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Paz y Ciencia

sábado, 20 de diciembre de 2014

Sobre Foucault



Poder, verdad y normalidad:
genealogía del hombre moderno a través de la lectura de M. Foucault

Marta Gil [*] 

Después de todo somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a competir, destinados a vivir de un cierto modo o a morir en función de unos discursos verdaderos que conllevan efectos específicos de poder[1]
En el siguiente texto llevaremos a cabo un recorrido por algunos de los aspectos fundamentales del pensamiento de Foucault. La cuestión central que atravesará los diversos puntos que trataremos será, cómo no, la cuestión del poder, que articularemos a través de una breve reflexión sobre la epistemología (viendo cómo en el orden del saber, la verdad, el pensamiento o el discurso el poder es, por una parte, objeto, y por otra, instrumento) y sobre la producción de subjetividad (es decir, de identidad) por parte de las ciencias humanas.

La formación de los discursos

Existen unos discursos que tienen estatuto y función de verdaderos: operan y circulan como tales y, con frecuencia, nadie se cuestiona su veracidad. Ahora bien, Foucault pone bajo sospecha tanto su veracidad, como su necesidad y su legitimidad. Como buen lector de Nietzsche que fue, presintió que “todas las cosas que duran largo tiempo se embeben progresivamente y hasta tal punto de razón que parece increíble que hayan tenido su origen en la sinrazón”[2]. De tanto repetidas, las verdades parecen naturales, descubiertas, perfectas. Al contrario que Kant, que, desde su isla de racionalidad,[3] pretendió la universalidad del conocimiento y la verdad, Foucault insinúa la historicidad de los mismos. La lectura de sus textos nos sugiere que conocimiento y verdad están configurados por el espacio y el tiempo, esto es, por el lugar y la época a la que pertenecen.
Así, en cada lugar y época se da una episteme determinada, o, en otras palabras, un conjunto de relaciones que pueden conectar las diversas prácticas discursivas existentes entre sí. De este modo, lo que cabe analizar si se desea hallar el umbral[4] en el que se empezó a forjar nuestra situación actual, son las regularidades discursivas que acontecen en un espacio-tiempo y que dan lugar a unas figuras epistemológicas particulares, unas ciencias y unos métodos específicos, unos sistemas de pensamiento y unas experiencias del mundo concretas.[5] Saber y verdad, en consecuencia, son producidos, elaborados en relación a un contexto histórico y engendrados y promovidos por los seres humanos. No existe tal cosa como “la verdad” única y originaria, ni un avance inexorable por parte de de nuestros saberes hacia ella.[6] Lo que cabe preguntarse entonces es: ¿cómo se constituyen los saberes y las verdades?
En el lugar y el momento en que se produce una verdad –y, en consecuencia, se excluye y silencia otra-, se establecen unas reglas del juego, se inducen formas de subjetividad, también se está ejerciendo el poder en una determinada dirección. Por lo tanto, detrás de los saberes y sus discursos de verdad, se encuentra el poder. Precisamente por eso, Foucault señaló que su trabajo consistió en llevar a cabo una historia política de la formación de saberes y verdades: preguntarse por un acontecimiento, o por el momento de emergencia de una positividad implica preguntarse por las relaciones y mecanismos de poder a través de los cuales ha tenido lugar.
