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Paz y Ciencia

sábado, 4 de agosto de 2012

Mal de Escuela: Testimonio


El capítulo 3 del fabuloso libro de Danniel Pennac arranca con sus vivencias de "mal alumno". Se ha convertido en un laureado profesor y escritor. Sabe, desde los dos lados cómo le trataron y cómo se trata a los "zoquetes". Un mundo donde los que destacan son desazados. ¿Acaso alguien detectó el talento de Einstein o de tantos y tantos niños que no obtenín "buenas notas"? Una criatura no puede sostener la responsabilidad de los errores del sistema educativo.
Pensemos en los "índigo" y superdotados: ¿por qué fracasan?
La respuesta no se puede atribuir a unas criaturas que incluso llegan a desarrollar problemas graves emocionales. Los padres me llaman desesperados y cuentan que mientras su hija adescente lee a Quevedo, sus compañeros juegan a la videoconsola, hablan de maquillajes, borracheras y de fútbol. Les desplazan por "raros". Eso se internaliza, es como un bullying sofisticad y subterráneo que dura toda la vida. Los familiares no entienden generalmente. Nadie les entiende.
Así que conectan con un profesional. Escuchen y hablen con sus hijos, lo esencial lo ocultan. Esto en la adolescencia forma parte de la crisis de identidad normal, pero no tiene por qué seguir siendo casi norma. Rodrigo Córdoba Sanz.

Danniel Pennac: "Mal de Escuela", Debolsillo, Barcelona, 2009. Pp.: 15-17

De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna.
- ¿Comprendes? ¿Comprendes al menos lo que te estoy explicando?
Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había imaginado una leyenda para poner fecha a sus orígenes: mi aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra "a". La letra "a", en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable "b".
- Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto.
Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores. Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente, soltó otra sentencia:
- No te preocupes, incluso en el bachillerato se acaban adquiriendo automatismos...
O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente en el bolsillo:
- Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos tener una guerra mundial para la cátedra?
Todo dicho sin especial maldad. Era nuestra forma de connivencia. Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa.
Pero volvamos a mis comienzos. El menor de cuatro hermanos, yo era un caso especial. Mis padres no habían tenido la posibilidad de entrenarse, sin ser excepcionalmente brillantes, había transcurrido sin tropiezos.
Yo era objeto de estupor, y de un estupor constante, pues los años pasaban sin aportar la menor mejoría a mi estado de estupor escolar. "Me quedo de una pieza", "Es para no creérselo", me resultan exclamaciones familiares, unidas a unas miradas adultas en las que veo perfectamente mi incapacidad para asimilar cualquier cosa abre un abismo de incredulidad. Aparentemente, todo el mundo comprendía más deprisa que yo.
- ¡Eres tonto de capirote!
Una tarde del año de mi bachillerato (de uno de los años de mi bachillerato), mientras mi padre me daba una clase de trigonometría en la estancia que nos servía de biblioteca, nuestro perro se tendió sin hacer ruido en la cama, a nuestra espalda. Descubierto, fue expulsado con sequedad:
- ¡Fuera, a tu sillón!
Cinco minutos más tarde, el perro estaba de nuevo en la cama. Solo se había tomado el trabajo de ir a buscar la vieja manta que protegía su sillón y tenderse en ella. Admiración general, claro está, y justificada: que un animal pudiera asociar una prohibición a la idea abstracta de limpieza y extraer fe ello la conclusión de que era preciso hacer su cama para gozar de la compañía de los dueños, era para quitarse el sombrero, evidentemente, ¡un auténtico "razo.amiento"! Fue un tema de conversación familiar durante décadas. Personalmente, llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al oído:
- Mañana irás tú al cole, lameculos.

1 comentario:

Rafael dijo...

Creo que es fundamental le influencia de ese profesor que en a vida del autor aparece y le señala cuál es su pasión: narrar historias. Al leerlo (en internet está colgado este libro en Pdf) me acordé de dos similitudes en Seligman y en Nietszche. Del primero, en su énfasis en hacer hincapié en lo positivo, frente a lo negativo, del paciente; del segundo, un aforismo: "quien tiene un porqué, soporta cualquier cómo"