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Paz y Ciencia

lunes, 30 de noviembre de 2020

Umberto Eco y el Fascismo

 


recibí el Primer Premio Provincial de Juveniles de Ludi (una competición voluntaria, pero obligatoria para jóvenes fascistas italianos – es decir, para cada joven italiano). Expuse detalladamente y con amplia capacidad retórica sobre la temática “¿Debiéramos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?” Mi respuesta era afirmativa. Era un chico listo.

Pasé dos de mis tempranos años entre la SS, fascistas, republicanos y partisanos disparándose unos a los otros, y aprendí a esquivar las balas. Era un buen ejercicio.

En abril de 1945, los partisanos se tomaron Milán. Dos días después llegaron al pequeño pueblo donde vivía. Fue un momento de jolgorio. La plaza principal estaba repleta de gente cantando y ondeando banderas, vitoreando a viva voz por Mimo, el líder partisano del sector. En su pasado, maresciallo de los Carabinieri, Mimo se unió a los seguidores del General Badoglio, sucesor de Mussolini, y perdió una pierna durante uno de los primeros choques contra las fuerzas sobrantes de Mussolini. Mimo se asomó por el balcón del ayuntamiento, pálido, apoyado en su muleta, y con una mano intentó apaciguar a la multitud. Estaba esperando su discurso, ya que toda mi infancia estuvo marcada por los grandes discursos históricos de Mussolini, de los cuales memorizábamos los pasajes más relevantes en la escuela. Silencio. Mimo hablaba en una voz áspera, casi inaudible. Dijo: “Ciudadanos, amigos. Tras tantos dolorosos sacrificios… aquí estamos. Gloria a aquellos que han caído en nombre de la libertad.” Y eso fue todo. Volvió adentro. La multitud gritaba, los partisanos alzaban sus armas y disparaban en son de festejo. Nosotros, los niños, nos apresurábamos en recoger los cartuchos, preciosos artefactos, pero también había aprendido que la libertad de expresión significa libertad de retórica.

Algunos días después vi a los primeros soldados estadounidenses. Eran afroamericanos. El primer yanqui que conocí fue un hombre negro, Joseph, que me introdujo a las maravillas de Lil’ Abner y Dick Tracy. Sus libros de cómic estaban coloreados brillantemente y olían bien.

Uno de los oficiales (el mayor o capitán Muddy) era un invitado en la villa de una familia con dos hijas que eran mis compañeras de escuela. Lo conocí en un jardín en donde algunas mujeres, rodeando al Capitán Muddy, hablaban un francés tentador. El Capitán Muddy también sabía un poco de francés. Así fue mi primera imagen de los liberadores estadounidenses - tras tantas caras pálidas en camisas negras - la de un culto hombre negro en un uniforme verde-amarilloso diciendo: “Oui, merci beaucoup, Madame, moi aussi j’aime le champagne…”. Desafortunadamente no había champaña, pero el Capitán Muddy me dió mi primer chicle de menta Wrigley’s y empecé a masticar todo el día. En la noche ponía el chicle en un vaso de agua, para que estuviera fresco al próximo día.

En mayo oímos que la guerra había acabado. La paz suscitaba en mí una sensación curiosa. Me habían contado que la guerra permanente era una condición normal para un joven italiano. En los próximos meses me enteré de que la Resistencia no era un fenómeno local sino uno esparcido por toda Europa. Aprendí nuevas y emocionantes palabras como réseau, maquis, armée secrète, Rote Kapelle, ghetto de Varsovia. Vi las primeras fotografías del Holocausto, así entendiendo antes el significado que la palabra. Me di cuenta de lo que nos habían liberado.

Hoy en mi país aún hay gente que se pregunta si la Resistencia tuvo algún impacto militar significativo durante el transcurso de la guerra. Para mi generación esta pregunta es irrelevante: entendimos inmediatamente el sentido moral y psicológico de la Resistencia. Para nosotros era recipiente de orgullo el que los europeos no esperáramos pasivamente la liberación. Y para los jóvenes estadounidenses que estaban pagando nuestra libertad restaurada con su propia sangre, saber que detrás de las líneas de fuego había europeos pagando su propia deuda por adelantado era importante.

Hoy en mi país hay algunos que dicen que el mito de la Resistencia era una mentira comunista. Es verdad que los comunistas explotaron la Resistencia como si fuera de su propiedad, ya que jugaron un rol importante en ella; pero yo recuerdo a los partisanos con pañuelos de distintos colores. Pegado a la radio, pasaba mis noches - las ventanas cerradas, la oscuridad haciendo del espacio circundante al equipo un halo luminoso - escuchando los mensajes de la Voz de Londres a los partisanos. Eran crípticos y poéticos al mismo tiempo (El sol siempre sale, Las rosas florecerán) y la mayoría de ellos eran “messaggi per la Franchi.” Alguien me susurró que Franchi era el líder de la más grande red clandestina en el noroeste de Italia, un hombre de coraje legendario. Franchi se convirtió en mi héroe. Franchi (cuyo nombre real era Edgardo Sogno) era un monarquista, tan anti-comunista que tras la guerra se unió a grupos de ultra derecha, y fue acusado de colaborar en un proyecto de golpe de estado reaccionario. ¿A quién le importa? Sogno sigue siendo mi héroe soñado de infancia. La liberación era una tarea común para personas de distintos colores.

Hoy en mi país aún hay algunos que dicen que la Guerra de Liberación fue un periodo trágico de división, y que todo lo que necesitamos es reconciliación nacional. La memoria de esos terribles años tiene que ser reprimida, refoulée, verdrängt. Pero la Verdrängung [represión] causa neurosis. Si la reconciliación significa compasión y respeto por todos aquellos que guerrearon de buena fe, el perdonar no significa olvidar. Incluso puedo admitir que Eichmann creía sinceramente en su misión, pero no puedo decir, “Ok, vuelve y hazlo de nuevo.” Estamos aquí para recordar lo que sucedió y decir solemnemente que “Ellos” no deben hacerlo de nuevo.

Pero, ¿quiénes son Ellos?

Si aún pensamos en los gobiernos totalitarios que rigieron Europa previo a la Segunda Guerra Mundial fácilmente podemos decir que sería difícil que reaparezcan bajo la misma forma en distintas circunstancias históricas. Si el fascismo de Mussolini fuera basado en la idea de un líder carismático, en el corporativismo, en la utopía del Destino Imperial de Roma, en un ímpetu imperialista de conquistar nuevos territorios, en un nacionalismo exacerbado, en un ideal de una nación entera regida en camisas negras, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no hallo dificultad alguna en reconocer que hoy la Alleanza Nazionale italiana, nacida de las ascuas del Partido Fascista postguerra, MSI, y ciertamente un partido de derecha, ya no tiene mucho en común con el viejo fascismo. Bajo la misma línea, aunque me preocupan varios de los movimientos de corte Nazi que han surgido aquí y allá en Europa, incluyendo Rusia, yo no creo que el nazismo, en su forma original, esté a punto de reaparecer como un movimiento a escala nacional.

No obstante, aunque los regímenes políticos pueden ser derrocados, y las ideologías criticadas y renegadas, tras un régimen y su ideología siempre hay una manera de pensar y de sentir, un conjunto de hábitos culturales, instintos sombríos e impulsos inasibles. ¿Hay aún otro fantasma rondando Europa (sin mencionar otras partes del mundo)?

Ionesco dijo alguna vez que “sólo las palabras cuentan y el resto es mero parloteo.” Los hábitos lingüísticos son frecuentemente importantes síntomas de sentimientos subyacentes. Entonces se vuelve relevante preguntar por qué no solo la Resistencia sino la Segunda Guerra fue definida alrededor del mundo como una lucha contra el fascismo. Si relees For Whom the Bell Tolls de Hemingway descubrirás que Robert Jordan identifica a sus enemigos en los fascistas, incluso pensando en los falangistas españoles. Y para FDR (Franklin D. Roosevelt), “La victoria del pueblo estadounidense y sus aliados será una victoria ante el fascismo y la muerta mano de despotismo que representa.”

Durante la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses que participaron en la guerra española fueron llamados “antifascistas prematuros” – significando que pelear contra Hitler en los años cuarenta era un deber moral para cada buen estadounidense, pero pelear contra Franco demasiado temprano, en los años treinta, olía agrio porque lo hacían principalmente comunistas y otros izquierdistas… ¿Por qué una expresión como cerdo fascista era utilizada por los radicales estadounidenses para referirse a un policía que no aprobaba sus hábitos de fumar treinta años después? ¿Por qué no decían: cerdo Cagoulard, cerdo falangista, cerdo Quisling, cerdo Nazi?

Mein Kampf es un manifiesto de un programa político completo. El nazismo tenía una teoría del racismo y de la raza Aria como el pueblo elegido, una noción precisa del arte degenerado, entartete Kunst, una filosofía de la voluntad de poder y del Übermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, mientras que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era groseramente materialista y ateo. Si con totalitarismo uno se refiere a un régimen que subordina cada acto del individuo al estado y su ideología, entonces tanto el nazismo y el estalinismo eran verdaderos regímenes totalitarios.

El fascismo italiano era ciertamente una dictadura, pero no era totalmente totalitario, no por su levedad sino por la debilidad filosófica de su ideología. Contrario a la opinión común, el fascismo en Italia no tenía una filosofía especial. El artículo sobre fascismo firmado por Mussolini en la Enciclopedia Treccani fue escrito por o inspirado en Giovanni Gentile, pero reflejaba una noción hegeliana tardía del Estado Absoluto y Ético que nunca fue completamente realizado por Mussolini. Mussolini no tenía una filosofía: solo tenía retórica. Era un ateo militante al principio y posteriormente firmó la Convención con la Iglesia y recibió a los obispos que bendijeron los gallardetes fascistas. En sus tempranos años anticlericales, de acuerdo con una leyenda probable, una vez preguntó a Dios, para que probara Su existencia, que lo golpeara en el acto. Luego, Mussolini siempre mencionó el nombre de Dios en sus discursos, y no le molestaba ser llamado el Hombre de la Providencia.

El fascismo italiano fue la primera dictadura de derecha en gobernar un país europeo, y todos los movimientos posteriores hallaron una suerte de arquetipo en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en instalar una liturgia militar, un folclor, incluso una forma de vestir - mucho más influyente, con sus camisas negras, que Armani, Benetton o Versace pudieran ser alguna vez. Fue solo en los años treinta que movimientos fascistas surgieron, con Mosley, en Gran Bretaña, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en Sudamérica. Fue el fascismo italiano el que convenció a tantos líderes europeos liberales de que el régimen estaba llevando a cabo interesante reforma social, y que proveía una alternativa livianamente revolucionaria a la amenaza comunista.

No obstante, la prioridad histórica no me parece razón suficiente para explicar por qué la palabra fascismo se tornó sinécdoque, es decir, una palabra que puede ser utilizada para distintos movimientos totalitarios. Esto no es porque el fascismo contenga en sí, por así decirlo en su esencia, todos los elementos que cualquier forma posterior del totalitarismo. Al contrario, el fascismo no tenía esencia. El fascismo era un totalitarismo confuso, un collage de distintas ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Puede uno concebir un movimiento realmente totalitario que podía combinar la monarquía con la revolución, el Royal Army con la milizia personal de Mussolini, la concesión de privilegios a la Iglesia con educación estatal que ensalza la violencia, el control estatal con el libre mercado? El Partido Fascista nació jactándose de traer un nuevo orden revolucionario, pero fue financiado por los más conservadores de entre los terratenientes que esperaban de esta una contrarrevolución. En sus comienzos, el fascismo era republicano. Aun así sobrevivió por veinte años proclamando su lealtad a la familia real, mientras que el Duce (el indiscutido Líder Máximo) se encontraba codo a codo con el Rey, a quien ofreció el título de Emperador. Pero cuando el Rey despidió a Mussolini en 1943, el partido reapareció a los dos meses, con apoyo alemán, bajo el estándar de una república “social”, reciclando su antiguo guion revolucionario, ahora enriquecido con matices casi Jacobinos.

Existía sólo una arquitectura Nazi y solo un arte Nazi. Si el arquitecto Nazi era Albert Speer, entonces no había espacio para Mies van der Rohe. De forma similar, bajo el mandato de Stalin, si Lamarck estaba en lo correcto entonces no había espacio para Darwin. Ciertamente, en Italia habían arquitectos fascistas, pero cerca de sus pseudo-Coliseos existían muchos edificios nuevos inspirados por el racionalismo moderno de Gropius.

No había un Zhdanov fascista estableciendo una línea estrictamente cultural. En Italia existían dos importantes premios de arte. El Premio Cremona estaba controlado por el fascista fanático y poco cultivado, Roberto Farinacci, quien alentaba el arte como propaganda. (Puedo recordar pinturas con títulos tales como “Escuchando por la radio el Discurso del Duque” o “Estados Mentales Creados por el Fascismo”). El Premio Bergamo era patrocinado por el fascista culto y razonablemente tolerable, Giuseppe Bottai, quien protegía tanto el concepto del arte por el bien del arte y los varios tipos de arte Avant-garde que habían sido tachados como corruptos y cripto-comunistas en Alemania.

El poeta nacional era D’Annunzio, un dandi que en Alemania o en Rusia habría sido enviado al escuadrón de tiro. Fue apuntado como el bardo del régimen por su nacionalismo y el culto que rendía al heroísmo – ambas cosas que eran abundantemente mezcladas con la influencia francesa de la decadencia fin de siècle.

Tomemos el Futurismo. Uno podría pensar que podía haber sido considerado una instancia de entartete Kunst, junto al Expresionismo, el Cubismo y el Surrealismo. Pero los primeros Futuristas italianos eran nacionalistas; simpatizaban de la participación italiana en la Primera Guerra Mundial por razones estéticas; celebraban la velocidad, la violencia y el riesgo, todos elementos que de alguna forma parecían conectar con el culto a la juventud del fascismo. Mientras el fascismo se identificaba a si mismo con el Imperio Romano y descubría traduciones rurales, Marinetti (que proclamó que un auto era más bello que la Victory of Samothrace y quería matar hasta la luz de la luna) fue aún así apuntado como miembro de la Academia Italiana, la cual trataba a la luz de la luna con gran respeto.

Muchos de los futuros partisanos y de los futuros intelectuales del Partido Comunista fueron educados por el GUF, la asociación de estudiantes de la universidad fascista, la cual iba a ser, supuestamente, la cuna de la nueva cultura fascista. Estos clubes se transformaron en una suerte de olla de derretimiento intelectual donde nuevas ideas circulaban sin ningún control real ideológico. Esto no significaba que los hombres del partido fueran tolerantes ante el pensamiento radical, pero algunos pocos tenían el equipamiento intelectual para controlarlo.

Durante esos veinte años, la poesía de Montale y otros escritores asociados al grupo llamado Ermetici era una reacción al estilo bombástico del régimen, permitiéndosele a estos poetas desarrollar su protesta literaria desde lo que era visto como su torre de marfil. El ánimo de los poetas de Ermetici era exactamente lo opuesto al culto fascista del optimismo y el heroísmo. El régimen toleraba el evidente – aunque socialmente imperceptible – disentimiento porque los Fascistas simplemente no le prestaban atención a un lenguaje tan arcano.

