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Paz y Ciencia

jueves, 7 de octubre de 2010

Maslow o la Psicología de la Felicidad


MASLOW O LA PSICOLOGÍA DE LA FELICIDAD

(1908 – 1970)

“La felicidad es una forma de éxtasis.”

            Un reconocido cronista del movimiento de potencial humano describe una escena que intentamos recordar, más por su evidente interés narrativo que por la posible validez teórica o biográfica: un coche circula por una carretera sin asfaltar del Big sur Hot Springs, California; hace dos horas que da vueltas sin acertar la dirección prevista; todo está oscuro; finalmente decide detenerse en una granja para avisar que se ha perdido y localizar su situación exacta. Una mujer rubia de mediana edad vestida con un llamativo vestido de algodón de color fuscia abre la puerta y amablemente acompaña al desconocido hasta el teléfono. Casualmente, en la habitación de al lado están desembalando unas cajas de libros... Una de esas novedades editoriales es Toward a Psychology of Being (el hombre autorrealizado, en la versión castellana, aunque la traducción literal sería Hacia una psicología del ser), la auténtica biblia de la tercera vía psicológica que en aquel momento comenzaba a implantarse; el lugar en donde nos encontramos, Esalen, se convertirá rápidamente en uno de los centros más reconocidos del movimiento del potencial humano; el personaje que hemos dejado colgado al teléfono es precisamente uno de los padres de la psicología humanista, Abraham Maslow.

            Esalen queda a cuatro o cinco horas de viaje en coche desde San Francisco. Rodeada de montañas, la granja se define mejor, como hace Jane Howard, negativamente: no hay tintorerías, ni librerías, ni peluquerías , ni comercios, ni siquiera un mísero quiosco. La mayoría de los habitantes tienen un aspecto sereno que les confiere un aura evidente de felicidad. Duermen, igual que todos los visitantes, en casas y habitaciones de madera, comunicadas por unos estrechos senderos de tierra. Todos estos caminos convergen en un punto donde hay un edificio más amplio. La sala más grande de esta construcción central se reserva para realizar experiencias de carácter psicológico y se llamará “la habitación Maslow”.

            Un grupo de ocho personas desnudas manosea insistentemente el cuerpo desnudo de una mujer mayor tendida en el suelo. Todos los miembros del grupo en algún momento serán el centro de atención de las caricias del resto de los compañeros. Antes de concluir el ejercicio que se conoce, por razones evidentes, como el pulpo, el coordinador propone que liberen la energía almacenada jugando a dar golpes en el trasero. Los ocho adultos corren y ríen persiguiendo a sus compañeros por todo el espacio de madera que delimitan unas alfombras exóticas con dibujos geométricos. La consigna que siguen no puede ser más gratificante: “Tocar es bueno.”

            La versión de la gallina ciega que se practica en el centro consiste en impedir el contacto visual con el mundo para evidenciar la importancia de los otros sentidos: con los ojos tapados, una serie de personas deambulan perdidas por una habitación vacía mientras mantienen esporádicos contactos táctiles entre ellas y algunos objetos que el coordinador ha dispuesto.

            El juego del espejo propone contestar sinceramente todas las preguntas que pueda hacer cualquier miembro del grupo. En un primero momento se sortea quién tiene el espejo. Después de ser el centro de atención del grupo, esta persona tiene la prerrogativa de decidir quién cede el espejo, iniciando una cadena que se acabará cuando el último miembro del grupo conteste a la última pregunta. Sólo hay una norma, nadie se pude levantar antes de haber tenido el espejo en las manos...

            Una de las principales fuentes teóricas que inspira, sin ningún tipo de duda, aunque sea sólo remotamente, a los psicólogos que proponen estas curiosas terapias, es el libro que antes hemos mencionado de Maslow: El hombre autorrealizado. En esta obra, que inmediatamente se transformó también en un bestseller (se vendieron 200,000 ejemplares de este libro de psicología en los cinco años posteriores a su publicación, 1962), se propine cambiar el punto de mira de la psicología contemporánea. “La obra de Freud consistió en establecer la parte enferma de la psicología. Ahora debemos complementarla con la psicología de la salud. Freud no incluyó las aspiraciones, esperanzas realizadas y cualidades divinas del hombre. Los psicólogos no podemos continuar lavándonos la manos grente a todas estas cosas.”

