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Paz y Ciencia

jueves, 28 de junio de 2012

La Trivialización de la palabra Alma



Hoy en día alma es solo una palabra comodín. Insinúa más que señala, evoca más que detalla o designa. Carece de una definición conceptual precisa, aunque es posible rastrear su historia y los contenidos que trata de denominar a través de la filosofía y la teología. Intinuitivamente nos llega como algo bueno porque lo asociamos con aquello que tiene corazón, porque refleja lo profundo, lo sutil, lo bondadoso, lo compasivo. Lo que nos hace humanos, hermanados en el amor y el dolor, en la fuerza y la fragilidad.
Al no describir nada con una clara precisión conceptual, alma actúa como símbolo o metáfora o reflejo. Palabras como gracia, sabiduría, orden, armonía, conciencia, proyecto supremo, amor o espiritualidad (que no necesariamente religión) se le asocian espontáneamente. Todo y todos quieren tener alma: desde la poesía a las grandes empresas, desde las insituciones y organizaciones del tipo que sea hasta las producciones culturales, sociales y políticas.
Sí, es popular hoy la palabra alma, complemento quiá imprescindible de un mundo feroz y competitivo, tan poco comunitario y seco, rayano en el extremismo, la glorificación y la fascinación de lo individual. Nunca como ahora habíamos gozado (y al mismo tiempo sufrido) de sentirnos tan importantes como seres individuales. En las ricas sociedades modernas se desdibuja el sentido de lo colectivo y lo trascendente y las personas buscamos refugio en un sagrado norte autorreferencial: nuestro yo. Nos sentimos sin esfuerzo el centro del universo, y cuando las dificultades de la vida hacen acto de presencia tratamos de salvar el propio barco, el yo tan preciado, relegando a un lugar secundario el marco grande de nosotros y del destimo común. Vivimos pues en el mito de la libertad individual.
Sin embargo, ¿no es cierto que aquello que habitualmente nos conmieve guarda relación con nuestros vínculos, con las personas que queremos, con lo que reside fuera de nosotros, con lo que logramos compartir, con lo que miramos y admiramos más allá de nuestra piel?
¿Acaso, en momentos cruciales, tal vez frente a reveses graves, pérdidas o enfermedades, no nos obliga la vida a sintonizarnos con sus propósitos misteriosos y a aceptarlos? La libertad y la voluntad individual qudan entonces en entredicho, en  un mito bello, atrayente y juvenil que adolece de sentido real cuando se confronta, por ejemplo, con las fuerzas familiares o los caprichos del destino o los límites naturales de los biológico.
En la experiencia de sentir y reconocer lo trascendental (literalmente lo que nos trasciende, lo que va más
allá de nosotros mismos, lo que hace porosa y extensible nuestra piel) encontramos el tono del Alma. Y ante la grandeza lo que no es yo y hace sinapsis con un tú o un él o un nosotros reconocemos su aroma. En el Alma, en su sentido profundo, quedamos vinculados y humildes.

Joan Garriga Bacardí: "Vivir en el Alma. Amar lo que es, amar lo que somos y amar a los que son". Rigden Institut Gestalt, 2011, Madrid. Pp.: 19-20

http://www.joangarriga.com/escritos.asp Página con los trabajos de Joan Garriga. Artículos y Entrevistas.
http://www.anar.cat/index.php?c=43&lng=ESP Página Gestalt con contribuciones de Joan Garriga.



Sobre el proceso terapéutico y el cambio
Acentuando lo compasivo, la humanidad, lo creativo,
lo obvio, lo cómico y lo friccional.


Por Joan Garriga Bacardí.