Todo esto no quiere decir que el fascismo italiano era tolerante. Gramsci fue enviado a prisión hasta su muerte; los lideres de oposición Giacomo Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre fue abolida, los sindicatos fueron desmantelados y los disidentes políticos fueron confinados a islas remotas. El poder legislativo se transformó en una mera ficción y el poder ejecutivo (que controlaba tanto el judicial como a los medios masivos) directamente pasó nuevas leyes, entre ellas las que llamaban a preservar la raza (el gesto formal de apoyo de los italianos a lo que se transformó en el Holocausto).

La imagen contradictoria que describo no fue el resultado de tolerancia, sino de confusión política e ideológica. Pero era una confusión rígida, una confusión estructurada. El fascismo estaba fuera de lugar filosóficamente, pero emocionalmente estaba firmemente fijado a ciertos cimientos arquetípicos.

Entonces llegamos a mi segundo punto. Sólo existió un Nazismo. No podemos etiquetar el falangismo hiper- católico de Franco como Nazismo, ya que el Nazismo es fundamentalmente pagano, politeístico y anticristiano. Pero el juego fascista es uno que puede jugarse de muchas formas, y el nombre del juego no cambia. La noción de fascismo no es distinta a la noción de Wittfenstein de un juego. Un juego puede ser competitivo como puede no serlo, puede requerir alguna habilidad especial o ninguna, puede involucrar o no finero. Los juegos son distintas actividades que presentan solo algún “parecido familiar”, como lo explicó Wittfenstein. Considere la siguiente secuencia:

              1 2 3 4

              abc bcd cde def

Supongamos existen una serie de grupos políticos donde el grupo uno se caracteriza por los rasgos abc, el grupo dos por los rasgos bcd, y así. El grupo dos es similar al grupo uno ya que tienen en común dos rasgos; por las mismas razones, el tres es similar al dos y el cuatro al tres. Tenga en cuenta que el tres es también similar al uno (tienen en común el rasgo c). El caso más curioso se presenta en el grupo cuatro, obviamente similar al tres y al dos, pero con ningún rasgo en común con el uno. Sin embargo, debido a la serie ininterrumpida de disminución de similitudes entre uno y cuatro, aún existe, por alguna forma de transitividad ilusoria, un parecido familiar entre el cuatro y el uno.

El término «fascismo» se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurús fascistas más respetados: Julius Evola. A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar «Ur-Fascismo», o «fascismo eterno». Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.

1. La primera característica de un Ur-Fascismo es el culto de la tradición. El tradicionalismo es más antiguo que el fascismo. No fue típico sólo del pensamiento contrarrevolucionario católico posterior a la Revolución Francesa, sino que nació en la edad helenística tardía como reacción al racionalismo griego clásico. En la cuenca del Mediterráneo, los pueblos de religiones diferentes (aceptadas todas con indulgencia por el Olimpo romano) empezaron a soñar con una revelación recibida en el alba de la historia humana. Esta revelación había permanecido durante mucho tiempo bajo el velo de lenguas ya olvidadas. Estaba encomendada a los jeroglíficos egipcios, a las runas de los celtas, a los textos sagrados, aún desconocidos, de algunas religiones asiáticas.

Esta nueva cultura debía ser sincrética. Sincretismo no es sólo, como apuntan los diccionarios, la combinación de formas diferentes de creencias o prácticas. Una combinación de ese tipo debe tolerar las contradicciones. Todos los mensajes originales conllevan un germen de sabiduría primitivo y, cuando parecen decir cosas diferentes o incompatibles, lo hacen sólo porque todos aluden, alegóricamente, a alguna verdad primitiva.

Como consecuencia, ya no puede haber avance del saber. La verdad ya ha sido anunciada de una vez por todas, y lo único que podemos hacer es seguir interpretando su oscuro mensaje.

Es suficiente mirar la cartilla de cualquier movimiento fascista para encontrar a los principales pensadores tradicionalistas. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, sincretistas, ocultos. La fuente teórica más importante de la nueva derecha italiana, Julius Evola, mezclaba el Santo Grial con los Protocolos de los Ancianos de Zión, la alquimia con el Sacro Imperio Romano y Germánico. El hecho mismo de que, para demostrar su apertura mental, una parte de la derecha italiana haya ampliado recientemente su cartilla juntando a De Maistre, Guénon y Gramsci, es una prueba fehaciente de sincretismo.

Si curiosean en los estantes que en las librerías americanas llevan la indicación New Age, encontrarán incluso a San Agustín, quien, por lo que se, no era fascista. Pero  juntar a San Agustín con Stonehenge – eso es un síntoma de Ur-Fascismo.

2. El tradicionalismo implica el rechazo del modernismo. Tanto los fascistas como los nazis adoraban la tecnología, mientras que los pensadores tradicionalistas suelen rechazar la tecnología como negación de los valores espirituales tradicionales. Sin embargo, a pesar de que el nazismo estuviera orgulloso de sus logros industriales, su aplauso a la modernidad era sólo el aspecto superficial de una ideología basada en la Sangre y la Tierra (Blut und Boden). El rechazo del mundo moderno se camuflaba como condena de la forma de vida capitalista, pero concernía principalmente a la repulsión del espíritu del 1789 (y del 1776, obviamente). La Ilustración, la Edad de la Razón, son vistas como el principio de la depravación moderna. En ese sentido, el Ur-Fascismo puede definirse como irracionalismo.

3. El irracionalismo depende también del culto de la acción por la acción. La acción es bella de por sí, por lo tanto, debe actuarse antes de o incluso sin reflexión alguna. Pensar es una forma de castración. Por eso la cultura es sospechosa en la medida en que se la identifica con actitudes críticas. Desde la declaración atribuida a Goebbels ("Cuando oigo la palabra cultura, busco mi pistola") hasta el uso frecuente de expresiones como "intelectuales degenerados", "universidad, guarida de comunistas", la sospecha hacia el mundo intelectual ha sido siempre un síntoma de Ur-Fascismo. El mayor empeño de los intelectuales fascistas oficiales consistía en acusar a la cultura moderna y a la intelligentsia liberal de haber abandonado los valores tradicionales.

4. Ninguna forma de sincretismo puede aceptar el pensamiento crítico. El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. En la cultura moderna, la comunidad científica entiende el desacuerdo como instrumento de progreso de los conocimientos. Para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición. 

5. El desacuerdo es, además, un signo de diversidad. El Ur-Fascismo crece y busca el consenso explotando y exacerbando el natural miedo de la diferencia. El primer llamado de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos. El Ur-Fascismo es, pues, racista por definición. 

6. El Ur-Fascismo surge de la frustración individual o social. Por esto es que una de las características típicas de los fascismos históricos ha sido el llamado a las clases medias frustradas, una clase sufriendo por alguna crisis económica o humillación política, asustadas por la presión de los grupos sociales subalternos. En nuestra época, en la que los antiguos "proletarios" se están convirtiendo en pequeña burguesía (y los lumpen son excluídos de la escena política), el fascismo encontrará su público en esta nueva mayoría.

7. A los que carecen de una identidad social cualquiera, el Ur-Fascismo les dice que su único privilegio es el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Éste es el origen del nacionalismo. Además, los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación son los enemigos. De esta forma, en la raíz de la psicología Ur-Fascista está la obsesión por el complot, posiblemente uno internacional. Los secuaces deben sentirse asediados. La manera más fácil para hacer que asome un complot es apelar a la xenofobia. Ahora bien, el complot debe surgir también del interior: los judíos suelen ser el mejor objetivo, puesto que presentan la ventaja de estar al mismo tiempo dentro y fuera. En Estados Unidos, el último ejemplo de la obsesión del complot está representado por el libro The New World Order de Pat Robertson, pero, como hemos visto recientemente, hay muchos otros.

8. Los secuaces deben sentirse humillados por la riqueza y la fuerza ostentada por los enemigos. Cuando era niño, me enseñaban que los ingleses eran el pueblo de las cinco comidas: comían más a menudo que los pobres pero sobrios italianos. Los judíos son ricos y se ayudan mutuamente gracias a una red secreta de recíproca asistencia. Los secuaces, con todo, deben estar convencidos de que pueden derrotar a los enemigos. De este modo, gracias a un continuo salto en el foco retórico, los enemigos son simultáneamente demasiado fuertes y demasiado débiles. Los gobiernos fascistas están condenados a perder sus guerras, porque son constitucionalmente incapaces de valorar con objetividad la fuerza del enemigo.

9. Para el Ur-Fascismo no hay lucha por la vida, sino más bien, vida para la lucha. El pacifismo es entonces traficar con el enemigo. Es malo porque la vida es una guerra permanente. Esto, sin embargo, lleva consigo un complejo de Armagedón. Puesto que los enemigos deben ser derrotados, tiene que haber una batalla final, de donde resultará la obtención del movimiento del control del mundo. Una solución final de ese tipo implica una sucesiva era de paz, una Edad de Oro que contradice el principio de la guerra permanente. Ningún líder fascista ha conseguido resolver jamás esta contradicción.

10. El elitismo es un aspecto típico de toda ideología reaccionaria, en cuanto es fundamentalmente aristocrático, y los elitismos aristocráticos y militaristas implican el desprecio por el débil. El Ur-Fascismo sólo puede avocar por un elitismo popular. Cada ciudadano pertenece al mejor pueblo del mundo, los miembros del partido son los ciudadanos mejores, cada ciudadano puede (o debe) convertirse en miembro del partido. Pero no puede haber patricios sin plebeyos. El líder, que sabe perfectamente que su poder no lo ha obtenido por mandato, sino que lo ha conquistado con la fuerza, sabe también que su fuerza se basa en la debilidad de las masas; tan débiles que necesitan y merecen un gobernante. Puesto que el grupo está organizado jerárquicamente (según un modelo militar), todo líder subordinado desprecia a sus subalternos, y cada uno de ellos desprecia a sus inferiores. Todo ello refuerza el sentido de un elitismo de masa. 

11. En esta perspectiva, todos están educados para convertirse en un héroe. En todas las mitologías, el «héroe» es un ser excepcional, pero en la ideología Ur-Fascista el heroísmo es la norma. Este culto al heroísmo está vinculado estrechamente con el culto a la muerte. No es una coincidencia que el lema de los falangistas fuera ¡Viva la muerte! En sociedades no fascistas, se le dice al público que la muerte es desagradable, pero que debe encararse con dignidad; a los creyentes se les dice que es una forma dolorosa de alcanzar una felicidad sobrenatural. El héroe Ur-Fascista, en cambio, aspira a la muerte, anunciada como la mejor recompensa de una vida heroica. El héroe Ur-Fascista está impaciente por morir, y en su impaciencia, más a menudo consigue hacer que mueran los demás.

12. Puesto que tanto la guerra permanente como el heroísmo son juegos difíciles de jugar, el Ur-Fascista transfiere su voluntad de poder a cuestiones sexuales. Éste es el origen del machismo (que implica desdén hacia las mujeres y una condena intolerante a costumbres sexuales no-estándar, desde la castidad hasta la homosexualidad). Y puesto que hasta el sexo es un juego difícil de jugar, el héroe Ur-Fascista juega con las armas – transfromándose en un ejercicio fálico ersatz. 

13. El Ur-Fascismo se basa en un populismo selectivo, uno populismo cualitativo, uno podría decir. En una democracia, los ciudadanos gozan de derechos individuales, pero el conjunto de los ciudadanos sólo está dotado de un impacto político desde el punto de vista cuantitativo – se siguen las decisiones de la mayoría. Para el Ur-Fascismo, los individuos en cuanto individuos no tienen derechos, y el Pueblo es concebido como una cualidad, una entidad monolítica que expresa la voluntad común. Puesto que ninguna cantidad de seres humanos puede poseer una voluntad común, el líder pretende ser su intérprete. Habiendo perdido el poder de delegar, los ciudadanos no actúan; son llamados sólo para desempeñar el papel de Pueblo. De esta manera, el Pueblo es sólo una ficción teatral. Para poner un buen ejemplo de populismo cualitativo, ya no necesitamos Piazza Venezia o el estadio de Nuremberg. En nuestro futuro se perfila un populismo cualitativo Televisión o Internet, en el que la respuesta emocional de un grupo seleccionado de ciudadanos puede ser presentada o aceptada como la Voz del Pueblo.

En razón de su populismo cualitativo, el Ur-Fascismo debe oponerse a los "podridos" gobiernos parlamentarios. Una de las primeras frases pronunciadas por Mussolini en el parlamento italiano fue "Hubiera podido transformar esta aula sorda y gris en un vivac para mis manípulos" – siendo "manípulos" De hecho, encontró inmediatamente un alojamiento una subdivisión de la tradicional legión romana. De hecho, inmediatamente encontró un hogar mejor para sus manípulos, pero poco después liquidó el parlamento. Cada vez que un político arroja dudas sobre la legitimidad del parlamento porque no representa ya la Voz del Pueblo, podemos percibir olor a Ur-Fascismo.

14. El Ur-Fascismo habla la Neolengua. La Neolengua fue inventada por Orwell en 1984, como lengua oficial del Ingsoc, el socialismo inglés. Pero elementos de Ur-Fascismo son comunes a formas diversas de dictadura. Todos los textos escolares Nazis o Fascistas se basaban en un léxico pobre y en una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Pero debemos estar preparados para identificar otras formas de Neolengua, incluso cuando adoptan la forma inocente de un popular reality-show o programa de conversación.

La mañana del 27 de julio de 1943 me dijeron que, según reportes radiales, el fascismo había colapsado y Mussolini había sido arrestado. Mi madre me mandó a comprar el periódico. Fui al quiosco más cercano y vi que los periódicos estaban, pero los nombres eran diferentes. Además, después de una breve ojeada a los títulos, me di cuenta de que cada periódico decía cosas diferentes. Compré uno al azar y leí un mensaje impreso en la primera página firmado por cinco o seis partidos políticos – entre ellos la Democrazia Cristiana, el Partido Comunista, el Partido Socialista, el Partito dÁzione y el Partido Liberal.

Hasta aquel momento, yo creía que había un solo partido por cada país, y que en Italia ése era el Partito Nazionale Fascista. Estaba descubriendo que en mi país podía haber diferentes partidos al mismo tiempo. Puesto que era un chico listo, me di cuenta enseguida de que era imposible que tantos partidos hubieran surgido de un día para otro y que debían haber existido por un tiempo como organizaciones clandestinas.

El mensaje en la primera página celebraba el final de la dictadura y el regreso de la libertad: libertad de palabra, de prensa, de asociación política. Estas palabras, "libertad", "dictadura" — ahora las leía por primera vez. En virtud de estas nuevas palabras yo había renacido como un hombre libre occidental.

Debemos prestar atención a que el sentido de estas palabras no se vuelva a olvidar. El Ur-Fascismo está aún a nuestro alrededor, a veces con trajes de civil. Sería mucho más fácil para nosotros que alguien se asomara a la escena del mundo y dijera: "Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que las camisas negras vuelvan a desfilar solemnemente por las plazas italianas". La vida no es tan simple. El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el dedo cada una de sus formas nuevas – cada día, en cada parte del mundo. Vale la pena recordar las palabras de Franklin Roosevelt el 4 de noviembre de 1938:

"Me atrevo a afirmar que si la democracia americana deja de progresar como una fuerza viva, intentando mejorar día y noche con medios pacíficos las condiciones de nuestros ciudadanos, la fuerza del fascismo crecerá en nuestras tierras".

