”. Por eso Galileo no siguió el consejo del cardenal Belarmino de tratar como hipótesis el sistema copernicano. Para él considerarlo como hipótesis equivaldría a traicionar la ciencia.
Hoy es patente que el gran progreso de las ciencias experimentales desde la segunda mitad del siglo XIX se debe, en buena parte, a los conocimientos logrados acerca del mundo microfísico e intracelular, yendo mucho más allá de lo dado en la experiencia, o sea, en la dirección que Comte había prohibido. La genética, por ejemplo, no se ha limitado al cálculo estadístico y de predicción de caracteres de la descendencia, sino que ha continuado en el intento de buscar el principio explicativo de tales proporciones, postulando primero las unidades hereditarias y después, los genes, hasta llegar a establecer su estructura química. Si la ciencia hubiera seguido las directrices del positivismo, no tendríamos hoy ni la microfísica, ni la astrofísica, ni la teoría de la relatividad, ni la bioquímica, ni la genética.
Se considera un último ejemplo, también de la física atómica. Thomson y Kaufmann trabajaban tratando de medir la relación masa/carga de las partículas que formaban los rayos catódicos. Los datos de Kaufmann fueron más precisos. Aunque en conjunto se trataba de conclusiones parciales, Thomson afirmó el carácter fundamental del electrón como constituyente de la materia, cosa que la investigación posterior permitió confirmar. En cambio, Kaufmann no proclamó que hubiera descubierto una partícula fundamental, porque había sufrido la influencia de la filosofía científica de Ernst Mach, que sostenía que no era científico ocuparse de hipótesis como los átomos, imposibles de observar. Es difícil no concluir que fue Thomson quien descubrió el electrón en 1897 [Weinberg 1985: 70].
Es ahora el momento de valorar el verdadero fundamento de la ley de los tres estadios y la exagerada confianza de Comte en las posibilidades de la ciencia. Cuando éste formuló su ley, muchos hechos y situaciones no se ajustaban a su explicación, invitando, por tanto, a revisarla o a dudar de determinadas aserciones. Podía haberse percatado también, al observar la historia desde Descartes hasta él, que había un paralelismo entre el creciente predominio de la ciencia positiva y el estado bélico de las sociedades europeas. Podía haber advertido que la evolución del pensamiento cartesiano y baconiano no era excesivamente prometedora de la paz social; precisamente ésta, a partir del Renacimiento, comenzaba a sufrir las más grandes perturbaciones. Sin embargo, sus afirmaciones sobre las causas del estado revolucionario de su tiempo son de un simplismo notable.
En toda su obra se observa, además, que esquiva constantemente los hechos que contradicen o plantean dificultades a su ley. Esta situación, muy repetida, no incidental, muestra que la elaboración sistemática del positivismo no tiene explicación desde el punto de vista lógico. Puede comprenderse sólo como decisión de la voluntad a partir del fin que pretende: la organización de la sociedad por medio de la Física social, dotada de leyes tan exactas como las de la atracción gravitacional. La credibilidad de este deseo dependía de que se demostrase que las ciencias —la biología en particular— hubieran alcanzado su estadio definitivo pues, al fin y al cabo, la sociedad no sería más que un inmenso organismo, un sistema biológico más amplio y complejo. Comte escribía:
«La física social sería una ciencia imposible, si las condiciones astronómicas fuesen susceptibles de variaciones indefinidas, pues entonces, la existencia humana que depende de ellas no podría nunca reducirse a leyes» [Curso de Filosofía positiva, p. 22].
Sólo a partir de la aspiración de alcanzar el dominio y perfecto control de los hechos naturales y humanos se nos hacen inteligibles las elaboraciones sistemáticas del positivismo. Sólo así se entiende a fondo su rechazo de la instancia metafísica basada en el empirismo, ya que «la realidad sin interna contextura, sin esencial urdimbre es la plasticidad completa, la inerte disponibilidad material para el ejercicio del poder puro» [Llano 1988: 140]. Putnam afirma que el positivismo no es una explicación, sino una redefinición persuasiva (persuasive redefinition) ordenada a unos objetivos claros: excluir la metafísica y la ética normativa [Putnam 1975].
El positivismo no nace tanto como una filosofía inspirada en la ciencia real, sino como una ideología abiertamente anti-metafísica. Sanguineti lo expresa así: «La esencia de la actitud positivista consiste entonces, a parte aversionis, en el abandono del conocimiento metafísico en la investigación científica, conseguido mediante calculadas restricciones intelectuales; y a parte conversionis supone el proyecto de alcanzar el dominio y perfecto control de los hechos, de modo que la razón llegue a ser completamente dueña del ser y del obrar de todas las cosas. La voluntad de poder constituye sin duda el finis operis de la construcción positivista, el secreto que hace inteligibles sus sistemáticas elaboraciones» [Sanguineti 1977a: 244].
