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Paz y Ciencia

domingo, 30 de marzo de 2014

Topología de los sexos



Hombre y de mujer, no son más que significantes enteramente ligados al uso cursocorriente [coucourant] del lenguaje
J. Lacan

Introducción
Son innumerables los textos que, a lo largo de la historia de la humanidad, se han escrito acerca de la naturaleza femenina y la masculina. Desgraciadamente la enorme mayoría de ellos han sido escritos con una enorme ausencia de rigor, desde una ceguera que en ocasiones resulta asombrosa.
De entre cientos de volúmenes elijo uno[1]La inferioridad mental de la mujer[2] publicado en 1900 por el prestigiado neurólogo Paul Julius Möbius (1853-1907), el mismo que describió el síndrome que lleva su nombre e hizo el primer estudio en forma de la locura de F. Nietzsche[3] (y antes estudió la patología de Rousseau, Goethe y Schopenhauer). En su texto, el neurólogo alemán discurre acerca de los elementos que le permitían explicar la debilidad mental propia de las mujeres y que justificaban su apagado rol social. En ese estudio Möbius afirma, siguiendo lo probado por la anatomía comparada, que si la capacidad intelectual de una especie es directamente proporcional a la cantidad de la masa cerebral (materia gris, circunvoluciones), es evidente que las mujeres, cuyo cerebro es, en promedio, significativamente menor que el de los hombres, ellas debían, forzosamente, ser inferiores intelectualmente a ellos. En la actualidad este argumento sólo provoca nuestra risa. En esa época no era así. Estoy seguro de que a muchos no les hizo reír.
El estudio Möbius es serio, se basa en la observación de cadáveres a quienes diseccionó, pesó, etc. Su método fue científico, riguroso. Su conclusión, sin embargo, sabemos que es absurda. ¿Cómo contradecirlo con el mismo rigor que él presenta? Desde mi punto de vista, Möbius cae en el mismo error en el que tropieza el sentido común y una multitud de estudiosos de la cuestión, los cuales consideran, de entrada, que está perfectamente claro eso que se denomina “hombre” o “mujer”.
Al comienzo: Freud y Lacan
En su texto Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina J. Lacan (1966, pp.704-715) señala una larga serie de cuestiones que tendrían que ser consideradas para poder realizar, con el rigor correcto, un congreso sobre dicha temática:
-esclarecer el sentido del vocablo “femenino”[4]
- esclarecer los fenómenos ligados al coito y al embarazo.
-revisar la posibilidad de una organización deseante diferente entre hombres y mujeres.
-revisar la manera como esos descubrimientos afectan a la tesis de la bisexualidad planteada desde el inicio del psicoanálisis.
-revisar la tesis freudiana del desconocimiento de la vagina por parte de la niña.
-estudiar la cuestión de si no será una simple fantasía masculina la tesis del masoquismo femenino.
-revisar la tesis freudiana de que sólo hay una libido y que ésta es de tinte masculino (Lacan, 1966, p.714).
 La lista, como se apreció, es larga. Sin embargo, no se le hizo mucho caso. El congreso de Ámsterdam sobre la sexualidad femenina de 1960 se desarrolló sin tomar plenamente en cuenta tales cuestionamientos. Pero la crítica lacaniana no era nueva. Freud mismo ya había cuestionado con certeza la falta de rigor con el que se emplean habitualmente los vocablos “masculino y femenino”.
Actividad vs. pasividad
En la nota 19, agregada en 1915 a sus Tres ensayos de teoría sexual señala:
Es indispensable dejar en claro que los conceptos de “masculino” y “femenino”, que tan unívocos parecen a la opinión corriente, en la ciencia se cuentan entre los más confusos y deben descomponerse al menos en tresdirecciones. Se los emplea en el sentido de actividad y pasividad, o en el sentido biológico, o en el sociológico (Freud, 1905, p.200).
Y Freud nos presenta su opinión respecto a tales sentidos:
El primero de estos tres significados [la tesis de que masculino significa “activo” y femenino “pasivo”] es el esencial, y el que casi siempre se aplica en el psicoanálisis. A eso se debe que en el texto la libido se defina como activa, pues la pulsión lo es siempre, aun en los casos en que se ha puesto una meta pasiva. El segundo significado, el biológico, es el que admite la más clara definición. Aquí, masculino y femenino se caracterizan por la presencia del semen o del óvulo, respectivamente, y por las funciones que de estos derivan. La actividad y sus exteriorizaciones colaterales (mayor desarrollo muscular, agresión, mayor intensidad de la libido) suelen, en general, ir soldados con la virilidad biológica; pero no es un enlace necesario, pues existen especies animales en las que estas propiedades corresponden más bien a la hembra. El tercer significado, el sociológico, cobra contenido por la observación de los individuos masculinos y femeninos existentes en la realidad. Esta observación muestra que en el caso de los seres humanos no hallamos una virilidad o una feminidad puras en sentido psicológico ni en sentido biológico. Más bien, todo individuo exhibe una mezcla de su carácter sexual biológico con rasgos biológicos del otro sexo, así como una unión de actividad y pasividad, tanto en la medida en que estos rasgos de carácter psíquico dependen de los biológicos, cuando en la medida en que son independientes de ellos (Freud, 1905, pp.200-201).
