El Amor es la quintaesencia de mi
vida
El 7 de marzo del 2010 cumplí 85 años. ¿Cuál es
la quintaesencia de mi vida? Desde mi infancia he buscado el Fondo originario
detrás de todas las palabras, formulaciones y declaraciones teológicas, ese
Fondo al que los cristianos llamamos Dios.
A los seis años salí por primera vez de la
limitación racional. Entonces no supe lo que me pasaba, pero esa experiencia me
dio la seguridad de que detrás de todas las palabras me espera un amor absoluto.
Fui un niño normal. No en vano me dieron el apodo “f y f” – “frech und fromm”,
“pillo y devoto”. Pasé una niñez maravillosa con mis seis hermanos. Pero el
anhelo hacia ese Fondo originario, del que tan pronto percibí una idea, no me
soltó más, ni siquiera en la adolescencia. Fui un buscador apasionado. Ya en la
juventud mi oración se asemejaba a un abrirse amoroso a ese Fondo originario
divino.
Tampoco en el tiempo que como soldado tuve que
pasar en la guerra me abandonó ese anhelo. Gracias a Dios nunca tuve que
disparar. Ese anhelo hizo que después de la guerra entrara en el monasterio.
Allí esperaba encontrar la realización de mi anhelo.
Como todos mis compañeros de la Orden recibí una
formación espiritual de seis años en filosofía y teología. Pero la teología no
me trajo la realización de lo que anhelaba. En aquel tiempo la lectura de los
libros de Friedrich Schleiermacher me interesaba más que las clases de teología,
igualmente Friedrich Nietzsche, cuya experiencia mística en la roca de Surley me
impresionó profundamente. De Arthur Schopenhauer me interesaba más su
experiencia mística que su interpretación pesimista del mundo. Me impresionó en
especial una experiencia suya y me sentí reflejado en ella:
“Pero yo digo, en este mundo temporal, sensual y
comprensible, hay personalidad y causalidad, sí, son incluso necesarias. –Pero
una consciencia superior en mí me alza a un mundo en el que ya no hay ni
personalidad ni causalidad, ni sujeto ni objeto.” Entonces él intenta describir
el mundo como se muestra a esa “consciencia superior”: “Tranquilo y sonriente
vuelve la mirada hacia los espejismos de este mundo que una vez fueron capaces
de conmover y atormentar su ánimo, pero que ahora le resultan tan indiferentes
como las piezas de ajedrez después de terminada la partida, o por la mañana los
disfraces tirados cuyas figuras nos gastaron bromas y nos inquietaron en la
noche de carnaval. La vida y sus formas flotan ante él como un fenómeno
pasajero, como ante el que está medio despierto flota el ligero sueño matutino a
través del cual brilla ya la realidad y que no puede así engañarle.”
Siempre busqué con gran pasión lo inconcebible de
lo divino, lo que estaba detrás de todas las afirmaciones teológicas. Todo lo
que la teología y la metafísica ofrecían eran sólo indicaciones hacia un Fondo
originario mentalmente inconcebible. La pregunta central que me guiaba era
siempre: ¿Cuál es el significado de estos cuantos decenios, en los que voy de un
lado para otro sobre esta mota de polvo insignificante en medio de este universo
ilimitado? Mientras el ser humano no encuentre respuesta a esta pregunta,
filosofamos y teologizamos en un espacio hipotético.
Sólo una experiencia en el campo de la
consciencia transpersonal me dio una respuesta satisfactoria a ello: Aquí y
ahora, en este tiempo limitado, soy una manifestación única, incomparable e
inconfundible de ese Fondo originario que he experimentado y experimento como
amor. Ese Fondo originario, al que hemos dado nombres como Divinidad, Vacío o
Brahma, se festeja a sí mismo, se celebra a sí mismo como esta forma que yo soy.
Únicamente en ello encuentro el significado de mi existencia. Y por eso doy un
sí absoluto a este tiempo de mi vida, estando completamente convencido que la
vida continúa. ¿En qué forma de existencia?, no lo sé.
Mi decisión de ir al convento fue todo menos huir
del mundo, más bien fue la forma más radical de un amor apasionado. Ese amor
incluye a todos y a todo, y salva a todo el mundo con su benevolencia. Durante
mis estudios encontré en la biblioteca los escritos de Teresa de Ávila, Juan de
la Cruz y las de un místico inglés, cuyo nombre no conocemos, que nos ha dejado
“La nube del no-saber” y “El libro de la orientación particular”. El autor
aconseja dirigir la mente hacia una palabra-guía o un foco, tales como, Dios o
Amor.
