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Paz y Ciencia

domingo, 14 de diciembre de 2014

Guillermo Borja en la cárcel



"Voy a intentar narrar cómo pensaba que me podría relacionar en la cárcel. Empezaré por cómo me imaginaba yo que era una población de delincuentes. No había tenido nunca ni a ningún nivel, ni tan sólo una hora o un minuto, ningún contacto con la cárcel.
Como bien se sabe, desde que la Policía Judicial le da a uno la bienvenida, el trato es a base de golpes. Además, son tales las técnicas de opresión en los países tercermundistas y subdesarrollados que uno acaba por firmar cualquier acto que no cometió.
A partir de ahí, uno se va volviendo o no paranoico porque no se trata de paranoia sino de realidad. ¿Quién no tiene núcleos internos de contenido paranoico sin tocar?. Yo creo que todo el mundo, y aquella realidad los potencia aún más. Entonces, cuando uno cae en manos de ellos, empieza el caos. Un caos en el cual la amenaza constante y presente es la de la muerte.
Por lo que uno oye, ve, por lo que te hacen, por tus compañeros y la gente que está ahí no se trata de muerte psicológica sino de muerte real, de la muerte en vida. Después de pasar por las dependencias judiciales la llegada al Penal es fácil. Cuando supe que me tocaba una cárcel de 1.300 personas, me figuraba, deducía, (no por necesidad de investigar sino de saber) que la estructura de un delincuente es la de una persona rebelde, fóbica al miedo y por lo tanto enmascarada de violencia y agresión como mero mecanismo de subsistencía.
En un ambiente como aquel no ser violento propiciaría que me sometieran no porque me falte capacidad para ser agresivo y violento sino porque no me convencía aquello de pagar con la misma moneda. Era gente de un nivel cultural muy bajo, sin ningún conocimiento personal, con esa costumbre tan propia de los penales de querer dirigir a los demás, de vivir a través del otro dándole seguridad, protegiéndole.
Dentro de la cárcel, dentro de los dormitorios, existe un inframundo independiente de los vigilantes y de la dirección. Aquellas normas y valores de los delincuentes estriban en el reconocimiento del que más robó, asesinó o violó. Al peor de todos se le considera el jefe mayor.
Yo, al no tener ninguna de esas conductas delictivas de la cual presumir delante de ellos, sino todo al contrario, fantaseaba que el orden, el silencio y el hablar bien podía ser una provocación.
Me angustiaba el cómo dar el primer paso, no esperar a que se acercaran sino ir yo hacia ellos. No sabía quiénes eran mis compañeros de celda. El robo es algo corriente en la cárcel. Por mi propia patología, soy exagerado en todo. La austeridad no es mi fuerte, y me imaginaba que esto podría representar una mayor provocación. Lo que sí tenía claro era que no respondería a ninguna agresión. Así podría dar pie a que no siguieran manteniendo el mismo tipo de diálogo. Mi edificio agraciada o desgraciadamente era el peor, el más ruinoso, violento y con mayor nivel de drogadicción. Tuve la suerte o la desgracia de caer allí.
Había otra alternativa que nunca quise coger: consistía en acercarme a la dirección para que me dieran la oportunidad de trabajar en algo. En estosmomentos, me sentía muy mal internamente por la pérdida de la libertad.
El medio ambiente era muy agresivo, muy hostil.
Los compañeros de edificio son invasivos, intentan tomarle el pelo a uno. No se quieren sentir menos que uno, y entoncestodo nuevo tiene que pasar por la novatada, y la novatada es explotarlo a uno. Lo primero que hice no conscientemente, por lo menos no creo que lo haya tenido calculado fue no perder el centro de atención sobre mí, mantenerme lo más posible alerta; no como vigía paranoide sino atento a mis respuestas, a mis palabras,al contenido de mis palabras, atento a mi respiración, atento, atento a mí.
Al estar tan ocupado en aquello, no me daba tiempo de ver el exterior, ponerme a analizar, a cuestionar a los demás. Me era más productivo estar conmigo, más sano que buscar disculpas fuera: las había y en abundancia si las quería encontrar, porque en un ambiente como éste existen todos los factores de provocación. Opté por no perder mi centro de gravedad, y cuando digo gravedad me refiero al presente, al estar consciente. Un estar consciente de la cárcel, de no ponerme la etiqueta de superioridad económica, intelectual o psicológica, sino de ser sencillamente uno más.