Permítanme reiterar una de las últimas frases: “en el caso de los seres humanos no hallamos una virilidad o una feminidad puras en sentido psicológico ni en sentido biológico”, por ello Freud opta por la dualidad activo-pasivo para diferenciar a los hombres de las mujeres. Esta tesis, sin embargo, no durará mucho. Algunos años después, en El malestar en la cultura sostiene, luego de exponer la tesis de la bisexualidad humana, que:
“demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con la femenino, cosa que en modo alguno se corrobora sin excepciones en el mundo animal. La doctrina de la bisexualidad sigue siendo todavía muy oscura, y no podemos menos que considerar un serio contratiempo que en el psicoanálisis todavía no haya enlace alguno con la doctrina de las pulsiones. Como quiera que sea, si admitimos como un hecho que el individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos, estaremos preparados para la posibilidad de que esas exigencias no sean cumplidas por el mismo objeto y se perturben entre sí cuando no se logra mantenerlas separadas y guiar cada moción por una vía particular, adecuada a ella (Freud, 1930 [1929], p. 103).
Permítanme reiterar la frase esencial: “demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con la femenino”. Recordemos que en el estudio anterior, Freud había señalado que la clave para diferenciar, en el plano psicológico a los hombres de las mujeres era la actividad para unos y la pasividad para otras. Ahora eso ya tampoco le satisface. Vuelve entonces a la tesis de la bisexualidad, la cual sólo en apariencia resuelve la cuestión pues sigue manteniendo la diferencia pero sin definir los términos: “el individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos”.
¿A qué se refiere con eso de “deseos femeninos” en oposición a los “masculinos”? La cuestión no es clara. Y Freud no podrá desembarazarse de esa falta de rigor. Años después hablará del Edipo del niño en oposición al de la niña y afirmará:
“En la niña falta el motivo para la demolición del complejo de Edipo. La castración ya ha producido antes su efecto, y consistió en esforzar a la niña a la situación del complejo de Edipo. Por eso este último escapa al destino que le está deparado en el varón; puede ser abandonado poco a poco, tramitado por represión, o sus efectos penetrar mucho en la vida anímica que es normal para la mujer. Uno titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el nivel de lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como lo exigimos en el caso del varón. Rasgos de carácter que la crítica ha enrostrado desde siempre a la mujer —que muestra un sentimiento de justicia menos acendrado que el varón, y menor inclinación a someterse a las grandes necesidades de la vida; que con mayor frecuencia se deja guiar en sus decisiones por sentimientos tiernos u hostiles— estarían ampliamente fundamentados en la modificación de la formación-superyó que inferimos en las líneas anteriores. En tales juicios no nos dejaremos extraviar por las objeciones de las feministas, que quieren imponernos una total igualación e idéntica apreciación de ambos sexos; pero sí concederemos de buen grado que también la mayoría de los varones se quedan muy a la zaga del ideal masculino, y que todos los individuos humanos, a consecuencia de su disposición (constitucional) bisexual, y de la herencia cruzada, reúnen en sí caracteres masculinos y femeninos, de suerte que la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas del contenido incierto (Freud, 1925, p.276).
Sólo la última frase salva a Freud de una severa crítica a su ideologizada opinión contra las “inmorales” mujeres: que “masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas del contenido incierto”.Afortunadamente otros analistas abordaron la cuestión… y la problematizaron.
A. Green y su género neutro
A. Green, el conocido psicoanalista, autor, entre otros estudios, de L’intrapsychique et l’intersubjectif en psychanalyse (1998) y Le temps éclaté (2000), escribió, ya hace casi tres décadas, un estudio que tituló “El género neutro”, en el cual muestra de manera fehaciente que la diferencia biológica hombre-mujer no es clara. Permítanme que les transmita lo que mi imprecisa memoria recuerda de tal artículo.
