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Paz y Ciencia

sábado, 6 de marzo de 2021

El cuerpo nunca miente

 EL CUERPO NUNCA MIENTE


Rodrigo Córdoba. Psicólogo y Psicoterapeuta. Zaragoza. Gran Vía 32. Tno.: +34 653 379 269 Página Web: www.rcordobasanz.es

"El cuerpo nunca miente", publicado en 2004, es una obra de madurez, en la que Alice Miller expone sus ideas con seguridad y sin tapujos. Una obra breve, amena y lúcida, en la que se sirve de numerosos ejemplos para aclarar sus teorías.

 "He llegado a la conclusión - asegura Miller - de que aquellos que en su infancia han sido maltratados sólo pueden intentar cumplir el cuarto mandamiento (honrarás a tu padre y a tu madre") mediante una represión masiva y una disociación de sus verdaderas emociones. No pueden venerar y querer a sus padres porque inconscientemente siempre los han temido. Por lo general, establecen con ellos un lazo enfermizo, compuesto de miedo y de sentido del deber. Por desgracia, es el cuerpo el que paga el precio de dicha concepción moral".
El dichoso cuarto mandamiento es el principal caballo de batalla de Miller, que no deja de advertirnos de su proverbial poder destructivo. El amor es algo que surge de manera espontánea, de manera que ningún amor "obligado" puede ser verdadero amor.
Necesitamos experimentar el amor y la comprensión hacia ese niño maltratado que fuimos, hacia ese pequeñín lleno de posibilidades que vio destruida su capacidad de sentir y sus ganas de vivir.
Los terapeutas convencionales no valen. Estos terapeutas se ponen de parte de los padres, y nos invitan a perdonar y olvidar. Muy al contrario, lo que necesitamos es un terapeuta que se ponga de parte del niño (un "testigo cómplice"), y que se indigne con el trato que recibió de sus padres. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los terapeutas actuales se inclinan por la teoría de que "el perdón cura". Pero Miller es taxativa: el perdón nunca ha sido causa de curación.
Es preciso que nos desprendamos de los padres que tenemos interiorizados (esos supuestos padres buenos que lo hacían todo por nuestro bien) y que continúan destruyéndonos. Sólo así tendremos ganas de vivir y aprenderemos a respetarnos.
La "pedagogía venenosa" que impera en la sociedad reprime esos sentimientos de rabia e indignación por el maltrato recibido que provocarán ya en el adulto una necesidad de destrucción que puede dirigirse a los demás, generalmente a los propios hijos, o contra uno mismo, en forma de terribles depresiones u otras enfermedades físicas (como el cáncer) o psíquicas (esquizofrenia). Un concienzudo estudio realizado en San Diego (USA) demostró que entre las personas que habían sido maltratadas en su infancia el índice de enfermedades graves era mucho mayor que en las personas que no fueron maltratadas.
El cuerpo es el guardián de nuestra verdad. Mediante síntomas nos fuerza a admitir de manera cognitiva esta verdad para que podamos comunicarnos armoniosamente con el niño menospreciado y humillado que hay en nosotros. El cuerpo necesita la verdad a toda costa. Hasta que ésta sea reconocida, mientras los sentimientos auténticos de una persona hacia sus padres sigan siendo ignorados, la persona no se librará de los síntomas.