Era posible e imposible serlo porque no teníamos nada en común. Lo único que compartíamos era la pérdida de la libertad. Yo asumía el por qué estaba aquí y veía que en el fondo ninguno de ellos aceptaba
la cárcel en el sentido en que no se responsabilizaban de los actos que provocaron el ingreso en ella. Veía en las manifestaciones de destrucción de la institución, la misma rebeldía, y en el reclamo y en la demanda la
no-aceptación de haber delinquido.
Mi situación era ir limpiándome lenta y claramente porque directa o indirectamente yo había optado por estar aquí. Podría disculpar la forma y la situación en que ocurrió pero era muy consciente de haber decidido estar aquí.
Eso me tranquilizaba, me daba la posibilidad de no estar en el exterior, de no perder el tiempo en el reclamo. Por tantas cosas qué digo, por la agresión a través de la violencia, me era difícil relacionarme con mis compañeros y también con el área de vigilancia.
Me parece evidente que cualquier trabajador se identifique consciente o inconscientemente con el lugar en el que trabaja. Lo que intento decir,es que los custodios (las personas que trabajan en un penal) tienen una
maldad reactiva convertida en bondad, y que tienen los mismos pensamientos y la misma reacción puesta del lado de la pseudo-bondad.
Me costó aceptar que la autoridad nada tenía que ver con losconocimientos intelectuales, económicos o de crecimiento personal. El aceptar la autoridad por la autoridad no era congruente con mi situación pseudo- evolucionada, y que un patán, un ignorante, alguien grosero,violento e inhumano pudiera ejercerla fue todo un trabajo para mí, me confronté con que yo no podía hacer otra cosa que integrar lo que sentía y lo que pensaba. Me descubría constantemente escabulléndome en interpretaciones y justificaciones de lo que me rodeaba. De no haber proseguido con la auto-observación constante, hubiera caído en las tentaciones que se me presentaban y esto es una jungla de tentaciones. Se trataba ante todo de no ponerme en la actitud de desvalorizar a los demás,descalificarles por ignorantes.
Lo primero que hice en este edificio (que ya comenté que era el peor, por rebeldes, por antisociales, por agresivos, por fármaco dependientes, por reincidentes, con una población nada uniforme sino muy diferente en delitos y personalidades), lo primero que hice fue localizar a los líderes, saber quiénes eran los que gritaban más fuerte, los que de una manera u otra llevaban la batuta. No era premeditado, sino que iba percibiendo mis intenciones sobre la marcha. No me costó localizarles ni comunicarme con ellos. Ya sabían porqué yo estaba aquí, ya tenían la información de mi caso por periódicos de mucho escándalo y me creían un pez muy gordo.
Fui acusado de narcosatánico. Me parece que ellos no me la creyeron y pensaron que era parte de una estrategia montada por mí.
Durante mucho tiempo, insistieron en que les contara qué hacía yo con los cadáveres y las magias negras. Cuando les dije la verdad hubo encuentro. Hablé por separado con cada uno de ellos. Siempre he creído que la palabra va a la mente, y que la gente pregunta desde la cabeza y ese preguntar es pura satisfacción narcisista, egocéntrica. Yo intentaba llegarles al corazón, que mis respuestas tuvieran la capacidad suficiente
como para llegar a la esencia de ellos: al corazón.
Contestar con la verdad y que ellos tuvieran el derecho de creerme o no, pues es difícil en el imperio de la mentira que me la creyeran a mí a la primera; Yo sabía que esto lleva tiempo, pero sucede que merecer la confianza es toda una labor: se gana con la actitud, no a través del convencimiento intelectual, que confíen en mí me llevaría mucho tiempo.
Por mi propia seguridad tenía que actuar de inmediato. Estaba atento a no intentar dar un doble mensaje y no despertar fantasías. Era muy consciente de que lo que sembrara se me iba a rebotar. Al saber ellos que
yo era terapeuta me vieron como alguien en quien confiar. Empezaron a hacerme preguntas, a preguntarme sobre su familia, ellos creían que yo era abogado), a consultarme como médico hasta que (y eso me costó mucho trabajo) les logré aclarar que mi trabajo era ser terapeuta: es decirestar en el lugar más adecuado, en el imperio del sufrimiento. Les decía que yo estaba en el lugar idóneo, en el campo más fértil para trabajar. Les solía leer y contar historias a menudo. Les acostumbraba a que se escucharan hablar, a que se dieran cuenta de cómo se traicionaban y se delataban a sí mismos, cómo eran ellos mismos cómplices o traidores en la relación con la policía tanto como con sus compañeros de banda o de cárcel. Les invitaba a que despertaran a que abrieran los ojos, a que vieran qué mal se engañaban a sí mismos.