Se trata de usar esa palabra como lanza y foco
para entrar en capas más profundas del alma. Aconseja parar de pensar en Dios
para enterrar el entendimiento, la memoria y los sentimientos bajo la nube del
olvido. En esa palabra-guía se recoge la consciencia y actúa como un compás que
lleva la dirección en la oscuridad.
También el místico Juan de la Cruz fue un maestro
importante que dejó tras de sí toda imagen e idea intelectual de Dios. La
palabra “Dios”, que saqué como foco de “La nube del no-saber”, se unió a mí de
forma muy natural con la respiración.
Seguí unos años por este camino y de repente
llegué a una experiencia profunda, que en occidente llamamos experiencia
mística. Ésta me condujo más allá del concepto “Dios”. Esta experiencia no se
diferenció en nada de la que hice más tarde en el camino del Zen, y que mi
maestro Yamada Kôun Roshi me confirmó como kensho.
Hay un nivel humano-general, independiente del
origen, sexo y confesión. Es el nivel que en todas las experiencias espirituales
lleva a la no-dualidad transpersonal del Ser, que en el Zen se llama Vacío. El
Zen tiene la ventaja sobre los demás caminos espirituales de ser radical y
absoluto. Pero la profundidad de la experiencia es la misma en cada persona que
irrumpe en ella, la misma que Teresa de Ávila muestra en las “Moradas Séptimas”
de la descripción de su vida: “Es como si cayendo agua del cielo en un río o
fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál
es el agua del río, o lo que cayó del cielo.”
Después de la ordenación sacerdotal llevé durante
dos decenios una vida pastoral muy activa. Trabajé siete años como profesor de
Instituto de Bachillerato y como monitor de jóvenes en un internado. A
continuación trabajé en las obras eclesiales para la ayuda al desarrollo Missio
y Misereor y cuatro años en la Sede de la Juventud Católica de Düsseldorf. Aún
con toda mi actividad sentí como interiormente cada vez estaba más vacío y así
empecé a ir de nuevo por el camino descrito anteriormente.
A pesar de la actividad pastoral, que me llevaba
mucho tiempo, empecé con la práctica contemplativa cada mañana de seis a siete y
media y entonces volvió la experiencia. Poco a poco apareció de nuevo lo que en
el Budismo se denomina samadhi, o lo que Teresa de Ávila llama oración de
quietud. Es la experiencia del Fondo originario permanente que juega un papel
fundamental en todas las decisiones.
En 1971 asistí a un cursillo de Zen del Padre E.
Lassalle que se impartió en mi convento de Münsterschwarzach. Entraba por
primera vez en contacto con el Zen, e inmediatamente vi claro que ese era el
camino que tenía que seguir y que me llevaría a mi profundidad y con ello al
Fondo originario divino de todo ser.
Empecé de nuevo a sentarme en silencio con
regularidad y pronto percibí que iba por la pista correcta. Dos sesshin con
Brigitte D’Ortschy Roshi me enseñaron que sólo una gran decisión y una última
consecuencia podían proporcionarme una apertura nueva. Cuando mi Orden me
ofreció la posibilidad de ir a Japón, a fundar un nuevo monasterio, vi en ello
la providencia divina. Dejé mi trabajo de Missio en su punto culminante, bajo la
incomprensión de muchos de mis amigos, para vivir en una comunidad benedictina
nueva de Kamakura y practicar Zen con Yamada Kôun Roshi, al que había conocido
en 1971 en Múnich. ¿Casualidad o destino?, el monasterio debía ser fundado en la
misma ciudad que Yamada Kôun Roshi tenía su centro.
Practiqué tres años con el “Mu”, como lo indica
la práctica Zen. Este ejercicio apenas se diferenciaba de mi ejercicio anterior
con la palabra “Dios”. Pero esta vez tenía un guía experto que me libraba de
algunos rodeos. Poco a poco volvieron mis experiencias profundas anteriores. Con
cada sesshin sentí el progreso. Era como el abrirse vacilante y paulatino de una
flor, hasta que una noche después de un sesshin desperté y los últimos pétalos
de la flor se abrieron de golpe como impulsados por una fuerza interior. Sólo
había Vacío, la “Nada, Nada, Nada…” de Juan de la Cruz. Del Vacío brotaba el
momento: sólo esta respiración, y al ponerme en pie, sólo este paso. Yamada
Roshi reconoció esta experiencia como kensho.