Libertad y liberación son una tarea que no acaba nunca. Permítanme que acabe con una poesía de Franco Forfini:

(En el pretil del puente

las cabezas de los ahorcados.

En el agua de la fuente

las babas de los ahorcados.

 

En el enlosado del mercado

las uñas de los fusilados.

En la hierba seca del prado

los dientes de los fusilados.

 

Morder el aire, morder las piedras

nuestra carne no es ya de hombres.

Morder el aire morder las piedras

nuestro corazón no es ya de hombres.

 

Pero nosotros lo leímos en los ojos de los muertos

y en la tierra haremos libertad

pero apretaron los puños de los muertos

la justicia que se hará).

- poema traducido por Stephen Sartarelli

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico.

Teléfono: 653 379 269 Zaragoza

Gran Vía 32, 3° izquierda. Presencial/Online

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Página Web: Psicólogo Zaragoza Rodrigo Córdoba











Zygmunt Bauman: unas perlas para brillar



Cinco fragmentos de Zygmunt Bauman

Cinco brevísimos textos del sociólogo polaco, fallecido el pasado 9 de enero.

  1. La necesidad del ágora. La posibilidad de cambiar el estado de cosas “reside en el ágora, un espacio que no es ni público ni privado sino, más exactamente, público y privado a la vez. El espacio en el que los problemas privados se reúnen de manera significativa, es decir, no solo para provocar placeres narcisistas ni en procura de lograr alguna terapia mediante la exhibición pública, sino para buscar palancas que, colectivamente aplicadas, resulten suficientemente poderosas como para elevar a los individuos de sus desdichas individuales; el espacio donde pueden nacer y cobrar forma ideales tales como el ‘bien público’, la ‘sociedad justa’ o los ‘valores comunes”. (de En busca de la política).
  1. Donde los extraños se encuentran con extraños. Según Sennett, una ciudad es un asentamiento humano “en el que los extraños tienen posibilidades de conocerse”. Mas “¿qué significa que el entorno urbano sea ‘civil’ y, por lo tanto, un sitio hospitalario para la práctica individual de la civilidad? (…) Significa que una ciudad se presenta a sus residentes como bien común que no puede ser reducido al conglomerado de los propósitos individuales y como tarea compartida que no puede realizarse por medio de una multitud de propósitos individuales, como una forma de vida con vocabulario y lógica propios y con su propia agenda, que es (y debe seguir siendo) más extensa y más rica que cualquier preocupación o anhelo individual”. Los espacios públicos de la ciudad deben ser “hospitalarios para la práctica individual de la civilidad”. (De Modernidad líquida).
  1. Contando con la secesión de los triunfadores. En el mundo actual se observa “el desligamiento, indiferencia, desvinculación y extraterritorialidad mental y moral de aquellos a los que no les importa que se les deje solos en el supuesto de que los demás, que piensan de forma diferente, no les exijan que se ocupen de ellos y, sobre todo, no les exijan una participación en los beneficios de su vida”. Su mundo “ya no tiene domicilio permanente, a no ser el correo electrónico y el número de móvil. La nueva élite no está definida por localidad alguna: es extraterritorial en un sentido auténtico y cabal”. Una extraterritorialidad que “garantiza una zona despejada de comunidad”. Aunque viajan mucho su cosmopolitismo es selectivo y “particularmente inadecuado para desempeñar el papel de una cultura global”. Sus viajes “no son de descubrimiento”, y “la probabilidad de encontrarse a un extraño genuino y de afrontar un reto cultural genuino se reduce al mínimo inevitable; estos extraños, puesto que no pueden suprimirse físicamente (…) son eliminados culturalmente, arrojados al segundo plano de lo ‘invisible’, y de los que ‘se da por supuesto”. (De Comunidad).
  1. Fusión de horizontes. “Una estrategia arquitectónica y urbanística que fuera la antítesis de la actual contribuiría al afianzamiento y cultivo de sentimientos mixofílicos (en favor de la variedad y la mezcla): la creación de espacios públicos abiertos, atrayentes y hospitalarios, a los que acudirían de buen grado todas las categorías de residentes urbanos, sin tener reparo en compartirlos. Como destacó Hans-Georg Gadamer (…) el entendimiento mutuo nace de la ‘fusión de horizontes’ (…). La ‘fusión’ que requiere el entendimiento mutuo solo puede provenir de una experiencia compartida; y compartir experiencia es inconcebible si no se comparte el espacio”. (De Tiempos líquidos).
  1. Reconstrucción de la belleza. La historia de la belleza “puede considerarse paradigmática para el nacimiento y desarrollo de la líquida cultura moderna del residuo. En los primeros estadios del debate moderno sobre lo que es bello, los conceptos que surgieron con más frecuencia fueron los de armonía, proporción, simetría, orden y otros por el estilo. Todos ellos convergían en el ideal cuya más concisa formulación la encontramos en L. B. Alberti: el ideal de (…) perfección. Belleza significaba perfección, y era lo perfecto lo que merecía llamarse bello”. Sin embargo “la líquida cultura moderna ya no parece una cultura de aprendizaje y acumulación” hacia la perfección duradera. “Mas bien parece una cultura de la retirada, la discontinuidad y el olvido. En esta clase de cultura, y en las estrategias políticas y vitales que valora y promueve, no queda mucho espacio para los ideales. Menos espacio aún para los ideales que provocan un esfuerzo a largo plazo, continuo y sostenido, de pasitos que llevan con ilusión hacia resultados ciertamente remotos. Y no queda en absoluto espacio para un ideal de perfección (…). A la belleza (…) parecen haberle llegado malos tiempos”. (De Vidas desperdiciadas).
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico.
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Teléfono: 653 379 269 Presencial y Online
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domingo, 29 de noviembre de 2020

Judith Butler: Filosofía y Feminismo

 

“La izquierda debe articular una crítica más contundente contra la guerra y la violencia política”

La filósofa feminista Judith Butler reflexiona sobre cómo fortalecer el poder popular frente al poder de los estados y las violencias que estos generan o consienten.
Por supuesto, tienes razón. Nosotras vemos el poder del Estado que actúa con violencia en todas partes, y también los actores no estatales utilizan la violencia, como el ISIS. Pero, aún así, la mayoría de las grandes movilizaciones mundiales de las últimas cuatro o cinco décadas han sido movilizaciones no violentas y contra la guerra. Creo que la izquierda necesita articular no solo una crítica política de la guerra más contundente, sino también de las distintas formas que toma la violencia.
«LA VIOLACIÓN EN LA ESFERA PRIVADA NO SE ENTIENDE COMO UN CONFLICTO POLÍTICO. TENEMOS QUE DESMONTAR LA DISTINCIÓN ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO»
Nosotras vemos el poder del Estado que actúa con violencia en todas partes, y también los actores no estatales utilizan la violencia, como el ISIS. Pero, aún así, la mayoría de las grandes movilizaciones mundiales de las últimas cuatro o cinco décadas han sido movilizaciones no violentas y contra la guerra. Creo que la izquierda necesita articular no solo una crítica política de la guerra más contundente, sino también de las distintas formas que toma la violencia.
Muchas veces pensamos en la no-violencia como un acto individual y un acto que yo decido emprender de acuerdo con mi conciencia moral, pero en realidad la no-violencia caracteriza las relaciones sociales y es una visión de lo que es vivir con otras personas, hasta cuando hay conflicto y hostilidad. Algunas de las comisiones de reconciliación que hemos visto en Sudáfrica o en Colombia, por ejemplo, comenzaron con sentimientos de venganza, de agresividad, de hostilidad. Tenemos que preguntarnos qué significa para nosotras el hecho de vivir con estas pasiones o saber que trabajárnoslas no es fácil ni rápido, cuando al mismo tiempo nos comprometemos a no actuar de manera violenta. Debe ser un ‘ethos’ común, una manera compartida por toda la sociedad de entenderse a sí misma. No puede ser solo una cuestión de individuos heroicos que defienden las normas sociales; debe propagarse como un ‘ethos’ social y una cultura política. Y no solo en el marco de políticas internas de los países, sino cruzándolos.
Cuando un grupo de migrantes dicen que tienen el derecho de quedarse en un país europeo, están haciendo valer un derecho que este país, de entrada, no les ofrece. Están haciendo valer un derecho sin tenerlo, pero están haciendo valer un derecho por tal de producirlo. Este es un acto performativo. Cuando hacen valer ese derecho sin tenerlo, producen este derecho, y el hecho de producir ese derecho por medio de la asociación es un acto performativo. Unas veces funciona y otras veces no, como todos los actos performativos.
Los migrantes también piden las libertades democráticas básicas, la libertad de expresión, de movimiento, de pertenecer. De algún modo, ya están mostrando que son compatibles con los principios democráticos, y son las autoproclamadas naciones democráticas las que actúan de manera no democrática. Nosotros no sabemos nada de ellos, o, en otras palabras, actuamos como si los grandes poderes del mundo tuvieran que decidir sobre la cuestión de las personas migrantes. Y este poder está construyendo muros en vez de dejarlos entrar. Necesitamos más hospitalidad, necesitamos ampliar la tolerancia, necesitamos aceptar que Europa será una sociedad diversa por lo que respecta a la religión, la raza o la etnia. Pero, al mismo tiempo, ¿qué sabemos sobre ellos? ¿Tenemos medios prestando atención a sus reclamaciones? ¿Tenemos suficientes informes sobre su experiencia en detenciones indefinidas? Es esto lo que conviene hacer en vez de dejar que los países poderosos discutan entre ellos sobre qué es lo que harán con esa población. Este es el problema actual.
En primer lugar, es cierto que la violencia toma la forma de la guerra, pero la violencia también es cuando los estados abandonan a las personas migrantes en el mar o cuando las abandonan en las fronteras de Europa. Cuando permitimos que sean personas sin Estado, o cuando permitimos que no tengan hogar o que sean masivamente pobres, por ejemplo… Por eso digo que hay diversas formas de violencia, hay violencia en las políticas, en las instituciones, y para entender la violencia debemos incluir la guerra, pero no limitarnos a la guerra. En segundo lugar, es evidentemente cierto que ahora mismo parece que la violencia esté ganando, pero sigue siendo una lucha, y el hecho de que se haya vuelto más legítimo usar la violencia no quiere decir que nuestra lucha haya cedido. Nuestra lucha tiene que volverse más inteligente, y necesitamos lazos globales todavía más sólidos. No podemos quedarnos en nuestro pequeño espacio dentro del mundo; tenemos que conectar con los demás.
podemos pedir al Estado o al Gobierno que tome responsabilidades, pero no debemos seguir dándoles todo el poder. Tenemos el poder popular, tenemos el poder de reducir al Estado, de derribar la academia, o así lo espero. Pero necesitamos empezar por nuestras redes, expandirlas, trasladarlas a las leyes internacionales, involucrar a los diferentes partidos de izquierdas, aunque sean marginales, y seguir expandiendo las redes de solidaridad hasta que acabemos siendo un movimiento que ellos teman. Tenemos que volvernos suficientemente poderosas para que nos teman. Recuerda que la gente se mueve, dentro y fuera de los gobiernos, los gobiernos cambian y, si perciben que no son sensibles o receptivos ante un número creciente de gente, tendrán que moverse en una dirección extremadamente autoritaria o, por el contrario, tendrán que abrirse a estas ideas, facilitarlas.
«NECESITAMOS MÁS HOSPITALIDAD, NECESITAMOS AMPLIAR LA TOLERANCIA, NECESITAMOS ACEPTAR QUE EUROPA SERÁ UNA SOCIEDAD DIVERSA».
Mira las movilizaciones en Argentina contra el feminicidio: son impresionantes y son contra la violencia, no solo la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres, sino también la violencia del Estado. El Estado no lucha contra la violencia que sufren las mujeres; el Estado protege a los hombres muy a menudo y no reconoce dicha violencia como un crimen. Pero, al mismo tiempo, tenemos cientos de miles de mujeres emergiendo en las calles, tenemos nuevas formas de solidaridad, tenemos nuevas redes. Hemos visto progresos en diferentes países, como Argentina o Brasil –antes de que se deshicieran de Dilma Rousseff– y lo hemos visto también en Costa Rica y Sudáfrica. Eso quiere decir que realmente podemos cambiar la situación; tenemos fuerza para hacerlo. Quizá no ganaremos inmediatamente, pero esta es una fuerza muy poderosa, que debemos permitir que se despliegue y que puede acabar cambiando el poder del Estado, las políticas y la ley internacional.
Conviene que rebatamos categorías y construyamos un nuevo vocabulario. Los medios de comunicación de masas no son todos los medios. Hay medios alternativos, medios que combaten el discurso dominante; no existe un discurso dominante sin un discurso minoritario. Así que tenemos que ocupar los discursos minoritarios y fortalecerlos.
Sí, creo que el periodismo feminista puede mediar entre la teoría y la práctica feministas, y llegar a un público más amplio. Eso sería una buena práctica feminista, llevar los principios del feminismo al discurso popular. Es extremadamente importante.

Creo que deberíamos pedir a los hombres que articularan un movimiento social cuyo reclamo fuera una reforma legal. Me gustaría ver una solidaridad amplia y global, por parte de los hombres, que insistieran en reformas políticas y legales y que se convirtieran en ejemplos para otros hombres. Sería bonito. Tenemos que conseguir la solidaridad de los hombres en esta cuestión, aunque sea un poco perverso.

«EL ESTADO PROTEGE A LOS HOMBRES MUY A MENUDO Y NO RECONOCE DICHA VIOLENCIA COMO UN CRIMEN»
Hay una lucha en muchos países, como México o Estados Unidos, para que la ley reconozca la violencia sexual como un crimen. Porque es un crimen. Y, en realidad, es un problema conceptual. Puedes describir un acto sexual coercitivo y que la gente te diga que eso es sexo. Pero, si ofreces un análisis que muestre a la gente que quizá el sexo es así, pero que no por ello deja de ser criminal, entonces cambiaremos la comprensión de los actos sexuales coercitivos y se convertirán en un hecho que podrá ser juzgado cuando se cometa. Podemos encontrar a un juez que diga: «Bien, él dice que esto es normal, que es lo que pasa», pero que sea normal no quiere decir que no sea criminal. Tiene que desnormalizarse, debemos resistirnos a la normalización de la violencia sexual.
Es cierto que, cuando la violencia sexual se normaliza, se asume desde dos lugares: o las mujeres lo quieren, o lo tienen que aceptar. Pero no entendemos que las mujeres son el sujeto susceptible de ser violado y que merecen protección contra la violación. Esta es una manera de proceder, pero desafortunadamente creo que algunas veces la misoginia opera de un modo aún más peligroso, diciendo: las mujeres pueden ser violadas y, por tanto, lo serán, y violarlas es un derecho masculino. Ellos lo entienden como una violación, y es lo que quieren. Entonces, ¿cómo podemos cambiar eso? Esa es la gran pregunta. Necesitamos una deconstrucción de la masculinidad, para que el hecho de ser hombre no implique el derecho de usar la violencia.
«TODAVÍA HAY PODER POPULAR, QUE NO ES EL PODER DEL ESTADO NI TAMPOCO ES POPULISMO»
Es cierto que, si nos remontamos a Engels o si miramos la historia del feminismo socialista, las mujeres han sido relegadas a la esfera privada para el trabajo reproductivo no remunerado, y que, como consecuencia, no tienen ni poder político ni poder económico. Pero hay otra implicación en el hecho de relegar a las mujeres a la esfera privada, que es que la sexualidad se entiende como una cosa que debe estar fuera de la esfera política. La dominación, la violencia, la violación en la esfera privada no se entiende como un conflicto político, y por eso debemos seguir desmontando la distinción entre lo público y lo privado que enmascara formas de poder y de violencia que pueden ser reproducidas en el núcleo familiar. También es cierto que en ocasiones la esfera privada es precisamente un espacio de libertad, en el que las mujeres participan en las relaciones sexuales que quieren sin una condena pública.
Primero, creo que lo cambiaríamos si trabajáramos en diferentes niveles al mismo tiempo. Lo cambiaríamos trabajando en la esfera económica, política, cultural… Pero no creo que si hiciéramos cambios en la esfera económica, la esfera cultural le seguiría. Sabemos por nuestras hermanas socialistas, que podemos cambiar el sistema económico y seguir siendo irreparablemente sexistas. Así que, en realidad, necesitamos luchar en diversos ámbitos, y eso es bueno porque algunas de nosotras somos buenas en la cultura, otras en la economía, otras en el derecho, y necesitamos un marco interdisciplinario más amplio para abordar la lucha feminista.

también hay dependencia económica de unos respecto a otros. Es muy importante que seamos conscientes de que en el mundo cada vez más gente vive con menos y que no tenemos una comprensión social de nuestra responsabilidad colectiva para asegurarnos de que la gente no acabe siendo abandonada.