Las ciencias humanas resultan ser un lugar privilegiado en el que observar la interrelación entre poder, saber y verdad. En la época de fundación de la modernidad y del nuevo orden burgués, éstas surgen al servicio de la producción de instituciones y saberes que controlen y gestionen al ser humano. No es casual, por tanto, que sea precisamente en este momento en el que aparecen nuestras ideas actuales de locura, de normalidad o de penalidad. Tampoco resulta extraño, entonces, que Foucault desarrollara sus investigaciones centrándose en el marco de la época clásica. La modernidad es también la época del culto a la razón, del racionalismo, la Ilustración, del desarrollo de las ciencias, y de ello se deriva que lo que escapa al los límites del conocimiento, todo lugar allende la isla y lo que de allí provenga, aparece como extraño, hostil o anormal. La modernidad es la época del monólogo de la razón: el que no se atiene a su racionalidad no puede formar parte del “Nosotros”, es el “Otro”, el excluido, el omitido. Tampoco es ya un sujeto, sino un objeto de estudio. ¿Para quién? Para quien detenta el buen uso de la razón, la verdad, el poder: las ciencias humanas.
Como caso paradigmático encontraríamos el que se describe en La Historia de la Locura. La locura, que en ningún caso puede servir para la obtención de un conocimiento universal, objetivo y racional, y que además es improductiva en términos económicos, pasó a considerarse, en un momento determinado, embustera, ridícula, grotesca e indeseable. Se le niega toda posibilidad de verdad, de lenguaje, y todo en ella se vuelve irracional, absurdo e incluso peligroso. Bajo este pretexto, se decreta su encierro.[7] Ahora bien, antes de que apareciera el lenguaje de la psiquiatría, no existía una experiencia diferenciada de la locura y la razón.[8] Hacia el siglo XVIII, ésta ciencia humana pasó a detentar el discurso verdadero a propósito de la racionalidad y a disponer quién era conforme a la razón y quién incompatible con ella, quién el cuerdo y quién el loco, quién, en definitiva, pertenecía al grueso homogéneo de los “normales” y quién al grupo marginal de los “anormales”.
Junto a la distinción locura-sinrazón, se idearon tantas otras: buen ciudadano-delincuente, sano-enfermo, practicante de una sexualidad ordenada o de perversiones, etc. Las ciencias humanas pasaron, en consecuencia, a ejercer un poder sobre los individuos: el de decidir cuál era su lugar en la sociedad como integrantes de la misma o como marginados.
Así pues, saber y poder siempre se encuentran íntimamente ligados e implicados.[9] Las ciencias humanas producen verdades que traspasan los límites de lo puramente académico y se extienden por todo el tejido social, es decir, que ponen en circulación verdades y conjuntos de reglas que deben ser acatadas y seguidas. En el siglo XVIII, con el perfeccionamiento de lo que Foucault llama los “procedimientos panópticos”, ocurre lo siguiente:
Formación de saber y aumento de poder se refuerzan regularmente según un proceso circular (...). El hospital primero, después la escuela, y más tarde aún el taller (...) han llegado a ser, gracias a las disciplinas, unos aparatos tales que todo mecanismo de objetivación puede valer como instrumento de sometimiento, y todo aumento de poder da lugar a unos conocimientos posibles.[10]
De este modo, el poder es ejercido encerrando y excluyendo, desplegando un control sobre los individuos y sobre los discursos de verdad. Al mismo tiempo, las ciencias humanas producen saber a partir de este encierro, saber que, a su vez, afina el encierro y la exclusión de forma que poder disciplinario y saber de las ciencias humanas se implican en un bucle de retroalimentación mutua. No nos sorprende, entonces, que, tanto hace dos siglos como en la actualidad, sean los especialistas cuyos saberes están inscritos bajo el dominio del alma, esto es, los expertos en ciencias humanas, los encargados de supervisar los castigos en las prisiones (psicólogos, médicos y trabajadores sociales, entre otros) y la sanción o aprobación de las conductas en general (psicólogos y médicos de nuevo, pedagogos, sexólogos, educadores y profesores, etc.). En el alma del ser humano contemporáneo todavía se pueden reconocer los signos de ciertas tecnologías de poder sobre el cuerpo en las que las ciencias humanas tienen mucho que ver. Pero éste es un tema que ampliaremos en el punto siguiente.

Genealogía del hombre moderno: un ser sujeto a la normalidad[11]