Me gané su confianza siendo uno de ellos pero sin victimizarme. No quitarme el saco sino dejármelo bien puesto, cosa que les desconcertaba porque veían que yo no negaba mi posición de delincuente.
Ese desconcierto en lugar de provocar en ellos inseguridad e incertidumbre hizo que yo fuera bien recibido. No tenían porqué desconfiar de mí. No tenía ni la conducta ni las características de un delincuente y eso les hacía confiar. Poco a poco, al relacionarme con ellos, iban reflexionando sobre el por qué de su estancia en la cárcel, ¿por qué repetían tanto? ¿por qué provocaban tanto a los custodios y a las áreas? ¿por qué buscaban inconscientemente todas las disculpas posibles para poder seguir siendo retenidos o para seguir siendo castigados?
Hicieron un buen trabajo. Muchos lograban captar cómo se trampeaban a sí mismos en esta aparente lucha intelectual de que lo único que les importaba era su libertad, cuando eso era mentira, porque terminaban haciendo lo imposible un día antes de salir para quedarse.
Era como el síndrome del niño golpeado que termina identificándose con el objeto opresor. Lo cual era ya una perversión. Yo les explicaba que al identificarse con el opresor terminaban negándose a sí mismos.
Tenía que hacerlo con mucha sutileza y claridad para no ser malinterpretado, ya que esto iba aparentemente en contra de su manera de pensar. Les hacía notar que el trabajo es sano y saludable y que el lugar donde vivimos es donde estamos, no donde queremos estar; que es nuestra casa y nosotros la hacemos casa o cárcel. No se podía negar que esto fuera cárcel pero yo no creo que la pérdida de la libertad física sea el valor más grande sino que la cárcel estriba en el impedimento de la libertad de expresión.
La invasión de tanta violencia del exterior, la violencia tan gratuita de mis compañeros, tanta agresión, tanto descontento, tanto resentimiento, para mí eso sí que era cárcel y lo sigue siendo.
Transformar a 1.300 era toda una odisea. Lo único que quería era vivir un poquito más en paz, que pudieran escuchar un poco de música clásica(la que ellos escuchaban no hacía más que reforzar la misma angustia, ansiedad y violencia). Intentaba que a través de la música se pudiera descansar y estar en silencio. El silencio aquí es casi imposible por los mismos niveles de angustia en que se vive, pero se logró bastante.
Hay que cuidarse de esos 1.300. Si te golpean y subes a dirección, te consideran un traidor, entonces no sólo te castigan sino que te rechazan dentro de la población y pierdes su confianza. Hay una ley general abajo: que si eres robado tú tienes que recuperar esa prenda (incluso a golpes) pero no puedes apoyarte ni en los vigilantes ni en la dirección, porque has traicionado a la población, a las normas delincuenciales por decirlo de alguna manera. Es necesario andar con mucho cuidado, lograr establecer buena relación con los líderes, con los compañeros.
Otra cosa que yo necesitaba era mantenerme, no perder la libertad, no disolverme entre todos, no perder mi centro, mi yo, mis ideales, mis pensamientos. La regla de oro para mí era rogarle a Dios que no me volviese duro, que no perdiera la capacidad de sentir, de amar, aunque eran grandes las tentaciones. Yo no quería ser violento, duro, insensible, demandante.
Otra preocupación mía era que mis ojos no perdieran la capacidad de llorar y así lavar mi alma. El precio a pagar por negar el sufrimiento y el dolor era la muerte en vida, por eso no quería endurecerme, convertirme en una piedra, volverme insensible. Sentir que en la mente tenía un mantra (OM NAMA CHIBA YA) fue una gran ayuda, un gran apoyo. Prefería decir Om Nama Chibaya que sentir latigazos, devolver las agresiones o querer aplastar a alguien. Luego, por las tardes, reflexionaba sobre las muchas posibilidades que tiene uno de no hacerse responsable de su situación. Hay cosas que dependen de uno y otras que no, pero sí tenía conciencia de que yo tenía que responsabilizarme porque era el único que podía hacer algo ahí. Este era el lugar más adecuado para hacerme la cárcel más cárcel o hacerme un proceso de crecimiento. El lugar también más difícil para ver de qué tamaño soy, de qué tamaño era yo y cuáles eran mis límites y mis capacidades. Era una revisión general y tenía disculpas de sobra para justificarme pero no se volvería a repetir esa oportunidad para aprender. Darme cuenta de eso fue importante. De otra parte, querer ser uno más era pura pretensión. No tenía nada que ver con mi realidad interna.