—Miremos más el poder desde arriba y no pensemos en qué podemos hacer nosotras desde abajo.

Exacto, pero debemos ser conscientes de que también somos poderosas. Todavía hay poder popular, que no es el poder del Estado ni tampoco es populismo.

Pikara.

Rodrigo Córdoba Sanz.

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sábado, 28 de noviembre de 2020

Augusto Comte Filosofía y Psicología

 


Auguste Comte

Auguste Comte

Autor: María Ángeles Vitoria

Auguste Comte (1798-1857) es comúnmente considerado el iniciador del positivismo y de la sociología científica. El centro de gravedad de su doctrina es la ley de los tres estadios, formulada ya en las obras de juventud. En ella se contiene su crítica a la religión y a la metafísica, y la declaración de su positivismo. Esta posición teorética es, paradójicamente, una “filosofía antifilosófica”, que considera conocimiento auténtico sólo el conocimiento científico-experimental, declarando vana e inútil la pretensión sapiencial de la filosofía. El positivismo comtiano, al menos en su instancia cientificista, fue la filosofía dominante en buena parte del siglo XIX.

1. Vida y obras

Augusto Comte nació en Montpellier el 19 de enero de 1798 en una familia modesta «eminentemente católica y monárquica», como dice él mismo en el Prefacio personal al Cours de Philosophie positive. Aunque recibió una educación cristiana, a los catorce años abandonó la fe de sus padres, declarándose librepensador y republicano. En 1814 entró en l’Ècole Polytecnique de París, institución promovida en los tiempos de la Revolución para la formación de técnicos del nuevo régimen. Aquí, dando muestras de talento precoz, inició la lectura de las obras de Fontenelle, Maupertuis, A. Smith, Duclos, Diderot, Hume, Condorcet, De Maestre, De Bonald, Bichat y Gall, que alimentaron en él la idea de una reforma social orientada a una sociedad gobernada por científicos. Cuando la Escuela se cerró por sus ideas republicanas, volvió por breve tiempo a Montpellier, donde se sostuvo económicamente dando clases de matemáticas, mientras estudiaba anatomía y fisiología en la facultad de Medicina.

Poco después, en 1816, se estableció en París contra la voluntad de sus padres. Allí conoció al líder socialista Saint-Simon (1760-1825), discípulo de D’Alembert, que trabajaba en el proyecto de reorganizar la sociedad por medio de la ciencia y de la técnica. Comte se dio cuenta entonces de la necesidad de una reconstrucción moral e intelectual de la sociedad y colaboró con él como su secretario desde 1817 hasta 1824. Durante este periodo, en 1822, escribió por encargo de Saint-Simon el Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la societé (obra que se editó de nuevo con el título de Système de politique positive, y en la que sostiene la unidad indisoluble de ciencia y política). Después de esta publicación, en 1824, se independizó de Saint-Simon y empezó a dar lecciones en su casa a un grupo de discípulos. Entre sus alumnos se encuentran algunos personajes ilustres: el naturalista Alexander von Humboldt, el matemático Poinsot, el fisiólogo Blainville. Fruto de estas lecciones es su obra más famosa, Cours de philosophie positive (1830-1842), que comprende seis volúmenes.

En 1825 se casó con Caroline Massine y, un año después, apenas publicada su obra Considérations sur le pouvoir spirituel, dio señales de locura y tuvo que permanecer en el manicomio aproximadamente un año. Salió de la clínica con el diagnóstico de “no curado”. Las recaídas y la estrechez económica serán frecuentes durante el resto de su vida.

En 1840 sufrió una crisis aguda, que le llevó en 1842 a la separación definitiva de su esposa. Comienza, entonces, una época de delirio mental, considerándose el mesías de una misión social. Comte vivía entonces pobremente en su condición de profesor auxiliar de L’École Polytecnique, sin conseguir que le nombraran catedrático en la misma Escuela, ni le dieran la cátedra de Historia de las ciencias en el Collège de France. Se mantuvo gracias a la influencia de Stuart Mill y de sus discípulos ingleses, que le asignaron un subsidio.

En 1845 conoció a Clotilde de Vaux —que vivía separada de su marido—, y que murió un año después. El encuentro con esta mujer inaugura una nueva etapa de su pensamiento: si desde 1830 hasta ese momento había intentado construir una filosofía positiva, en esta segunda fase desarrolló el proyecto de una nueva religión, la religión de la Humanidad, esforzándose por organizarla como una verdadera Iglesia. Algunos estudiosos consideran que este retorno a lo religioso se debió, en parte, a la extravagancia de la pasión de Comte por Clotilde de Vaux. Sin embargo, la opinión más común señala continuidad entre los dos periodos y un reafirmarse de sus doctrinas sobre la ciencia y la sociología positivas. El propio Comte afirma que la religión que instituyó al final de su vida era algo que estaba en el corazón del positivismo desde los comienzos. No se trata, sin embargo, del cristianismo, sino de la fuerza emotiva de lo religioso en general.

«Cuando no se ha comprendido la relación necesaria entre la base filosófica y la construcción religiosa, las dos partes de mi carrera parecen discurrir en direcciones diferentes. Es, pues, conveniente hacer comprender que la segunda se limita a realizar el destino preparado por la primera. Este apéndice debe inspirar espontáneamente una tal convicción al constatar que desde mi inicio he intentado fundar el nuevo poder espiritual que ahora instituyo. El conjunto de mis primeros ensayos me condujeron a reconocer que esta operación social exigía en primer lugar un trabajo intelectual, sin el que no se podía establecer sólidamente la doctrina, destinada a poner término a la revolución occidental. He aquí por qué consagre la primera mitad de mi carrera a construir, a partir de los resultados científicos, una filosofía verdaderamente positiva, única base posible de la religión universal» [Oeuvres, t. X, Apéndice general, pp. I-II].

Cuando en 1848 estalló la revolución, Comte se alineó con los revolucionarios, viendo en ellos la clase destinada a realizar el tipo de sociedad que él auspiciaba, pero pronto se desilusionó y en 1852 se unió a Napoleón III que, con un golpe de estado, había instaurado el segundo imperio.

La última fase del pensamiento de Comte está expuesta en el Discours sur l’ensemble du positivisme, de 1848 y, sobre todo, en el Système de politique positive ou Traité de sociologie instituant la religión de l’Humanité (1851-1854), en cuatro volúmenes, que retoma el título de su primera obra. De este último periodo son también el Catéchisme positiviste ou Sommaire exposition de la religion universelle (1852), Appel aux conservateurs (1855) y Traité de philosophie mathématique (1856), primer volumen de los tres que deberían constituir la obra titulada Synthèse subjective ou Système universel des conceptions propres à l’état normal de l’Humanité (1856). En este escrito asocia las matemáticas con el sentimiento religioso, llegando a asignar propiedades taumatúrgicas a los números, y establece una trinidad positivista. Los otros dos volúmenes ―que no llegó a publicar― pensaba dedicarlos a la Moral positiva y a la Industria positiva. Por estas fechas, y para resolver su penosa situación económica, pidió al círculo de sus amigos positivistas ingleses y franceses un subsidio anual permanente a cambio de las lecciones que les daba. Con esas contribuciones vivió hasta el 5 de septiembre de 1857, año de su muerte. Su voluminosa correspondencia se publicó póstuma.

Se han hecho muchas consideraciones sobre la incidencia que tuvieron en su filosofía las crisis que padeció. Indudablemente, la vida de Comte conoció momentos de desequilibrio psíquico, y no es sencillo distinguir el influjo que la enfermedad tuvo en su doctrina.

2. La filosofía positiva

Para entender el pensamiento comtiano, es necesario tener en cuenta el contexto histórico-cultural de su tiempo y, particularmente, sus aspiraciones socio-políticas. «Toda la doctrina de Comte y, en especial, su doctrina científica, únicamente resultan comprensibles como parte de sus proyectos de reforma universal, que no sólo abarcan la ciencia sino los demás sectores de la vida humana» [Kolakowski 1984]. El fundador del positivismo tiene a las espaldas el inquieto período post-revolucionario francés, en el que Francia y, en general, Europa están empeñadas en la búsqueda de un régimen político estable. La doctrina de Comte nace también del intento de reconstruir el orden social de su tiempo. Él piensa que la crisis política y moral que atravesaba la sociedad era una manifestación exterior del estado de anarquía intelectual. Por eso esperaba que con la difusión del conocimiento científico, la instrucción popular en las ciencias y la riqueza, se lograría una sociedad pacífica. De ahí que emprendiese la tarea de construir la unidad del conocimiento poniendo como fundamento la ciencia. En relación con el Iluminismo del siglo XVIII, el positivismo del siglo XIX tenía la ventaja de poder referirse a un complejo de ciencias más desarrolladas. Precisamente este enorme desarrollo del conocimiento científico, que tuvo lugar en el siglo XIX, ofreció al positivismo la impresión de que la ciencia podría abrazar de manera exhaustiva y definitiva todo aspecto de la realidad, tanto natural como humana, sustituyendo a cualquier otra forma de conocimiento.

La variedad de actitudes y de planteamientos que se acaban de describir someramente constituyen el humus en el que se genera el positivismo comtiano. Puede decirse que el ambiente del que parte Comte es primordialmente el enciclopédico, con su extrema valoración de la ciencia, y sus crecientes modulaciones historicistas, junto a las preocupaciones sociales de principios del siglo XIX, ya latentes en los filósofos ilustrados. Tienen especial influjo en él D’Alembert, Montesquieu, Turgot y Condorcet. Además, en cuanto a la crítica de la metafísica, indudablemente Comte se inspira en el empirismo de Hume, al que señala en el Cathéchisme positiviste como su principal precursor en filosofía. Y, de modo más inmediato, en lo que concierne a sus ideas científicas y sociales, depende de Saint-Simon.

2.1. La ley de los tres estadios, núcleo de la filosofía comtiana

La doctrina de Comte concentra toda su fuerza en la ley de los tres estadios del pensamiento, formulada ya en las obras de juventud. Él mismo consideraba que su descubrimiento más importante era esta “ley fundamental” del progreso científico, cultural y social, que describía también la evolución del pensamiento humano individual. En ella se contiene su crítica a la religión y a la metafísica, y la declaración de su positivismo. Como consecuencia de esta ley propone un nuevo sistema de las ciencias.

2.1.1. Exposición e interpretación comtiana

Según Comte, el hombre individual y la historia humana llegan a la perfección del conocimiento a través de una evolución lenta que sigue, de modo necesario, la misma ley.

«Estudiando el desarrollo total de la inteligencia humana, en sus diversas esferas de actividad, desde su primera manifestación más simple hasta nuestros días, creo haber descubierto una gran ley fundamental, a la que se halla sometida, por una necesidad invariable, y que, me parece, puede establecerse con pruebas racionales y también por medio de la verificación histórica».

A continuación describe sucintamente los grandes momentos de esta ley.

«Esta ley consiste en que cada una de nuestras concepciones principales, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio; el estado metafísico o abstracto; el estado científico o positivo (…) De ahí resultan tres clases de filosofía o de sistemas generales de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos, que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de partida necesario de la inteligencia humana; la tercera, su estado fijo y definitivo; la segunda sólo está destinada a servir de transición» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].

2.1.2. El estadio teológico

En los comienzos de la historia, el hombre se encontraba desarmado y asombrado ante la Naturaleza. En el intento de conocer y explicar la naturaleza de los seres y las causas de los eventos, lleno de temor y de asombro, los atribuyó a la voluntad de seres sobrehumanos (dioses, espíritus buenos y malos que pueblan el universo y lo manejan por entero). El hombre primitivo se representó los fenómenos como producidos por la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales, cuya intervención arbitraria explicaría todas las aparentes anomalías del universo. De ahí la necesidad de apelar a la magia, oraciones y sacrificios, para someter esas fuerzas y obtener la curación de enfermedades, la lluvia y, en definitiva, todos los beneficios temporales. Para Comte, lo que el hombre conseguía en su tiempo a través de la ciencia, en la época primitiva lo lograba con recursos religiosos. Este primer intento de explicación, a partir de causas más bien fantásticas, dio origen a las diversas mitologías, teogonías y teologías en las cuales, con el paso del tiempo, se fue afirmando la unicidad de Dios, es decir, la hegemonía de un dios principal.

Aunque Comte usa el término “teológico” para este primer estadio, sería más exacto reemplazarlo por el término “religioso”, pues el autor del positivismo piensa más en la conducta religiosa, en la relación del hombre con Dios o con los dioses, que no en las especulaciones filosóficas sobre Dios [Sanguineti 1981: 700].

2.1.3. El estadio metafísico

Sucesivamente, en la explicación de los fenómenos de la Naturaleza, las divinidades ―las voluntades personales de seres sobrenaturales, o de un dios principal― van siendo sustituidas por fuerzas o poderes inherentes a las cosas mismas. Surgen así las ideas de naturaleza, esencia, potencias activas, fuerzas vitales, causas finales, etc. que, al principio, se consideraban como instrumentos en manos de la divinidad. Comenzaba el modo metafísico de pensar en sustitución del teológico y, con él, el inicio del predominio del pensamiento abstracto.

Sin embargo, no se trata todavía de una verdadera explicación de los fenómenos pues los hombres, bloqueados por sus propias abstracciones lógicas, discuten inútilmente sobre ideas generales, como justicia, libertad, derecho y otras semejantes, confundiéndolas con la realidad.

El estadio metafísico alcanza su culminación intelectual con la unificación de todas las entidades en una sola (la Naturaleza). Posiblemente Comte tiene presentes aquí a Spinoza y a Hegel.

2.1.4. Estadio positivo

Finalmente, con el progreso de las ciencias, se supera la explicación metafísica y adviene el estadio positivo en el que la humanidad alcanza la madurez de pensamiento. El hombre renuncia a buscar causas últimas y explicaciones de los fenómenos en algo que esté más allá de la experiencia (voluntades divinas misteriosas o abstracciones metafísicas). En esta etapa se atiene a los hechos y trata de formular las leyes que los coordinan, por medio de la observación, de la experimentación y del razonamiento matemático. Este conocimiento de las leyes naturales se dirige a la previsión de los acontecimientos futuros y, con ello, al dominio de la Naturaleza.

