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Paz y Ciencia

miércoles, 18 de marzo de 2015

Carlos Castilla del Pino: el psiquiatra que amaba las palabras

Hace sólo una semana su casa solariega de Castro del Río en Córdoba -la célebre Casa del Olivo- permanecía en silencio. Los vecinos pasaban ante la puerta con sigilo, como se camina delante de las casas de los moribundos, donde se echa arena para amortiguar el ruido de los pasos.
Languidecía serenamente Carlos Castilla del Pino desde hacía algún tiempo, a causa de un cáncer cuya terapia le agotaba a sus 86 años, pero guardaba la secreta lucidez que dosificaba en los breves encuentros con los amigos. La Casa del Olivo, que dio título a la segunda entrega de sus memorias después de Pretérito imperfecto, se había convertido en su refugio del tiempo, donde vivía con su segunda esposa, Celia. El tiempo, a veces, llamaba a la puerta: «La muerte llega cuando uno no tiene ya nada que vivir. Pero mientras la vida importa, uno está explícitamente afirmando, cuando menos ante sí mismo, que aún no es el momento de dejar este mundo», escribió en sus memorias.
Vivía en Castro del Río, pero el psiquiatra y escritor había nacido en la localidad gaditana de San Roque en 1922. Toda esa infancia y primera juventud la relata en la citada Pretérito imperfecto.
El psiquiatra, y también académico de la lengua -ocupaba el sillón Q-, impulsó con conceptos revolucionarios el tratamiento de la enfermedad mental, indagando en temas tabúes y humanizando una disciplina que permanecía anquilosada.
Estudió Medicina en Madrid y más tarde estuvo vinculado al Hospital Provincial de Madrid, y de Neuropatología en el Instituto Ramón y Cajal. Sin embargo, fue en Córdoba donde desarrolló la mayor parte de su carrera como jefe de los Servicios Provinciales de Psiquiatría e Higiene Mental.
La llegada de Castilla del Pino a la Córdoba de polvo y cenizas de la posguerra es un relato estremecedor que cuenta en Casa del Olivo, donde se adentra en los espejos fríos de la memoria para desvelar el retrato del hombre. «De Córdoba sólo sabía que tenía una mezquita como catedral y lo que había aprendido de sus callejas y palacios en La feria de los discretos, de Baroja».
En las páginas de Casa del Olivo aparece una Córdoba afortunadamente perdida, la silenciada y silenciosa de los tiempos franquistas; de vallas que ocultaban las miserias de los barrios del Naranjo y el Zumbacón cuando venía de visita el dictador; donde el tráfico se desvíaba de la calle donde vivía Doña Angela, madre del alcalde de Córdoba Alfonso Cruz Conde, cuando sufría sus famosas jaquecas. Y una Córdoba también desafortunadamente perdida, la que el propio Castilla del Pino proponía visitar antes de que desapareciera en un artículo de Triunfo de 1972 y que tituló Apresúrese a ver Córdoba en el que lloraba la destrucción de la ciudad.
Pronto el joven psiquiatra escandalizó a los sectores más conservadores de la ciudad, que no entiendían al psiquiatra rojo. De hecho, por razones políticas no obtuvo en 1960 la cátedra de Psiquiatría y tuvo que esperar hasta 1983 para conseguir la cátedra extraordinaria de Psiquiatría y Dinámica Social en la Facultad de Medicina de Córdoba.
La gente lo llamaba, como recurso entre la ficción y el eufemismo, el médico de los nervios. En estos años, Castilla del Pino tenía un diario que llamó Tagebuch y que escribía en alemán para evitar seducir la curiosidad de miradas ajenas. Anotaba sueños y se distanciaba de ellos para interpretarlos.
Conoció a los poetas de la revista Cántico y se sorprendía gratamente al descubrir a esta gavilla de poetas heridos de esteticismo deambulando por cafés y tabernas, noctámbulos y noctívagos de un Sur pagano. También las tertulias en un viejo almacén en el que se reunían los del Equipo 57 o las clases de psicología del gesto que impartía a los integrantes del grupo de teatro Medea que lideraba una jovencísima Josefina Molina.
A lo largo de todos estos años, Castilla del Pino publicó numerosos ensayos como Un estudio sobre la depresión, La alienación de la mujer, La culpa, Sexualidad y represión o El delirio, un error necesario. Y escribió dos novelas, Discurso de Onofre y La alacena tapiada. En sus memorias confesó que tenía un proyecto para escribir otra sobre un lugar de Córdoba, que titularía El mundo de Ravé. «Era un espacio cerrado, autosuficiente, como un mundo, como un islote, que se abría en la parte trasera del palacio de Benamejí».
En las historias clínicas de muchos de sus pacientes, el psiquiatra adivinaba las secuelas de la represión franquista tras la Guerra Civil. Había enfermos que no respondían cuando él intentaba abrir la herida mal curada de la memoria, extraer las pesadillas en la cuesta del Viso o en la tapia conocida como la cerca de Lagartijo. Castilla del Pino siempre defendió el lenguaje como forma de extraer los terrores psíquicos y en estas conversaciones descubría las tragedias mal sepultadas.
Él también tenía sus propios fantasmas. La muerte trágica de cuatro de sus siete hijos. Fue quizá una de sus contradicciones, las sombras del humanista, del hombre íntegro que, sin embargo, mantuvo cierta idea distante sobre la relación con sus hijos. Es conocida la polémica que se creó cuando afirmó en una entrevista que sintió más no conseguir la cátedra de psiquiatría que la muerte de sus hijos. Pero los que le conocían saben que a los grandes hombres jamás se les juzga por una sola frase.
Carlos Castilla del Pino, psiquiatra y escritor, nació en 1922 en San Roque (Cádiz) y murió en Castro del Río (Córdoba) el 15 de mayo de 2009.

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