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Paz y Ciencia

jueves, 16 de agosto de 2012

Cuento sobre el Amor de Pareja


Había una vez un rey que disfrutaba mucho de la caza del jabalí. Una vez por semana, en compañía de sus amigos más cercanos y del mejor de sus arqueros, salía de palacio y se internaba en el bosque a la búsqueda de los peligrosos animales, que ciertamente, eran una complicación para todos los granjeros y agricultores del reino. La emoción de la aventura se complementaba así con el servicio que se le prestaba a los súbditos al librarlos de sus peores enemigos, depredadores y asesinos.
La técnica de caza era siempre la misma, se localizaba a un grupo de cerdos, se los rodeaba y se los forzaba a dirigirse a un claro donde tendría lugar el enfrentamiento.
Para que la caza conservara su lado deportivo era necesario que el cazador (alguno de los amigos o el mismo rey) dejara su caballo y se enfrentara a pie con el animal, armado solamente con una lanza y un filoso cuchillo de monte. Había que usar toda la agilidad para escapar de sus afilados dientes y aguzar los reflejos para no ser tumbado por una embestida. Era necesaria una gran destreza y velocidad para clavar el filo de la lanza en algún punto vital y luego tener el coraje de saltar sobre el animal herido para rematarlo con un cuchillo.
El arquero real era la única defensa del cazador si algo salía mal. Mientras todos se quedaban rodeando la escena atentos a la lucha, el guardia permanecía con los ojos muy abiertos, su arco ya tensado y la flecha lista. La precisión de su disparo podía significar la diferencia entre un susto para el cazador y una desgracia irreparable.
Un día, mientras perseguía un grupo de jabalíes que asolaban la región más occidental de su reino, se internó con sus compañeros en un bosque que nunca había recorrido. No era demasiado diferente a otros bosques excepto por el hecho de que en casi cada árbol del pequeño bosque estaba dibujado un rudimentario blanco de tiro. Tres círculos concéntricos de cal más un pequeño redondel blanco en el centro. Al rey no le llamaban la atención los círculos pintados en los troncos, pero sí le sorprendió ver que en el mismísimo centro de cada blanco había una flecha clavada.
Treinta o cuarenta daban fe de la certeza de los flechazos, cada árbol con un blanco, cada blanco con una flecha, cada flecha en el centro justo del objetivo. Flechas que siempre lucían los mismos colores en sus plumas. Flechas iguales, disparadas posiblemente por el mismo arquero.
El rey preguntó a alguno de los guías por el autor de esos precisos blancos, pero nadie supo contestar.
- Un arquero así sería la mejor garantía de la seguridad del rey - comento alguien.
- Ojalá sea solamente uno - dijo el arquero real-, porque si no, nos quedaríamos todos sin trabajo.
El rey asintió y, rascándose la barbilla, mandó llamar al jefe de sus sirvientes y le dijo:
- Quiero a ese arquero en mi palacio mañana a la tarde. Convéncelo de que me vea, ordénale que venga, o tráelo con la guardia, ¿está claro?
- Sí, majestad -dijo el otro. Y cogiendo un caballo se dirigió al pueblo en busca del arquero infalible.
Al día siguiente, un paje golpeó en la puerta de la alcoba real para decirle que su sirviente había llegado y podía ver al rey.
El monarca se vistió presuroso y salió entusiasmado al encuentro del visitante.
Al llegar al salón de recepción solamente vio junto a su emisario a un jovencito de unos quince o dieciséis años, que sostenía displicéntemente un pequeño arco en la mano.
- ¿Quién es este jovencito? -preguntó el rey.
- Es el joven que me pediste que trajera -dijo el sirviente-, el que disparó las flechas del bosque.
- ¿Es verdad, jovencito? ¿Tú disparaste esas flechas? Ten cuidado con las mentiras, mi amiguito, podrían costarte la cabeza...
El joven bajó la mirada y balbuceando de miedo contestó:
- Sí, es verdad, yo las disparé.
- ¿Todas? -preguntó el rey.
- Cada una de ellas -dijo el joven.
- ¿Quién te enseñó a tirar con el arco? -dijo el monarca.
- Mi padre -contestó el arquero.
- Y él, ¿dónde está? -preguntó todavía el rey.
- Murió hace seis meses -dijo con dolor el adolescente.
No tenemos al maestro, pero tenemos a su mejor alumno, pensó el rey.
- ¿Cuál es la técnica? -preguntó el rey.
- ¿Técnica? -repitió el joven.
- La manera de conseguir una flecha en el exacto centro de cada blanco -le aclaró el rey.
- Muy fácil -dijo el muchachito-, yo disparo la flecha al árbol, y después pinto los círculos alrededor.

No creo que sea buena idea dibujar una pareja que se amolde al perfil de vuestras dificultades y desencuentros. Cuando seáis capaces de saber dónde está el centro del vínculo que deseáis, podréis apuntar en esa dirección.

Jorge Bucay: "Cuenta conmigo". RBA Bolsillo, 2005, Buenos Aires-Barcelona.

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