Hacia el siglo XVIII acontece un corte, se da -utilizando el término de un autor cuyo pensamiento guarda no pocos paralelismos con el de Foucault-, un cambio de paradigma en el que las relaciones de poder existentes cambian. Como consecuencia del surgimiento de un nuevo orden político, social y económico impulsado por la burguesía, aparecen nuevas formas de gobierno de la población y, en consecuencia, nuevas formas de ejercer el poder. En este escenario, se originan dos tecnologías de poder que se superponen con el objetivo de controlar y gestionar la población de una forma eficiente y eficaz útil para el nuevo orden: por un lado, “una técnica disciplinaria, centrada en el cuerpo, que produce efectos individualizantes y manipula al cuerpo como foco de fuerzas que deben hacerse útiles y dóciles”; por otra, “una tecnología centrada sobre la vida (...), que recoge efectos masivos de una población específica y trata de controlar la serie de acontecimientos aleatorios que se producen en una masa viviente (...), una tecnología en la que los cuerpos son ubicados en procesos biológicos de conjunto”.[12]
En otras palabras, con el nacimiento del orden burgués nacen también las técnicas disciplinarias y la biopolítica, que posibilitan una nueva economía del poder que, mediante determinados procedimientos, permite hacer circular efectos de poder de manera continua, ininterrumpida y adaptada a los individuos por todo el cuerpo social.[13]Las técnicas disciplinarias son métodos que consisten en controlar rigurosamente las operaciones del cuerpo de las personas con el objetivo de garantizar una sujeción continua y persistente de sus fuerzas para imponerles una relación de utilidad-docilidad.[14] El nuevo régimen es consciente del potencial del cuerpo: éste no debe ser maltratado, sino aprovechado. Pero, ¿cómo lograrlo? Pues tratando de aumentar dichas fuerzas en términos económicos, y disminuyéndolas al mismo tiempo en términos políticos de obediencia.
La disciplina adiestra y saca partido a las capacidades que caracterizan a cada individuo. Desde la más tierna infancia se nos enseña a ser obedientes; a reprimir la alegría excesiva o la diversión, también los accesos de llanto; se penaliza nuestra impuntualidad y cualquier distracción; la indocilidad es castigada, los gestos impertinentes censurados; otros fijan de antemano a qué podemos jugar y en el futuro aspirar en función de nuestro sexo, etc. Pero también se nos insta a desarrollar determinadas virtudes: si tienes dotes para el estudio, entonces deberás sacar buenas notas; si tienes un cuerpo fuerte y hábil quizá podrás ser un deportista de élite; si eres ambicioso, entonces “llegarás lejos”, etc. Por otra parte, estando nuestro cuerpo demasiado sujeto a las rutinas diarias y nuestra mente concentrada en alcanzar las metas que se nos imponen, ¿qué tiempo y voluntad nos queda para reflexionar sobre nuestra situación?; si además estamos convencidos de que el estado de cosas vigente funciona y es bueno para todos, ¿para qué cuestionarlo? Estos son los cuerpos (y las mentes) útiles y dóciles que se complace en producir la sociedad disciplinaria.[15]
En lo referente a la biopolítica, el control se establecería de forma paralela a como ocurre con las disciplinas, pero en este caso el objeto de estudio y dominación no sería ya el individuo sino la población en su conjunto, la especie, la vida. Natalidad, mortalidad, demografía, enfermedad, salud e higiene públicas y demás problemas colectivos pasan a ser una cuestión primordial para la biopolítica. El porqué se puede buscar en el importante papel que juegan estos elementos en los ámbitos de la economía y la política. Un loco, por ejemplo, no es el tipo de cuerpo útil y dócil que el nuevo orden económico, político y social necesita; en consecuencia, éste debe ser encerrado.
La sexualidad, por su parte, constituye el terreno excepcional en el que se articulan disciplinas y biopolítica.[16] Esto explicaría, como indica Foucault, el protagonismo que ésta adquiere para la medicina hacia el siglo XIX, porque la sexualidad tiene que ver con el cuerpo individual del sujeto, pero también con fenómenos globales como la natalidad o las enfermedades de transmisión sexual. De este modo, un homosexual o un transexual “atentan” (o, al menos, lo hacían hasta hace poco, porque esta percepción de los hechos está quedando en desuso) de dos maneras distintas contra el orden establecido: por una parte, no se ajustan a la normalidad de las conductas sexuales estereotipadas consideradas como válidas o reglamentarias por el resto de la sociedad; por otra, no siguen la dinámica del resto de la población en lo que refiere a la formación de una familia tradicional “normal”, entre otras cosas, porque con frecuencia no pueden tener descendencia sin recurrir a ciertas tecnologías de la fertilidad o a la adopción. Lo que cabe preguntarse entonces es: ¿quién establece, tanto en el ámbito de la biopolítica como en el de las disciplinas, qué es normal y qué no? Ya hemos sugerido el papel esencial de las ciencias humanas a este respecto.