Aun considerando el sistema comtiano desde la finalidad que pretende, llama poderosamente la atención su ingenuidad respecto a las posibilidades y función de la ciencia. Sin embargo, considerando el contexto histórico-cultural en el que vivió Comte, resulta, en cierto modo, comprensible. En su época, la ciencia moderna había logrado grandes éxitos y comenzaba a organizarse en un sistema grandioso, en una cosmovisión científica capaz de entrar en concurrencia con la filosofía. Por eso, el saber científico pudo parecer a Comte la verdadera sabiduría, que iba a revelar los secretos del universo. Por otra parte, la filosofía estaba representada por las especulaciones idealistas y por las críticas a la religión revelada y a la metafísica, operantes ya desde el siglo XVIII. La Enciclopedia, a partir de una confianza acrítica en el mecanicismo y con la pretensión de basarse en la mecánica newtoniana, había forjado el mito científico. Comte disponía, por tanto, de un humus propicio. En cambio, dos siglos atrás, en el momento de arranque de la ciencia —en la época de Newton— no habría podido surgir una filosofía como la de Comte, porque entonces los científicos eran muy conscientes de la parcialidad de sus estudios y fácilmente se remitían a la filosofía para los problemas más hondos. La ciencia y, en general, toda la cultura del siglo XVII vivía inmersa en una atmósfera filosófico-teológica [Sanguineti 1981: 698].
3.3. Valoración metafísica
Para concluir la exposición crítica del positivismo comtiano, parece de interés hacer algún comentario sobre los elementos metafísicos máximamente impugnados por Comte y, en general, por el cientificismo: la causalidad de Dios sobre el mundo y el hombre y la relación entre la Causa Primera y las causas segundas. Aquí es, quizá, donde más claramente se pone de manifiesto la pobreza metafísica de la filosofía comtiana.
Como se ha dicho anteriormente, en la doctrina comtiana, las causas segundas y la Causa Primera están en un mismo plano, casi en concurrencia, de modo que privilegiar la acción de las causas segundas llevaría consigo la pérdida de la relevancia de la Causa Primera, hasta hacer superfluo el recurso a ella. Así, algunos positivistas sostuvieron que el hombre recurría a la divinidad sólo en ausencia de una explicación positiva de los hechos concretos. Se trata de una forma de argumentación en línea con el Deus ex machina que, a nivel práctico, iría mostrando innecesario el recurso a Dios. En ausencia del saber científico, se recurría a Dios para que lloviese, curase enfermedades o socorriese en las dificultades. Pero cuando el desarrollo de las tecnociencias va haciendo posible resolver esos problemas, deja de tener sentido el recurso a Dios. En realidad, como se explica a continuación, la Causa Primera no resulta superflua porque existan causas segundas que se van conociendo cada vez mejor [Agazzi 1983: 121-124]. En este modo de ver del positivismo, falta una comprensión metafísica adecuada de estos dos órdenes de causalidad que, en cambio, la doctrina aristotélico-tomista del ser como acto y de la participación logra iluminar [Sanguineti 1977a: 214-243].
En la doctrina aristotélico-tomista, por Causa Primera se entiende la causalidad propia de Dios, Esse Subsistens, Ser por esencia, que produce las cosas en cuanto entes, es decir, da propiamente el ser [Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3; De Potentia, q. 3, a. 5; Summa contra gentiles, III, c. 66]. Causas segundas son, en cambio, aquellas que producen la cosa, pero no en cuanto a su ser sino en cuanto a su modo de ser (pino, piedra, gato, átomo, etc.). La Causa Primera o trascendental no excluye ni sustituye a las segundas: Dios en cuanto causa del ser de los agentes segundos está presente en cualquier acción causal secundaria o participada. Ciertamente las causas segundas producen la cosa en cuanto pino, lombriz de tierra, etc. pero la Causa Primera —causa de la causa segunda y de su causalidad— produce la cosa en cuanto ente. Tanto una como las otras son propiamente causas, pero en planos distintos.
