La experiencia, decía, es desafiante porque su estilo de escritura no es precisamente diáfano: requiere una lectura paciente y dispuesta a meditar afirmaciones y teorías que, a primera vista, pueden parecer contraintuitivas o inclasificables —si bien una cierta cultura o bagaje filosófico pueden hacer que dichas proposiciones resulten menos chocantes. Y refrescante, precisamente, por esto último, por su capacidad de atacar los lugares comunes y revisar críticamente muchas de las concepciones asumidas por el lector, como puso de manifiesto con su conocida y discutida tesis sobre la “banalidad del mal” —al mostrar que, en el nazi Adolf Eichmann, la maldad de sus actos no provenía de una naturaleza monstruosa o demoníaca sino de la irreflexividad.
Añádase a todo esto la genuina radicalidad de muchos de sus escritos (esto es, la cualidad de ser genuino trabajo filosófico) y, junto con ello, la independencia en sus planteamientos (“¿Qué es usted? ¿Conservadora? ¿Liberal?”, “No lo sé”, respondía en 1972) y quizá el no iniciado comience a entender la actualidad del pensamiento de Arendt, algo sin duda sorprendente habida cuenta de los cuarenta años transcurridos desde su fallecimiento.
Pensar la violencia
Como escribía Juan José García-Noblejas en el centenario de su nacimiento, Hannah Arendt fue una pensadora “situada” en su tiempo: reflexionó sobre el totalitarismo en los años 50 del siglo XX, sobre la crisis de la tradición humanística en los años 60, y sobre la legitimación de la violencia en los movimientos de protesta de los años 70. El libro Sobre la violencia —originalmente aparecido como suplemento de The New York Review of Books en febrero de 1969— es la mejor muestra de esto último.
On Violence vio la luz por primera vez en castellano en 1970 (trad. de Miguel González, Joaquín Mortiz, México) y, en España, en 1973 (Crisis de la república, trad. de Guillermo Solana, Taurus, Madrid). Alianza publicó esta misma traducción como volumen individual en 2005 y, por lo general, es un texto conocido entre los teóricos de la política y los estudiosos de la obra arendtiana. Quién sabe si el estreno de la muy digna película de Margarethe Von Trotta sobre la pensadora alemana, los brotes de violencia en Europa, EEUU y Oriente Medio o, simplemente, el agotamiento de la primera edición hayan podido motivar esta segunda.
Quien esto escribe no es especialista en Arendt. Como mucho, un rendido admirador de su persona y pensamiento. Aclaro esto porque no pretendo ofrecer una discusión crítica sobre el libro sino, más bien, una exposición de su contenido: el tema del escrito, su tesis e ideas principales. Estudios más pormenorizados se pueden localizar fácilmente en Mery Castillo, Ana Laura Nettel, Anabella Di Pego, Claudia Hilb o Antonio Gómez Ramos.
El escrito de Hannah Arendt que nos ocupa es relativamente breve y se divide en tres partes. En la primera, la pensadora política contextualiza la relevancia del tema y adelanta algunas ideas sobre la acción violenta. En la segunda parte, Arendt analiza la relación entre poder y violencia y enuncia la tesis principal del libro. Finalmente, si la violencia no es coextensiva con el poder, Arendt se propone en la última parte abordar la naturaleza y causas de la violencia.
Los imprevistos del cambio violento
El uso de la violencia ha tenido y tiene mucha fuerza en la retórica de la revolución, algo que Arendt ya había estudiado en Sobre la revolución (1962). Piénsese que, cuando la autora escribe este libro, el eco de mayo del 68 estaba muy vivo en todo el mundo, los movimientos anti-bélicos en alza, los grupos pro derechos civiles habían obtenido varios éxitos no sin apelar en ocasiones a la violencia y las dictaduras comunistas se encontraban en pleno auge. Y, sin embargo, señala Arendt, aunque aderezaran sus discursos con lenguaje marxista, no es precisamente esta izquierda la que defiende la violencia, sino más bien los revolucionarios de corte existencialista. Lo cual tiene sentido. Si hay algo que comparten los humanismos de izquierda, recuerda Arendt, es la idea de autocreación del hombre: en Marx, mediante el trabajo; en Hegel, mediante el pensamiento; pero, en Sartre, esa autocreación es el medio para hacer un nuevo hombre y es un medio violento, pues el otro es de hecho un obstáculo para mi autocreación (p. 24).