La metafísica ha quedado reemplazada por la ciencia moderna. En esta etapa definitiva del desarrollo del espíritu humano, la humanidad puede entregarse indefinidamente a sus afanes de dominio tecnológico de la naturaleza, mientras que en el ámbito especulativo va logrando la perfección en la medida que consigue unificar los conocimientos científicos bajo una única ley (ideal laplaciano).

Merece la pena recoger el texto capital de la filosofía comtiana, cuyo contenido se acaba de exponer:

«En el estadio teológico, el espíritu humano, al dirigir esencialmente sus investigaciones hacia la naturaleza íntima de los seres, las causas primeras y finales de todos los efectos que percibe, en una palabra, hacia los conocimientos absolutos, se representa los fenómenos como producidos por la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales, más o menos numerosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del universo.

» En el estadio metafísico, que no es en el fondo más que una simple modificación general del primero, se sustituyen los agentes sobrenaturales por fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas), inherentes a los diversos seres del mundo, y concebidas como capaces de engendrar por ellas mismas todos los fenómenos observados, cuya explicación consiste, entonces, en asignar a cada uno de ellos la entidad correspondiente.

» En fin, en el estadio positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y el destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, para dedicarse únicamente a descubrir, con el empleo bien combinado del razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de semejanza. La explicación de los hechos, reducida entonces a sus términos reales, no es ahora ya más que la unión establecida entre los diversos fenómenos particulares y algunos hechos generales que los progresos de la ciencia tienden cada vez más a disminuir en número.

» El sistema teológico llegó a la más elevada perfección de que es susceptible, cuando sustituyó el juego vario de las numerosas divinidades independientes, que habían sido ideados primitivamente, por la acción providencial de un ser único. Asimismo, la culminación del sistema metafísico consiste en concebir, en vez de entidades particulares, una sola entidad general, la naturaleza, considerada como fuente única de todos los fenómenos. Análogamente, la perfección del sistema positivo, hacia la que tiende sin cesar, aún cuando sea muy probable que no lo logre nunca, será el poder representarse todos los fenómenos observables como casos particulares de un solo hecho general: por ejemplo, el de la gravitación universal» [Curso de Filosofía positiva, pp. 187-189].

Comte afirma que esas tres etapas se excluyen mutuamente: primero, la metafísica desplazó a la religión y, una vez que la humanidad haya alcanzado el último estadio, ambas —la religión y la metafísica— serán sustituidas por la ciencia, si bien la religión continuará existiendo para satisfacer una exigencia totalmente sentimental.

El autor del positivismo invoca continuamente la ley de los tres estadios como base de toda su concepción y la aplica a todos los aspectos del desarrollo del individuo y de toda la humanidad; también a la evolución de la ciencia en general y de cada ciencia en particular. Las civilizaciones y las culturas —el proceso mismo de la historia— se desarrollan asimismo según este mismo ritmo evolutivo. Esta ley es establecida, en definitiva, como dogma fundamental del positivismo.

Vemos ahora algo más detalladamente la descripción comtiana de la evolución socio-política de la humanidad siguiendo esta ley. Comte describe así el desarrollo histórico:

«Creo que esta historia puede ser dividida en tres grandes épocas, o estados de civilización (…) La primera es la época teológica y militar (…) La segunda es la época metafísica y legalista (…) en fin, la tercera es la época científica e industrial» [Oeuvres, t. X, p.112].

Cada etapa está integrada, a su vez, por distintas fases. El estadio teológico pasa por tres momentos —fetichismo, politeísmo y monoteísmo—, a los que dedica largos análisis, hasta alcanzar su culmen en el cristianismo. En el plano social, le corresponde el régimen teológico-militar, basado en el absolutismo de la autoridad, el derecho divino de los reyes y una presencia dominante del militarismo como eje estructurante de la sociedad. En el cristianismo, el poder espiritual pertenece al Papa, que representa a Dios en la tierra; y el poder temporal, a los reyes y a los emperadores, que son elegidos por Dios. Comte sitúa cronológicamente el estadio teológico en la Antigüedad y en el Medioevo.

Si el estadio teológico es “orgánico”, en el sentido de estable, el metafísico es revolucionario y cambiante, con ataques a las instituciones del pasado. Este tránsito se concreta, en el terreno político, con la decadencia de los regímenes absolutos y una mayor distribución del poder. Frente a la autoridad absoluta se levantan ahora los derechos del hombre, la soberanía popular, el gobierno anónimo de la ley. Es decir, se atenúa el carácter centralizado del sistema militarista, mientras que va creciendo la fuerza de la burguesía y los juristas asumen un papel preponderante. Estamos en la época de las luces, con la disolución del mundo feudal y el desencadenamiento de la lucha de clases. Comte sitúa el estadio metafísico en el periodo que va del Renacimiento a la Ilustración.

La historia de la humanidad va encaminándose hacia un nuevo período estable, esta vez, definitivo, que es el dominio de la mentalidad científica. La manifestación política de este estadio final de desarrollo de la humanidad será una sociedad industrial y comercial, gobernada por científicos, que impondrán esquemas racionales a la convivencia social, garantizando así el orden y el progreso. El altruismo (ya extendido gracias al cristianismo) se hará universal (planetario, dice Comte) merced a la ciencia. Quedarán eliminadas las causas de las guerras y la autoridad asegurará el bienestar material a todos. La Humanidad habría logrado por fin la madurez, pudiendo ahora entregarse indefinidamente a sus afanes de dominio y de tecnificación de la naturaleza. Comte pensó que se llegaría a esta etapa positiva en 1841 y que se alcanzaría un orden semejante al que produjo el catolicismo en la Edad Media, pero con un fundamento verdaderamente sólido, es decir, no teológico, sino científico.

No obstante la neta separación entre las mentalidades propias de los distintos estadios de desarrollo, Comte se da cuenta de que hay superposiciones de instituciones y creencias propias de las tres etapas, aunque también considera que el desarrollo de la ciencia traerá consigo, con el tiempo, la desaparición de los residuos teológicos y metafísicos.

2.1.5. Fundamentación de esta ley

Comte piensa que la ley de los tres estadios está inscrita en la naturaleza misma del espíritu. Tiene, por tanto, valor de primer principio que no necesita demostración.

«Me parece que basta enunciar esa ley, para que su exactitud sea verificada inmediatamente por todos aquellos que tienen un cierto conocimiento profundo de la historia general de las ciencias. No hay ninguna de ellas, en efecto, que no se halle hoy día en el estadio positivo, y que no podamos representarnos en el pasado compuesta esencialmente de abstracciones metafísicas, y remontándonos aún más, completamente dominada por las concepciones teológicas» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].

La simple observación de la evolución de las ciencias humanas “demuestra” que todas y cada una van pasando del estadio teológico al metafísico y, después, al positivo, aunque se lamenta de que, aún en su tiempo, muchas ciencias sigan conservando demasiados rasgos de las etapas anteriores.

Según Comte, también puede comprobarse muy fácilmente la verdad de esta ley, pensado en la propia experiencia personal:

«Ahora bien, cada uno de nosotros, contemplando su propia historia, ¿no se acuerda de que fue sucesivamente, en cuanto a sus nociones más importantes, teólogo en su infancia, metafísico en la juventud y físico en la madurez? Esta constatación es fácil hoy día para todos los hombres en cualquier altura de su vida» [Curso de Filosofía positiva, lec. 1].

No importa —dice— que esto no se realice en todos; se verifica, al menos, en los espíritus que están a la altura de los tiempos.

A estas dos pruebas por observación, añade Comte lo que considera la “demostración” técnica de la necesidad de esa ley. Partiendo del empirismo fenomenista de Hume, entiende que los sentidos reciben sensaciones aisladas, sin inteligibilidad intrínseca. Hay necesidad, por tanto, de una teoría, un principio o un esquema que coordine los hechos aislados, dándoles la inteligibilidad de la que carecen. Este esquema ha de ser necesariamente a priori de la experiencia, que ofrece solo sensaciones aisladas.

«Si bien toda teoría positiva tiene que estar basada necesariamente en la observación, también es necesaria una teoría cualquiera que coordine esta observación. Si al contemplar los fenómenos no los relacionáramos de inmediato con algunos principios, no solamente nos sería imposible combinar esas observaciones aisladas, y por tanto sacar provecho alguno de ellas, sino que seríamos incluso enteramente incapaces de retenerlas, y a buen seguro que los hechos permanecerían desapercibidos ante nuestros ojos» [Curso de Filosofía positiva, p. 39].

Comte plantea, por tanto, la necesidad inicial de una teoría, cuya función primordial sea la de coordinar los hechos, al margen de su contenido de verdad.

«Así, pues, el espíritu humano, presionado por un lado por la necesidad de observar para obtener teorías reales y, por otro por la necesidad, no menos imperiosa, de crearse algunas teorías para poder continuar estas observaciones, se hubiera encontrado desde su nacimiento encerrado en un círculo vicioso del que no hubiera podido salir nunca si no hubiera abierto felizmente una salida natural por el desarrollo espontáneo de unas concepciones teológicas, las cuales han sido un punto de conexión a sus esfuerzos y han ofrecido un programa para su actividad» [Curso de filosofía positiva, p. 39].

La teología ha servido, por tanto, como primer punto de apoyo para el esfuerzo humano de comprender, y como programa inicial de la praxis que llevará progresivamente, a lo largo de la historia, hacia el dominio científico-técnico de la naturaleza.

«Independientemente de las profundas consideraciones sociales que aquí se unen, y que no debo ni tan siquiera mencionar en este momento, éste es el motivo fundamental que demuestra la necesidad lógica del carácter puramente teológico de la filosofía primitiva» [Curso de filosofía positiva, p. 39].

Queda bien patente que, desde el punto de vista gnoseológico, esta explicación comtiana es deudora del empirismo y del fenomenismo kantiano, que hunden sus raíces en la filosofía cartesiana. En efecto, Descartes separó la unidad funcional de inteligencia y experiencia, por medio de la cual se capta la unidad real del ente sensible, dejando por un lado los fenómenos a los que había que buscar inteligibilidad y, por otro, los conceptos que ya no expresaban el ser y la naturaleza de las cosas. En esta situación, la inteligencia no tenía ya por objeto el ente sensible (lo real existente) sino el concepto puro; y la sensación tampoco alcanzaba el ente sensible en cuanto tal, sino la sensación puntual, el dato aislado, despojado de toda inteligibilidad intrínseca. El ser y la naturaleza de las cosas quedaban reducidos a fenómenos [Sanguineti 1977b: 232-238].

2.2. Concepción positivista de la ciencia y clasificación de los saberes

Según Comte, el método científico se caracteriza por prescindir de la búsqueda de causas reales. Las ciencias se limitan a establecer relaciones entre los fenómenos observables. De ahí el calificativo de su filosofía como positivista, puesto que prohíbe que la ciencia traspase el ámbito de los datos, de lo positivamente dado en la experiencia. Para el positivismo, como se vio al inicio, las leyes científicas no son más que “relaciones invariables” entre fenómenos, y su finalidad principal es facilitar el dominio humano de la naturaleza, permitiendo la previsión de los hechos futuros. La realidad puede explicarse sin necesidad de recurrir a ninguna entidad o principio trascendente.

Para Comte no hay más conocimiento que el conocimiento científico-positivo. Y como las clasificaciones del saber vigentes en su época tenían un fundamento teológico o metafísico, él propone otra que responda al estadio positivo, en la que obviamente no incluirá los saberes que pretendan ir más allá de los hechos y de su coordinación a través de una ley (metafísica, teología).

Como el método es el mismo para todas las ciencias, las diversas disciplinas se diferencian, según Comte, sólo por la mayor o menor complejidad de su objeto específico. Es, por tanto, la extensión y la comprensión de los objetos (que Comte prefiere designar como generalidad o universalidad y como complejidad o simplicidad, respectivamente) lo que traza la delimitación de las ciencias. Éstas presentan una complejidad creciente. La ciencia más simple es la Matemática, que estudia la cantidad, la realidad más sencilla y general. A continuación está la Astronomía, que añade a la cantidad el estudio de las masas dotadas de fuerzas de atracción. Luego, la Física, que trabaja además con cualidades como la luz y el calor. Siguen la Química y la Biología, que trata de la vida, añadiendo a la materia bruta la organización. Finalmente, vendría la Física social o Sociología, que estudia el hecho de la sociedad y las constantes de los comportamientos humanos [Curso de Filosofía positiva, pp. 100-101.113].

Esta jerarquía de las ciencias fundamentales indica también, para Comte, el orden histórico necesario en el que han aparecido, puesto que la inteligencia humana sólo puede pasar al objeto más complejo partiendo del más simple. La ciencia que ha llegado primero al estadio positivo es la Matemática (Comte piensa, sobre todo, en los grandes matemáticos de la Grecia clásica, Euclides, Pitágoras, etc.). Posteriormente, se ha desarrollado la Astronomía y, luego, la Física, en el siglo XVII, que ha llegado a su culmen con la ley de la gravitación universal de Newton. A continuación, ha alcanzado el estadio positivo la Química, gracias al esfuerzo realizado por Lavoisier. La Biología ha entrado también en su fase definitiva con los trabajos de Bichat y de Blainville. La Psicología no es, para Comte, una ciencia a se, puesto que la reduce a Biología, reconduciendo los fenómenos psíquicos a la fisiología.

El fundador del positivismo advierte que la última de las ciencias del elenco —la Sociología— es falible e incierta, pues se encuentra todavía en el estadio metafísico. Hasta entonces, se pensaba que los hechos sociales dependían de voluntades arbitrarias y, por eso, se habían estudiado con un método que llevaba a “discusiones interminables”, pero —según Comte— ha llegado el momento en el que también esos hechos pueden ser tratados con los métodos de las ciencias positivas. El conocimiento de las leyes que los relacionan permitirá, por primera vez, comprenderlos y preverlos. A través del razonamiento y la observación, la Sociología puede establecer las leyes de los fenómenos sociales, al igual que para la Física es posible establecer las leyes que rigen los fenómenos físicos. Cuando se constituya la Física social quedará completado, por tanto, el sistema filosófico.

La Sociología ocupa un puesto fundamental y culminante en la enciclopedia comtiana, al representar el término último del progreso intelectual. Esta ciencia tiene en cuenta los resultados de todas las demás y se propone como objetivo elaborar los nuevos principios de la moral y del derecho: el sistema de ideas y de mecanismos de convivencia, que salven a la humanidad de la anarquía y del desorden espiritual en la que la habían sumido los revolucionarios del siglo XVIII.