El título de esta ponencia corresponde a una primera respuesta espontánea a la pregunta que entiendo que funciona como estímulo de reflexión para la mesa: ¿Cómo gestaltista, cuál es mi forma de hacer terapia individual?. Añado de inmediato que posiblemente no sea tan distinta mi manera de hacer terapia individual a la de hacerla en grupo, ya que el énfasis de mi trabajo se halla en mi manera de estar y en las actitudes y valores que evoco, vivencio y trato de potenciar mientras estoy con el otro (el paciente) independientemente de su contexto. Estos valores y actitudes que orientan mi trabajo y trato de acentuar son los siguientes: lo creativo, lo cómico, lo obvio y experiencial, lo friccional, y lo compasivo junto con la humanidad. Son corolario y telón de fondo del repertorio de conductas que constituyen mi hacer en la terapia y los procedimientos observables. Considero dichas actitudes y valores como puntuaciones (metamensajes) acerca de lo observable, que no pueden ser descritas con precisión científica sino en todo caso con la vaguedad y sugerencia evocadora de la metáfora. Operan como un metacódigo que trasmite criterios esenciales sobre el encuentro humano y la relación terapéutica, y me parece que llegan a constituir aprendizajes muy apreciables que el paciente incorpora a la relación consigo mismo y con sus otros significativos. Pasemos a considerarlas.
La creatividad.

Acentuar lo creativo lo relaciono especialmente con la capacidad de observar, de disponer de una mirada que “ve al otro”, de una visión casi infantil no interferida por los preconceptos, prejuicios o diagnósticos que llegan a delinear la atención. Es como estar calado por la intención interna de “vacío” conceptual que facilita “ver” lo que hay ahí, más allá de lo que debería de haber. Me parece que tiene que ver con el desarrollo de la indiferencia creativa de la que hablaba Perls, un cierto desapego y libertad para conectar “marcianamente” sin referentes prejuiciados. Por tanto si no hay una intención de búsqueda en el mirar y escuchar, si no hay un querer encontrar algo, entonces aparece todo como relevante y genuino, uno se vuelve minimalista en un sentido de atender lo mínimo, un pequeño cambio de coloración en la piel, un mini-ladeamiento de la cabeza, un cambio sutilísimo en el patrón respiratorio, un pequeñísima inflexión en el tono de la voz, etc. A continuación uno se pregunta qué expresara esto de la persona, de qué asunto penetrante para la persona será manifestación. Entiendo que la totalidad de una persona dispone de una sintaxis sumamente organizada, sin errores. Los errores los cometemos los terapeutas por nuestros déficits de observación, y nuestro principal déficit consiste en tener hipótesis sobre lo que vamos a encontrar y tratar de confirmarlas. Ahora bien, en Teoría de la ciencia es bien sabido que la observación neutra es una falacia, que el observador busca ver lo que pretende encontrar, que contamina el campo observado, que las teorías llegan a determinar los hechos. Por tanto es completamente imposible carecer de hipótesis, estar vacío de preconceptos, pero uno puede tratar de acercarse a eso. Por otro lado cuando uno se pone más hueco de sí mismo hace espacio para que salten a la percepción informaciones del inconsciente que no casan con un discurso lógico pero que suelen estar llenas de sabiduría y penetración.

Creo que uno de los terapeutas más intrépidos y creativos que han existido es Milton Erickson del que sin duda destacaban sus notables capacidades de observación, cultivadas en el tiempo de su discapacitación y postración por causa de la polio. El mismo decía que, a veces, en sus sesiones terapéuticas entraba espontáneamente en un estado de trance en el cual la espita de la mente inconsciente se abre de par en par y emerge una cualidad creativa que desborda la lógica racional del estado vigil habitual. Yo creo que a veces los terapeutas experimentamos trances espontáneos en los que estamos “inspirados” con toda la atención puesta en la realidad, con nulo diálogo interno. En estos momentos que podríamos llamar de “estar completamente ahí” ocurre, según mi parecer, una dimensión de la comunicación excepcional. Percibimos y sentimos desde otro lugar y acontece una especie de diálogos de inconsciente a inconsciente con una sintaxis sorprendente hecha de analogías, sensaciones, imágenes, metáforas, palabras que fluyen, propuestas de acción, etc. Como si reinara la intuición perfecta. Sin duda y sin miedo, se va tejiendo un diálogo que parece sacado del puro fondo.

De manera que acentuar lo creativo podría resumirlo como una combinación de fina observación, con lo que implica de atención sin diálogo interno o autovaloraciones, más la disponibilidad para atender las informaciones que llegan del fondo a la conciencia, a veces locas o sin aparente sentido, y poder articularlas para configurar la dramaturgia y la poética de la terapia y del encuentro terapéutico.

La comicidad.