Era algo falso, soberbio, pues al no sentirme uno más por mis conocimientos era precisamente como yo podía servir a los demás.Me hubiera podido quedar empachado de lo poco que sabía pero era más útil ayudar a los compañeros y así ayudarme también a mi mismo.
¿A qué conclusión quiero llegar con todo eso? ¿Tenía esta visión de las cosas cuando me internaron? Hay una sola respuesta: que ha sido la cantidad de años de tratamiento terapéutico personal. Vi la inversión, la generosidad de ese proceso, el regalo que ha sido para mí, aunque puede parecer un poco loco decir que los frutos de la terapia fueron la capacidad de estar en la cárcel.
Pero es cierto: gracias a mi proceso, a mis maestros, a mi maestro Claudio Naranjo era capaz de asimilar, de aceptar, de comprender que tenía que pasar por ahí, y hacerlo del modo más limpio y auténtico posible.
Gracias al proceso terapéutico, se generaba el encuentro entre el dolor y la aceptación. Por un lado, estaba inmune a tantas provocaciones que en ese momento no me tocaban, y por otro lado me sentía vulnerable ante tanto sufrimiento. La enfermedad es la incapacidad de aceptar el dolor, el dolor entre humanos. Aunque suena loco decirlo, es bello el trabajo que se puede hacer aquí, el trabajo que se tiene que hacer aquí, por eso cada día siento menos deseos de salir.
La vida es donde uno está y es cierto que para vivir cualquier lugar es bueno. Los obsesivos del movimiento solemos creer que la libertad física es la que nos otorga la capacidad de satisfacemos y de placer. Cuando uno se da cuenta de que eso es así sólo en apariencia, encuentra la paz, la tranquilidad consigo mismo. Con ese eterno ir, escapar de uno, cuesta trabajo dar con el lugar donde uno tiene que anclar. Por lo menos a mí me sucedió que era un descanso muy merecido abdicar, huir de mí, no oponerme.
El segundo paso fue también importante. Me impuse participar en las actividades del centro. Ir a la escuela me daba mucho gusto. Quería hacer todo el recorrido de la escuela. El grado mayor que hay es bachilleres.
Yo no tenía ganas de ir a bachilleres. Tenía ganas de ayudar a hacer un trabajo muy especial. Sentía que aún no era el momento de dar la cara. No me sentía todavía limpio y me apunté a primero de enseñanza primaria. Recordaba que la primera y única oportunidad que tuve de cursar primaria fue cuando era pequeño. En aquel entonces me sentía torpe, tonto, feo, bobo y aterrado por haber sido separado de mi madre. Ahora quería ir a la escuela seguro de mí mismo, sin terror, sin ser forzado. Quería aprender por
voluntad y deseo propio.
Tuve la gran suerte de conocer a esas maestras pedagogas que son a la vez sanas y naturales. Para mí fue un verdadero encuentro con los conocimientos. Me pareció de una gran permisividad el no ponerme trabas
para el aprendizaje. Quería aprender. Tenía ganas de saber. Veía las dificultades que tenía antes con las tablas de multiplicar y recuerdo también los tablazos de mi padre. Las tablas no eran responsables de la fobia que les tenía. Todas las reglas gramaticales iban entrando y colocándose con la facilidad y memorización extraordinarias. También los planetas y la biología. Era tal el hambre de aprender que parecía que se despertara después de cuarenta años. Ahora la libertad de aprender la veo como algo natural en el ser humano, y esa mujer fue el paso siguiente y necesario. Fue cuando empecé a escribir, a leer, a comprender muchísimas cosas. El orden, la autoridad no eran un orden infra-humano sino un orden cósmico, el orden de un sistema necesario para un buen vivir en este planeta, en este país, en la tierra.
Había que estar simplemente atento a no molestar. Era ese orden mismo el que proporcionaba ponerse a su disposición con una buena actitud hacia él para que las cosas sucedieran y sucedieran las buenas cosas.
Ese encuentro fue muy significativo en mi vida aquí, pues donde he sentido mi libertad ha sido en la cárcel. Después de que terminé el año saqué un diez.
Nunca había acudido con tanto gusto a una entrega de diplomas. Con alegría, dispuesto, iba a recibir lo que me había costado lograr por esfuerzo propio y ese esfuerzo era muy gratificante. Tiene su gloria el esfuerzo. El ir a la escuela era para mí ir con alegría. Después, iba a seguir el segundo año de primaria.
Debo decir que en esa clase éramos un grupo de cuarenta personas, un grupo brillantísimo, un verdadero grupo que hablaba mucho del ser humano.
