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Paz y Ciencia

jueves, 9 de enero de 2020

El Viaje a la Felicidad

Con excepción del neocórtex, esto es, la parte del cerebro que se desarrolló más tardíamente en los primates y homínidos, en la que tienen lugar los procesos de lo que asociamos con el pensamiento racional, es muy difícil distinguir a simple vista las diferencias anatómicas entre el cerebro de un cerdo y el de un ser humano. Compartimos la estructura del cerebro reptiliano responsable de las funciones básicas para la supervivencia, y la del paleomamífero, que se superpone al anterior y en el que se gestan las emociones.
Los hallazgos de la neurología le dan así una significación novedosa a la pregunta por la felicidad, pues no tiene mucho sentido seguir pretendiendo que esta sea patrimonio exclusivo de una rama particular de homínidos, tal como lo ha asumido el pensamiento imperante hasta hace no muchos años. Los animales, se pensaba, no tienen ni emociones, ni inteligencia, ni conciencia: únicamente comportamientos inducidos por recompensas o castigos impuestos por el entorno.
Pues bien, el estudio del cerebro humano y su comparación con el de otras especies les ha permitido a las ciencias neurológicas abrir nuevos caminos para comprender la felicidad. Basta con explorar un poco para notar que, en el estudio comparativo de la vida emocional de los animales, hay más pistas para el viaje a la felicidad de los humanos que en todos los manuales de autoayuda disponibles en las librerías. Y, de forma más general, las diversas disciplinas científicas han ido aportando todo tipo de luces para poder entender mejor la felicidad y contribuir a que todos la consigamos.
Aparte del Preámbulo de la Constitución de Estados Unidos, que establece el derecho de los ciudadanos a buscar su felicidad, son muy pocas o incluso nulas las incursiones del pensamiento tradicional que buscan promover la felicidad de las personas. De hecho, la política y la religión, dos invenciones sofisticadas de la especie humana para proteger a los homínidos del miedo y abrirle paso a la felicidad, se han convertido en fuentes de terror.
Pero la ciencia, esa otra gran construcción humana, se viene planteando desde hace algunos años el reto de iluminar ese camino. Este libro intenta poner a nuestro alcance los descubrimientos científicos más recientes sobre la búsqueda de la felicidad, y los presenta bajo el modelo de una fórmula en la que se recogen y sintetizan diversos hallazgos científicos, respaldados por todo un caudal de investigaciones empíricas.

La fórmula de la felicidad

El clásico debate entre nature vs. nurture, o entre la importancia relativa de las características innatas frente a las adquiridas como forma de explicar los rasgos físicos o de comportamiento que diferencian a los individuos, conduce con facilidad a posiciones simplistas que, en un extremo, limitan la felicidad al equipamiento genético con que cada persona viene al mundo y, en el otro, asumen que la felicidad depende solamente de los ambientes y experiencias en que se desarrolla el individuo.
Los adelantos y descubrimientos de la ciencia permiten poner en perspectiva estas dos posiciones y observar que, en realidad, la felicidad es más compleja que eso y que, aunque la carga hereditaria juega un papel trascendental, son muchos más los factores que entran en juego para configurar lo que podría llamarse la “fórmula de la felicidad”, que, de modo sintético, podría expresarse de la siguiente: 

