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Paz y Ciencia

martes, 7 de febrero de 2012

Psicosis. Menassa

Antes del psicoanálisis, antes que el psicoanálisis se ocupara de la locura (más o menos desde 1907) los tratamientos de la misma se dividían en dos: los que maltrataban al paciente psicótico, haciéndole responsable directo y total de sus padecimientos y los que bien trataban al paciente psicótico, haciéndole irresponsable de todos sus padecimientos.

Tanto en una como en otra forma (de manera diversa) el paciente quedaba aislado. Si era culpable, se lo condenaba a la soledad, con lo cual se ahondaba uno de sus problemas (el rechazo primordial de lo Otro). Y si era inocente, se lo acompañaba demasiado, con lo cual se ahondaba otro de sus problemas (no poder discriminarse del Otro como otro).

Debemos decir que es el psicoanálisis el que viene a plantear las cosas de tal manera que no habría tratamiento psicoanalítico de la psicosis antes que el paciente establezca un lazo (de cualquier signo o color) con el que de esa forma habría sido su psicoanalista. Si hay psicoanalista, decimos, aunque sea uno, el loco ya no está solo. Ha comenzado, también, para la locura una conversación.

No hay crueldad más cruel que la locura. Ni hay bondad ni amor que puedan contenerla. Es, sencillamente la palabra, la que tocada por el lazo establecido quitará al psicótico lo que le sobra.

Ya que es precisamente por no faltarle nada, que lo único que se significa en él es el deseo de una madre totipotente y sin fallas, ya que es él, precisamente, el colgajo que la completa.

En el psicótico el Otro no está fuera del cuerpo de su madre, él mismo no está fuera del cuerpo de la madre. En el psicótico hay algo único, completo, inmortal. Es esa unidad, ese paraíso casi sin voz, lo que el psicótico defiende con uñas y dientes y no ha de ser tarea fácil arrancar al psicótico del cuerpo de su madre, porque eso significa, exactamente, arrancar al sujeto de los brazos de la especie y herirlo de tal manera, que por esa herida abierta al inconsciente será sexuado y morirá.

No se trata de la forclusión (rechazo) del tres edípico, que hasta los animales tienen de eso representación, sino de la condición de mortal del ser humano. Aquel vacío que introduce en el sujeto cuarto como muerte. Esa rajadura que anuncia que todo ha de terminar algún día, eso es lo que el sujeto forcluye (rechaza). No al Otro, porque del lenguaje se sigue tratando, sino la metáfora que al sustituir el deseo de la madre por el nombre del padre o bien la inmortalidad por el goce, desprende al sujeto psíquico de la especie y lo mata.

Y esto tal vez plantee uno de los problemas más importantes en la clínica de la psicosis ya que todo hombre, por más psicoanalista que sea, o que lo pretenda, queda atrapado de una u otra manera en la promesa de la psicosis, que no es otra que la promesa de la inmortalidad que, además, transcurriría en plena libertad.

Ese ha de ser el psicoanalista de la locura y no vengo a deciros que ha de ser un poeta el que lo consiga, sino la poesía misma (como función poética) al borde mismo de la locura, podrá descifrarla y darle un destino dentro de los destinos de la palabra.

Quiero decir que es como psicoanalista que me presento en el territorio de la locura, ya que no es del saber que no se consume. Lo que parece no consumirse en el territorio de la locura es un psicoanálisis que arrase no sólo la vida del psicoanalista, sino también la vida del paciente. Un psicoanálisis donde el psicoanalista, más allá de su condición de asalariado, no se someta hasta el límite de no poder cumplir ya con la función.

Función que de devenir como tal, tendrá mi deseo en eso, porque sólo el deseo de quien se ocupa de eso, es la función.

Y si eso de ser la función invade eso de no ser nada en mí, mi deseo será social cada vez que le cuadre expresarse. Y cuando digo social, quiero decir que en su expresión no me dará el ser que ambiciono en el movimiento sino, por el contrario, aquel otro ser temido por ser deseo de Otro y que de ustedes ha partido, porque la función no habla, sólo desea. Y sordo es el desear de la función, ya que ella nada desea para sí, sino para la retórica que la crea como tal.

El psicótico nos propone ser un potro salvaje en plena libertad para siempre y ¿quién no quiere ser un potro salvaje en plena libertad para siempre?

Alguien que pueda contestar, yo soy ese potro salvaje, que no quiero serlo. Tengo plena libertad de hablar pero estoy dispuesto a perderla para escucharlo.

Alguien que pueda decirle al psicótico que no hay nada que dure tanto como las estrellas y, sin embargo, no siempre son las mismas.

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