La comicidad tiene que ver con dos aspectos muy relacionados. Por un lado la tendencia de mi propio carácter a relativizar y suavizar la realidad con lo que ello tiene de positivo y de negativo. Positivo porque permite un cierto desapego y una cierta pericia para desarrollar ángulos de visión útiles para vivir con mayor confortabilidad. Negativo porque implica un coste de profundidad o evitación de los aspectos dolorosos de la vida, si no estoy atento y firme para manejarlo. De manera que mi propio carácter, mi propio estrategia defensiva conlleva un cierto tono de falta de fe, de que nada es tan serio y real como para que te pueda llegar a tocar verdaderamente. Por otro lado una comprensión carnavalesca de la personalidad humana. Observo como hacemos grandes gastos de energía para mantener un carácter y unas máscaras que nos hacen sentir más aptos para la comedia de lo humano. A partir de mis años de experiencia terapéutica y de las sutilezas de comprensión caractereológica aportadas por el estudio del Eneagrama siento el dolor pero también la risa y lo cómico de nuestros esfuerzos por representar un rol y mantener una visión del mundo sustentada en estereotipos, falacias y predisposiciones emocionales fijadas, sin negar que haya por detrás en su origen una historia de desamor y sufrimiento genuino. Creo que tiene que ver con la comprensión de que un monto muy grande de sufrimiento es gratuito e inútil, y que nuestros trajes de opereta son como monigotes de papel fácilmente reducibles al absurdo. Suelo experimentar dos vivencias y sentimientos paralelos y cualitativamente diferentes, por un lado rigor y respeto por nuestra condición que nos lleva a traicionarnos y funcionar desde un código de carácter y por otro un guiño cómico en el sentido de que nada es tan creíble y digno de seriedad. Creo que se parece a la risa jocosa de la fiesta del carnaval donde por fin se despenalizan y destapan nuestras verdadera máscaras, permitiendo que sean vividas al desnudo, sin restricciones, con la comicidad y aceptación de saberse descubierto, de abrir el juego, renunciando a la importancia personal que concede esconder y sobrellevar nuestras pasiones.

Frente a la gravedad de los asuntos que habitualmente son la materia prima de la terapia trato de imaginarme que esbozo una sonrisa pícara que comprende el gran baile de nuestra existencia en clave de comedia. Confieso que no tengo claro si se trata de una plasmación más de mi propia neurosis, que pretende un exceso de ligereza existencial, o bien es fruto maduro de un camino contagiado de una espiritualidad apoyada en comicidad, algo así como sí supuestas divinidades del humor invitaran a penetrar en la “vacuidad” a base de romper y reírse de cualquier esquema personal trazado que uno toma por real. En resumen, trato de ver lo cómico y absurdo de nuestras pretensiones caracteriales tanto como las respeto profundamente.

Como escuché decir a una brillante terapeuta, gran parte del dolor que vivimos es falso dolor de ver hecho trizas nuestro edificio egoico (en el sentido de falso yo), y que el dolor genuino es menos común. Y añado que el verdadero dolor está siempre muy emparentado, por no decir, que es el reverso de la moneda del verdadero amor. Esto nos llevaría a la distinción entre sufrimiento y dolor, sustentando el primero justamente en la evitación del dolor genuino y en el intento de permanecer en el falso yo lo cual deviene en una cárcel inconsciente de sufrimiento. En cambio el dolor genuino es una vivencia susceptible solo de hacerse presente en tanto haya implicación y entrega amorosa.

En lo concreto de la terapia me surge a veces el hacer chistes que pretenden romper la gravedad y la importancia de algunas situaciones, y el ofrecer perspectivas alocadas y casi absurdas de los asuntos que puedan llevar al paciente a tomarse menos en serio y abrir brechas en sus rigideces perceptivas. En general constato también que a menudo el humor es una vía “light”, pero justamente su ligereza y desprovisión de amenaza, genera una atmósfera en la que el paciente necesita defenderse menos y puede integrar más lo que previamente le parecía tan absolutamente trágico. Resumiendo, el humor y la perspectiva cómica facilitan el trabajo porque ofrecen permisos y una atmósfera de juego. Es cierto que algunos pacientes se han sentido ofendidos por mis intervenciones cómicas, y creo que a veces tenían razón por el hecho de que con mi humor estaba frenando algún proceso significativo interno, así como creo que otras veces su sentirse ofendidos era una forma de resistencia a resquebrajar su importancia personal. Y conste que esto último me parece absolutamente respetable, a la par que nuevamente cómico. En suma oscilo entre la respetabilidad y la comicidad, y más que oscilar diría que ambos aspectos conviven al mismo tiempo, por paradójico que pueda sonar. También creo que mis pacientes huelen esta doble actitud, y a veces se sienten tan profundamente respetados como saben que hay una profunda comicidad en sus asuntos.