Las ciencias humanas disponen cómo debe ser y actuar el hombre moderno (y también el contemporáneo). Los médicos nos dicen cómo hemos de hacer para estar sanos, también prescriben fármacos para solucionar males, incluso en ocasiones intervienen quirúrgicamente nuestro cuerpo para mejorarlo, ya sea funcional o estéticamente; los psicólogos nos ayudan a ser asertivos (ésta es una de las palabras favoritas de su jerga), a afrontar las crisis vitales, a tomar decisiones importantes, a orientarnos; y así un largo etcétera. Sin embargo, puede que los medicamentos no siempre sean necesarios para solucionar cualquier dolencia; o que las operaciones estéticas sean casi en su totalidad prescindibles; o que la reflexión sobre la propia existencia, y las decisiones que uno debe tomar, sea más un trabajo para uno mismo que para que lo lleve a cabo otro, aunque éste se haya profesionalizado en ello.
Además de decretar cual es la forma correcta de ser y actuar para las personas, las ciencias humanas se encuentran vinculadas a los procedimientos disciplinarios que sujetan al hombre una serie de normas. Éstas ejercen su influencia en la organización y metodología que sigue la enseñanza, por ejemplo, a través de la pedagogía; en el funcionamiento de una fábrica o empresa, a través de la economía o la sociología; en las creencias y valores que poseen y transmiten las familias, etc. La nuestra es una sociedad disciplinaria en la que una red invisible y difusa de poder que lo atraviesa todo produce y reproduce nuestros hábitos, nuestras costumbres, nuestros pensamientos, las experiencias y percepciones que tenemos de determinados objetos, y, en definitiva, regula nuestras conductas.
Foucault afirma que las antiguas formas de poder violentas y rituales fueron sustituidas en la modernidad por una tecnología fina, sutil, calculadora y precisa de la sumisión.[17]En el umbral en el que surge nuestro presente se da una paradoja: mientras se promulgan ideales revolucionarios de libertad y se aboga por instaurar constituciones democráticas, una legión de micropoderes se extiende por doquier. Lo que manda, a pesar de lo que nos pueda parecer, no es el sistema legislativo al que se supone que nos atenemos, sino las normas. El poder disciplinario establece una suerte de “infrapenalidad” que castiga toda clase de conductas menores que, por supuesto, la ley ligada al sistema penal no contempla. La ley determina el encierro dentro de la prisión; las normas, por el contrario, imperan dentro y fuera de ella.[18]
Así pues, las sociedades autodenominadas libres y democráticas se encuentran sometidas tanto al sistema capitalista[19] como al poder disciplinario de la norma; los individuos, por nuestra parte, no somos tan libres como podemos creer, a pesar de poder escoger (en mayor o menor medida) qué profesión desempeñar, qué pareja tener, el color de nuestra ropa, finalmente los mecanismos disciplinarios alcanzan su objetivo: somos individuos-masa, normalizados, cuerpos dóciles y productivos económicamente que elegimos el color de nuestra ropa, la pareja con la que dormimos o la profesión que tenemos en base a unos prejuicios infundados, a una mentalidad producida. ¿O acaso conoce el lector una persona cuya máxima realización personal consista en ser basurero, o fregasuelos? ¿O a alguien de clase media o alta enamorado de un inmigrante ilegal subsahariano? ¿A algún valiente que vaya al trabajo o a un evento social, como una boda,  realmente vestido como le apetezca? Los dispositivos de observación y dominación[20] basados en la mirada se encuentran diseminados por toda la red social. Constantemente, nos sentimos vigilados y juzgados, al tiempo que nosotros hacemos lo mismo con los demás, por lo que, finalmente, todos somos jueces de la normalidad y esclavos de la misma a la vez.