Cuando después de unos días me senté a articular
lo que había experimentado, escribí algunas palabras: amor, vacío, plenitud,
unidad, felicidad. Cuando más tarde leí estas palabras, estaba conmovido. Si
alguien cualquiera me hubiese preguntado ¿Qué entiendes tú por “Dios”?, le
hubiera contestado en terminología occidental: “lo que llamamos Dios es el Vacío
absoluto, que se muestra como amor, plenitud, unidad y felicidad absolutos”. Eso
es lo que había experimentado.
Cada día practicaba de seis a ocho horas Za-Zen,
trabajaba dos horas en el área del templo y escribía un libro durante algunas
horas. También pasé seis meses en una ermita aislado. Mi visión del mundo y mi
comprensión cristiana habían cambiado. Me percibía completamente dispuesto al
Fondo originario del ser divino, al que ahora prefería llamar Vacío y Nada.
Estaba libre de todas las ideas sobre ese Fondo originario. Permanecer en la
quietud absoluta, en samadhi, no me parecía ni lujo ni pasatiempo, sino una
fuerza transformadora que sirve a toda la humanidad. El caminar consciente me
llevaba al aquí y ahora y a la certeza de que el sentido de la vida sólo se
encuentra en el momento presente.
¿Cuál es entonces ese nivel de nuestro ser
humano? Con Juan de la Cruz puedo responder: “Y éste es el deleite grande de
este recuerdo: conocer por Dios las criaturas y no por las criaturas a Dios; que
es conocer los efectos por su causa y no la causa por los efectos, que es
conocimiento trasero, y esotro esencial”.
Traducido al lenguaje del Zen sería: “Reconocer
la forma a través del Vacío y no a través de la forma el Vacío” En otro lugar
Juan dice: “Porque el alma en ese estado se une y siente con Dios, como todas
las cosas son Dios.” Todas las cosas son Vacío y forma. Como seres humanos
estamos siempre a ese nivel pero nuestro yo nos lo tapa. Me sorprendió como el
lenguaje de Juan de la Cruz y del Maestro Eckhart expresan la misma experiencia
que el Zen. El Maestro Eckhart dice: “Cuando yo llego al Fondo y al Lecho, al
Riachuelo y a la Fuente de la Deidad, nadie me pregunta de dónde vengo, ni dónde
he estado. Allí, nadie se ha percatado de mi ausencia, pues es allí donde “Dios”
desaparece.” Pero como el entendimiento no lo comprende, el Maestro Eckhart
sigue: “Si alguien ha comprendido este sermón, lo celebro por él. Si no hubiese
habido nadie aquí, tendría que haberlo predicado a este cepillo de las
ofrendas.” Y este conocimiento me volvió a la vida a impartir cursillos.
El amor que no puede excluir a nadie ni nada es
la fuerza motriz en el camino, que forzosamente también tiene que llevar por la
duda y el sufrimiento, hasta que al fin hemos llegado. La “noche oscura” de Juan
de la Cruz informa de la necesidad de una experiencia de crisis que retire toda
la seguridad y el autoengaño, que nos vacíe y abra a la entrega y amor
absolutos. En el caos se halla la fuerza ordenadora para lo nuevo. La flor de
loto crece del barro. Ambas cosas son inseparables. Del sufrimiento muchas veces
crece lo nuevo.
En este camino también aprendí a tratar mis
emociones. La cólera, que nos quiere poseer como un huracán, no es reprimida
sino simplemente percibida y experimentada como “mi cólera”, que no tiene nada
que ver con él que la provoca. Entonces la cólera recibe otra cualidad y podemos
reconocer el verdadero motivo sin ser dominados por ella. Algo semejante es la
aceptación del sufrimiento que no se puede evitar. Si conseguimos aceptar lo
doloroso, al final se transforma en serenidad y sabiduría.
Practiqué el volver siempre a mi respiración en
situaciones difíciles. Cuando en el trabajo estaba con prisas, siempre me
concedía unos minutos de tranquilidad y relajación. Esto no es una pérdida de
tiempo sino, más bien, concentración de fuerzas para el trabajo que nos
espera.
