Cuentan que para el pueblo guaraní de la Amazonía la sabiduría es “sentir el tiempo”, parece casi lo contrario a nuestro modo de ver: quisiéramos congelar el tiempo, que no pasara, poder dominarlo, exprimirlo al máximo, hasta llegar a abusar de él. En Navidad somos iniciados a sentir el tiempo de un modo nuevo, a hacernos amigos de él; a nombrar y acompañar el tiempo que nos toca vivir, a habitar con intensidad la segunda, la tercera o la cuarta etapa de nuestra vida. Cada momento esconde su perla y es muy hermoso si podemos llegar a descubrirla. Necesitamos recuperar la fuerza del hoy de Dios para con nosotros, asentir y poder reconocer el tiempo de su venida: “Todo lo que llevo caminado son los pasos de Dios que se me acerca, y todo lo que me falta por caminar es Dios que me abre camino hacia Dios”. Venimos hacia Él en el corazón del invierno, cuanto más hacia el fondo de nosotros mismos y de la realidad nos adentramos. A mayor enraizamiento en el tiempo que nos toca vivir mayor capacidad para ser sorprendidos en los lugares de abajo de la historia y sentir que es, precisamente allí, donde la vida nos va madurando.
La Navidad es un tiempo plagado de lugares
comunes para nosotros, en el que experimentamos emociones conocidas y también
comercializadas, y al que necesitamos acercarnos como si fuera la primera vez;
allí acontece lo primordial y lo profundo.
Algo que llama la atención al mirar las escenas del nacimiento en los evangelios de Mateo y en Lucas es que nadie encuentra al niño solo. Se le presiente y se le busca con otros, junto a otros.
Algo que llama la atención al mirar las escenas del nacimiento en los evangelios de Mateo y en Lucas es que nadie encuentra al niño solo. Se le presiente y se le busca con otros, junto a otros.
La vida entera se hace
pesebre
Jesús nace al borde del camino, de unos padres
que estaban en camino, buscando grietas en nuestras sociedades para darse a luz
a través de nosotros. Jung decía: “tan sólo somos el establo donde nace Dios”
. Un establo suele oler mal, hay estiércol mezclado con paja y heno. Es una
imagen simbólica de nuestro interior, y del interior de nuestras sociedades.
Todo aquello que hemos reprimido: necesidades, agresividades, las aristas que
ocultamos, lo no aceptado, lo no reconciliado…está allí abajo. Necesitamos
abrirnos, hacernos permeables, a veces nos abrimos a través de las heridas. El
establo está sin defensas, por eso entran las lluvias y también el frío, pero
es precisamente en la apertura de su pobreza donde ocurre el nacimiento de la
vida.
Sea cual sea el tipo de pobreza que marca la vida
de las personas: material, psicológica, de sentido; esta carencia les empuja
hacia el pesebre. En la presencia de este Niño todo es aceptado, todo encuentra
su sitio. Nada se rechaza. Lo sucio y lo que no cuenta, lo despreciable, lo mal
mirado…pierde su aspecto desagradable y se unge de calidez y suavidad. Todo
queda transformado por la irradiación de la luz que emerge desde dentro.
“Cuando el hijo ha nacido toda alma es María”,
decía Eckhart . Convertirnos en madre es estar profundamente abiertos, sin
mostrar resistencias, en una creciente receptividad. Hacernos puro sitio, pura
capacidad, y la vida entera se vuelve pesebre, cueva, espacio sin fondo donde
acoger el desplegarse de uno mismo y de los otros.
Las puertas de la humildad
Cuando Dios se manifiesta aparece la humanitas,
la humanidad (Tito 3, 4-7). Humanus no es únicamente humano, humanus significa
también ternura. Una persona humanus es una persona tierna. Apareció un niño. Y
Pablo dice: apareció la ternura y la dulzura de Dios que salva . La verdadera
compasión sabe de esta ternura y de esta reverencia ante el otro, no es
únicamente una cualidad del modo de ser de Dios, sino el Ser mismo que Él es.
El que se da amorosa y delicadamente, el que para darse desciende siempre más
bajo; está abajo. Dios toma el camino de la humildación, se hace tierra fértil,
posibilitador de todo lo que existe; crea y se retira para dejarnos ser.
El “sí” de María, su modo libre de consentir,
abre las puertas a esta humildad compasiva de Dios. Nosotros necesitamos tres
síes más uno para cruzar esas puertas. Dos los recibimos y los otros dos los
damos. El primero que recibimos, y a veces el último que descubrimos, acontece
en nuestra navidad. Es el sí primero de Dios a nuestra vida con todo, la
afirmación honda que nos tiene en la existencia, en este sí de puro amor
respiramos y somos.