Pero cabe preguntarse ahora, ¿qué lugar ocupa la Filosofía en el cuadro comtiano de los saberes, si las ciencias particulares se distribuyen exhaustivamente la totalidad de los objetos existentes? En realidad, la Filosofía no se configura, según Comte, como un saber con un ámbito de estudio propio, distinto de los que corresponden a las ciencias. Así lo explica en el Curso de Filosofía positiva:

«Basta, en efecto, con que el estudio de las generalidades científicas se convierta en una especialidad más. Que un nuevo tipo de sabios, preparados por una educación conveniente, sin dedicarse al cultivo especial de ninguna rama particular de la filosofía natural, se ocupe únicamente, considerando las diversas ciencias positivas en su estado actual, a determinar exactamente el espíritu de cada una de ellas, a descubrir sus relaciones y su encadenamiento, a resumir, si es posible todos sus principios propios en un menor número de principios comunes, conformándose sin cesar a las máximas fundamentales del método positivo» [Curso de Filosofía positiva, lec 1].

A la filosofía le corresponde, por tanto, el estudio de las relaciones entre las distintas ciencias y el descubrimiento de los principios comunes a todas (por ejemplo, la ley de los tres estadios, o la necesidad de recurrir a la matemática). Las tareas de la filosofía son mucho más modestas de las que se habían asignado a la metafísica tradicional. Consisten, en definitiva, en promover el “espíritu científico” que ha consentido a la humanidad obtener resultados decisivos en el conocimiento del mundo y en su dominio, controlando que todos los trabajos queden dentro de este espíritu. La Filosofía positiva no es más que la enciclopedia de todas las ciencias, el sistema de los conocimientos universales y científicos, ofrecido en una sola visión total. Así lo declara Comte al comienzo de su Curso.

«El fin de la filosofía positiva es resumir en un cuerpo de doctrina homogénea el conjunto de conocimientos adquiridos en los diferentes órdenes de fenómenos naturales» [Curso de Filosofía positiva, lec 1].

2.3. La vertiente sociológico-política del positivismo. La religión de la Humanidad

Comte pensaba que el desarrollo de la Sociología de acuerdo con el espíritu positivo tendría como resultado el orden social. Esta ciencia ofrecería la completa sistematización de las reglas y principios de la convivencia, al igual que la Física y la Biología. Comprende dos partes: Estática y Dinámica. La Estática social estudia las condiciones de existencia que son comunes a todas las sociedades en todas las épocas. Estas condiciones son, principalmente, la sociabilidad, el núcleo familiar y la división del trabajo, que se hace compatible con la cooperación de esfuerzos. Comte atribuye un valor particular a la familia, como garantía aglutinante de la sociedad. Piensa que la institución familiar está dada por naturaleza y la defiende procurando consolidarla mediante la prohibición del divorcio. La sociedad, para Comte, está formada por familias, no por individuos. Se opone también a la igualdad, por considerarla causa de anarquía, al llevar a atribuir cualquier función a cualquier individuo. Por este motivo defiende también la subordinación de los sexos. Y, por lo mismo, tiene reservas en relación con las doctrinas democráticas y socialistas sostenidas por los revolucionarios del 1848.

Por su parte, la Dinámica social consiste en el estudio de las leyes de desarrollo de la sociedad. Su ley fundamental es la de los tres estadios. El progreso social se ajusta a esta ley que es, para Comte, una verdadera y propia filosofía de la historia. La humanidad marcha por una serie de etapas de perfeccionamiento en su ser y en su obrar, exactamente como el individuo se desarrolla pasando por una serie de estados y de edades en su vida biológica hasta llegar a ser animal perfecto. Este progreso de la humanidad es necesario e irresistible como cualquier otra ley física. Además es indefinido, ya que la humanidad no progresa hacia una meta más allá de la cual pueda decirse que ya no seguirá adelante. Conforme a esta ley del progreso, cada uno de los estados sociales es resultado necesario del precedente y el motor indispensable del que le sigue [Curso de filosofía positiva, lec. 48].

Comte pensaba que la crisis pública y moral de la sociedad de entonces provenía de la coexistencia de tres filosofías opuestas (teología, metafísica y ciencia). Por tanto, para reorganizar la sociedad era necesario que todas las mentes llegasen a pensar de acuerdo con unas mismas ideas y que la Sociología se constituyese como ciencia positiva. La tesis política de Comte es clara: la unidad social a través de la unidad de la doctrina.

«Esta revolución general del espíritu humano está hoy casi enteramente cumplida: sólo resta, como ya he explicado, completar la filosofía positiva, abrazando también los fenómenos sociales y, a continuación, resumirlos en un solo cuerpo de doctrina homogénea. Cuando este doble trabajo esté suficientemente avanzado, el triunfo de la filosofía positiva, se realizará espontáneamente y se restablecerá el orden en la sociedad. La preferencia tan pronunciada que casi todas las mentes, desde las más preparadas a las menos dotadas, conceden hoy a los conocimientos positivos, sobre las especulaciones vagas y rústicas, hace presagiar la enorme acogida que tendrá esta filosofía, cuando adquiera la única cualidad que todavía le falta: su carácter de generalidad conveniente» [Curso de Filosofía positiva, p. 68].

Para Comte es suficiente, por tanto, la unidad del método.

«No creo que sean necesarios más detalles para aclarar que el objetivo de este curso no consiste en absoluto en presentar todos los fenómenos naturales como idénticos en el fondo, salvo la variedad de sus circunstancias. La filosofía positiva sería perfecta si esto pudiera ser así. Pero esta condición no es necesaria, ni para su formación sistemática, ni tan siquiera para la realización de las grandes y ventajosas consecuencias a las que está destinada. No hay más unidad indispensable que la unidad de métodos la cual puede y debe existir y se encuentra en su mayor parte establecida» [Curso de Filosofía positiva, p. 71].

Según Comte, el método positivo es la fuerza capaz de realizar la unidad espiritual entre los hombres. Para él, la felicidad de la sociedad depende tanto de un desarrollo general de la razón iluminada por las ciencias como del establecimiento de una ciencia positiva que estudie los hechos sociales. Pero como las ideas científicas no son la verdad común, es natural que surjan conflictos en la sociedad, debido a la diversidad de opiniones entre los hombres. Por eso, él afirmó la necesidad de reemplazar la educación teológica y metafísica por una educación exclusivamente positivista, y planteó su imposición por la fuerza desde el Estado.

Junto con esto, Comte advierte que un tal sometimiento de la libertad individual a la autoridad sólo es posible por motivos religiosos. Nota que el cristianismo ha sido capaz de suscitar unas actitudes que son esenciales para la vida social (la solidariedad que lleva a buscar no sólo el interés personal legítimo, sino también el bien común; y esta actitud no es capaz de ser suscitada por leyes). Impulsado por las ideas de Joseph de Maestre, reparó en el modo como en la Edad Media el cristianismo había logrado aglutinar todo un sistema intelectual y social global, que dotaba de orden a la cultura y al saber humanos. Por este camino, la exigencia de religiosidad, que Comte había declarado superada con el advenimiento del estadio metafísico y, más aún, del positivo, viene de nuevo reclamada en la época científica como instrumento (medio) necesario para la reforma sociológica. La religión positivista tiene, por tanto, un papel social importantísimo, el de ser principio de la unidad de la sociedad: «La verdadera unidad está, pues, constituida al fin por la religión de la Humanidad» [Système de politique positive, en Oeuvrest. IX].

Comte rechaza todas las concepciones de la religión características de los estadios teológico y metafísico, como el panteísmo y el teísmo. Ni Dios, ni la Naturaleza pueden ser objeto de culto religioso. Sólo queda, entonces, la Humanidad concebida como un todo que, bajo el nombre de “Gran Ser” (Grand Être), Comte la propone, en su etapa final, como objeto de culto en la nueva religión positivista.

El “Gran Ser” comprende todos los hombres del pasado, del presente y del futuro que han contribuido o contribuyen al progreso y a la felicidad del género humano. Comte asigna a este “Gran Ser” una unidad existencial superior, incluso, a la existencia real del hombre individual, puesto que esta existencia descansa en la continuidad biológica de la generación del tiempo presente con las del pasado y del futuro. Considera el espacio como un ser místico al que llama “Gran Medio” o “Gran Ambiente” (Grand Milieu), en el que está situada la Tierra, el “Gran Fetiche”. El “Gran Fetiche”, el “Gran Medio” y el “Gran Ser” constituyen la trinidad de la religión positivista, cuyo dogma fundamental es “el amor como principio, el orden como base y el progreso como fin” (l’amour comme principe, l’ordre come base, le progrés come but).

A continuación, trazó la organización de las ceremonias del culto, imitando las de la religión católica pero llenándolas de espíritu positivista. El culto privado estaría constituido por el recuerdo de los muertos y el sentimiento de obligación respecto a los descendientes. El culto público se manifestaría en la conmemoración general de los grandes hombres (científicos, artistas y benefactores de la humanidad). Para este fin, Comte elaboró un calendario positivista en el que los días, las semanas y los meses tienen cada uno un patrono. Se señalan 84 días festivos a lo largo del año. Además instituyó nueve sacramentos sociales y el sacerdocio positivista, con la misión de desempeñar en la sociedad el cargo de consejeros, maestros y jueces. Así la humanidad podría vivir en un mundo feliz guiado no ya por las tinieblas teológico-metafísicas, sino por la ciencia redentora. En la familia ejerce el sacerdocio la mujer, esposa y madre y, en defecto de ella, la hija mayor. En general, la mujer ocupa en la sociedad ideada por Comte un puesto fundamental, en cuanto expresión de la emotividad humana. El autor del positivismo fundó, en definitiva, una “iglesia” de la que se proclamó “sumo pontífice” y que le sobrevivió por varios decenios, especialmente en Inglaterra y en Brasil.

Si en el pasado la salvación individual consistía en la unión con Dios, en la religión positiva el hombre se salva y sobrevive en los otros, que recordarán sus acciones útiles a la generación siguiente de la cultura humana. Comte sustituyó la inmortalidad objetiva o individual, que le parecía egoísta, con la inmortalidad subjetiva, por la cual los muertos perviven en la memoria de las generaciones siguientes. La nueva sociedad positiva había de estar impregnada de esta religión universal, y todos los actos de la vida social deberían de ser continua expresión de veneración a este “Gran Ser” o Humanidad, porque la felicidad consistiría en unirse más al Gran Ser. Esta “religión universal de la humanidad” destruye toda trascendencia divina, reclamando para el hombre la glorificación y el servicio que se deben únicamente a Dios. Comte afirmaba certeramente que «La gran concepción de la Humanidad elimina irrevocablemente la de Dios» [Système de politique positive, en Oeuvres, t. IX, p. 46], sustituyendo la idea de Dios por la de “Gran Ser”. Estamos ante una radical secularización de la religión [de Lubac 1997].

La religión de la humanidad trata en definitiva de organizar la sociedad independientemente de Dios, considerando que su única finalidad es el progreso, al que se llega por la ciencia positiva. Algunos estudiosos del positivismo comtiano han mostrado cómo la motivación política es esencial en el positivismo: «todo el trabajo especulativo realizado por Comte está, desde el principio, orientado e impulsado por su labor política» [Petit Sullá 1978: 11]. Puede afirmarse, por tanto, que «la religión comtiana es esencialmente una religión política, o dicho de otra manera, que la política deviene su dimensión característica» [Petit Sullá 1978: 227].

3. Reflexiones críticas

Aunque la doctrina de Comte ha recibido muchas críticas, tanto en su concepción general como en aspectos particulares, su núcleo —la instancia antimetafísica y la extremada valoración de las ciencias—, sigue presente en muchas orientaciones de la cultura contemporánea. Se exponen a continuación algunas de las críticas más significativas a los aspectos histórico-epistemológicos y metafísicos del pensamiento comtiano.

3.1. La ley de los tres estadios. Discusión histórico-epistemológica

La ley comtiana pretende describir el curso de la historia humana, la evolución de cada ciencia y el desarrollo del individuo. Estos tres ámbitos obedecen a una misma ley, cuya dinámica procede del estadio teológico al metafísico y, de éste, al científico positivo. Tratándose de una descripción que debe responder a la evolución histórica real, es lícito preguntarse si el pensamiento metafísico destruyó efectivamente el saber teológico, y si la ciencia eliminó las instancias filosóficas y teológicas. Cabe preguntarse también por el momento preciso en el que, según Comte, tuvo lugar el paso de la mentalidad teológica a la metafísica y si, de hecho, el desarrollo de cada ciencia ha seguido los estadios indicados por el fundador del positivismo. Por último debe comprobarse también si se cumple la dialéctica de fondo de toda la ley comtiana, que impide la simultaneidad de las etapas.

Para Comte, el estadio teológico ocupa la antigüedad y el medioevo. La etapa metafísica se extiende desde Descartes hasta Hegel: ésta es la filosofía que habría destruido el pensar teológico. Sin embargo, resulta sorprendente constatar que Mill, que asume el legado de Comte en estos puntos, identifica el estadio metafísico con la época de la filosofía antigua y medieval (especialmente Aristóteles y Santo Tomás), mientras que atribuye al nominalismo y al cartesianismo la destrucción de las ideas metafísicas que dieron paso al estadio positivo; es decir, para Mill, el período metafísico termina con Descartes.

Un sencillo vistazo a la historia es suficiente para advertir que las doctrinas de Aristóteles y de Santo Tomás (estadio metafísico por excelencia, según Mill) no son incompatibles con el conocimiento de Dios ni con la teología sobrenatural y que, por tanto, el paso del estadio teológico al metafísico no implicó la destrucción de toda explicación teológica. Por otra parte, la filosofía que históricamente desplazó a la religión y a Dios del horizonte de la racionalidad, no fue la que Comte dice que debe abandonarse (la metafísica del ser, de las esencias inherentes a las cosas: las metafísica aristotélica desarrollada en la Edad Media), sino la filosofía racionalista, la metafísica de la inmanencia que se opone al conocimiento de la trascendencia.

En el estadio metafísico que, para Comte, es la época que va desde Descartes hasta Hegel, es verdad que la filosofía asume una importancia preponderante, sobre todo en el racionalismo, que propone la independencia de la razón de la fe, y que culminará en el monumental edificio hegeliano. Pero no puede decirse que la Teología fuese expulsada claramente en estos momentos: o bien se la dejó de lado metódicamente (Descartes) o bien fue criticada en su forma de religión positiva (Ilustración) o en todo caso fue asumida por la Razón (Hegel).

La verificación histórica muestra, además, que el estadio metafísico no es el que sigue a la corrupción del conocimiento de Dios y de la teología, sino al contrario. Históricamente, la negación de Dios ha estado precedida por la corrupción de la metafísica del ser (negación del ente y de sus perfecciones trascendentales) [Sanguineti 1977a: 198-199].

La descripción de la ley de los tres estadios contiene elementos de ambigüedad. Parece que tanto Mill como Comte utilizan el término metafísica con un doble sentido: cuando interesa mostrar que la metafísica desplaza a la teología, identifican la filosofía con la filosofía moderna (Descartes hasta Hegel); en cambio, cuando quieren señalar que en la nueva era positivista debe abandonarse la filosofía, entonces la identifican con la metafísica del ser criticada por Descartes [Curso de Filosofía positiva, p. 46].

En realidad, en el conjunto de la ley comtiana, el estadio que resulta problemático y casi artificial en todas las exposiciones que aparecen en la obra de Comte es el metafísico. Cuando considera la evolución personal de la inteligencia, como la evolución que ha tenido lugar en cada una de las ciencias, la descripción del estadio metafísico, o está ausente o se hace muy de pasada (como mero estadio de transición). Así por ejemplo, menciona una astrología como fase teológica de la astronomía; y una alquimia, que sería la primera fase de la actual química, pero no dice ni una palabra de la fase metafísica de estas dos ciencias [Petit Sullá 1978: 138; 159-160].

