¿Quién puede negar que cada año parece más intenso el esfuerzo que medios, instituciones, colectivos, y centros de formación hacen por concienciar a familias, docentes -y con suerte también a técnicos y políticos de la administración-, de la necesidad de transformar la educación? ¿Qué docente no se reconoce saturado, desbordado y desorientado por la cantidad de “innovaciones” que surgen aquí y allá, de formaciones a las que voluntaria o involuntariamente asiste? ¿Qué familia no está ya embarcada en la búsqueda del cole más “in” para sus hijos?
Pero.. ¿quién no reconoce que a pesar de todo, todo sigue igual? ¿O incluso estemos yendo a peor? Los centros se llenan de programas. Certificado bilingüe, apple, google, de aprendizaje cooperativo o aprendizaje por proyectos. Y cuando aún no hemos entendido y aplicado los primeros, ya estamos inmersos en una carrera por ser los “early birds” de la innovación educativa, y llenamos nuestro vocabulario y discursos con nuevas propuestas como “aprendizaje y servicio”, “paisajes de aprendizaje”, “aprendizaje basado en el pensamiento”… y aunque viejo pero siempre alejado de las aulas, “multinivel, emprendimiento y creatividad”.
Los eventos de “innovación educativa” se llenan y cada vez sus aforos y frecuencia son mayores. Reflejo, sin duda de la demanda existente. De la necesidad de los docentes por encontrar el mensaje, la idea, la propuesta, que le permita resolver los frenos que encuentra para garantizar eso que le dicen que es su responsabilidad: atender a todos. Pero por encima de todo, atender a un modelo estructurado, rígido, y homogeneizante, en un sistema funcional sin apoyos, sin cooperación y sin herramientas compartidas. Sin embargo, también la decepción y la desorientación aumenta.
Entonces, ¿qué encontramos en estos (algunos, no todos) “movimientos innovadores”?. Gadgets. Sí, cacharros tecnológicos. Queda mejor decir “techno devices and apps”.. pero en definitiva son cacharros. Caramelos y juguetes que pretenden hacernos creer que innovar en educación fue en su momento cambiar el tintero por un boli, y hoy, el boli por una tablet. Este es el nivel de la innovación que nos quieren hacer “comprar”.
Llamativas aplicaciones que en lugar de mostrar fotos 2D como hacen los libros de texto, nos las muestran en 3D, y que en lugar de los dibujos de caritas de niños de los libros, el narrador es un personaje de otra galaxia. O que evita a los niños leer las preguntas porque ya se las lee el sistema de voz. Pizarras digitales que retan al docente a preparar increíbles presentaciones con fantásticas aplicaciones que ponen de manifiesto, que sí, que nuestros docentes son creativos, pero aún no han entendido que la creatividad a estimular es la de sus alumnos. Que todo ese esfuerzo que hacen por esas presentaciones dinámicas y coloridas, mejora la comprensión y atractivo del contenido y es un esfuerzo valioso, pero no suficiente.
No, no soy una troglodita. Creo en la tecnología, y en cómo ésta nos abre el camino hacia la personalización del aprendizaje y más allá, hacia la gestión del mismo. Ella nos facilita y permite plantear objetivos personalizados de aprendizaje para cada alumno, construir un perfil de alumnos y combinar éstos en agrupamientos que generen sinergias de aprendizaje alrededor de áreas y fortalezas comunes o complementarias, trazar el desarrollo y avance de los alumnos, a lo largo de todos sus años de escolarización, compartir la información de curso a curso, de asignatura a asignatura, de docente a docente, y de éstos hacia las familias y viceversa. Nos permite dar un feedback continuo y personalizado a cada alumno que le permita entender y mejorar sus propias estrategias de aprendizaje, aplicación y transferencias del mismo y aportarle en cada momento, las herramientas que necesita para ir siempre un paso más allá y lograr sus objetivos. Nos permite al fin, personalizar la educación en los contextos actuales de ratio y recursos.