Los dispositivos disciplinarios, además, constituyen mecanismos de control constante: en la escuela, el trabajo y en nuestra vida cotidiana en general, nuestro tiempo está administrado según un patrón común. Todos nos levantamos a una hora similar por la mañana, nos desplazamos al lugar de estudio o trabajo, hacemos un descanso a media mañana, volvemos al trabajo, salimos a comer, etc. Del mismo modo, también el espacio está distribuido de una manera particular: en el barrio céntrico de la ciudad, los vecinos gozan de una posición socialmente privilegiada, hay zonas ajardinadas y el Ayuntamiento se encarga de cuidar las calles; en el barrio periférico, al que los demás denominan ‘marginal’, habitan las clases trabajadoras, los inmigrantes, los gitanos, las prostitutas y no hay jardines, las calles están descuidadas y las fachadas de los edificios ajadas. En el colegio, o incluso en la Universidad, los alumnos se sientan en pupitres distribuidos en filas y columnas, de manera que puedan ser vigilados; el profesor, suele estar situado en una tarima situada más alta, desde la que puede observarlos bien, controlarlos, y también ser visto. Por supuesto, su localización espacial, al estar más alta, denota su autoridad y preponderancia respecto a los alumnos.
Pero a los mecanismos disciplinarios de vigilancia, control y jerarquización externos, también les acompañan otros igual de efectivos: los de autovigilancia y autocontrol.
En la sociedad disciplinaria, el individuo, igual que el preso en la cárcel, siente que está siendo vigilado constantemente, esté ocurriendo esto realmente o no, por una suerte de panóptico omnipresente. Y hasta tal punto llega la intimidación que ejerce esta vigilancia sobre él, que interioriza el control al que teme que debe ser sometido, llegando a ser él mismo el que domina su conducta, regula sus hábitos o encauza sus acciones en una dirección determinada sin necesidad de que alguien lo fuerce mediante la violencia.
Foucault señala que el sistema penal “es la forma en la que el poder, en tanto que poder, se muestra del modo más manifiesto”.[21]Cuando alguien se encuentra en la cárcel, todas las facetas de su vida están controladas: no puede salir, ni hacer el amor, ni estar cerca de sus familiares; come cuando y lo que otros deciden...En definitiva, el poder en la prisión se muestra de forma totalmente ostensible e incluso, como afirma el propio autor, delirante, extrema. Sin embargo, este ejercicio feroz del poder se encuentra justificado por una suerte de postulado moral: se cree que el castigo es merecido por el castigado, que las autoridades que velan por el buen funcionamiento de la sociedad y ajustician a aquél que entorpece su buena marcha, que en la prisión triunfa el bien sobre el mal.[22] Estas creencias forman parte de esa amalgama inconsciente de ideas interiorizadas que nos han inducido las técnicas disciplinarias. Por eso no sorprende que las mismas normas que funcionan en la prisión, circulen de una manera similar por todo el cuerpo social, extendiéndose a todos los ámbitos de la vida cotidiana, porque nuestra organización de la sociedad asienta sus cimientos sobre el poder disciplinario.
De este modo, las ciencias humanas, como veníamos diciendo, ejercen un control sobre el cuerpo elaborado a base de ritmos, hábitos, comportamientos, y, además, sus instituciones representan un régimen de control que también tiene efectos en nuestra interioridad y condiciona nuestra conducta: aunque nunca nos hayan llevado presos, o encerrado en un sanatorio, la prisión o el manicomio tienen un significado claro para nosotros. El lugar del encierro simboliza el emplazamiento al que van a parar los indeseables, los criminales, los locos, los excluidos. Las ciencias humanas y sus instituciones, al ser las que producen la figura del loco o la del delincuente, actúan a modo de cedazo, separando las “impurezas”, cribando los individuos que componen la sociedad, estableciendo una distinción entre incluidos y excluidos.
Estas distinciones, además, provocan efectos de reconocimiento.[23] De este modo, las ciencias humanas instituyen mediante su discurso de verdad identidades o semejanzas y diferencias o exclusiones. “La penalidad perfecta –dice Foucault- que atraviesa todos los puntos y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias compara, diferencia, jerarquiza, homogeneiza, excluye. En una palabra, normaliza”. Lo semejante está del lado de la normalidad, lo que se adecua al canon, lo que es conforme a un mismo patrón homogeneizador y lo que corresponde con aquello en lo que el individuo-masa busca reconocerse; la anormalidad, en cambio, pertenece al dominio de la rareza y la fealdad, al ámbito de lo irregular, la anomalía que debe ser eliminada.