Muchos autores han notado —y el mismo Comte lo dice explícitamente— que, en realidad, el problema central se reduce a probar la existencia de un primer estadio en el que todos los conocimientos se interpretan desde una visión teológica. Probado esto, y dado que no puede dudarse del actual estado en que se encuentran las ciencias, basta añadir solamente un estadio transitorio entre las dos etapas propiamente tales para que quede completada la ley de los tres estadios [Curso de Filosofía positiva, lec 1].

«Todas nuestras especulaciones están inevitablemente sujetas, tanto en el individuo como en la especie, a pasar sucesivamente a través de tres estadios teóricos diferentes: teológico, metafísico y positivo. Aunque indispensable bajo todos los aspectos, el primer estadio debe concebirse ahora como puramente provisional y preparatorio; el segundo que no constituye en realidad más que una modificación disolvente, comporta sólo un papel transitorio, para conducir gradualmente al tercero; y es éste, el único completamente normal, el que constituye el régimen definitivo de la razón» [Discours sur l’esprit positive, p. 4].

En las explicaciones que ofrece el autor del positivismo es fácil advertir que el estadio metafísico no obedece a una descripción de la historia real: más que tener valor y sentido en sí mismo, parece un artificio ideado para justificar la necesidad del estadio positivo de todo el saber.

La sucesión de fases del estadio teológico hasta abocar en el monoteísmo ha sido también objeto de numerosas críticas por parte de la investigación histórica posterior y del análisis fenomenológico de la historia de las religiones (Andrew Lang, Wilhelm Schmitdt, G. van der Leeuw, Mircea Eliade, Julien Ries). Concretamente, Andrew Lang, en su obra The Making of the Religion (1898) mostró sobre los nuevos datos aportados por la etnología, la existencia en numerosos pueblos primitivos de creencias inequívocas en un Dios supremo y único, aunque mezcladas con diversas formas de religiosidad inferior, animistas y mágicas. Esta doctrina fue corroborada más tarde por otros autores, sobre todo, por los antropólogos de la Escuela de Viena. A partir de Comte, surgieron numerosas disputas sobre cuál sería la religión “primitiva”, pero la misma disparidad de conclusiones a la que se llegó es también índice de la deficiente observación de los hechos en los que se basaban. Por su misma naturaleza, estos estudios cuentan con una base de experiencia pequeña y fragmentaria. El estado actual de la investigación, aunque se trata de conclusiones probables, apoya más el monoteísmo.

Es también históricamente cuestionable la organización socio-política del estadio teológico que Comte presenta como correlativa a la sucesión de fases que van del politeísmo al monoteísmo. Sobre esta cuestión, Sanguineti ha señalado que en los razonamientos del fundador del positivismo sobre esta cuestión subyace el sofisma de tomar lo que es per accidens como si fuera per se. Por ejemplo, si un determinado pueblo cree en Dios y además posee una organización militar, concluye que el culto a Dios está unido per se a lo militar. Esta falta de discernimiento entre lo esencial y lo accidental, aplicada a la sucesión histórica, da lugar al sofisma post hocergo propter hoc [Sanguineti 1977a: 21].

Una consideración histórica serena y objetiva muestra que tampoco se cumple la dialéctica de fondo de toda la ley comtiana que impide la simultaneidad de las etapas [Sanguineti 1981]: la metafísica medieval no eliminó sino que afirmó la teología, y la ciencia moderna ha convivido con la filosofía y la religión. Merece la pena detenerse en estos aspectos.

La metafísica, de suyo, no se opone a una consideración teológica (ni a la teología natural, ni a la religión). Además, la época moderna no fue exclusivamente filosófica, pues en ella nació también con toda su fuerza el pensamiento científico, en ambientes filosóficos y extrafilosóficos, y normalmente entre personas creyentes. Tampoco es justo afirmar que el período contemporáneo es monotemáticamente científico, pues la filosofía nunca ha dejado de interesar, tanto en sus problemas especulativos como en las cuestiones morales; y las exigencias de la religión siguen inquietando a los hombres.

La experiencia histórica demuestra, en cambio, que el saber científico serio y profundo promueve las cuestiones filosóficas y empuja a los hombres a Dios. La tendencia a filosofar está, en efecto, hondamente arraigada en el hombre, que no se satisface sólo con explicaciones de los principios físicos de la materia, y mayor es el ansia que todos los hombres experimentan de una respuesta trascendente a los interrogantes más profundos de su existencia. Si pensamos en los grandes científicos modernos y contemporáneos: Kepler, Newton, Galileo, hasta llegar a Einstein o Planck, Collins y otros muchos, encontramos ordinariamente a personas con preocupaciones filosóficas, muy atentos al problema de Dios y con respuestas matizadas en relación al valor del saber científico. La imagen del científico ateo, que ha superado el estadio teológico, y con total aversión a la filosofía no es frecuente, y suele darse más bien entre determinados filósofos que han contribuido poco a la ciencia misma (Comte, Renan, Marx) o en científicos aislados e influidos por las ideologías.

En la vida real, los caminos de la filosofía y de las ciencias no son excluyentes, sino que suelen entrecruzarse o ir en paralelo, de modos muy variados. En todas las épocas están presentes múltiples religiones, doctrinas metafísicas y conocimientos científicos particulares. Estos tres ámbitos del saber se desarrollan, con predominio de uno u otro, en dependencia de la libertad humana.

Investigaciones históricas más recientes han probado de modo satisfactorio que la actividad científica no sólo no se opone a la metafísica (ni a la religión), sino que tiene sentido únicamente desde unos presupuestos de carácter filosófico: la confianza en el orden y racionalidad del universo en su totalidad, y la confianza en la capacidad del hombre para conocerlo. Numerosos estudios realizados en el siglo XX han mostrado que la ciencia experimental sólo es posible si el mundo posee un fuerte tipo de orden y si los hombres son capaces de investigarlo. Puede decirse, por tanto, que la base de la ciencia moderna ha sido siempre un cierto realismo metafísico y gnoseológico, que se encuentra en continuidad con el razonamiento metafísico que lleva a la existencia de Dios. Jaki sostiene una filosofía de la historia de la ciencia de signo opuesto a la del positivismo clásico, que consideraba la religión y la metafísica como un lastre del logos científico [Jaki 1980].

La historia misma muestra que la ciencia moderna surgió sistemáticamente en el siglo XVII, en una cultura que, desde hacía muchos siglos era profundamente cristiana, y por obra de científicos como Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, que no sólo eran cristianos convencidos, sino que con frecuencia estudiaron con gran interés problemas teológicos.

Los estudios e investigaciones históricas realizadas desde mediados del siglo XIX permiten concluir que la ley de los tres estadios no responde al curso real de la historia, ni en su planteamiento general —sucesión de periodos que se excluyen— ni en los detalles del desarrollo de cada estadio. Tampoco refleja la historia seguida por cada ciencia. En realidad no es más que una abstracta identificación de tres posiciones “puras”, artificialmente contrapuestas, que tampoco gozan de verificación a nivel individual.

3.2. Crítica de la concepción positivista de la ciencia

La concepción positivista de la ciencia es intrínsecamente cientificista. Por un lado, se asigna a la ciencia el monopolio del saber y, por otro, se limita su alcance a las realidades de la experiencia, negando realidad objetiva a todo lo que quede más allá de la experiencia.

Sin duda, con la metodología propia de la ciencia positiva no se llega a realidades trascendentes (Dios, libertad, espíritu), pero no porque éstas no tengan realidad o no sean objeto de conocimiento, sino porque el método científico, por su misma naturaleza, se limita a los aspectos observables de la realidad. La ciencia no tiene necesidad de considerar otras dimensiones para desarrollarse. En cambio, el científico como persona sí puede hacerse preguntas que están más allá de las posibilidades metodológicas de la ciencia en la que trabaja, pero lo hace en cuanto persona, no en virtud del método científico.

La idea de que la ciencia puede resolver todos los problemas del hombre —otra manifestación de la concepción cientificista de la ciencia— es intrínsecamente ingenua. En efecto, por su misma naturaleza, el conocimiento científico se circunscribe a ámbitos determinados de la realidad y, por tanto, existen problemas para los cuales ni siquiera tiene sentido pedir solución a la ciencia. El conocimiento científico es siempre parcial y contextual y, por tanto, ninguna ciencia puede proporcionar soluciones a problemas que tengan un carácter global. Además, incluso los problemas que la misma ciencia resuelve están, muchas veces, en dependencia de decisiones humanas que se sitúan en el terreno extra-científico, en el ámbito de la libertad, de las responsabilidades individuales, sociales, políticas, etc. [Agazzi 1983: 116-136].

Tampoco los desarrollos científicos se han realizado siguiendo las directrices metodológicas de Comte. Como es sabido, él consideraba que la mecánica newtoniana, entendida de modo mecanicista y determinista era el saber definitivo. Por eso daba gran importancia a la estabilidad del sistema solar, tal como se conocía en su época. Afirmaba con frecuencia que la ciencia positiva se extendía sólo hasta donde alcanzaba la vista, sin ayuda de instrumentos, y que el límite práctico del universo era la órbita de Saturno: Comte desaprobaba los intentos de investigar más allá del sexto planeta del sistema solar, por el temor de que nuevos descubrimientos comprometiesen el determinismo de la ciencia y, con ello, su capacidad de prever con exactitud. Por lo mismo, en matemáticas era hostil al cálculo de probabilidades creado por Laplace.

En su época, las explicaciones biológicas distaban mucho de ajustarse en su desarrollo al esquema positivista. Algunos de los mejores biólogos del momento refutaban considerar la vida como un mero mecanismo. Sin embargo, Comte ignoró a estos científicos y exageró, en cambio, la importancia de los que aportaban elementos que corroboraban su concepción de la ciencia, por ejemplo, Bichat [Curso de filosofía positiva, lecc. 48 y 57]. Para Bichat, el elemento último de los seres vivos era el tejido, no las células. Por tanto, no debía buscarse una realidad más allá del tejido. Bichat condenó el uso del microscopio, pensando que a través de él cada uno ve a su manera y en la medida en que resulta afectado. Por influjo de su autoridad, el microscopio quedó desautorizado varias décadas. Comte, que admiraba a Bichat, escribió refiriéndose a la teoría celular:

«El abuso de las investigaciones microscópicas y el exagerado crédito que todavía se presta a un medio de exploración tan equívoco, contribuyen básicamente a dar una falaz apariencia de verdad a esta fantástica teoría» [Curso de filosofía positiva, lec 41].

En el ámbito astrofísico de la ciencia, Comte rechazó el planteamiento de hipótesis sobre la estructura de las estrellas. Llegó a sostener públicamente la imposibilidad de conocer la estructura química de las mismas. Poco después Fraunhofer publicó su descubrimiento de la composición química de las estrellas y su evolución en el tiempo [Cantore 1988: 147].

La concepción positivista de la ciencia falla en la definición misma de la ciencia y de su alcance. Al limitar el saber científico a la formulación de las leyes que relacionan las magnitudes, los fenómenos y los hechos, los positivistas posteriores desaprobaron el uso de los conceptos de átomo, peso atómico y, en general, de cualquier hipótesis acerca de la estructura interna de la materia. Ellos consideraban que se trataba de elementos ficticios e inútiles, restos de la antigua “metafísica”. Sin embargo, los experimentos de Perrin (1870-1942), que lograron determinar experimentalmente el número de Avogadro y demostrar así la teoría atómica, hicieron entrar en crisis la noción positivista de ciencia. Incluso Leon Brunschvicg, filósofo de tendencia idealista, y Wilhem Ostwald, científico que consideraba la teoría atómica como ejemplo de hipótesis experimental incontrolable de la que la ciencia debería liberarse, después de ser conocidos los resultados de los trabajos de Perrin, afirmaron que el átomo, que hasta ese momento era un “ente de razón” se había convertido en un “ente de laboratorio”; ya no era una ficción sino una realidad, pues, por así decir, los átomos se podían hasta contar.

Es interesante notar que, aunque el positivismo se auto-proclamó la filosofía de la ciencia moderna, las hipótesis atómicas se formularon con el impulso de una concepción realista —no positivista— de la ciencia. La afirmación de la teoría atómica tiene, pues, gran relieve epistemológico, porque demuestra la posibilidad, para la ciencia y para la razón humana en general, de ir más allá de los datos de la sensación y de buscar su explicación en causas y estructuras subyacentes a los fenómenos [Selvaggi 1985: 163-169]. Éste es el espíritu de la ciencia moderna desde sus inicios, como muestra claramente la actitud de Galileo en la controversia ptolemaico-copernicana. El sistema geocéntrico “salvaba las apariencias”, pero Galileo lo rechazó en cuanto a su capacidad meramente pragmática, que no producía una comprensión en profundidad de la estructura de la realidad. A su entender, los científicos auténticos eran los que trataban de indagar la verdadera constitución del universo. Lo importante no era que la ciencia “funcionase”. Por eso Galileo no siguió el consejo del cardenal Belarmino de tratar como hipótesis el sistema copernicano. Para él considerarlo como hipótesis equivaldría a traicionar la ciencia.

Hoy es patente que el gran progreso de las ciencias experimentales desde la segunda mitad del siglo XIX se debe, en buena parte, a los conocimientos logrados acerca del mundo microfísico e intracelular, yendo mucho más allá de lo dado en la experiencia, o sea, en la dirección que Comte había prohibido. La genética, por ejemplo, no se ha limitado al cálculo estadístico y de predicción de caracteres de la descendencia, sino que ha continuado en el intento de buscar el principio explicativo de tales proporciones, postulando primero las unidades hereditarias y después, los genes, hasta llegar a establecer su estructura química. Si la ciencia hubiera seguido las directrices del positivismo, no tendríamos hoy ni la microfísica, ni la astrofísica, ni la teoría de la relatividad, ni la bioquímica, ni la genética.

Se considera un último ejemplo, también de la física atómica. Thomson y Kaufmann trabajaban tratando de medir la relación masa/carga de las partículas que formaban los rayos catódicos. Los datos de Kaufmann fueron más precisos. Aunque en conjunto se trataba de conclusiones parciales, Thomson afirmó el carácter fundamental del electrón como constituyente de la materia, cosa que la investigación posterior permitió confirmar. En cambio, Kaufmann no proclamó que hubiera descubierto una partícula fundamental, porque había sufrido la influencia de la filosofía científica de Ernst Mach, que sostenía que no era científico ocuparse de hipótesis como los átomos, imposibles de observar. Es difícil no concluir que fue Thomson quien descubrió el electrón en 1897 [Weinberg 1985: 70].

Es ahora el momento de valorar el verdadero fundamento de la ley de los tres estadios y la exagerada confianza de Comte en las posibilidades de la ciencia. Cuando éste formuló su ley, muchos hechos y situaciones no se ajustaban a su explicación, invitando, por tanto, a revisarla o a dudar de determinadas aserciones. Podía haberse percatado también, al observar la historia desde Descartes hasta él, que había un paralelismo entre el creciente predominio de la ciencia positiva y el estado bélico de las sociedades europeas. Podía haber advertido que la evolución del pensamiento cartesiano y baconiano no era excesivamente prometedora de la paz social; precisamente ésta, a partir del Renacimiento, comenzaba a sufrir las más grandes perturbaciones. Sin embargo, sus afirmaciones sobre las causas del estado revolucionario de su tiempo son de un simplismo notable.