Yo intervenía mucho ahí. Fue un grupo modelo, un grupo de mucha cosecha como individuos que éramos. Teníamos una disciplina, un orden, una limpieza, un buen nivel académico. La gran mayoría de los que asistían a primero de primaria iban con la misma carga con la cual uno va de pequeño.
La cárcel se volvía a repetir como la primera cárcel que tuvimos, que fue la escuela al principio. Era meternos en un lugar que no queríamos (y aquí cárcel en la cárcel). Resultaba duro que lo entendieran.
Con mis compañeros nos juntábamos para hacer las tareas y los dibujos. Era bonito por la actitud de ellos y también porque yo aprovechaba aquellos momentos de las tareas para el desarrollo de la convivencia, para estar juntos, para platicar, para convivir (¡tan difícil aquí!)
Algo se transformó dentro de mí y no fue intencionado. Como consecuencia casual fui invitado a trabajar al pabellón de los psicóticos, a dar un curso de verano. Éramos sólo dos personas para un grupo de 64 enfermos mal atendidos a nivel psiquiátrico, con irregularidad total en la toma de medicinas, pero en trato, cero en tratamiento psicológico, cero en movilidad. Se les trataba mal y mal era la organización. Era la vergüenza de las vergüenzas, con todo los daños que acarrean las enfermedades crónicas o mejor dicho que se hicieron crónicas por no haber sido bien atendidas.
Cabe mencionar que se trata de patologías y contenidos patológicos algo diferentes de los pacientes tradicionales del exterior.
Normalmente los terapeutas trabajamos con sueños, pensamientos y fantasías, mientras aquí, con psicóticos delincuentes, el tabú ha sido realmente trasgredido. Es presente. Se ha encarnado. Aquí la patología abarca como mínimo parricidas, matricidas y no es lo mismo soñar con asesinar a la madre, al hijo, al padre o al hermano que haberles matado de verdad.
¿Qué alternativas les podía ofrecer yo para que se volvieran cuerdos?¿Qué otro modo más grato tenía yo para brindarles después de sacarles de donde estaban? Lo que únicamente les proponía a cambio era la conciencia de lo que hicieron y un muro alrededor.
A mí me costaba trabajo comprender eso y aceptar que les iba a sacar de un mundo muy personal (bueno o malo) a tener conciencia de sus 30 ó 40 años de cárcel, lo cual no es muy agradable. Tampoco es compensatorio vivir en la conciencia de 40 años de prisión o muy posiblemente de una cadena perpetua, ya que a esas personas sólo les puede sacar la misma familia que ellos dañaron, y por eso muchos de ellos están en una situación no explícita pero sí implícita, de cadena perpetua, de morir aquí por el abandono de sus familiares. Entonces se ponía peor todavía el negocio de la terapia y el negocio de la salud; y la negociación era precisamente ofrecerles a ellos algo muy fuerte: que esto es la verdadera prisión, no ya la interna, sino que no había más que ofrecer. Yo estaba más o menos en las mismas que ellos, en el sentido de que no hay un lugar adecuado para ser persona, sino que uno es el que hace el lugar, el que lo convierte
en algo agradable o en el infierno.
Empecé a trabajar con ellos, unos 42 que iban desde psicóticos, lesionados cerebrales por inhalantes, personas con daños congénitos, esquizofrenias de todo tipo, lesiones neurológicas, toxicómanos crónicos ...Era mucho material humano y había mucho que hacer pero yo me sentía en pañales y con total ignorancia sobre la realidad tan pesada y fuerte que tenía enfrente.
Aquí se requería de alguien que no negara el miedo y tuviera experiencia en haber caminado por los pasillos del infierno personal, conocer la locura del otro por empatía con la propia. Haberla vivido y reconocerla sería la única posibilidad de contactar con ellos, de relacionarse con ellos, gente tan mal tratada. Tenían desconfianza de la desconfianza y yo miedo del miedo.
Recuerdo que duré más de quince días en la puerta, era lo único que hacía:me sentaba en la puerta e iba revisando todos mis prejuicios, mis cobardías y mis soberbias.
Cuando me aclaré de mis prejuicios, de mi miedo principalmente, fue cuando di el primer paso, intentando no invadir su casa, el terreno de ellos, por una pretensión personal de conocimientos. Era muy consciente de que el primer paso para tocar su tierra era verles como personas. El momento que les vi como tales fue cuando ví, di el paso y me metí en ellos. Después de un añoy ocho meses, hoy es reconocida como la primera comunidad terapeútica delincuencial y propuesta en todo México. Les será evidente a todos ustedes que no sé aplicar la terminología gestáltica adecuada, pero he preferido "estar atento" en el vivir cotidiano antes que en el buen uso de lo aca-endémico.


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