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Paz y Ciencia

lunes, 10 de junio de 2013

Nadie puede Hacerte Infeliz

LA BUENA NOTICIA: NADIE PUEDE HACERTE INFELIZ

 

La pareja no tiene la capacidad de hacernos infelices, aunque en ocasiones parezca que sí, especialmente en momentos de

dolor, pérdida, disputas, desencuentro o frustración. En una relación podemos vivir un amplio abanico de sentimientos,

entre ellos el sufrimiento y el desamor, pero no tenemos por qué ser víctimas de ello, ya que nuestro camino y nuestro

destino siguen siempre íntegros en nuestras manos. No sólo importa lo que vivimos, sino nuestra actitud ante lo que

vivimos.

Ésa es la buena noticia: a pesar de los malos momentos, en realidad nadie tiene el poder de hacerte desgraciado/a, pues

siempre queda en tus manos decidir cómo vas a vivir las cosas, el sentido que les darás, y la posibilidad de orientarlas en la

dirección de lo positivo y útil. Tomemos el famoso caso de Viktor Frankl, cuyo ejemplo muestra mejor que ningún otro el

sentido del vivir aun en la peor de las pesadillas o, lo que es lo mismo, en un campo de concentración. O el de Nelson

Mandela, que forjó gran parte de su integridad en la impotencia de su larga reclusión, y que puede encarnar como pocos los

versos del poeta William Ernest Henley: «Yo soy el regente de mi destino, soy el capitán de mi alma». O, más jocosamente,

el de Sócrates, cuya mujer era famosa por su pertinaz mal carácter; el filósofo solía aconsejar a la gente que se casara,

porque si te iba bien, serías un poco feliz, y si no te iba bien, siempre te quedaría la opción de ser filósofo.

No parece un buen negocio hacer depender nuestro bienestar de otro, dándole y a la vez cargándole con ese poder. La

felicidad depende, pues, principalmente, de nuestra actitud y estado ante lo que nos toca vivir. En particular, depende de que

con nuestra actitud logremos evitar instalarnos en el victimismo, el resentimiento, la venganza, la queja, el hedonismo, el

orgullo, el temor, la avaricia, el afán de notoriedad, la riqueza desmedida, la pereza espiritual, etcétera. Todos ellos

configuran el elenco de personajes de la comedia y el sufrimiento humanos.

La felicidad también depende de que permanezcamos en la fuerza real que viene de reconocer nuestra responsabilidad,

esto es, nuestra capacidad de respuesta en todo momento. Los falsos poderes abocan inevitablemente al sufrimiento y hacen

sufrir a los demás. Es más feliz quien actúa como discípulo de la realidad y de los hechos, y los aprovecha para bien propio

y de la vida. Es más feliz quien, en lugar de quejarse y sufrir resignadamente, toma posición, orienta sus acciones, genera esperanza y dibuja un futuro prometedor; en definitiva, quien se convierte en discípulo de la realidad, y no en su víctima.

Por tanto, la pareja no puede hacernos infelices en un sentido estricto, pues la felicidad es un estado interior que en

última instancia sólo depende de uno mismo y del cultivo de una conciencia mayor, así como del conocimiento claro de

nuestro ser. No obstante, de vez en cuando nos olvidamos de todo ello y pretendemos que la pareja se convierta en el

remedio para todos nuestros males y carencias afectivas. Nos «desresponsabilizamos», ponemos nuestro destino en manos

ajenas y renunciamos a una parte fundamental de nuestra libertad y de nuestro ser. Y no somos conscientes de que, al

pensar y obrar de este modo, otorgamos al otro un poder que no le corresponde y que incluso le puede resultar un fardo

pesado; un poder que, en cualquier caso, es un lastre para la pareja.

Conviene asumir también que la felicidad no significa placer ni éxito ni ausencia de dolor y de frustración. La felicidad es otra cosa: una sintonía con el aroma del ser esencial y con la fuerza de la vida, un sí incondicional a todas sus dimensiones, un vivir conforme a nuestras predisposiciones y un entablar vínculos ricos y significativos con los demás.

Entonces, si sabemos que no podemos pedir la plena felicidad a nuestra pareja, ¿quién es ese que, en nuestro interior, la

reclama y se empeña en encontrar exigencias y argumentos desdichados porque la realidad no se asemeja a sus sueños?

¿Quién escribe intensos dramas con brillantes aunque fatales argumentos? Pues ni más ni menos que el niño que sigue vivo

en nosotros. Si la letra de tantas y tantas canciones románticas fuera el sensor que nos informara de los asuntos

emocionalmente claves en las relaciones de pareja, el resultado sería inequívoco: la pareja tendría poder sobre la vida y la

muerte y, además, supondría el sentido de la vida. Escuchamos, por ejemplo: «No puedo vivir sin ti», «me moriría si te

vas», «sin ti nada tiene sentido», «no hay más infierno que tu ausencia», etcétera. Si analizamos con cuidado estas frases,

veremos que sólo pueden venir de un niño. Para un niño podrían ser frases reales, pues a tan corta edad la ausencia de la

madre o de los padres se vive como un infierno. Su dependencia es tan grande que, sin ellos siente que no lograría

sobrevivir o que no tendría sentido vivir: sin ellos podría morir, literalmente. Así que el mensaje popular que puebla estas

canciones se refiere al amor de pareja en su versión infantil.

Como he dicho, somos mamíferos y necesitamos el contacto y la mirada para sentir que vivimos. Y no se trata sólo de palabras: durante la segunda guerra mundial se tuvo constancia de que, en ciertos orfanatos en que los bebés eran formalmente alimentados y cuidados pero adolecían de un otro significativo que los mirara, acariciara y estableciera con ellos un vínculo personal, los niños se dejaban morir. Se lo denominó «marasmo hospitalario». Como si, con su muerte, los 8 bebés manifestaran que la vida sin conexiones amorosas significativas no puede triunfar sobre la muerte.

Cuando se trata de la pareja, hay que preguntarse sobre la calidad de ese amor: ¿Es posible llegar a implicarse real y

profundamente y construir bienestar en una relación sostenida por dos niños? ¿Es la pareja una relación

materno/paternofilial o una relación entre adultos? ¿Qué es legítimo y razonable pedir y esperar en una relación de pareja y

qué no? ¿Qué corresponde al niño y qué al adulto?
 
JOAN GARRIGA: "El buen amor en la pareja".

 

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