En su estudio, Green, narra la visita de una mujer que sufría un síntoma no demasiado raro: no podía tener hijos. La exploración simple ofrecía un dato claro: la presencia de caracteres sexuales femeninos poco marcados, los cuales permitían suponer alguna deficiencia hormonal. Acto seguido indica un estudio de laboratorio y posteriormente radiológico cuidadoso. El resultado fue impactante. La persona si podía llegar a tener hijos… ¡pero como hombre! Tan sólo era necesario hacer descender un pene y unos testículos perfectamente desarrollados que se encontraban al interior de su abdomen, ocultos tras una vagina infantil. Cuando comunicó su peculiar hallazgo a la “mujer” la respuesta fue inmediata: ¡saque eso de allí! Ya no estaba más interesada enla progenie. Le importaba solamente conservar una identidad que poco tenía que ver con hormonas, DNA o “caracteres sexuales secundarios”. El estudio de A. Green sólo muestra algo que Jakobson[5] y luego Lacan[6]ya habían dicho: que el núcleo de la identidad es simbólico.
Lacan y la inexistencia de la mujer
En su seminario Encore (1972-1973)[7] Lacan vuelve a la cuestión de la diferencia genérica para establecer una serie de formulaciones precisas: La mujer, esa entidad que se supone ontológicamente opuesta al hombre corresponde simplemente a la fantasía del niño de poseer una madre que lo completa, que lo hace pleno, que erradica su angustia y lo hace feliz. Esa mujer, La mujer con mayúscula, no existe ni existió verdaderamente nunca. Masculino y femenino son presentados en esa obra de Lacan simplemente como posiciones ante el goce que nada tienen que ver con la dotación peneana o vaginal. Lo que Lacan define ahí como el goce femenino en oposición al masculino simplemente implica aquél goce que anula los límites, que posibilita una vivencia de completud, mientras que el goce masculino implica el límite, es momentáneo y supone la castración simbólica.
Por tal razón no podemos sino cuestionar lo que los diccionarios indican en la entrada macho: (del latínmasculus, macho), originariamente: “macho cabrío”, por extensión: pene, “tronco de la cola de una animal” (Corominas, 1976). En otra fuente[8]: “aquél ente dotado de los órganos para fecundar”. Dotación que estaría en la base de su potencia y su capacidad de sucesión.
La masculinidad representa en la Historia del Derecho la preferencia del varón para suceder, con relación a la hembra. […] En los pueblos arios esa preferencia […] fue el resultado de la creencia, común en las edades primitivas, de que el poder reproductor residía exclusivamente en el varón. Consecuencia inmediata fue la de que el culto doméstico sólo se propagaba de varón a varón.[9]
 Asombrosamente la historia del vocablo es acorde a la definición freudiana que considera a la vagina como un órgano disminuído o, incluso, inexistente. Eso, lo sabemos bien, no tiene mucho sentido. “Hombre” y ”mujer” son sólo significantes ubicados en una red de lenguaje, que variarán según se indique en dicha red y, de ninguna manera atados universalmente a una configuración biológica o sociológica determinada.[10] ¿Qué hay de común entre la actitud de esas juchitecas que a grito pelado “apartaban” a Don Andrés Henestrosa para acostarse con él y las musulmanas que soportan el velo durante todo el día? Pero ambas las nombramos “mujeres”, porque “mujer” es solamente un significante, uno que se opone a “varón” y cuyo genérico es “hombre” o “humano”.
El problema que se nos presenta cuando aceptamos una afirmación tal es que se hace increíblemente difícil saber cuando tenemos enfrente a un hombre o a una mujer, pues todo depende de lo que se denomine así en la red significante en la que nos encontramos insertos.
Nos encontramos, entonces ante una situación cartesiana, en la cual no podemos sino dudar de los datos de los sentidos: ¿Cómo podría yo saber si a quien tengo al lado es un hombre o una mujer? ¿Cómo podría yo saber si el esquimal con quién hablo es un hombre o simplemente una mujer ronca?
El paisaje se confunde. Y en vez de entrar a las cuestionables “convenciones” (afirmar en cónclave que denominaremos “mujer” a aquellos dotados de tales o cuales características o a partir de tal rango de estrógenos y progesterona o luego de análisis del DNA, independientemente de los signos físicos) considero que lo único que se puede hacer es volver a los fundamentos. Y es ahí cuando la filosofía viene en nuestro auxilio.
El otro comienzo: Heidegger
M. Heidegger, en su texto Sein und Zeit[11] nos permite establecer las cualidades básicas del ser humano, elDasein, ese que “somos en todo caso nosotros mismos”[12] con el máximo rigor. Los denomina “existenciarios” y los enumera así:
 El Dasein “se cura”, es decir, se preocupa, se interesa por su ser, por su existencia, por su libertad, por su muerte.
 El Dasein está “abierto”: se pregunta y, por tanto, conoce su mundo.
 El Dasein “se encuentra”, es decir, se angustia, tiene afectos y reacciones.
 El Dasein “comprende”, se relaciona con su mundo comprendiéndolo activamente.
 El Dasein “habla”, es decir, se encuentra ensamblado “en un todo articulado de significación”.