El segundo es el de aquellos que nos tomaron en
brazos al nacer, nuestros primeros cuidadores: nos alimentaron, nos protegieron,
nos acompañaron con lo mejor de ellos y también con sus heridas. Su sí nos ha
permitido crecer y ocupar nuestro lugar único en el mundo. El tercer sí lo
damos. Este a veces nos cuesta más. Es el sí que nos ofrecemos a nosotros
mismos, la asunción de la propia vida en su espesor, en su ambigüedad, con los
avatares de su historia, y también con toda su belleza y sus posibilidades aún
por estrenar.
El cuarto sí es el que nos hace más parecidos a Dios. Es el sí que entregamos a los otros para afirmar sus vidas también con todo, sin dejar nada fuera, una afirmación que sana y que potencia. Es el sí que Isabel dio a María cuando ésta fue a visitarla. Está hecho de reconocimiento, de respeto y de alegría por el trabajo secreto de Dios en cada uno: “Dichosa tú, dichoso tú”.
El cuarto sí es el que nos hace más parecidos a Dios. Es el sí que entregamos a los otros para afirmar sus vidas también con todo, sin dejar nada fuera, una afirmación que sana y que potencia. Es el sí que Isabel dio a María cuando ésta fue a visitarla. Está hecho de reconocimiento, de respeto y de alegría por el trabajo secreto de Dios en cada uno: “Dichosa tú, dichoso tú”.
En el libro de la Sabiduría hay una descripción
muy hermosa: “Un silencio sereno lo envolvía todo/ y al mediar la noche su
carrera/ tu Palabra todopoderosa/ vino desde el trono real de los cielos…” (Sab
18, 14). En la noche, en el silencio, vino superando toda expectativa, toda
razón, aún toda sabiduría, porque no vino “como guerrero implacable...llevando
una espada acerada...” (Sab 18, 15). No vino como luchador sino como niño, no
vino armado sino desarmado, como un infans entregado y abandonado a nuestras
manos.
In-fans, significa no hablar, no pronunciar, “el
que no habla”. El que tiene todo el poder y el honor, se muestra despojado de
poderes y de honores. La Palabra enmudece. El desvalimiento de un niño se parece
al desvalimiento de un hombre sometido y despojado de todo en una cruz. Allí
tampoco habla, ni se defiende, los brazos del niño suscitan amor, los brazos del
crucificado lo piden también sin pronunciar palabra. Ambos esperan alguien que
responda y que diga: Sí. Otro modo de expresar este sí es decir: te quiero.
Pacificados en nuestras
ansias
Jean Vanier convive en su comunidad del Arca con
personas que presentan discapacidades y estas relaciones lo han acercado más al
fondo de la vida, al fondo de Dios. Él lo expresa así: “Durante más de treinta
años he estado compartiendo mi vida con hombres y mujeres discapacitados, a
veces con una profunda discapacidad. Y día tras día descubro esta verdad: nos
necesitamos unos a otros. Comprendemos con facilidad que alguien débil necesite
de alguien fuerte, pero nos cuesta más entender que alguien fuerte necesite
exactamente igual de alguien débil...Necesitamos personas que sean pequeñas y
vulnerables.”
Es increíble que la pequeñez y la vulnerabilidad
sean las tarjetas de visita de Dios. La Navidad es el memorial de esta verdad,
que una y otra vez se nos olvida. No nos tiende la mano desde arriba, sino que
se muestra necesitado desde abajo. Nos ayuda desde la debilidad. Está él también
envuelto en flaqueza (Hb 3,18)…Los primeros testigos de este intercambio fueron
unos pastores. Sospechosos por sus contemporáneos de hacer trampas, y no bien
vistos, ellos reciben con asombro una nueva visión sobre la realidad, sobre
ellos mismos, sobre sus imágenes de Dios.
Su única riqueza para recibir esto es su
receptividad, el tener que velar por la noche los tiene en estado de atención.
Vigilantes para que los ladrones y los lobos no dañen a sus ovejas, ellos están
despiertos mientras otros duermen. Mantienen sus ojos abiertos y se ofrecen
calor y compañía. En un primer momento recibir de golpe tanta luz les ciega y el
miedo se apodera de ellos. Siempre que tenemos posibilidad de más luz en nuestra
vida, siempre rondan también los miedos. Ver de nuevo, ver otras cosas distintas
de aquello que creíamos ver, que nos hemos acostumbrado a ver, es también nacer
de nuevo, y toda transformación se encuentra bloqueada por el miedo. Al lado del
miedo, dentro de su concha, la perla de la alegría aguardando a ser descubierta.