Una experiencia cercana a la muerte dio a mi vida
un acento decisivo. Mi corazón se paró un tiempo debido a la intolerancia de un
medicamento. De repente me encontré en un nivel nuevo de experiencia. Aquí ya no
había un yo, únicamente amor, estar completamente acogido y unidad. Cuando
volvió mi yo, quise volver a toda costa a esa unidad amorosa y estaba dispuesto
a morir. Pero un amoroso, benevolente y alegre ser en frente de mí me aclaró:
“No puedes querer, tienes que esperar hasta ser llamado.” Durante dos días
permanecí en esa unidad y amor racionalmente incomprensibles. Desde entonces ha
desaparecido mi miedo a la muerte. No se me informó como será después de la
muerte. Pero algo me quedó claro: la vida no acaba nunca. Con esa seguridad
escribí el libro “La vida no termina nunca” y grabé el CD “La muerte no
existe”.
Después de esa experiencia me quedó la certeza:
cuando muera volveré a ese amor infinito, sin ninguna limitación del yo. Y ese
amor es el Fondo originario de todo ser. Nuestro yo, con todas sus costras y
cuños egoístas, lo tapa continuamente. Entendí que como personas no avanzaremos
si no conseguimos crecer en ese nivel de la experiencia del amor
incondicional.
Esa experiencia no se consigue con la voluntad o
la acción, sino únicamente entrando en nuestro siempre presente Ser auténtico,
que significa lo mismo que Amor. Ello se celebra a sí mismo como lo que somos. A
fin de cuentas no se nos pide más que un sí al momento presente de esta vida que
vivimos.
Esa experiencia significa un sí al cuerpo, que en
el ascetismo cristiano muchas veces se humilló y despreció. La verdadera vida se
traspasó a una existencia después de la muerte. Pero ese Fondo originario Amor
se celebra como lo que somos en este momento. Con esta experiencia este par de
decenios de vida reciben su verdadero sentido. Cada momento es una
manifestación, un rito en el que ese Fondo originario racionalmente
incomprensible se celebra a sí mismo.
La vejez nos ofrece la última posibilidad para
nuestro proceso de maduración humano. Es la última etapa y por ello una fase
decisiva en la vida, una ocasión de crecer una vez más, de madurar y abrazar
todo con amor. Todavía estamos deviniendo. Se trata de consumar nuestro
nacimiento. Ese tiempo es sobre todo un camino hacia dentro. El papel que he
tenido como persona - como profesor, sacerdote, ponente, escritor, Maestro Zen -
se hace relativo. Como figura de juego del jugador grandioso “Dios” pronto seré
sacado del tablero. La vida no termina nunca. Yo suelto creyendo en la promesa
de Jesús, que en casa del Padre hay muchas moradas. No sé si puedo llevar algo
de esta estructura personal. Tampoco es importante. En este universo hay miles
de millones de posibilidades de existencia. Y seguro que también hay miles de
millones de posibilidades de transformación. De momento nadie se puede imaginar
que de una crisálida poco vistosa se haga una mariposa espléndida. ¿Por qué no
podría traer una resurrección algo completamente nuevo? La vida no termina
nunca.
El Amor es la quintaesencia de mi vida, a la que
paso revista lleno de agradecimiento. Pero no es el amor del “te amo” y “me
amas”. Es el Amor que no excluye al asesino y al criminal. Deleite, ternura y
sensación de bienestar son sólo sucesos que señalan hacia un nivel de
experiencia mucho más amplio. Ese nivel es como el océano al que siempre puedo
volver de nuevo. Aquí me siento en casa, aún cuando como ola me quieran acometer
los problemas, la duda, el enfado y el miedo. Es mi lugar de refugio y punto de
partida. No necesito buscarle, simplemente miro hacia dentro. En ese Fondo
originario siempre estoy en casa. Allí el miedo y la duda me abandonan. Es el
lugar que el maestro Eckhart ha descrito tan maravillosamente. Por eso quiero
citarle de nuevo como final: “Cuando yo llego al Fondo y al Lecho, al Riachuelo
y a la Fuente de la Deidad, nadie me pregunta de dónde vengo, ni dónde he
estado. Allí, nadie se ha percatado de mi ausencia, pues es allí donde ‘Dios’
desaparece.” De ahí recibe la vida su último sentido.
Lo que al final de nuestra
vida
tendremos en las manos,
no serán nuestros méritos y obras.
Primeramente y sobre todo
nos haremos la pregunta sobre
cuánto hemos amado.
tendremos en las manos,
no serán nuestros méritos y obras.
Primeramente y sobre todo
nos haremos la pregunta sobre
cuánto hemos amado.
Willigis Jäger
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