Las emociones son el multiplicando del numerador. Si la emoción es cero, todo lo demás también será cero. Ellas, a su vez, se multiplican por la suma de otros tres factores: la capacidad para invertir la energía en un mantenimiento adecuado de la vida, la habilidad para buscar la felicidad y el poder para establecer relaciones personales positivas. Como veremos, estos factores responden a la configuración misma de nuestra especie, pero dependen al mismo tiempo de nuestra habilidad para canalizarlos provechosamente. Ahora bien, en la parte inferior de la división se ubican los obstáculos para la felicidad; aquellos elementos que actúan en sentido contrario, limitando o impidiendo que alcancemos cotas altas de felicidad. Entre los factores reductores se destaca el miedo, cuya presencia socava directamente la capacidad de ser feliz; no en vano, algunos han aventurado que la felicidad es, ni más ni menos, la ausencia de miedo. Por último, el divisor de la felicidad se compone también por la carga hereditaria que el mundo nos impone, y que no se limita a la genética del individuo, sino que incorpora también el influjo de cargas culturales que vienen de tiempo atrás y ante las cuales nuestra capacidad de incidencia es infinitamente limitada.
Veamos con detalle cada uno de estos elementos, para que la fórmula de la felicidad deje de ser una ecuación ininteligible.

Emociones

En el inicio y el final del viaje a la felicidad, como en todo proyecto, siempre hay una emoción. La cultura occidental, apoyada en el pensamiento aristotélico, ha cometido un gran error al censurar las emociones por considerarlas irracionales y perversas. Ese arquetipo recurrente de una criatura carente de emociones a la que se le atribuye una inteligencia superior, ese motivo antiguo de la cultura occidental que se encuentra plasmado en el vulcaniano Spock de la serie Star Treck, no es más que una quimera. Si en el curso de la evolución las ventajas de poseer emociones no hubiesen superado a las desventajas de carecer de ellas, nuestra especie se habría extinguido hace ya muchísimo tiempo. Hoy en día, los avances de la neurociencia permiten afirmar que una persona sin emociones no sería más inteligente que las demás, sino que lo sería en menor medida. Tan contraproducente como no saber controlar las emociones es no tenerlas.
La sede oficial de las emociones está en el barrio primitivo del cerebro, en la estructura cerebral que compartimos con reptiles y mamíferos, y que pertenece a nuestra especie desde mucho antes de que se desarrollara la región asociada al pensamiento lógico o racional, conocida como neocórtex. Nuestro cerebro, pues, cuenta con un conjunto de estructuras nerviosas que configuran el llamado sistema límbico, presidido por la amígdala, que es la principal intermediaria de las emociones. Una lesión en la amígdala, tal como se ha constatado en muchos casos, constituye el camino más corto para aniquilar la capacidad emocional de una persona y, en consecuencia, para provocar comportamientos irracionales.
Es absurdo pensar que los reptiles o, incluso peor, que los demás mamíferos no tengan emociones. La felicidad, ese estado emocional activado por el sistema límbico y ante el cual nuestro cerebro consciente tiene poco que decir, se articula en torno a esa pequeña amígdala que compartimos con tantos animales.
Las emociones tienen una presencia bipolar en todos los procesos, pues están tanto en la fase inicial como en la culminación. Los proyectos que se ciñen al cumplimiento estricto de intereses materiales y personales a corto plazo, pero que carecen de un elemento trascendente, están condenados al fracaso. Dylan Evans, científico de la University of the West of England en Bristol, demostró que todas las decisiones son emocionales. En el inicio hay una emoción, luego se lleva a cabo un proceso de cálculo racional para ponderar la información disponible, pero, como son tantos los argumentos y los caudales de información, la lógica de la razón no acabaría jamás de exponerse. Por eso las emociones entran de nuevo en juego. Es tal la complejidad de evaluar correctamente en una selva de datos, que las emociones nos permiten inclinar la balanza y decidir. Sin ellas, nunca tomaríamos decisiones. Es por esto por lo que muchos especialistas en robótica están explorando la posibilidad de crear un robot con emociones, para que pueda tomar decisiones en igualdad de condiciones que los seres humanos.
Las emociones determinan igualmente nuestra memoria y, por ende, las respuestas emocionales ante los nuevos acontecimientos, pues la amígdala se apoya en los recuerdos en el momento de emitir decisiones. Y en este punto hay que subrayar un hallazgo importante de la neurociencia: más que el recuerdo, lo que la amígdala toma el control [...]

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