Obviedad.

Cuando hablo de acentuar lo obvio me refiero a la comodidad que experimento cuando los circuitos de la terapia discurren por gestalts bien ancladas en lo experiencial, cuando tienen un soporte evidente y manifiesto en el aquí y ahora. Para decirlo al revés, experimento incomodidad cuando la terapia discurre por circuitos excesivamente discursivos donde la persona reflexiona sobre las cosas, genera representaciones, trata de explicarse, pero se aleja del “vivenciar”. Entiendo el valor que tiene la reflexión sobre las vivencias, y no me parece que sea directamente “mierda de elefante” (1) que haya que condenar y suprimir. Me parece que es una actividad necesaria que ayuda a estructurar y comprender, siempre que verdaderamente esté al servicio de estas funciones y no sea vehículo de intelectualizaciones huecas e inútiles o de manipulaciones interpersonales. A veces en sesiones individuales siento la tentación de permanecer en este camino, en lo discursivo; es cómodo, ambos permanecemos en la cabeza y con una bajo nivel de involucración. Sin embargo cuando experimento placer y un sentido de eficacia es cuando podemos trabajar con alguna Gestalt del momento, algo sustentado en el cuerpo, en un gesto, en una sensación, o bien alguna palabra o frase que se huele plena, o imagen que hierve, o sueño que toca. Ahí siento que hay fluidez, que la persona trabaja de verdad. Pongo mucho cuidado en diferenciar las palabras “plenas” de las palabras “huecas”. Las primeras exponen a la persona y están cargadas de experiencia y representación interior, expresan y muestran a la persona. Las segundas la esconden, la tapan, suelen exhibir formas de control sobre el otro: te adormecen, te tumban, te alejan, te agreden, etc. Entonces la Gestalt que tomo es “lo que me hacen” las palabras, no su contenido. No se trata en suma ni de despreciar las palabras ni de analizar el contenido, sino para que las está utilizando la persona, con qué fines, y cómo aprendió esto y cómo puede hacer nuevos aprendizajes. Lo obvio es una Gestalt que uno atiende –se da cuenta- en el momento presente. Mi objetivo en la terapia es realzar lo obvio, permanecer ahí, conectado con la realidad, y alejarme de las fantasías y las verborreas. Por otro lado no me gusta interpretar. Confío mucho en mis percepciones, en mis imágenes y resonancias, comparto experiencia, me comparto. Ahora bien, me confieso muy ignorante sobre el otro, raramente tengo interpretaciones que considere útiles para el otro. Tengo fobia a jugar el juego de “yo sé más que tú”, o incluso “yo sé de ti”. Me basta con confiar en mí mismo y no confundirme. Mis percepciones me pertenecen, y quizá las hago pertenecer a la relación –ahí elijo-, nunca le pertenecen al otro. Para mi lo obvio es una Gestalt que es atendida, y una gestalt es una pauta, un cómo, un código que la persona utiliza para vivir y conseguir cosas, porque corresponde a su historia personal y sus aprendizajes, y que si es una gestalt importante, una pauta significativa, nació al hervor de una trama afectiva, y ahí se ancló. Ahora en la terapia la realzamos, la significamos, y desandamos el camino. Reparamos el desamor, reestructuramos la urdimbre afectiva, buscamos la información que estuvo faltando, flexibilizamos las pautas haciéndolas menos automáticas, añadimos opciones. Agregamos sensibilidad para la acción adecuada y responsable.

Fricción.