En los primeros capítulos del libro, Miller se refiere a las biografías de algunos escritores célebres que padecieron maltrato en su infancia. Virginia Wolff se suicidó muy joven después de sufrir graves depresiones durante toda su vida. Sufrió reiterados abusos sexuales por parte de sus hermanastros, mientras sus padres miraban para otro lado. En un primer momento, Wolff estableció una relación de causa-efecto entre estas violaciones y sus depresiones. Pero, al descubrir la teoría psicoanalítica de Freud, renunció a esta primera interpretación y empezó a dudar incluso de que estos abusos existieran realmente y no fueran producto de su imaginación. Freud la condujo a un callejón sin salida que acabo en su suicidio.
El poeta Rimbaud padeció una madre autoritaria que controlaba cada detalle de la vida de sus hijos. La reacción de Rimbaud ante este amor destructivo fue un profundo odio a sí mismo. Se consideró a sí mismo un monstruo, un homosexual vicioso. Trató de liberarse de la opresión materna por medio de las drogas, de su destructiva amistad con Verlaine y sobre todo de la poesía. Pero fue en vano, claro. Su temprana muerte es la prueba de que nunca llegó a liberarse.
Caso parecido es el de Marcel Proust, sometido por completo a la voluntad de su absorvente madre. Esa necesidad de verdad que tiene el cuerpo la intuía ya Proust cuando escribe en una carta a su madre: "Pues prefiero tener ataques y gustarte a no tenerlos y no gustarte". Lapidaria frase que describe muy bien el sinsentido de muchas relaciones paterno-filiales. En otra carta dice:"La verdad es que tan pronto como me encuentro bien tú lo destrozas todo hasta que vuelvo a sentirme mal, porque la vida que me procura una mejora a ti te produce irritación. Es triste que no pueda tener a la vez tu cariño y mi salud". Su aguda inteligencia le marcaba el camino de la verdad, pero la moral de la época le impidió rebelarse contra su madre, lo que le ocasionó una enfermiza y corta vida. El control no es amor, añadiría yo.
Miller hace incapié en la general comprensión que tiene la sociedad hacia los maltratadores. El maltrato infantil se suele considerar una falta no intencionada cometida por padres que abrigaban las mejores intenciones, pero a los que tener que educar los desbordó. Asimismo el desempleo o el exceso de trabajo se designan como causantes de que un padre levante la mano, y las tensiones en el matrimonio explican que las madres partan perchas sobre los cuerpos de sus hijos. Explicaciones tan absurdas son fruto de nuestra moral, que desde siempre se ha situado del lado de los adultos y en contra del niño.
Tampoco en los libros de autoayuda se detecta una inclinación clara en favor del niño. Al lector se le aconseja que abandone el papel de víctima, que no acuse a nadie del desbaratamiento de su vida, que sea fiel a sí mismo para conseguir liberarse del pasado e, incluso, que mantenga buenas relaciones con sus padres. En estos consejos Miller percibe las contradicciones de la "pedagogía venenosa" y la moral tradicional.
Hacerse adulto significa dejar de negar la verdad, sentir el dolor reprimido, conocer racionalmente la historia que el cuerpo ya conoce emocionalmente, integrar esa historia y no tener que reprimirla más. Que luego el contacto con los padres pueda mantenerse o no dependerá de las circunstancias. Pero lo que sí debe terminar es la relación enfermiza con los padres interiorizados de la infancia, esa relación a la que llamamos amor, pero que no es amor.
Miller aboga por el trascendental derecho de no querer a los padres. Esa obligación socialmente sancionada de querer a los padres, por muy mal que se comportaran con sus hijos, es terriblemente destructiva. Sólo al permitirnos sentir odio por personas que nos perjudicaron tanto nos da acceso a nuestra verdad y permitirá a nuestro cuerpo expresar sus verdaderas necesidades. Ya no seremos marionetas de nuestros padres dedicadas a satisfacer sus necesidades, ahora nos dedicaremos al fin a satisfacer nuestras propias necesidades. "Decidí ser adulta y la confusión desapareció", apostilla Miller. Y no es cierto que el odio nos lleve a enfermar. El odio reprimido y disociado sí puede hacerlo, pero no el sentimiento exteriorizado y vivido de forma consciente. Si el odio está ahí, de nada sirve prohibirse odiar, como hacen todas las religiones.
Miller no se opone a que uno pueda perdonar a sus padres si estos reconocen sus errores y se disculpan por ellos. Pero desgraciadamente esto ocurre muy pocas veces.
Es asombroso, dice Miller, que incluso terapeutas universalmente reconocidos que han publicado best sellers no hayan podido aún desprenderse de la idea de que perdonar a los padres es la coronación de una terapia exitosa.
Miller comenta el caso del asesino en serie Patrice Alegre, que violó y asesinó a numerosas mujeres. Patrice era el hijo de una prostituta que llevaba a los clientes a su casa y permitía al chico observarlo todo. Alegre reprimió el odio por su madre, y dio rienda suelta a ese odio con otras mujeres. Cuando estrangulaba a una mujer en realidad estaba en su inconsciente estrangulando a su madre. Prefirió matar antes que asumir la verdad.