En los estudios de Foucault vemos cómo la locura y la delincuencia fueron encerradas, pero en nuestra realidad cotidiana podemos observar cómo el que no se ajusta a la norma es señalado, menospreciado, risible, marginado, agredido, etc. Una peculiaridad física, una opción sexual determinada, un timbre de voz particular o una forma de vida alternativa constituyen, con frecuencia, motivos para ser señalados, aunque en realidad no sean más que muestras de la diversidad del mundo: la realidad es múltiple, las personas son diferentes y también nuestras elecciones lo son (o deberían poder serlo). Lo que resulta absurdo, entonces, no es la particularidad de cada uno, sino la voluntad de ceñirse a la ortodoxia que nos es impuesta y hacer lo que sea para poder reconocernos y ser reconocidos en el grupo de los normales, así como el hecho de convenir en que existan unas jerarquías sociales fundadas en la normalidad (es decir, mostrarse conforme con la idea de que los “normales” son mejores).[24]
El poder toma formas múltiples y móviles, por lo que no sólo actúa inhibiendo, condenando o anulando. En consecuencia, no se puede hablar sólo de su faceta negativa si se pretende abordar la cuestión de cómo éste influye en la formación de identidades. Como hemos ido viendo, el poder también puede tomar una figura positiva, productiva: “el poder produce realidad, produce ámbitos de objetos y rituales de verdad”.[25]Del mismo modo, el poder produce sujetos, identidades y diferencias. “Si el poder no fuera más que represivo, si no hiciera otra cosa que decir no, ¿cree usted verdaderamente que llegaríamos a obedecerlo?”,[26] pregunta Foucault a su interlocutor en un diálogo. El poder estimula, incita a hacer determinadas cosas, a tener determinados valores, también induce placer y, en definitiva, nos hace ser quien somos: una vez más, individuos dóciles y útiles. Un ejemplo claro: en las sociedades occidentales, al contrario de lo que ocurría hace unos años, o de lo que sigue ocurriendo en otros países, se nos alienta a mostrar nuestro cuerpo. A través de la moda, la cirugía, la cosmética, la dieta, el deporte casi se nos trata de imponer el cuidado del cuerpo como una obligación, pero una clase de cuidados que se encauzan en una determinada dirección: la del consumo. De este modo, no se nos invitaría a cuidar realmente nuestro cuerpo, sino a hacerlo coincidir con los modelos que dictaminan ciertas industrias.[27] Mantener el propio cuerpo acorde con dichas pautas constituye, además, una empresa de proporciones épicas, puesto que exige (de nuevo) un trabajo constante de autovigilancia y examen, e implica una preocupación ininterrumpida, un empleo de tiempo y esfuerzo, una jerarquía de necesidades.
Otro buen ejemplo de la faceta productiva del poder lo encontraríamos en la escala de valores de las personas que componemos las sociedades occidentales. A menudo, tenemos interiorizado el valor de tener un trabajo bien remunerado, un buen coche, ropa a la moda, de ser guapos, de estar sanos y demás; de este modo, consideramos positivamente aquellos valores que nos induce la sociedad de consumo, pero olvidamos o postergamos otros valores como aquellos relacionados con la solidaridad, la sostenibilidad o la justicia.
En los ejemplos que hemos utilizado, el poder tomaría la forma de poder económico; sin embargo, ello no implica que el poder se localice en la economía o en otras grandes instituciones como el Estado.[28] El poder, por el contrario, es como una suerte de malla que se extiende por todo el tejido social, puesto que en toda relación humana existe una relación de poder. Éstas se dan entre grandes organismos e individuos, entre empresas y trabajadores, entre políticos y votantes, pero también existen a otros niveles mucho más cotidianos: entre amigos, entre amantes, entre padres e hijos.[29] De este modo, no podemos estar fuera del poder, éste atraviesa conciencias, cuerpos, relaciones sociales, o, en otras palabras, circula a través de nosotros, lo individuos.[30] Sin embargo, esto no implica que deba aceptarse como una forma ineludible de dominación. Del mismo modo en que el poder es múltiple en sus formas e integrable en estrategias diversas, también lo son las maneras de oponerse a él. Los individuos no somos necesariamente el blanco inerte del poder, sino que éste nos transita transversalmente; en consecuencia, del mismo modo en que es ejercido en una dirección, es posible cambiar su rumbo. Así pues, aunque el ser humano contemporáneo sea un producto resultante de la interacción entre poder disciplinario y saber de las ciencias humanas, también existe la posibilidad de un presente y un futuro diferentes. Esta cuestión es la que trataremos en el siguiente punto.