En realidad, si los estudiantes rebeldes y los revolucionarios no renunciaban —y aún no renuncian del todo— al marxismo es porque no renuncian a la idea de progreso y a un progreso decimonónico, que se concibe ilimitado (aunque no inesperado, sino resultado necesario de lo que ya conocemos) gracias al avance de las ciencias naturales (pp. 39-40, 43, 45-46).
Esta creencia en un progreso ilimitado es lo que da sentido a la rebeldía y al discurso sobre la acción violenta que, cuando se pasa de la retórica a los hechos, resulta en un tipo de acción que se rige por la categoría medios-fin. Por su carácter instrumental, la violencia siempre necesita herramientas (armas, tecnología), pero en cuanto acción tiene resultados impredecibles. Así, haciéndose eco de la conocida distinción entre las tres dimensiones de la vida activa (trabajo, producción y acción) que llevaba a cabo en La condición humana (1958), Arendt escribe que “como la finalidad de la acción humana, a diferencia de los bienes fabricados, nunca puede ser fiablemente prevista, los medios utilizados para lograr objetivos políticos son más a menudo que lo contrario de importancia mayor para el mundo futuro que los objetivos propuestos” (pp. 12-13).
La guerra no sigue con nosotros por un deseo de muerte, un instinto de agresión o por el peligro del desarme, sino porque no ha aparecido un sustituto de este árbitro final.
Eso explica el hecho incontestable de que el siglo XX haya sido un siglo de guerras y revoluciones pero, sobre todo, de violencia propiciada por el desarrollo de los medios de violencia. La guerra (violencia organizada), en efecto, no sigue con nosotros por un deseo de muerte, un instinto de agresión o por los peligros del desarme sino por el simple hecho de que no haya aparecido todavía en la escena política un sustituto (otro medio) de este árbitro final (pp. 13-14), reconoce Arendt con su habitual realismo. Lo cual no significa que no resulte aterrador cuando la recomiendan especialistas científicos que no piensan, sólo calculan probabilidades, proponen soluciones drásticas y no comprenden la importancia de las acciones humanas (Arendt pone aquí como ejemplo de think tank la Rand Corporation, que curiosamente sería años más tarde la casa del célebre y discutido Francis Fukuyama). Estos analistas “se dedican a estimar las consecuencias de ciertas configuraciones hipotéticamente supuestas sin, empero, ser capaces de probar sus hipótesis con los hechos actuales”, lo que, citando a Richard N. Goodwin, “puede conducirnos a creer que poseemos una comprensión de los acontecimientos y un control sobre su fluir que no tenemos” (pp. 15-16).
I got the power!
Precisamente tomando pie en la distinción medios-fin, Arendt desarrolla el capítulo central del libro, sin duda el más interesante. La violencia se asocia habitualmente con el poder, y no sólo como tópico. Si algo tienen en común la mayoría de teóricos políticos es la idea de que el poder es dominio del hombre sobre el hombre. Pero cuando todo (poder, potencia, fuerza, autoridad, violencia) se reduce a dominio, se olvida que estamos ante fenómenos distintos. Así, según Arendt, mientras el poder es la capacidad para actuar concertadamente que pertenece al grupo y que existe mientras el grupo se mantenga unido, en cambio la violencia tiene que ver con los instrumentos para multiplicar la potencia natural de una persona (pp. 60-63). Esta distinción sirve a Arendt para desarrollar un luminoso razonamiento que podríamos esquematizar así:
- El poder corresponde a la esencia de todo gobierno y no necesita justificación.
- La violencia, que es un instrumento, necesita guía y justificación.
- Luego, la violencia no es la esencia del gobierno.
Para entenderlo, conviene aclarar que, según Arendt, el poder —al igual que otras realidades como la paz— es un fin en sí mismo, no un medio para nada específico. Tampoco el gobierno (como poder organizado e institucionalizado) es o debería ser un medio para algo concreto no político (felicidad, igualdad de clases, etc.). De hecho, como señala Arendt con su áspero realismo, existe un problema cuando hacemos de lo político un medio: o lo es para lo obvio (convivir juntos) o lo es para la utopía (pp. 60-70). En definitiva, allí donde hay comunidad política, hay poder, y no necesita justificación, sino legitimidad de origen. “El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda seguir a ésta”. Por eso la legitimidad mira al pasado, la justificación al futuro, a un fin que se encuentra alejado. Y de ahí también que la violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima (pp. 69-71).
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico. Zaragoza. Teléfono: 653 379 269
Presencial/Online Gran Vía 32, 3° Izquierda
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