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Paz y Ciencia

lunes, 19 de agosto de 2013

Transferencia, ruptura en el lazo empático: Daniel Ripesi

Transferencia, ruptura en el lazo empático Por Daniel Ripesi



La tarea clínica busca configurar un campo de experiencia en donde puedan suceder momentos más o menos “significativos”. Podríamos decir que en el encuentro clínico, paciente y analista se proponen encontrar (y no tanto buscar) ese tipo de momentos que podemos considerar “momentos analíticos”. 
En lo que sigue me referiré especialmente a los tratamientos en que esos “momentos analíticos” no eslabonan necesariamente un “recorrido lógico”, salvo que uno quiera tranquilizarse en algún sentido hablando de las alternativas propias de una supuesta “dirección de la cura”. En rigor, se trata de breves estallidos en ese lazo empático que progresiva y silenciosamente vincula a paciente y analista, momentos de ruptura en el devenir de los encuentros clínicos en los que cierta potencialidad subjetiva del paciente intenta realizarse.
Sin embargo, durante largos períodos algo sujeta y evita la emergencia de esa potencialidad, algo que atenaza la presencia –tanto a la del paciente como a la del analista– a una repetición de pautas de orientación narcisista en el encuentro clínico1
Las intervenciones del analista –en ese contexto– son de estilo casi explicativo, estructuran argumentos que intentan esclarecer la operatividad de algún presunto “fantasma básico”, tomando algunas de las ocurrencias del paciente para otorgarles un valor “representativo” o “ilustrativo” de eventuales determinaciones subjetivas.
Paciente y analista quedan así más o menos fijados en una “representación” de sí mismos, una representación que define y estabiliza una posición “de paciente” y una representación que también define y estabiliza una posición “de analista”. Se impone al mismo tiempo una representación compartida del sentido y la dinámica que gobiernan los encuentros clínicos que los reúne. El tratamiento, entonces, se configura ilusoriamente como la historia de una experiencia que puede consignarse a otros como narraciónde un recorrido, con su “antes” y “después” y como ilustración de una cura (incluyendo su eventual fracaso).
Así las cosas, todo amenaza perpetuarse hasta el hartazgo. Sin embargo, algo sucede. A veces, algo sucede. Pero ese suceso implica un esfuerzo. Los momentos fértiles del tratamiento son aquellos en los que se pone en cuestión o en crisis a esas representaciones fuertemente reguladoras del intercambio paciente-analista. 
Es evidente que la representación “analista” se alimenta, en parte, de lo que éste (en tanto integrante de una comunidad analítica), considera esperable (es decir, plenamente aceptado y establecido) de su proceder analítico, y, en parte, por lo que el propio paciente le solicita que haga en respuesta a sus demandas más narcisistas. Todo esto –en algunos momentos– entra en ruptura. No hay producción de “momentos analíticos”, entonces, sin cierto desarrollo de angustia por parte del analista y del paciente.
Alcanzar esos momentos de ruptura “analíticos” depende de que el analista aporte una presencia confiable en su función, entre otras cosas porque no se propone en su tarea una búsqueda demasiado intencional de “resultados”. De modo que esa suerte de no intencionalidad2 puede estructurar un campo de tensión en el encuentro clínico, que –en ciertos momentos críticos– permite hacer visible “otra cosa” de lo que paciente y analista están tratando de configurar en su diálogo3.
Se puede pensar ese breve fenómeno de ruptura como un verdadero fenómeno de “transferencia” y no condirarla –como en general se entiende a esta noción– como a una estructura estable en la relación paciente-analista (en donde el analista espera medir ansiosamente algún anhelado “cambio de posición subjetiva” en su paciente).
De modo que puede ser útil considerar a la transferencia como lo más inestable de la relación analítica, como momentos de falla en la continuidad empática de la relación paciente-analista. En esos momentos de ruptura, se produce una crisis de la familiaridad ganada en el trabajo analítico, crisis de la conformidad anticipada respecto de lo que cada uno aporta y recibe en el intercambio.