Miller nos habla también de las drogas. Cuando los sentimientos de carencia, de abandono y de ira provocan pánico las drogas pueden ser la "solución". La droga manipula al cuerpo para crear sentimientos deseables, pero falsos. Lo mismo provocan los antidepresivos, drogas legales, pero igualmente enmascaradoras de la verdad. El "no" rotundo de Miller a los antidepresivos y demás psicofármacos es sin duda revolucionario. La dependencia de las drogas obstruye el camino a los verdaderos sentimientos y emociones, impidiendo la curación. Sin duda, los millares o millones de psiquiatras en todo el mundo cuyo trabajo consiste fundamentalmente en atiborrar de pastillas a sus pacientes no conocen esta gran verdad.
Miller insiste en que a los padres que nos han maltratado no les debemos agradecimiento alguno y, desde luego, tampoco ningún sacrificio. Sacrificios que se hicieron por unos fantasmas, unos padres idealizados que nunca existieron. Cuando logremos renunciar a la esperanza de que nuestros padres nos quieran finalmente algún día, desaparecerán nuestras expectativas y, con ellas, el autoengaño que nos ha acompañado toda nuestra vida. Ya no creeremos que no éramos dignos de ser amados, porque eso no dependía de nosotros sino de la situación de nuestros padres, de cómo les afectaron sus traumas infantiles.
Los padres maltratadores suelen reaccionar mal al cambio esencial que sufren sus hijos cuando consiguen liberarse. Reaccionan con frustración y deseos de que el hijo vuelva a ser como antes, es decir, sumisos, leales, que consientan el menosprecio y, en el fondo, depresivos e infelices.
Lo que nos protege de la ciega repetición, de maltratar a nuestros hijos como nuestros padres nos maltrataron, es la aceptación de nuestra verdad, de toda la verdad, en todos sus aspectos.
La mayoría de los terapeutas insisten en la necesidad de perdonar a los padres. Para Miller, esa idea sólo refleja el miedo del terapeuta a sus propios padres. El perdón no cura. Dejar fluir tus sentimientos con libertad, ya sean sentimientos de amor o de odio, sí que puede curar. El adulto debe desarrollar una empatía profunda hacia ese niño maltratado cuyo sufrimiento nadie vio. Es a ese pequeñín al que debemos amar, no a los que lo torturaron. El camino hacia la madurez no pasa por la tolerancia a las crueldades sufridas, sino por el reconocimiento de la propia verdad y por el aumento de la empatía hacia el niño maltratado.
Los sentimientos positivos fingidos, que propugnan tantas terapias, no solamente duran poco, también nos dejan en el estado del niño con sus infantiles esperanzas de que los padres algún día muestren su lado bueno. Muy al contrario, es necesario que podamos vivir las llamadas emociones negativas y transformarlas en sentimientos sensatos. Las emociones vividas no son eternas. Sólo cuando las desterramos anidan en el cuerpo. No podemos querernos, respetarnos ni entendernos a nosotros mismos si ignoramos los mensajes de nuestras emociones, como, por ejemplo, la ira. A pesar de ello existe toda una serie de reglas y técnicas "terapéuticas" para manipular las emociones. Nos dicen, con la mayor seriedad, cómo se puede eliminar la tristeza y provocar la alegría. Personas con graves síntomas corporales se dejan asesorar en las clínicas , con la esperanza de liberarse así del resentimiento hacia sus padres. Los resultados a largo plazo son siempre desastrosos.
Miller distingue entre la comunicación auténtica, que se basa en hechos y facilita la transmisión de los sentimientos e ideas propios, y la comunicación confusa, que se basa en la tergiversación de los hechos y en la acusación a otros de las emociones indeseadas que uno tiene, emociones, que en el fondo, van dirigidas hacia los padres.
En "El diario ficticio de Anita Fink", Miller expone las vivencias de un joven anoréxica. Esta joven sólo deseó desde su más tierna infancia una comunicación emocional auténtica, sin mentiras, sin falsas preocupaciones, sin sentimientos de culpa, sin reproches, sin advertencias, sin temor, sin proyecciones. Cuando esa comunicación nunca ha tenido lugar, cuando al niño se le ha alimentado con mentiras, entonces éste se resiste a crecer con este "alimento". Sólo cuando Anita pudo experimentar esa comunicación auténtica con otras personas pudo al fin superar su enfermedad.
En el Epílogo del libro se  resumen sus ideas en cuatro puntos:
1.El amor que siente el niño maltratado hacia sus padres no es amor, sino un vínculo cargado de expectativas, ilusiones y negaciones que exige un alto precio a todos los implicados.
2. El precio de este vínculo lo paga en primer lugar el niño, que crece con el espíritu de la mentira, cosa que pagará probablemente con su salud.
3. El fracaso de muchas terapias se explica porque muchos terapeutas han caído en la trampa de la moral tradicional. Cuando recomiendan el perdón a sus pacientes en realidad sólo están tranquilizándose a sí mismos.
4. Sin embargo, si el paciente tiene la suerte de ser asistido por un testigo con empatía, podrá vivir y entender su miedo a los padres y, poco a poco, romper los vínculos destructivos. Entonces descubrirá que sus terapeutas le han engañado, pues el perdón impide la cicatrización de las heridas y conduce a la pulsión a la repetición, con lo que nos convertiremos nosotros en maltratadores de nuestros hijos.
En definitiva, que sólo LA VERDAD nos hará libres. No todo el mundo está capacitado para asumir esa verdad. Muchos preferirán la enfermedad o la muerte antes que reconocerla. Pero, para los que sí estamos dispuestos a asumir el coste, nos espera una nueva vida.

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