EL CORAZÓN TIEMBLA
La imagen interior de muchas personas no es tanto la de ser pareja como la de tener pareja. Y esto marca una diferencia de tono nada desdeñable en nuestra atmósfera interior y en nuestro movimiento hacia ella. Deberíamos preguntarnos si nos educamos y crecemos con la idea de ser pareja y cultivar en nosotros los valores de ser un verdadero compañero/a, o más bien pensamos en términos de llenar un vacío y de conseguir compañía con la perspectiva falaz, como ya vimos, de encontrar la felicidad o, al menos, de ser menos infelices. Para bien o para mal vivimos tiempos en los que el valor central es el «yo», que tiene mucho más peso que el «nosotros». Nunca como ahora el individuo (y lo individual) había sido tan importante, había gozado y padecido tanta libertad, había sido tan epicéntrico, tan nuclear y tan aparente señor de su propio destino. De hecho, quizá nunca como en los tiempos actuales la pareja haya respondido a los deseos personales tan por
encima de los designios, necesidades y costumbres del grupo, como solía ser antaño. En la actualidad es frecuente que
muchas parejas acaben su recorrido porque dejan de satisfacer al individuo y porque, ante situaciones difíciles y estresantes,
sus miembros se inclinan hacia el yo y hacia su propio camino personal.
En otras culturas y en otros tiempos, la pareja había tenido un sentido más social. De hecho, la pareja formaba parte del
espíritu del grupo, y no era tanto patrimonio de las personas que la configuraban como un patrimonio comunitario. La pareja
estaba insertada en una sociedad significativa de sentido, de servicio y de sostén. Esto tenía ventajas e inconvenientes.
Cuando la pareja estaba inmersa en una comunidad significativa, era más ligera y previsible, pues eran menores las
expectativas que depositaban el uno en el otro, y solía desenvolverse por los cauces trazados en las normas sociales. Pero a
nosotros nos ha tocado vivir una apabullante y maravillosa libertad, con sus gozos y sus sombras, y ocuparnos por nuestro
destino personal y, a lo sumo, familiar, pero en menor medida comunitario, que queda un tanto desdibujado.
En suma, la pareja, la familia nuclear, no está en la actualidad contenida ni sostenida por redes sociales ricas, y esto
genera tensiones muy grandes y dificultades para superar las grandes exigencias que se depositan en ella, así como los retos
existenciales que visitan el itinerario vital de todas las relaciones amorosas. Estos retos pueden ser, como decía, una
enfermedad grave de un hijo, una muerte, un vaivén económico, un cambio de país de residencia, la pérdida de uno de los
padres, etcétera. Son sucesos que nos pueden afectar a todos y que cuesta mucho más afrontar sin ese apoyo, sin esa
inserción social. Si la pareja no logra vivir unida ese tránsito emocional, queda herida internamente. El corazón tiembla en lo
individual y se produce la ruptura, incluso aunque sigan juntos, pues una pareja puede estar rota en el alma aunque siga la
relación. Y el corazón que no acepta dolerse, ser visto, ser escuchado, ser expresado, ser reconocido por otro u otros, sufre.
Nadie quiere sufrir, por supuesto, pero, si no aceptamos que en algún momento podemos sufrir, no habrá vínculo ni
verdadera experiencia amorosa. Algunas personas no se vinculan a otras para evitar que les rompan el corazón, pero sin vínculo no hay amor ni vida. Además de mis estudios y de mi formación y experiencia profesionales, a la hora de
acompañar a las personas en los talleres sobre asuntos de pareja, atesoro como recurso principal mi propia experiencia
afectiva, pues en el camino de la pareja yo también he amado y he sufrido profundamente, y me he expuesto a estar
vinculado de verdad, con todas sus bendiciones y también con sus desgarros, y a un dolor muy profundo cuando me ha
tocado vivir separaciones y desencuentros. De modo que tengo a mi favor que he sabido amar y he sabido sufrir (eso creo,
al menos). Así es el teatro de la vida: todas las relaciones de intimidad nos exponen al gozo y al sufrimiento. Y tenemos que estar de acuerdo con ambos aspectos.
Cuando el corazón tiembla, ayuda recordar que no estamos solos. Tal vez esta historia aporte un poco de esperanza:
Cuentan que una persona murió y, al llegar a las puertas del cielo, se encontró con Dios. Y Dios le dijo:
—Vamos a echar una ojeada a tu vida.
Entonces vieron, como en un despegable, toda la vida de la persona: los hechos significativos, el amor, el dolor, los
encuentros, los desencuentros, las heridas, las dificultades, las alegrías, lo hecho, lo pendiente, etcétera. Cuando terminaron,
la persona le dijo a Dios:
—Tengo que hacerte una pregunta. He observado que en algunos tramos del camino hay cuatro huellas, y eso me hace
pensar que caminabas a mi lado. Pero, curiosamente, en los tramos más difíciles, en aquellos en que estaba caído, sufría
profundamente o trataba de encarar problemas sin apenas fuerza, había únicamente dos huellas. Mi pregunta es: ¿por qué me
dejaste solo en esos momentos?
A lo que Dios, sonriendo, contestó:
—Nunca te dejé solo. De hecho, en esos momentos te llevaba en brazos.
Las personas hacemos lo que podemos para manejar nuestros asuntos de la mejor manera posible, pero hay momentos
en los que se necesita una entrega mayor, como si tuviéramos que aceptar la idea de que una sabiduría más grande se ocupa
de las tramas de las cosas y que podemos confiarnos a ella, y que no estamos solos. Especialmente cuando todo se
derrumba o reorientamos nuestra vida. Esto es algo que a veces nos alcanza en el cuerpo como un conocimiento ineludible
que nos guía, aunque sea difícil de entender para nuestra mente y nuestra voluntad. En ocasiones, el cuerpo sabe, y nos
encontramos con la necesidad de rendirnos a ese conocimiento, rendirnos ante lo que nos exige, ante lo que no fue posible,
ante lo que se deseó mucho y no se obtuvo, ante lo que sí se obtuvo y luego se fue desprendiendo como consumido de
nuestro corazón. Nos topamos al fin con la humildad, el aroma básico de la rendición y de una vida lograda aun con sus
grietas (o gracias a ellas). Para bien o para mal, grandes pérdidas en un nivel son grandes ganancias en el plano del espíritu,
o al revés, lo que parecen grandes ganancias en un nivel son grandes pérdidas en nuestra alma.
Joan Garriga: "El Buen Amor en la Pareja". Ed. Destino.
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