Es lo que se hace en una gran empresa. Contar con sistemas informáticos (“innovación” que existe desde hace unos 50 años, década arriba o abajo según el país), para registrar el perfil de sus trabajadores, sus capacidades, formación, fortalezas, perfil psicológico, personal y familiar, aspiraciones, y motivaciones, para desarrollar un plan de carrera compartido y coordinado, con el objetivo de mantener elevada su motivación e implicación y, por tanto, su desempeño y capacidad para aportar al proyecto común. Permite a los responsables gestionar, no a 25 o 40 alumnos, sino a miles y a kms de distancia. Se llama gestión de recursos humanos, existe en las empresas desde hace dos siglos, y desde hace 20 años, centrado en la gestión del talento.
Talento en que la escuela no parece creer, y desde luego, no está orientada a atender. Pregunta a cuántos docentes conozcas sobre su labor. Muy pocos dirán “desarrollar el talento de mis alumnos” y casi todos responderán, de un modo u otro “mi función es que los niños se aprendan los temas”.. (para qué les sirve, cómo los transforma o lo que hagan con ellos, no parece ser importante)
Entonces, ¿no innovamos?
La innovación en las escuelas es un clamor. Raro es el docente que no se considera innovador. Cada uno ha elegido su método, sus herramientas, sus enfoques. Y muchos además dedican su tiempo a divulgarlas para aplauso de esa comunidad virtual docente que coopera en las redes, mientras trabaja aislada en los centros.
Sólo que hemos limitado esa innovación a incorporar tecnología que sustituye al docente en la elaboración y transmisión de contenidos, mientras mantiene al alumno en una actitud pasiva de aprendizaje basado en la acumulación de esos contenidos, en seleccionar la respuesta adecuada, y pasar al siguiente tema, al mismo tiempo que los demás, con la misma profundidad, enfoque y complejidad.
Y por eso, cuando aún ni siquiera hemos conseguido concienciar a toda la comunidad educativa de la importancia y urgencia de un “cambio educativo”, más urgente que el climático, político y cultural, pues es la educación la que aporta las herramientas necesarias para que las jóvenes generaciones enfrenten los retos del futuro y transformen nuestra cultura, nuestra sociedad, nuestra economía y nuestros sistemas de forma creativa -que ya está bien de aplicar siempre las mismas recetas fallidas-, se alzan ya las conciencias “anti-innovación”, tildando de demagogia todo aquello que propone un cambio.
Cuando aún apenas hemos avanzado, ya algunos nos piden reflexionar para ir más despacio aún, o para no moverse hasta no estar seguros. Buscando, claro, la seguridad de sus pasos, la rentabilidad de sus esfuerzos, pero obviando, o planteándolo como un “daño colateral menor”, los efectos de la inacción en nuestro alumnado. “A nosotros nos ha ido bien así”, “este sistema ha democratizado el acceso a la Universidad”, “mi hijo o hija ha aprendido así y ahora esta estudiando ingeniería, medicina, arquitectura,.. tan malo no es el sistema”
Y aquí es donde se nos revela el problema. El objetivo no ha variado. Queríamos cambiar los métodos, ajustándolos y probando su eficacia en la medida en que éstos nos garantizaban el ajuste al sistema organizativo, que tampoco estamos dispuestos a cambiar, y al “noble” objetivo de que nuestros alumnos saquen los mejores resultados en las pruebas estandarizadas, y accedan con notas de honor, a las carreras más “techno” posibles. Que el niño “tenga carrera” es la prueba de que nuestro sistema “funciona” y que, por tanto, no hay nada que cambiar. Y mientras nuestras universidades sigan llenas de estudiantes, nuestra misión se habrá cumplido. Lo estamos haciendo “bien”.
Pero lo cierto es que nos estamos engañando. Disfrazando el objetivo de la educación, vendiendo a nuestra juventud el mismo engaño que nosotros compramos. Sácate una carrera, nos dijeron, y sácatela en aquello que más se demande, sea o no tu pasión.. y además sácatela en un centro oficial, para que puedas acceder a una oposición, y tendrás el futuro asegurado.
Funcionó para la generación del “Baby Boom” porque vivieron en una época de expansión económica y escasez de profesionales, de “cuello blanco”. Pero fue una promesa incumplida para un elevado porcentaje de la generación X, una decepción para los Milennials que ven como sus títulos apenas les servían para obtener puestos de becarios, la Generación Z ya ni siquiera se cree esta promesa, y nuestros “Alpha Gen” transitarán por las aulas conscientes del tiempo perdido que eso les supone, si nada cambia.
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