 El Dasein se encuentra “en el mundo” desde el origen.
 El Dasein es “con” otros desde siempre.
 El Dasein “es yecto”, es decir, está arrojado al mundo.
 El Dasein es “ser para la muerte”, “finito y temporal”, el tiempo es el ser mismo del Dasein: “el fundamento ontológico original de la existencialidad del ‘ser ahí’ es la ‘temporalidad’ (Ibidem, p.256).
Y el Dasein que puede ser “propio” o “impropio”:
 el Dasein propio se encuentra lanzado a su más peculiar poder ser (ser sí mismo);
 su comprender es del “ser deudor”, es decir, sabe que no tiene fundamento, sabe que su vida no tiene un sentido predeterminado;
 su encontrarse es en la angustia, pues ha precursado la muerte;
 su habla es la silenciosidad pues la voz de la conciencia habla callando;
 estos elementos conforman su “estado de resuelto”, aquél donde el sujeto puede decir “yo soy”. Además el “estado de resuelto” es lo único que permite al Dasein “dejar ser” a los otros (Ibidem, p.324).
Por otro lado:
 el Dasein impropio está en “estado de perdido”;
 se encuentra arrojado en el mundo de la cotidianidad;
 se encuentra envuelto en la avidez de novedades;
 ha olvidado su finitud;
 se halla perdido en un mundo de entes y en las habladurías.
Para que el Dasein sea sí mismo debe precursar la muerte advenidera, es decir, asumir la finitud, pero sin quedarse en un mero “esperar la muerte” pesimista, sino, con base en la comprensión de su finitud, lanzarse a desarrollar verdaderamente sus posibilidades, proyectándose y ¿De dónde extrae tales posibilidades? Pues de su sido propio, de su historia personal y social, de su “tradición heredada”.
Dicho de otra manera, el precursar la muerte advenidera hace al Dasein encontrarse con la angustia, angustia producida por esa “posibilidad de la imposibilidad” que es la muerte. El precursar la muerte hace al Daseinretrotraerse al sido, hallando ahí su tradición, su ubicación histórica y sus posibilidades más propias, lo cual le permite ubicarse en su presente, gestarse históricamente, pudiendo ser un Dasein propio, que vive para sí, y que es un hombre de su tiempo.
Gracias a este análisis, la tesis heideggeriana del hombre como un “ser para la muerte” cobra su real sentido: no es una tesis pesimista sino vital, permite la decisión y la resolución del destino individual, permite el vivir la vida propia inserto en el momento histórico-social.
En la temporalidad extática, heideggeriana, por tanto, el pasado y el futuro dejan de estar “atrás” o “adelante”, para encontrarse en el presente. El Dasein porta su sido como historia en su presente y también su advenir, el cual determina, bajo la forma de la utopía, su actuar presente. ¿Donde queda, en este análisis ontológico, la cuestión de la masculinidad y la de la feminidad? Simplemente no está contemplada. Desde el punto de vista de la ontología rigurosa, y Heidegger es el mejor ejemplo de ello, no se puede plantear una diferencia hombre-mujer, no hay un deseo masculino opuesto a uno femenino pues la falta es inherente a todo ser humano y es de su fuente de donde abreva el deseo. No hay, ontológicamente hablando, un deseo masculino en oposición a uno femenino.
Conclusión
Con este trabajo no estoy negando que haya entes dotados de pene o de vagina, lo que estoy cuestionando es la relevancia de ello para la clínica analítica. No hay un deseo masculino en oposición a uno femenino, como tampoco hay, como podría entonces esperarse, un fin de análisis masculino en oposición a uno femenino.
Podemos hablar del particular “deseo de hijo” que tienen las madres, pero no todas las que se denominan mujeres son madres y, además, hay algunos hombres que incluso sufren los malestares del embarazo en lugar de sus esposas, tarquinianos los llaman, por la Tarquinia romana donde primero se describió la sintomatología.
El sujeto no es masculino ni femenino. Es un efecto significante, ubicable en una red significante, cultural e histórico por ende. Ubicarlo de otra manera, como se hace habitualmente, es simplemente una falta de rigor. La mujer no existe, esa madre completante es sólo una fantasía, un objeto perdido que nunca se tuvo. Una fantasía. Y el hombre, ese dechado de potencia y poder, ese dotado de los órganos de la generación, ese padre ideal que puede conducir familias y legiones sin dudar y con eficacia… es sólo una ilusión digna de los hermanos Grimm. Y respecto a los sexos, esos definidos por su objeto de amor, tal como lo plantea Freud en sus Tres ensayos de teoría sexual, son muchos: heterosexual, homosexual, trasvestista, transexual, voyeur, sádico, masoquista, etc. Ese jardín de las delicias es realmente exuberante. No considero correcto confinarlo en un modelo bipolar.

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