Sigmund Freud paseando con su
hija Anna Freud, la que pasó a ser
un referente en el psicoanálisis y
una experta en el análisis de niños.
Todo principiante en psicoanálisis teme principalmente las dificultades que han de suscitarle la interpretación de las ocurrencias del paciente y la reproducción de lo reprimido. Pero no tarda en comprobar que tales dificultades significan muy poco en comparación de las que surgen luego en el manejo de la transferencia.
De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero describir aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención, tanto por su frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me refiero al caso de que una paciente demuestre con signos inequívocos o declare abiertamente haberse enamorado, como otra mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta situación tiene su lado cómico y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan complicada, tan inevitable y tan difícil de resolver, que su discusión viene constituyendo hace mucho tiempo una necesidad vital de la técnica psicoanalítica. Pero, reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora, absorbidos por otras cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha de tenerse en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la discreción profesional, tan indispensable en la vida como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en cuanto la literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge aquí una contradicción insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en un trabajo los preceptos de la discreción para indicar cómo precisamente esta situación concomitante a la transferencia hubo de retrasar en diez años el desarrollo de la terapia psicoanalítica.
Para el profano -y en psicoanálisis puede considerarse aún como tales a la inmensa mayoría de los hombres cultos- los sucesos amorosos constituyen una categoría especialísima, un capítulo de nuestra vida que no admite comparación con ninguno de los demás. Así pues, al saber que la paciente se ha enamorado del médico opinará que sólo caben dos soluciones: o las circunstancias de ambos les permiten contraer una unión legítima y definitiva, cosa poco frecuente, o, lo que es más probable, tienen que separarse y abandonar la labor terapéutica comenzada. Existe, desde luego, una tercera solución, que parece además compatible con la continuación de la cura: la iniciación de unas relaciones amorosas ilegítimas y pasajeras; pero tanto la moral burguesa como la dignidad profesional del médico la hacen imposible. De todos modos, el profano demandará que el analista le presente alguna garantía de la exclusión de este último caso.
Para leer el texto íntegro: http://www.tuanalista.com/Sigmund-Freud/1581/LXIV-OBSERVACIONES-SOBRE-EL-%C2%ABAMOR-DE-TRANSFERENCIA%C2%BB-1914-(1915).htm
1 comentario:
Es posible que ese sentimiento "de amor" hacia el profesional que te ayuda se tenga que analizar desde el punto de vista del agradecimiento hacia el que escucha tus problemas, desde la "ilusión" de descubrir que hay alguien que te entiende, sin juzgarte. Transformamos agradecimiento, ilusión, deseos.. en amor pero: ¿qué se sabe en realidad de la persona que ayuda? nada, o casi nada, lo que la imaginación nos aporta y lo que de humanidad (muy importante) percibimos. El amor es mucho más que una ilusión, un deseo e imaginación. Creo que el paciente debe plantearse el desconocimiento real del profesional como persona. No debe renunciar a su ayuda profesional, humanidad y cercanía amistosa porque ahí se encuentra la clave para encontrar la salud.
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