Necesitamos despertar el pastor interior que hay en nosotros, nuestra capacidad
de atención a la vida, de buscar con otros, de dejarnos sorprender…
La luz y la voz ponen a los pastores en marcha.
Las señales son mínimas, cotidianas, demasiado sencillas… Hay mucho que ver en
Belén, pero no todas las miradas pueden recibirlo. Hay miradas opacas que no se
alegrarán, y miradas desconfiadas que no lo entenderán. Sólo las miradas de los
pobres y pequeños se admirarán.
En Belén somos pacificados de nuestras ansias de
hacer más y de conseguir más, de nuestras ansias de poder y de retener, y si
permanecemos en silencio allí, ante el niño acostado en el pesebre, brotará en
nosotros un deseo hondo de ser; de ser aquello que somos ya en el rostro abierto
de aquel Niño. Un deseo de honrar cada existencia y de bajar a mirar ese lugar
interior no profanado en cada persona, el lugar de su niñez y de su paz.
Solamente es un niño
Cuentan que cansado del trato incesante con la
gente, Serafín de Sarov se escapaba a veces a recobrar el aliento a su querido
bosque. Un anciano monje les dijo a los que fueron a buscarlo: “no tendréis
muchas posibilidades de encontrarlo. Se ocultará entre la maleza. A no ser que
responda a la llamada de los niños. Haced que corran delante de vosotros”.
Éramos unos veinte los que lo llamábamos. -“¡Padre Serafín!, ¡padre Serafín!”
Al oír nuestras voces infantiles, no pudo mantenerse oculto, su cabeza de anciano apareció por encima de la maleza…
-“¡Tesoros míos! ¡Tesoros míos!” Murmuraba estrechándonos a cada uno en su pecho. Lo abrazábamos confiados, felices. Pero el joven pastor Sioma volvió hacia atrás y corrió al monasterio gritando: “¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Allí está el padre Serafín!
Sentimos vergüenza, nuestras llamadas, nuestros abrazos, nos parecieron una traición.
Al volver al monasterio, la pequeña Lisa, la primera que estrechó entre sus brazos, se acercó a su hermana y tomándola de la mano le dijo: “el padre Serafín pone cara de estar viejo. Pero es un niño como nosotros, ¿verdad, Nadia?”
Éramos unos veinte los que lo llamábamos. -“¡Padre Serafín!, ¡padre Serafín!”
Al oír nuestras voces infantiles, no pudo mantenerse oculto, su cabeza de anciano apareció por encima de la maleza…
-“¡Tesoros míos! ¡Tesoros míos!” Murmuraba estrechándonos a cada uno en su pecho. Lo abrazábamos confiados, felices. Pero el joven pastor Sioma volvió hacia atrás y corrió al monasterio gritando: “¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Allí está el padre Serafín!
Sentimos vergüenza, nuestras llamadas, nuestros abrazos, nos parecieron una traición.
Al volver al monasterio, la pequeña Lisa, la primera que estrechó entre sus brazos, se acercó a su hermana y tomándola de la mano le dijo: “el padre Serafín pone cara de estar viejo. Pero es un niño como nosotros, ¿verdad, Nadia?”
Emociona sentir que también Jesús fue un niño
como nosotros. Solamente un niño. Celebrar la Navidad, honrar y reverenciar el
nacimiento de Jesús, tiene que ver también con poder honrar nuestras raíces y
nuestro modo concreto de acontecer. Todos nacemos formando parte de una red de
relaciones que se va ensanchando a lo largo de la vida: nuestra familia de
origen, los demás parientes, las relaciones que libremente vamos
estableciendo…Jesús pasa también por estas redes y las asume. En su árbol
genealógico no sobra nadie (cf. Mt 1, 1-16) y las mujeres que aparecen en él dan
cuenta de hasta qué punto nuestra vida está mezclada y cada color, aun los de
tonos más oscuros, y cada sabor y cada rostro, tienen su aporte en nuestra
historia de salvación.
Es muy importante en esta historia dar un sitio a
todos los que forman parte de nuestra familia de origen, no excluir a nadie. Dar
su nombre y su lugar a todos aquellos que a su vez hicieron sitio por nosotros y
nos sostienen desde atrás . Nuestro primer don es la vida que recibimos, no nos
pertenece, otros nos la han dado y nosotros la pasaremos si podemos y la
llevaremos adelante. Nos reconocemos hijos de nuestros padres y nos inclinamos
ante sus vidas con gratitud, y ante aquellos que, a su vez, se la dieron a
ellos; y celebramos al mismo tiempo que somos mucho más, que compartimos un
vínculo aún más hondo, un nacimiento mayor. “¿De qué me serviría si Jesucristo
hubiera nacido de Dios y yo no? se preguntaba Eckhart. La misma vida divina que
late en el hombre Jesús, late también en nosotros” , y nuestro destino es
experimentar esta vida.
