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Paz y Ciencia

domingo, 27 de noviembre de 2016

Educación. Padres e Hijos



Cuando los niños son muy pequeños, recién nacidos y poco después, la tarea de los padres parece reducirse al cuidado, el afecto, el cobijo y el alimento que necesitan. Una idea deducida del obvio desvalimiento de los bebés humanos que no pueden reconocer por sí solos reconocer los peligros, buscar abrigo, conseguir comida y ni siquiera acercarse a otro para recibir contacto de su cuerpo.
Bien pronto, sin embargo  (mucho más pronto de lo que solemos creer), encontramos que estas cosas básicas, que nosotros, los padres, desde un principio nos hemos ocupado de proveerles, incluido el amor, no son suficientes para conseguir su contento ni, más adelante, su felicidad (ni menos aún para lograr que se mantenga en el tiempo).

Se hace necesario algo más. La educación.
De modo sencillo, podríamos formular el siguiente axioma:
La educación es imprescindible porque es lo único que podemos hacer para ayudarlos a ser felices.
Pues, de alguna manera, aunque suene frío y provocativo, deberíamos reconocer que aun si decidiéramos ser proveedores eternos dejándonos llevar por nuestro amor incondicional e inconmensurable, esto no sería suficiente para cumplir nuestra meta. 

Somos insuficientes, y lo somos en los dos sentidos: cuantitativo y cualitativo.
Cuantitativamente no podremos proveerles, aunque decidiéramos intentarlo, de todo lo que necesitan en la medida en que lo necesitan. No podremos, por ejemplo, cuidarlos tanto como a ellos necesitan ser cuidados. Si quisiéramos explorar la posibilidad de hacerlo, deberíamos estar dispuestos a permanecer todo el tiempo con ellos... Y nos referimos a todo el tiempo. 24 horas. Deberíamos estar allí a cada instante para asegurarnos, personalmente, de que no hagan algo que pueda lastimarlos o resultar perjudicial.
 
La tentación de todos los niños de meter los dedos en el enchufe podría servir como ejemplo...
Todos los padres del mundo instintivamente sabemos que alejarlos de todo peligro es no solo impracticable, sino también indeseable. Implicaría el sacrificio total de nuestras propias apetencias y necesidades. Para intentarlo apenas sería menester consagrar la totalidad de nuestra existencia a los requerimientos, anhelos o caprichos del niño, puesto que el proceso jamás se colmaría: jamás obtendríamos una satisfacción absoluta de las necesidades del niño, puesto que su natural búsqueda de placer es insaciable, como igual de insaciable es nuestra pretensión de absoluta seguridad para ellos.

Cuantitativamente somos insuficientes porque no podemos proveerles de la variedad de cosas que necesitan, los niños necesitan interacción con sus pares por más "buena onda" que tengan con sus padres.
Los pequeños también necesitan aprender a ganarse el amor de los demás, el de los padres siempre está presente y no requiere ser ganado).
Necesitan, de distintos modos, en distintas edades, explorar su sexualidad (y, la mayor parte de ese aprendizaje, especialmente en relación con la genitalización del sexo, deberá explotarse, obviamente fuera del vínculo con los padres).
Los niños necesitan desarrollar sus propios intereses y sus propias maneras de hacer las cosas, así conoceremos aficiones y aptitudes.
Todas estas cosas y seguramente, muchas más, son elementos que los padres no podremos proveer. No deberíamos olvidar esta verdad, no solo para evitar nuestra propia frustración, sino también, y sobre todo, porque si consiguiéramos acercarnos lo suficiente para ser bastante para ellos, los condenaríamos a la prisión de un vínculo absolutamente dependiente, un boleto sin retorno a una vida profundamente miserable.

La tarea de educar

El acto de reconocer con humildad que no somos capaces de proveerles de todo lo que necesitan en sus vidas, no implica resignarse a dejar sus vidas al azar ni limitarnos a ponerlas en manos del destino. Que no podamos tener control sobre los hechos del futuro, lejos de empujarnos a decidir no intervenir, debería ser, conscientemente o no, la razón para centrarnos en su educación.
Educar, no es otra cosa que darle a alguien herramientas para desenvolverse en la vida, buscar y encontrar obstáculos y salvando otros, sin olvidar en ese camino, el encuentro con los demás.
Somos seres gregarios y en ningún sentido autosuficientes, vivimos en sociedad y adaptarnos a esa convivencia es parte de nuestra educación. Claro que la visión de esa adaptación  y el modelo de esa convivencia determinarán muy diferentes enfoques del cómo educar, qué enseñar y qué objetivos son los deseables. 

No debemos ni podemos, entonces, achacarles a los padres, como parte inherente a su rol, la responsabilidad  de educar en bien de la sociedad. Esa tarea socializadora está mejor ubicada en las escuelas y acaso en los centros de educación infantil. De todas maneras y aun en ese ámbito, no creemos que "impartir normas morales" conduzca al objetivo de una sociedad más sana en su conjunto. Más bien es mostrándoles a los estudiantes la importancia de los vínculos entre las personas como podremos acercarnos a ese horizonte.
A la hora de plantear un modelo educativo, no debemos olvidar cuál es la dirección última hacia la que queremos dirigirnos (y dirigirlos), pues eso definirá, en gran medida, el qué de la educación (lo que buscaremos transmitir) y el cómo lo haremos.

Jorge Bucay y Demián Bucay: "Padres e Hijos". RBA

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