Quizás sirva de orientación para pensar a este proceso de ruptura una consigna que Bion plantea a sus colegas en la dirección de las curas: Analizar “sin memoria ni deseo”: “…me llevó tiempo convencerme de que debía despojarme de la memoria y del deseo, y más tiempo aún advertir el efecto nocivo que la necesidad de comprender ejerce sobre la observación…” “Eliminemos nuestra memoria, eliminemos nuestro deseo con su connotación de futuro, olvidemos ambas cosas, tanto lo que sabemos como lo que deseamos, para dejar lugar a una nueva idea…”4
La “memoria” del analista tiende a condenar al paciente y a esperar de él una repetición que convalide (a las expectativas de analista y paciente) esa historia que el trabajo analítico ha creído poder reconstruir (o, peor aún, que toma a ese pasado aparentemente “rescatado”, como una referencia que permite proyectar un cambio).
Esa red organizada de representaciones se anticipa a las palabras del analista, organiza monotemáticamente sus intervenciones que intentan –de un modo muy sutil– “convencer” al paciente de quién es verdaderamente y de los cambios que debe operar en su posición subjetiva. Todos los analistas participamos en diversos momentos de esta confusión, los prolongamos más o menos, pero un sano sentimiento del absurdo (cuando no la dignidad neurótica de nuestros pacientes que –saludablemente– reaccionan a este proceder) nos rescata de esta militancia, solo hay que tener cuidado en que no lo advirtamos demasiado tarde. 
“Como el análisis tiene lugar en el tiempo, se tiende a pensar que cuando el paciente habla, se refiere a un estado de cosas que también está ‘ordenado’ en el tiempo, paciente y analista están expuestos a pensar que algo ocurrió en el pasado. Esto les dificulta advertir que existimos en el presente; nada podemos hacer respecto del pasado. Es por lo tanto gravemente engañoso pensar como si nos ocupáramos del pasado”.5 
El tratamiento psicoanalítico no recupera, entonces, una historia del paciente (qué relativas son las “historias clínicas” si tomamos en cuenta que un tratamiento analítico tampoco puede escribir la historia de su recorrido, quizás sólo puedan consignarse de ellos algunos breves instantes, y de modo privilegiado, el último de ellos, su interrupción…). 
Pero, –si con Bion– no convalidamos nada que pueda ser tomado como “pasado” (en el sentido de una suma de episodios “dejados atrás”, que condicionan y justifican el “presente”, y que comprometen el cumplimiento de cierto “futuro”), es en las fallas –y únicamente en ellas– que se articula como episodio transferencial una nueva forma de lo vivido que no es ni evolución ni reactivación de ninguna historia “pasada”. 
En este sentido tampoco es razonable tomar como referencia para evaluar el curso de la cura, lo sucedido en “sesiones pasadas”, la consideración de un pasado no es un criterio serio para evaluar la experiencia analítica. La “transferencia-falla” pone en juego algo efectivamente vivido por el paciente pero “sin articulación histórica”, el episodio transferencial pretende empezar a escribirla por primera vez en relación al analista. 
Entre tanto, por supuesto, se evalúa con el paciente el peso de lo que él considera su propia “historia de vida”, con sus episodios más duros o más blandos, sus recuerdos más insidiosos, los más astillados y los que mayor alivio traen, los que están impregnados de resentimiento o de vergüenza, los que mantienen vivo un anhelo, los que detienen o impulsan al tiempo, etc., etc., pero no esperamos de esto más que la construcción de un soporte que no nos importa tanto por los clichés que “re-edita”, como aquello que veremos conmoverse a partir de las fallas. 
Pero, además, Bion propone analizar “sin deseo”, es decir, sin ideales que orienten la cura, sin premeditar dirección o meta alguna, no importa el nombre erudito que se le otorgue a esa empresa: “atravesamiento del fantasma”, “acotamiento del goce”, “advenimiento de la posición depresiva”, etc. 
Y, “sin memoria ni deseo”, según Bion: “… nos atrevemos a ser accesibles a algo que deseamos expresar, nos atrevemos a permitir que un pensamiento sin pensador se aloje en algún lugar dentro de los límites de nuestra capacidad”. De modo que hay producción de pensamientos en el curso de un tratamiento que no reconocen ni a un autor ni a un propietario definido en el diálogo analítico6. Son pensamientos construidos desde una posición de no-saber7