Lo más simple que puedo decir respecto a la actitud friccional es que un aprendizaje significativo para mi vida ha sido mantener vínculos muy profundos que no se sentían amenazados por fricciones, desencuentros o desacuerdos, sino enriquecidos por ellos. De manera que he acabado considerando que la fricción es parte integrante de una relación rica, y por tanto algo no solamente no evitable ni temible sino incluso promovible, siempre y cuando no sea gratuitamente, sino en un contexto con sentido. Recordemos la idea gestáltica del contacto como la apreciación de las diferencias. Para mí vida y para las terapias me ha sido muy útil poder mantener enfrentamientos severos y frustrar sin dilación y sin restricción cuando lo he sentido claramente, y poder acoger las reacciones a veces furibundas de los pacientes, y contener todo ello como algo con sentido, que está bien en la relación y que nos puede llevar a un buen lugar en la transformación terapeutica.

Creo que las principales fricciones se producen cuando se cuestiona alguna presuposición nuclear de los esquemas de funcionamiento del paciente, cuando uno frustra con implacabilidad. Quiero decir que, aunque no lo disfrute, familiarizarme y aumentar mi capacidad y tolerancia para sostener el conflicto ha aumentado también mi competencia como terapeuta. Me parece que acentuar lo friccional (emparentado con lo que en gestalt llamaríamos frustración y confrontación) tiene que convivir con una gran dosis de contención, con la fe de que es un buen camino y muy especialmente con la actitud compasiva que me parece requisito necesario para que una fricción sea provechosa terapéuticamente y no meramente una ristra de heridas sin sentido. La fricción no la entiendo sólo en la dirección de la agresión sino más generalmente en la dirección de esta zona de incomodidad y conflicto que sentimos cuando nos adentramos o adentramos al otro en espacios, vivencias y formas que no son las habituales.

Cuando más allá de lo transferencial y lo contratransferencial se va haciendo espacio para un Yo y un Tú peculiares y genuinos, cuando más allá de los códigos interpersonales aprendidos que determinan cierto tipo de proyecciones y fantasmas sobre el otro, tanto paciente como terapeuta pueden encontrar un cierto tipo de sostén superior, o cuando por decirlo más claro el amor puede contener, tolerar, acompañar, y reparar las respectivas neurosis, entonces encontramos que todas las heridas de las contiendas terapéuticas tienen sentido por cuanto han llevado al paciente y a la relación a un lugar de mayor salud y libertad. Creo que no es posible no herir o que no haya fricción en la terapia por cuanto para que haya progreso algo de la estructura del paciente tiene que ceder, sin embargo también pienso que no es posible una fricción útil si no está amparada y modulada por un sentimiento amoroso.

Compasión y humanidad.

Enlazando con lo anterior viene a cuento ahora hablar de la actitud compasiva y de la humanidad. Pienso que los principales recursos del terapeuta son su humanidad y su capacidad compasiva, entendida la primera como aceptación incondicional de sí mismo y del otro, y la segunda como el desarrollo de una actitud que desea honestamente lo mejor para sí mismo y para el otro.

La actitud compasiva la relaciono con la posibilidad de hacer una doble mirada sobre el paciente y por tanto tener un doble repertorio de resonancias y sentimientos. Hace unos años en algunas sesiones, me di cuenta que hacía espontáneamente una especie de fantasía visual regresiva muy rápida en la que veía al paciente como niño, con su cara y su cuerpo de infante, con sus sentimientos y actitudes de niño, y me imaginaba en que forma y escenas había sido herido y lastimado, que consiguieran ayudarme a entender, explicar y dar sentido a su modo de comportamiento actual, sus códigos defensivos y sus actitudes claramente inadecuadas e ineficaces. De manera que emocionalmente podía experimentar dos vivencias simultáneas: por un lado molestia, desagrado, hartazgo, aburrimiento, impotencia, deseo, espíritu protector, etc. y todo el repertorio de vivencias difíciles que el modo de funcionar del paciente adulto era capaz de despertar en mí, y por otro lado sentimientos más tolerantes, comprensivos y tiernos hacía el niño que se podía intuir en su historia y por detrás del carácter y máscara desarrollada para vivir. Si aceptamos que el modo de configurar la realidad predefine nuestra respuesta emocional, el hecho de disponer de por lo menos dos configuraciones me hacía más fácil poder estar con el otro y tener más opciones de respuesta y de intervención.