Dios aparece como niño, mostrándonos que la
verdadera dimensión del ser humano es hacerse niño. Desbloquear en nosotros las
fuentes de la inocencia y de la bondad. Para un niño todo es posible, es una
inmensa e interminable disponibilidad. “En una carne espiritual callosa,
fosilizada, endurecida, Dios no puede vibrar. Dios vibra siempre en lo tierno.
La Navidad evoca en nosotros aquel niño que fuimos y aquel niño en el cual,
cuando soñamos, todavía captamos la presencia de Dios...El niño es un ojo
abierto y maravillado ante esta Presencia” .
Como ciegos tocados por la
luz
En los orígenes de Jesús, ya en sus primeras
etapas, comienza a hacerse el boceto de lo que se va a desarrollar después. En
torno a él, se mueven personajes oscuros y otros tocados por la luz. Los que no
son capaces de verlo ahora serán también los que acabarán rechazándolo al final.
Siempre me ha impactado esta afirmación del prólogo de Juan: “vino a los suyos y
los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11); y pensar que también Herodes, y los
fariseos, y el sumo sacerdote, eran de los suyos. A veces he caído en la
tentación de creerme del lado de los que lo recibieron, pero si miro de verdad
mi vida ¡hay tantas zonas en las que no he sabido recibirlo aún!…Más bien
querría sumarme a aquellos que habiendo sido tocados por la luz, regaladamente,
aún ven a los hombres como árboles ( Mc 8, 24) y siguen necesitando que él toque
sus ojos de nuevo cada vez.
Los magos de Oriente son el símbolo de tantos
hombres y mujeres que, en cualquier parte del mundo, desde otras sendas y
tradiciones espirituales, se preguntan, buscan y caminan. Una leyenda los
presenta como un rey joven, otro anciano y otro negro, queriendo significar que
todos los ámbitos del ser humano se hacen patentes a lo largo del camino, hasta
poder encontrar al niño y adorarlo. Según esta leyenda los magos pierden la
estrella justo antes de llegar y fueron los pastores, las potencias del corazón,
los que les enseñaron el camino . El oro del amor, el incienso de nuestros
anhelos; y la mirra de nuestros dolores y de aquello que sana las heridas, es
entregado al que nos lo ha dado todo primero.
Una vez que la luz del Niño nos toca ya no
podemos seguir por el mismo camino, el camino de la epifanía -el camino de la
compasión- es ahora el nuestro: descubrir el amor y manifestarlo. Descubrirlo
donde no esperábamos y llevarlo a otros por donde aún no sabemos. Como ciegos
tocados por una luz que nos indica los modos: en vulnerabilidad, en pobreza, en
humildad, en alegría.
Dice el escritor africano Sobonfu Somé: “El
nacimiento es la llegada de alguien venido de fuera que debe sentirse
bienvenido. Es necesario que tenga la impresión de llegar a un lugar donde los
seres humanos están preparados para recibir sus dones” . Quizá toda nuestra vida
cara a Dios sea esta preparación.
MARIOLA LOPEZ VILLANUEVA
Recuerdo una casa muy pobre en Copiapó, en Chile,
y en ella una capilla con mucha luz de las Hermanitas de Jesús. Allí tenían como
su mayor tesoro, sobre un paño tejido en tonos vivos, el niño del color de la
tierra, sonriendo y con sus brazos extendidos. Hace unos años ellas enviaban una
felicitación de Navidad, vamos a dejar que hoy sea también la nuestra. Brota de
unas vidas silenciadas ante el pesebre y ante los otros:
En esta noche de Navidad,
podemos abrazar sin miedo toda la realidad de nuestro mundo,
ofreciendo, a la vez, el ruido ensordecedor de todos los actos de destrucción,
de violencia o de odio que agitan el mundo,
y el imperceptible rumor de los innumerables gestos de amor,
de vida compartida, de don de sí, seguras de que nuestro mundo está salvado.Entonces, en el silencio del corazón de Dios,
contemplaremos maravilladas cómo acontece esta fantástica transformación
en la que todo el poder de salvación que contienen esos gestos de amor,
se libera y envuelve el mundo con un manto invisible,
como un bálsamo vivificante derramado sobre sus heridas.
Y nuestros labios susurrarán: “Mundo, feliz Navidad...”
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