Nuevamente es necesario tomar otra referencia de Bion, él llama la atención sobre un aspecto del mito de Edipo no tomado en cuenta por Freud, es el que hace al conflicto que se establece entre Edipo y la Esfinge en torno de las alternativas “Saber o –de lo contrario– morir”. Se plantea un desafío entre estas dos alternativas relacionado con la resolución de enigmas que la Esfinge le presenta a Edipo. Finalmente Edipo “sabe”8 y la Esfinge –derrotada por el saber de Edipo– se auto destruye tirándose por un barranco.
La rivalidad narcisista Edipo-Esfinge se juega alrededor de saber-no saber, la vida depende en ese contexto de la construcción de estructuras de significación que no admiten grieta alguna, nada debe quedar por fuera de un sentido preciso, pleno y cerrado, sobre todo, la estructura de significación que le da autoafirmación al propio self y que debe presentarse como un saber cierto y dogmático, un saber que defina claramente al sujeto quién es y qué desea9
El narcisismo, en tanto consolidación de una identidad en la que un individuo puede reconocerse y hacerse reconocible a los demás, propone al sujeto un auto reconocimiento que nunca deja de ser una suerte de delirio. “Yo soy fulano de tal”, y toda la ideación que lo justifica, es una construcción absolutamente delirante –pero– necesaria y “normal”.
No es que un sujeto al presentarse a otro deba decir: “Hola, presumiblemente yo soy fulano de tal”, aunque –en rigor– esta frase encierre mucho de verdad, la identidad que consolidan los procesos identificatorios nunca operan como certezas sino más bien una serie variable de indicios que el propio sujeto interpreta y anuda para dar una sustancia duradera al propio selfLas fallas que abren los estallidos transferenciales imponen al paciente una conmoción en esa estructura narcisista y da las condiciones para tomar una responsabilidad subjetiva en el propio destino. Abrir la subjetividad de un paciente a una ética del deseo es inversamente proporcional a las intervenciones que moralizando al Edipo explican acabadamente pautas de repetición “típicas” en el funcionamiento subjetivo. ¡Es lo que sucede cuando la Esfinge conduce la cura! 
Es preciso, entonces, evitar una perspectiva moral y normativa del complejo de Edipo que estabilice modalidades presuntamente “transferenciales” al Saber del analista. Solo hay transferencia, así como solo hay verdadera experiencia amorosa, si se soportan los misterios, es decir, si en el análisis –como en el amor–, no se busca a una esfinge como compañero de ruta.
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1. Lo que llamamos “contratransferencia” es el rechazo inconsciente del analista a la realización de esa potencialidad del paciente, el analista no acepta la emergencia de esa nueva “presencia” del paciente en la dinámica transferencial (que se alimenta de diversa economía pulsional) porque escapa a la familiaridad construida con éste en los encuentros clínicos y a ciertos ideales que sostienen la dirección de la cura. 
2. Que por cierto no es “desinterés”, ni la realización acabada de los pricipios de “abstinencia” y “netralidad”, justamente, la ruptura de la que hablamos se da en los puntos de necesaria imposibilidad de tales principios, allí donde se hace inevitable que el analista aporte una presencia en el tratamiento que hasta ese momento mantuvo contenida.
3. No por alusión, equivalencia o efecto significante del discurso que intercambian, sino como una producción simbólica inédita. 
4. W.Bion, La tabla y la cesura (Bion en Nueva York y San Pablo), Ed. Gedisa, Barcelona, España, 1997.
5. Ob. Cit.
6. Como consecuencia de esa indefinición, Bion plantea otra idea interesantísima, nos dice que las intervenciones del analista se transforman en el devenir del trabajo analítico en “asociaciones libres” del paciente. En algunos momentos, se establecen puntos de indeterminación en los discursos de ambos.
7. De algún modo esta premisa es la que impulsó a Winnicott a expresar en su agradecimiento en Realidad y Juego: “A mis pacientes que pagaron por enseñarme”.
8. Resuelve los enigmas que el Otro le impone y puede seguir su camino para convertirse en el Rey de Tebas.
9. Una posición desde la cual, necesariamente se “mata al otro”.

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