La metafísica tomista, sin menoscabar la autonomía propia de la causa segunda y, por tanto, su carácter de causa real del efecto producido, entiende que la causación de las criaturas requiere el fundamento de la causalidad divina, tanto para su ser como para su obrar. Toda criatura, toda causa segunda, es (esencia, principios substanciales y accidentales) en virtud del esse participado que, a su vez es en acto por la participación del Esse subsistens. De ahí que el obrar de la criatura —de la causa segunda— (su pasar al acto) sea tal en virtud del “vibrar” íntimo y radical del acto de ser [Fabro 1960: 443-444]. Al otorgar Dios el esse fundante del ente creado, es también la Causa Primera en el ser respecto de cualquier efecto que se produce en el universo. La participación del ser se continúa, por tanto, en la participación intrínseca en el obrar y en las potencias operativas. De ahí que la Causa Primera no se oponga a la razón de causa segunda, sino que, al contrario, le comunique su condición de causa efectiva, de modo que esta última nada podría hacer sin contar con la unión y subordinación a la Causa Primera. Por eso, Santo Tomás dice con admirable claridad:
«Cuando se pregunta por el propter quid de algún efecto natural, podemos responder asignando alguna causa próxima, siempre que reduzcamos todo a la Voluntad divina, como a su Primera Causa. Por ejemplo, si alguien pregunta: ‘¿por qué se calienta la madera ante la presencia del fuego?’, se puede decir, ‘porque calentar es la acción natural del fuego’, y esto a su vez ‘porque el calor es un accidente propio del fuego’, dado que resulta de su forma; y así hasta llegar a la Voluntad divina. Por eso, si alguien respondiera a esa pregunta diciendo que ‘porque Dios lo quiso’, responderá convenientemente si se propone reducir la pregunta a su Causa Primera, pero no si entiende excluir todas las demás causas» [Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c. 97].
Dios y las criaturas producen un efecto común, pero no como si Dios produjese una parte de ese efecto y la criatura otra parte. No se trata de una mutua integración de causas parciales, sino de la fundamentación de la causa particular en la Causa por esencia. La “moción” divina en el obrar de la criatura no disminuye, por tanto, la eficacia propia del sujeto que está obrando, sino que la fundamenta.
El quicio de la relación entre la Causa Primera y las causas segundas está, por tanto, en la participación. Cuando se deja de lado esta doctrina, entonces se entiende la causa segunda como totalmente autónoma y la dependencia de la Causa primera se hace extrínseca, incluso violenta o superflua. A la vez, como la consistencia o dignidad de la causa segunda se centra en su independencia, se plantea la necesidad de negar la Causa Primera o de hacerla, cada vez, más remota. El positivismo teme que la referencia a Dios lleve al descuido de las causas segundas. Se piensa que en tiempos antiguos la ingerencia de Dios había constituido un lastre para progresar en el conocimiento de los mecanismos que permiten el dominio de los fenómenos. De ahí que el arrinconamiento o la ausencia de Dios se considere signo de progreso científico: cuantos más fenómenos logre explicar la ciencia, menos necesario sería el recurso a Dios, hasta llegar a poder prescindir totalmente de Él. Comte piensa que el poder de prever los fenómenos y de controlarlos destruye la creencia de ser gobernados por voluntades mudables. En este sentido, la obra de Comte se dirige a borrar cualquier intervención causal de Dios en el mundo y a eliminar todo residuo de metafísica del ser en la elaboración de las ciencias.
En realidad, los conflictos entre la Causa Primera y las causas segundas o, si se prefiere, entre la teología natural y las ciencias positivas se producen objetivamente (es decir, prescindiendo de causas subjetivas como son los intereses personales, los prejuicios, la situación moral de la persona) sólo cuando las relaciones entre la Causa Primera y las causas segundas se plantean de modo equívoco. Esto es lo que sucede en el positivismo.
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Después de las reflexiones críticas precedentes, cabe preguntarse, ¿tiene algún significado histórico real la ley de los tres estadios? Respondemos que sí. A grandes rasgos parece justo reconocer que el itinerario de la filosofía moderna y contemporánea constituye un progresivo alejamiento de Dios y una caída en el agnosticismo y en el ateísmo. Comte lleva razón en este sentido sólo si se quiere indicar el proceso de progresiva radicalización hacia el ateísmo, característico de la vertiente dominante de la filosofía “moderna”. Pero no cabe generalizar esta observación a toda la filosofía, ni a la actitud filosófica en su raíz más auténtica y, mucho menos aplicarla al avance en el conocimiento científico.