Al hilo de escribir estas reflexiones estaba leyendo el libro de Alejandro Jodorowsky “Los Evangelios para sanar” (2) y quisiera copiar un fragmento que expresa de una forma más clara, bella, completa, profunda y rotunda lo que yo trato de esbozar:

“Cuando nos comunicamos con alguien debemos establecer contacto con la edad que ese alguien tiene en el momento de la conversación, pero también debemos comunicarnos con su bebé. Porque cada uno de nosotros lleva, hasta la muerte, al niño pequeño que ha sido. De este modo, tenemos que comunicarnos aceptando todas las edades que posee la persona con quién conversamos. Un ser humano no se reduce a lo que emana de él en el momento en que está comunicándose con nosotros. Nos dirigimos a este momento pero aún más a su bebé, a su anciano y a todos las edades que existen entre estos polos”.

“Qué maravilla ver un proceso, ver al otro y al mismo tiempo contemplar a su bebé, a su anciano, su nacimiento, su muerte y su renacimiento. Cuando uno llega a esto, comprende lo que significa comunicarse con una persona: verla completamente, ver su vida anterior, su vida fetal, su nacimiento y ver también su muerte, su renacimiento.... .

Independientemente de que el texto anterior tenga interpretaciones en otros niveles me parece fructífero aprovechar esta idea de amplitud y riqueza de visión del otro, cuando menos porque nos promete una comunicación más completa, más cercana al Tú lleno e íntegro, y también lógicamente porque la riqueza de visión del Tú enriquece y multiplica la gama de vivencias y sentimientos del Yo, nos vuelve en cierto modo más redondos, completos y libres.

Todos hemos edificado un carácter y un modo de estar en el mundo sustentado en hipótesis interiores rígidas que tratamos de confirmar y que determinan el tipo de vínculos que establecemos, nuestro escenario interpersonal preferido y nuestras proyecciones y alucinaciones sobre el otro. Entiendo que la terapia sostiene y responde a estas proyecciones propias y de los pacientes, básicamente frustrándolas o denunciándolas como locuras, pero se hace más llevadero si uno tiene como soporte otra visión, otro lugar de mirada y de respuesta en el que existe el amor y la inocencia (cualidades que atribuimos a los infantes y que tienen la facilidad de despertarlas en nosotros). Cuando como terapeutas asumimos el rol propuesto por el escenario interpersonal inconsciente del paciente (de buen padre, de débil, de agresivo, de juez, etc.), o sea, nos vemos empujados a reaccionar conforme nos proponen las proyecciones del paciente, entonces confirmamos las hipótesis interiores del mismo y funcionamos por complementariedad manteniendo el status quo del paciente y desde ahí no hay más avance que el de la pura conciencia acerca de cómo el paciente estructura sus vivencias, ideas y relaciones. Eso cuando somos capaces de enfocarlo e iluminarlo. Ahora bien para que haya cambio se requiere tomar posiciones que no encajen con los modelos del paciente y que rompan el status quo, y me parece que facilita este camino tener una visión más profunda del paciente, poder contactar con el foco de dolor del niño, con sus necesidades pendientes, y desde ahí abrir brechas y desembozar los asuntos pendientes que sostienen su problemática.

Si es cierto, como se suele decir, que la mitad de nuestros pacientes son niños disfrazados de adultos que necesitan recuperar la capacidad de confiar y entregarse afectivamente restaurando su sentido de cooperación y dependencia, y la otra mitad son adultos disfrazados de niños que necesitan asumir su autonomía, autoapoyo e independencia, también podemos decir que tanto unos como otros han sido niños que han sufrido los avatares de sus vínculos primeros y son ahora adultos que tratan de deshacer su trama conflictiva y tanto lo anhelan como les resulta temible. Pienso que en terapia tiene mucho valor la capacidad de contactarse (aún sea como actitud interna) con el niño sufriente del otro por la razón de que ofrece más opciones de evocación y respuesta y también sobre todo porque le va a facilitar al paciente el contacto con su fuente de dolor, a partir de cuya evitación edificó su máscara. Con ello se genera un tipo de empatía muy profunda, donde uno no sólo se calza los zapatos del otro adulto sino también los históricos zapatitos con los que aprendió a caminar y emprender el vuelo de su identidad.

