Érase una vez un Rey y la Reina.n Era una corte en una muy pequeña región de un lugar tan lejano y cercano como se pueda imaginar.
Había un bufón, durante el espectáculo, donde abundaban carnes, frutas y hortalizas, cantaba, bailaba y realizaba las delicias de la corte.
Todos le tenían un gran cariño porque, sencillamente, hacía de sus vidas un mundo mejor donde vivir, sus amplias carcajadas a menudo provocaban agujetas.
Un día, cuando los rayos de Sol se filtraban por los árboles del jardín de Palacio, donde paseaba el Rey, recibió el anuncio de que un nuevo retoño llegaba a Palacio.
De cánticos y música se hizo eco el Palacio. La vida parecía traer un regalo a los monarcas. La hija, con un antifaz, salía a tocar la flauta por las noches cerca del pueblo. Por sus atuendos, muy distintos a los harapos del pueblo llano, había causado furor y era una esperanza de que entre los monarcas y el clero hubiera un haz luminoso que trajera mendrugos de pan. Sin embargo, esa niña traviesa no era tan bien vista en Palacio por haber puesto en entredicho los preceptos de una moral y costumbres ancestrales.
El niño nació, desde muy pequeñito jugaban con él como heredero del trono, estaba señalado para ser un brillantísimo sucesor. Siguió creciendo, y con él las alabanzas, los regalos, mimos y carantoñas. El muchacho se desenvolvía bien, el Palacio le ofrecía todo lo que pudiera desear.
Antes de que actuara el bufón, entre juegos, se acercó al lugar de descanso de este bromista juglar. Abrió la puerta junto con su hermana y lo vieron encogido, con las manos sobre la cara y jadeando. El bufón, que parecía tan alegre, llevaba una vida triste, sin nadie que le comprendiera, sin nadie que le escuchara y, además, con mucho miedo a hacerlo. Aquella experiencia marcó mucho al príncipe.
Pasaron los años y pasaron los juegos de grandeza, poniéndose la corona de su padre, el Rey.
A medida que crecía y realizaba viajes muy lejos de Palacio por cuestiones diplomáticas, se fue haciendo más fuerte la desazón; no era Rey, era solo un joven con un futuro programado, no era dueño de su agenda y no podía hacer cosas sencillas y bellas.
Al madurar entendió al bufón y se echó a llorar, posteriormente cogió sus enseres personales y algo de oro y se marchó en búsqueda de algo que no estaba en Palacio.
Rodrigo Córdoba Sanz
miércoles, 16 de enero de 2013
El trono que no fue
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Rodrigo Córdoba Sanz
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