En toda su obra se observa, además, que esquiva constantemente los hechos que contradicen o plantean dificultades a su ley. Esta situación, muy repetida, no incidental, muestra que la elaboración sistemática del positivismo no tiene explicación desde el punto de vista lógico. Puede comprenderse sólo como decisión de la voluntad a partir del fin que pretende: la organización de la sociedad por medio de la Física social, dotada de leyes tan exactas como las de la atracción gravitacional. La credibilidad de este deseo dependía de que se demostrase que las ciencias —la biología en particular— hubieran alcanzado su estadio definitivo pues, al fin y al cabo, la sociedad no sería más que un inmenso organismo, un sistema biológico más amplio y complejo. Comte escribía:

«La física social sería una ciencia imposible, si las condiciones astronómicas fuesen susceptibles de variaciones indefinidas, pues entonces, la existencia humana que depende de ellas no podría nunca reducirse a leyes» [Curso de Filosofía positiva, p. 22].

Sólo a partir de la aspiración de alcanzar el dominio y perfecto control de los hechos naturales y humanos se nos hacen inteligibles las elaboraciones sistemáticas del positivismo. Sólo así se entiende a fondo su rechazo de la instancia metafísica basada en el empirismo, ya que «la realidad sin interna contextura, sin esencial urdimbre es la plasticidad completa, la inerte disponibilidad material para el ejercicio del poder puro» [Llano 1988: 140]. Putnam afirma que el positivismo no es una explicación, sino una redefinición persuasiva (persuasive redefinition) ordenada a unos objetivos claros: excluir la metafísica y la ética normativa [Putnam 1975].

El positivismo no nace tanto como una filosofía inspirada en la ciencia real, sino como una ideología abiertamente anti-metafísica. Sanguineti lo expresa así: «La esencia de la actitud positivista consiste entonces, a parte aversionis, en el abandono del conocimiento metafísico en la investigación científica, conseguido mediante calculadas restricciones intelectuales; y a parte conversionis supone el proyecto de alcanzar el dominio y perfecto control de los hechos, de modo que la razón llegue a ser completamente dueña del ser y del obrar de todas las cosas. La voluntad de poder constituye sin duda el finis operis de la construcción positivista, el secreto que hace inteligibles sus sistemáticas elaboraciones» [Sanguineti 1977a: 244].

Aun considerando el sistema comtiano desde la finalidad que pretende, llama poderosamente la atención su ingenuidad respecto a las posibilidades y función de la ciencia. Sin embargo, considerando el contexto histórico-cultural en el que vivió Comte, resulta, en cierto modo, comprensible. En su época, la ciencia moderna había logrado grandes éxitos y comenzaba a organizarse en un sistema grandioso, en una cosmovisión científica capaz de entrar en concurrencia con la filosofía. Por eso, el saber científico pudo parecer a Comte la verdadera sabiduría, que iba a revelar los secretos del universo. Por otra parte, la filosofía estaba representada por las especulaciones idealistas y por las críticas a la religión revelada y a la metafísica, operantes ya desde el siglo XVIII. La Enciclopedia, a partir de una confianza acrítica en el mecanicismo y con la pretensión de basarse en la mecánica newtoniana, había forjado el mito científico. Comte disponía, por tanto, de un humus propicio. En cambio, dos siglos atrás, en el momento de arranque de la ciencia —en la época de Newton— no habría podido surgir una filosofía como la de Comte, porque entonces los científicos eran muy conscientes de la parcialidad de sus estudios y fácilmente se remitían a la filosofía para los problemas más hondos. La ciencia y, en general, toda la cultura del siglo XVII vivía inmersa en una atmósfera filosófico-teológica [Sanguineti 1981: 698].

3.3. Valoración metafísica

Para concluir la exposición crítica del positivismo comtiano, parece de interés hacer algún comentario sobre los elementos metafísicos máximamente impugnados por Comte y, en general, por el cientificismo: la causalidad de Dios sobre el mundo y el hombre y la relación entre la Causa Primera y las causas segundas. Aquí es, quizá, donde más claramente se pone de manifiesto la pobreza metafísica de la filosofía comtiana.

Como se ha dicho anteriormente, en la doctrina comtiana, las causas segundas y la Causa Primera están en un mismo plano, casi en concurrencia, de modo que privilegiar la acción de las causas segundas llevaría consigo la pérdida de la relevancia de la Causa Primera, hasta hacer superfluo el recurso a ella. Así, algunos positivistas sostuvieron que el hombre recurría a la divinidad sólo en ausencia de una explicación positiva de los hechos concretos. Se trata de una forma de argumentación en línea con el Deus ex machina que, a nivel práctico, iría mostrando innecesario el recurso a Dios. En ausencia del saber científico, se recurría a Dios para que lloviese, curase enfermedades o socorriese en las dificultades. Pero cuando el desarrollo de las tecnociencias va haciendo posible resolver esos problemas, deja de tener sentido el recurso a Dios. En realidad, como se explica a continuación, la Causa Primera no resulta superflua porque existan causas segundas que se van conociendo cada vez mejor [Agazzi 1983: 121-124]. En este modo de ver del positivismo, falta una comprensión metafísica adecuada de estos dos órdenes de causalidad que, en cambio, la doctrina aristotélico-tomista del ser como acto y de la participación logra iluminar [Sanguineti 1977a: 214-243].

En la doctrina aristotélico-tomista, por Causa Primera se entiende la causalidad propia de Dios, Esse Subsistens, Ser por esencia, que produce las cosas en cuanto entes, es decir, da propiamente el ser [Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3; De Potentia, q. 3, a. 5; Summa contra gentiles, III, c. 66]. Causas segundas son, en cambio, aquellas que producen la cosa, pero no en cuanto a su ser sino en cuanto a su modo de ser (pino, piedra, gato, átomo, etc.). La Causa Primera o trascendental no excluye ni sustituye a las segundas: Dios en cuanto causa del ser de los agentes segundos está presente en cualquier acción causal secundaria o participada. Ciertamente las causas segundas producen la cosa en cuanto pino, lombriz de tierra, etc. pero la Causa Primera —causa de la causa segunda y de su causalidad— produce la cosa en cuanto ente. Tanto una como las otras son propiamente causas, pero en planos distintos.

La metafísica tomista, sin menoscabar la autonomía propia de la causa segunda y, por tanto, su carácter de causa real del efecto producido, entiende que la causación de las criaturas requiere el fundamento de la causalidad divina, tanto para su ser como para su obrar. Toda criatura, toda causa segunda, es (esencia, principios substanciales y accidentales) en virtud del esse participado que, a su vez es en acto por la participación del Esse subsistens. De ahí que el obrar de la criatura —de la causa segunda— (su pasar al acto) sea tal en virtud del “vibrar” íntimo y radical del acto de ser [Fabro 1960: 443-444]. Al otorgar Dios el esse fundante del ente creado, es también la Causa Primera en el ser respecto de cualquier efecto que se produce en el universo. La participación del ser se continúa, por tanto, en la participación intrínseca en el obrar y en las potencias operativas. De ahí que la Causa Primera no se oponga a la razón de causa segunda, sino que, al contrario, le comunique su condición de causa efectiva, de modo que esta última nada podría hacer sin contar con la unión y subordinación a la Causa Primera. Por eso, Santo Tomás dice con admirable claridad:

«Cuando se pregunta por el propter quid de algún efecto natural, podemos responder asignando alguna causa próxima, siempre que reduzcamos todo a la Voluntad divina, como a su Primera Causa. Por ejemplo, si alguien pregunta: ‘¿por qué se calienta la madera ante la presencia del fuego?’, se puede decir, ‘porque calentar es la acción natural del fuego’, y esto a su vez ‘porque el calor es un accidente propio del fuego’, dado que resulta de su forma; y así hasta llegar a la Voluntad divina. Por eso, si alguien respondiera a esa pregunta diciendo que ‘porque Dios lo quiso’, responderá convenientemente si se propone reducir la pregunta a su Causa Primera, pero no si entiende excluir todas las demás causas» [Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c. 97].

Dios y las criaturas producen un efecto común, pero no como si Dios produjese una parte de ese efecto y la criatura otra parte. No se trata de una mutua integración de causas parciales, sino de la fundamentación de la causa particular en la Causa por esencia. La “moción” divina en el obrar de la criatura no disminuye, por tanto, la eficacia propia del sujeto que está obrando, sino que la fundamenta.

El quicio de la relación entre la Causa Primera y las causas segundas está, por tanto, en la participación. Cuando se deja de lado esta doctrina, entonces se entiende la causa segunda como totalmente autónoma y la dependencia de la Causa primera se hace extrínseca, incluso violenta o superflua. A la vez, como la consistencia o dignidad de la causa segunda se centra en su independencia, se plantea la necesidad de negar la Causa Primera o de hacerla, cada vez, más remota. El positivismo teme que la referencia a Dios lleve al descuido de las causas segundas. Se piensa que en tiempos antiguos la ingerencia de Dios había constituido un lastre para progresar en el conocimiento de los mecanismos que permiten el dominio de los fenómenos. De ahí que el arrinconamiento o la ausencia de Dios se considere signo de progreso científico: cuantos más fenómenos logre explicar la ciencia, menos necesario sería el recurso a Dios, hasta llegar a poder prescindir totalmente de Él. Comte piensa que el poder de prever los fenómenos y de controlarlos destruye la creencia de ser gobernados por voluntades mudables. En este sentido, la obra de Comte se dirige a borrar cualquier intervención causal de Dios en el mundo y a eliminar todo residuo de metafísica del ser en la elaboración de las ciencias.

En realidad, los conflictos entre la Causa Primera y las causas segundas o, si se prefiere, entre la teología natural y las ciencias positivas se producen objetivamente (es decir, prescindiendo de causas subjetivas como son los intereses personales, los prejuicios, la situación moral de la persona) sólo cuando las relaciones entre la Causa Primera y las causas segundas se plantean de modo equívoco. Esto es lo que sucede en el positivismo.

***

Después de las reflexiones críticas precedentes, cabe preguntarse, ¿tiene algún significado histórico real la ley de los tres estadios? Respondemos que sí. A grandes rasgos parece justo reconocer que el itinerario de la filosofía moderna y contemporánea constituye un progresivo alejamiento de Dios y una caída en el agnosticismo y en el ateísmo. Comte lleva razón en este sentido sólo si se quiere indicar el proceso de progresiva radicalización hacia el ateísmo, característico de la vertiente dominante de la filosofía “moderna”. Pero no cabe generalizar esta observación a toda la filosofía, ni a la actitud filosófica en su raíz más auténtica y, mucho menos aplicarla al avance en el conocimiento científico.

«La ley de los tres estadios se presenta así como una descripción en la que Comte sintetiza el avance de la civilización moderna hacia el ateísmo, el progresivo alejamiento de Dios que se estaba operando en el mundo, y más en concreto el paso operado por el humanismo radical desde el ámbito de la filosofía al de las ciencias, característico del ambiente cultural de las primeras décadas del siglo XIX. Al formular su ley, Comte no hace más que tomar conciencia de una definida orientación de la cultura moderna, no absolutamente universal, pero ciertamente dominante» [Sanguineti 1977a: 200].

4. Bibliografía

4.1. Obras de Auguste Comte

Oeuvres d’Auguste Comte12 vol, Anthropos, Paris 1968-1970. Es la única edición de las obras completas.

Corréspondance générale et confessions (1814-1857), 8 vol. (P.E. Berrêido Carneiro et autres: ed.), Archives Positivistes, Paris 1973-1990.

4.2. Traducciones españolas de algunas obras

Curso de Filosofía positiva, Aguilar, Buenos Aires 1973 (Se ha utilizado esta traducción para las citas de las lecciones 1 y 2 de esta obra).

Catecismo positivista, Nacional, Madrid 1982.

Discurso sobre el espíritu positivo, Aguilar, Buenos Aires 1965; Alianza, Madrid 1988.

Discurso sobre el espíritu positivo, Orbis, Barcelona 19852 (esta edición incluye: Curso de Filosofía positiva –lecciones 1 y 2-, traducción de José Manuel Revuelta; y Discurso sobre el espíritu positivo, traducción de Consuelo Bergés).

Plan de los trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad, Tecnos, Madrid 2000.

Selección de los principales textos de cuatro obras de Comte, traducidos al castellano (Curso de Filosofía positivaDiscurso sobre el espíritu positivoSistema de Política positivaCatecismo positivista), en Canals Vidal, F., Textos de los grandes filósofos (Edad contemporánea), Herder, Barcelona 1977.

4.3. Estudios sobre el pensamiento de Comte

Arnaud, P. , La pensée d’Auguste Comte, Bordas, Paris 1969.

Atencia, J.M., Positivismo, metafísica y filosofía de la ciencia en Augusto Comte, Universidad de Málaga, Málaga 1990.

—, Augusto Comte y la metafísica, «Philosophica Malacitana» (1994) 25-31.

Centro de Estudios Filosóficos de GallarateDiccionario de Filósofos, Rioduero, Madrid 1986 (voz Comte, de A. Santucci).

Ferrater-Mora, J., Diccionario Filosófico, 4 vol., Alianza, Madrid 1980.

Kolakowski, L., La filosofía positivista, Cátedra, Madrid 19844.

Negri, A., Augusto Comte e l'Umanesimo positivistico, Armando, Roma 1971.

—, Introduzione a Comte, Laterza, Roma-Bari 1983.

Negro Pavón, D., Comte: positivismo y revolución, Cincel, Madrid 1987.

Petit Sullá, J.M., Filosofía, política y religión en Augusto Comte, Acervo, Barcelona 1978.

Riezu , J ., La concepción moral en el sistema de Augusto Comte , Ediciones Universidad de Granada, Granada 1981.

Sanguineti, J.J., Augusto Comte: “Curso de Filosofía positiva”, Emesa, Madrid 1977.

―, Discusión sobre la ley de los tres estadios de Comte, en: “Atti del Convegno Evangelizzazione e Ateismo”, Paideia, Roma 1981, pp. 697-708.

Stuart Mill, J., Augusto Comte y el positivismo, Aguilar, Buenos Aires 1972. Traducción al castellano de Dalmacio Negro Pavón. Esta obra de Mill versa sobre el Curso de Filosofía positiva completo y sobre la última doctrina de Comte.

4.4 Otras obras citadas en la voz

Agazzi, E., Scienza e fede, Massimo, Milano 1983.

Cantore, E., L’uomo scientifico. Il significato umanistico della scienza, EDB, Bologna 1988.

de Lubac, H., El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 1997.

Fabro, C., Partecipazione e causalità, SEI Torino 1960.

Jaki, S.L., The Road of Science and the Ways to God, Scottish Academic Press, Edinburgh 1980.

Llano, A., La nueva sensibilidad, Espalsa-Calpe, Madrid 1988.

Putnam, H., MindLanguage and Reality. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge (MA) 1975.

Sanguineti, J.J., La filosofía de la ciencia según Santo Tomás, Eunsa, Pamplona 1977 (Sanguineti 1977b)

Selvaggi, F., Filosofia del mondo. Cosmologia filosofica, PUG, Roma 1985.

Weinberg, S., Partículas subatómicas, Labor, Barcelona 1985.

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Vitoria, María Ángeles, Auguste Comte, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/comte/Comte.html

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