Sobre la humanidad me gustaría decir que la percibo muy relacionada con la convicción interior de hermanamiento con todos los seres vivos y humanos, que nos equipara e iguala en algo tan universal como es el vivir y el morir y nuestra fragilidad afectiva y emocional. Se manifiesta en el terapeuta en forma de honestidad, veracidad y transparencia y se podría identificar como el requisito de la congruencia formulado por Rogers. No se trata pues de algo estratégico ya que los pacientes huelen la deshonestidad del terapeuta con suma precisión y la compran o denuncian en función de sus conveniencias neuróticas. Creo que más bien es algo fundado en la madurez del terapeuta que ha perdido la esperanza de que su falso yo o yo ideal o su identidad pretendida, o llámese como se quiera, le lleva a algún lugar con sentido tanto en la vida como en la terapia. Es un fruto de la caída y consecuentes magulladuras del terapeuta en su propio viaje terapeutico, de una cierta desinflacción interior que le hace encontrar apoyo en lo simple y veraz de su propia realidad. Es pues el desencantamiento de los espejismos del “no ser” y la asunción de la frustración y el sufrimiento como aliados del vivir y hermanadores de lo humano. En términos gestálticos es cuando el terapeuta se vuelve más organísmico y autoapoyado en su propia experiencia soltando las pretensiones de ser de otra manera. En suma, cuando no hay muchos más cuentos que contarse ni falsedades a defender, uno se toma en cuenta por fin a sí mismo y esto que a veces puede no ser gran cosa, es experimentado por el otro como veracidad. Y efectivamente no es gran cosa, sólo humanidad compartida. No trato de decir que yo personalmente haya llegado a ninguna parte ni que esté maduro en nada, sino que esta forma de explicarlo, esta metáfora de la desnudez que nos hermana, me indica una dirección útil para seguir, una luz que ejerce de norte a pesar de todos los extravíos cotidianos.

Señalar finalmente que está implícita en esta descripción del valor de la humanidad una comprensión del oficio de terapeuta como viaje de exploración y autoconocimiento personal sin el cual no tendría sentido dicho oficio, y es por tanto una comprensión que se aleja tanto del modelo médico como de la idea del psicólogo como técnico.

Cierre.

Para terminar esta exposición sobre las actitudes en las que trato de poner el acento en la terapia y que combinadas constituyen un modo de hacer, no solamente mío pues tengo la idea de que muchos colegas gestaltistas también lo suscribirían, y por tanto demarcan una diferenciación con otros enfoques o maneras de hacer terapia, y sirviendo a modo de resumen se me ocurre relacionar estas actitudes y valores con metáforas de personajes que las puedan representar. Pienso si el asunto de la compasión no quedaría bien encarnado en la figura de la Virgen María y por extensión en el arquetipo genérico de la Madre, el de la humanidad en el del Hermano, que refiere igualdad, apertura, veracidad y un marchar de lado por los caminos del vivir, el de la fricción en el del Padre quizá representado por la figura de Jesús como padre mítico que por amor no vacila en denunciar la hipocresía y enfrentar a los escribas y fariseos y mas generalmente cualquier extravío del reino de Dios (que se podría tomar a su vez como metáfora del verdadero yo o genuino ser). Pienso que la acentuación de lo obvio y experiencial se podría representar con la figura del marciano o del Niño inocente capaz de ver lo obvio de la desnudez del rey a pesar del consenso grupal que conviene en alucinar un vestido original, en verdad inexistente. El aspecto creativo vendría significado por el director de teatro o el poeta y la comicidad por la figura del payaso o cómico que hace aparecer el absurdo de cualquier situación. Así pues termino invitándoos a pensar en el terapeuta como alguien que se asienta en cuatro patas que encarnan los arquetipos familiares básicos: Madre, Padre, Hermano, Niño; más dos brazos, uno poético, artístico, escénico, creador de realidades y ebrio de magia y belleza y el otro comediante y farandulero, destructor risueño de estas mismas realidades.

1. Expresión utilizada por Fritz Perls “elephantschit” para referirse a las teorizaciones y expresiones “acerca de”
o acercadeísmo, en lugar de implicarse experiencialmente.
2. Jodorowsky, A. “Los Evangelios para sanar”. Ed. La llave, 1998. (Pg. 87-88)
- En la presentación he hablado de las películas “Ciudadano Kane” y “El indomable Will Hanting” para hablar del asunto de la compasión y la humanidad respectivamente.

http://www.fritzgestalt.com/artijoanbacardi.htm

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