«La ley de los tres estadios se presenta así como una descripción en la que Comte sintetiza el avance de la civilización moderna hacia el ateísmo, el progresivo alejamiento de Dios que se estaba operando en el mundo, y más en concreto el paso operado por el humanismo radical desde el ámbito de la filosofía al de las ciencias, característico del ambiente cultural de las primeras décadas del siglo XIX. Al formular su ley, Comte no hace más que tomar conciencia de una definida orientación de la cultura moderna, no absolutamente universal, pero ciertamente dominante» [Sanguineti 1977a: 200].
4. Bibliografía
4.1. Obras de Auguste Comte
Oeuvres d’Auguste Comte, 12 vol, Anthropos, Paris 1968-1970. Es la única edición de las obras completas.
Corréspondance générale et confessions (1814-1857), 8 vol. (P.E. Berrêido Carneiro et autres: ed.), Archives Positivistes, Paris 1973-1990.
4.2. Traducciones españolas de algunas obras
Curso de Filosofía positiva, Aguilar, Buenos Aires 1973 (Se ha utilizado esta traducción para las citas de las lecciones 1 y 2 de esta obra).
Catecismo positivista, Nacional, Madrid 1982.
Discurso sobre el espíritu positivo, Aguilar, Buenos Aires 1965; Alianza, Madrid 1988.
Discurso sobre el espíritu positivo, Orbis, Barcelona 19852 (esta edición incluye: Curso de Filosofía positiva –lecciones 1 y 2-, traducción de José Manuel Revuelta; y Discurso sobre el espíritu positivo, traducción de Consuelo Bergés).
Plan de los trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad, Tecnos, Madrid 2000.
Selección de los principales textos de cuatro obras de Comte, traducidos al castellano (Curso de Filosofía positiva; Discurso sobre el espíritu positivo; Sistema de Política positiva; Catecismo positivista), en Canals Vidal, F., Textos de los grandes filósofos (Edad contemporánea), Herder, Barcelona 1977.
4.3. Estudios sobre el pensamiento de Comte
Arnaud, P. , La pensée d’Auguste Comte, Bordas, Paris 1969.
Atencia, J.M., Positivismo, metafísica y filosofía de la ciencia en Augusto Comte, Universidad de Málaga, Málaga 1990.
—, Augusto Comte y la metafísica, «Philosophica Malacitana» (1994) 25-31.
Centro de Estudios Filosóficos de Gallarate, Diccionario de Filósofos, Rioduero, Madrid 1986 (voz Comte, de A. Santucci).
Ferrater-Mora, J., Diccionario Filosófico, 4 vol., Alianza, Madrid 1980.
Kolakowski, L., La filosofía positivista, Cátedra, Madrid 19844.
Negri, A., Augusto Comte e l'Umanesimo positivistico, Armando, Roma 1971.
—, Introduzione a Comte, Laterza, Roma-Bari 1983.
Negro Pavón, D., Comte: positivismo y revolución, Cincel, Madrid 1987.
Petit Sullá, J.M., Filosofía, política y religión en Augusto Comte, Acervo, Barcelona 1978.
Riezu , J ., La concepción moral en el sistema de Augusto Comte , Ediciones Universidad de Granada, Granada 1981.
Sanguineti, J.J., Augusto Comte: “Curso de Filosofía positiva”, Emesa, Madrid 1977.
―, Discusión sobre la ley de los tres estadios de Comte, en: “Atti del Convegno Evangelizzazione e Ateismo”, Paideia, Roma 1981, pp. 697-708.
Stuart Mill, J., Augusto Comte y el positivismo, Aguilar, Buenos Aires 1972. Traducción al castellano de Dalmacio Negro Pavón. Esta obra de Mill versa sobre el Curso de Filosofía positiva completo y sobre la última doctrina de Comte.
4.4 Otras obras citadas en la voz
Agazzi, E., Scienza e fede, Massimo, Milano 1983.
Cantore, E., L’uomo scientifico. Il significato umanistico della scienza, EDB, Bologna 1988.
de Lubac, H., El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 1997.
Fabro, C., Partecipazione e causalità, SEI Torino 1960.
Jaki, S.L., The Road of Science and the Ways to God, Scottish Academic Press, Edinburgh 1980.
Llano, A., La nueva sensibilidad, Espalsa-Calpe, Madrid 1988.
Putnam, H., Mind, Language and Reality. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge (MA) 1975.
Sanguineti, J.J., La filosofía de la ciencia según Santo Tomás, Eunsa, Pamplona 1977 (Sanguineti 1977b)
Selvaggi, F., Filosofia del mondo. Cosmologia filosofica, PUG, Roma 1985.
Weinberg, S., Partículas subatómicas, Labor, Barcelona 1985.
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Vitoria, María Ángeles, Auguste Comte, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/comte/Comte.html
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