Filosofía desde el océano

A lo largo de este texto hemos tratado de mostrar cómo las denominadas ciencias humanas producen discursos que funcionan como verdaderos, creando también sujetos e identidades. Asimismo, hemos visto que, al aportar su verdad sobre el hombre bajo la máscara de filantropía, lo que hacen realmente es sujetarlo a las identidades que ellas mismas producen. En resumen, los discursos de verdad que las ciencias humanas pusieron en marcha (sobre la locura, la delincuencia o la anormalidad) en un momento dado, traspasaron los muros de los hospitales, los manicomios o las cárceles, y pusieron en funcionamiento unos complejos mecanismos en virtud de los cuales las personas, desde la modernidad hasta ahora, han sido homogeneizadas a través de su común sujeción a las normas.
Estas normas constituirían el ámbito de la costumbre, lo rutinario, aquello conocido y que, por tanto, nos da seguridad. En otras palabras, el enclave de la normalidad sería también el de la isla kantiana de racionalidad y unidad. Más allá de sus límites se encontraría el océano, las aguas enigmáticas del territorio de lo ignoto, pero también la libertad, la posibilidad de ser curioso, explorador, de pensar de otro modo. Esta opción probablemente sea la más arriesgada y la que provoque más angustia: ser libre no siempre es el camino más fácil, pero, ¿qué es el ser humano sino un sujeto que se afirma a través de sus proyectos como una trascendencia?[31]
Una de las pequeñas acciones locales que nosotros podemos llevar a cabo para plantarle cara al poder que es ejercido sobre nosotros en contra de nuestra voluntad es rechazar la identidad que nos es impuesta desde el discurso dominante; renunciar a la uniformidad, la homogeneidad, la normalidad, los roles que son producidos y con los que nos reconocemos, y reivindicar las propias diferencias, la diversidad de identidades, la multiplicidad del mundo. Se trata, entonces, de tomar la propia existencia como objeto de elaboración constante (tarea ética y política) y como obra de arte (tarea estética).
Por lo que a la filosofía respecta, la propuesta de Foucault consistiría en hacer filosofía desde el océano. No se trataría ya de fundamentarla, de crear un sistema capaz de dar cuenta de la realidad al completo o de poner límites al conocimiento. En el ser humano residen más capacidades además de la de conocer. Encerrarlo en el ámbito circunscrito de la racionalidad (o, más bien de una racionalidad determinada) y la normalidad, de la isla, implica limitarlo, reducirlo, cercenarlo. Sin embargo, para el ser humano es posible establecer relaciones polimorfas con las cosas. La razón trata al mundo como un mero objeto inerte, prescribe leyes a la naturaleza, y también al hombre; desde el océano, en cambio, se alcanza a entrever la riqueza de la realidad y su palpitante vitalidad. El artista, el poeta, o cualquiera que se atreva a adentrarse en las aguas esotéricas, no pretende hallar el conocimiento verdadero, sino que escucha la voz del mundo de una manera distinta, entablando un intercambio con él más allá de los límites que la razón impone.
La filosofía, por tanto, debe ir de la mano de la curiosidad. Pero una clase especial de curiosidad: aquella que incita a ir más allá de lo obvio, a buscar otra manera de ver las cosas, que impulsa a deshacernos de nuestras familiaridades[32] y hacer visible aquello que nos es tan próximo que ni siquiera reparamos en ello.[33]Aquellos que deciden quedarse con la seguridad de la isla hacen de su tarea legitimar lo que ya se sabe; meterse en el barco y adentrarse en el océano, por el contrario, implica desplazarse, hacer un esfuerzo por pensar de manera distinta, transformar los valores adquiridos y, en definitiva, “llegar a ser otra cosa de lo que se es”.[34]

Si, como hizo Foucault con Nietzsche, nos servimos su pensamiento para utilizarlo, deformarlo y hacerlo chirriar, podemos leer en sus obras una invitación a rasgar nuestras ataduras y sujeciones; a emanciparnos, ser autónomos, soberanos de nuestra propia existencia; a acariciar nuestros propios proyectos, realizar nuestros propios fines y, en definitiva, a trascendernos día a día mediante el ejercicio de nuestra libertad.

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