            El psicoanálisis y el conductismo han dominado el ámbito psicológico casi desde su fundación. Las dos aproximaciones al psiquismo humano, sin embargo, tienen el mismo problema: realizan sus investigaciones sobre personas con trastornos de personalidad. Maslow fue el primero en estudiar personas sanas (recordemos que sano no quiere decir normal) y en describir sus parámetros de conducta. En 1962, un grupo de psicólogos americanos fundó la Asociación de Psicología Humanista, una “tercera vía” de pensamiento que, conjuntamente con las aproximaciones biológica y cognitiva, aún constituyen en la actualidad las cinco grandes escuelas psicológicas de nuestro siglo.

            Una propuesta teórica que esconde una gran carga filosófica. El núcleo del pensamiento de Maslow es el mismo que el del existencialismo: intentar describir los procesos psicológicos de los hombres que luchan por reducir el pozo real existente entre aspiraciones y limitaciones. Su confianza en la naturaleza humana, sin embargo, no hace sino confirmar la diferencia más destacada respecto a esta escuela filosófica europea del período de entreguerras: “La naturaleza humana lleva dentro de sí la respuesta a estas preguntas: ¿cómo puedo ser bueno?, ¿cómo puedo ser feliz?, ¿cómo puedo ser útil? El organismo nos dice lo que necesita (y, por tanto, lo que aprecia), poniéndose enfermo cuando se siente privado de estos valores.”

            Aun así, también son evidentes las diferencias de este planteamiento respecto al pensamiento clásico. Los estoicos, los epicúreos, la filosofía cristiana y una buena parte de autores antiguos y modernos como Wittgenstein han plantado la felicidad como una renuncia al deseo o a los estadios de ansiedad que provocan las motivaciones insatisfechas. Maslow invertirá el planteamiento ofreciendo como modelo a un hombre que, si bien es verdad que ha satisfecho sus necesidades primarias (seguridad, respeto, amor, autoestima...), también lo es que se esfuerza perpetuamente por incorporar cosas nuevas a su personalidad: autonomía, creatividad, espontaneidad, emotividad, tolerancia, solidaridad, sinceridad, son algunos de los rasgos que Maslow llama necesidad de crecimiento y que justifican esta búsqueda interminable. “Los apetitos se intensifican y crecen. Se desarrollan sobre sí mismos y, en lugar de desear cada vez menos, estas personas desean más y más...”, escribe Maslow.

            Cada época ha tenido su modelo de hombre: el santo, el héroe, el caballero, el místico, el artista, el poeta, el sabio. Todos han sido sacrificados por nuestra cultura, afirma Maslow, a la hora de plantear la adaptación y la pasividad como los dos pilares más evidentes de la realización intelectual y personal. El “hombre autocomplaciente” imperante está en continua evolución, cambio, crisis. Este mismo proceso de transformación continua, sin embargo, se valora como una de las fuentes más preciosas de bienestar, sin olvidar que la angustia que procura se interpreta como siempre como un adelanto de una felicidad próxima. “Recuperar la capacidad de percepción de los propios placeres es el mejor método para descubrir el ego sacrificado, incluso en la edad adulta”, es la receta que propone Maslow para empezar.

            El producto final del crecimiento resulta muy ilustrativo sobre los procesos de este desarrollo. El hombre que Maslow describe está satisfecho porque tiene cubiertas las necesidades básicas; se acepta a sí mismo (no hay sentimientos de vergüenza o culpabilidad); tiene una percepción clara y eficiente de la realidad; está abierto a nuevas experiencias; es espontáneo y expresivo; ama la soledad; tiene una gran capacidad creativa; sus relaciones interpersonales son buenas; tiene una gran riqueza de reacción emocional; tiene una gran capacidad amorosa; acepta cambiar la escala de valores social; es de talante democrático; tiene un buen sentido del humor y no es agresivo; es autónomo e independiente...

            Pero es difícil hablar del “hombre autorrealizado”, y por extensión de Maslow, sin recordar uno de los capítulos más famosos de su libro, el de la “experiencia – cumbre”. Según Maslow, una persona puede vivir una experiencia privilegiada de comunicación intensa, un momento de felicidad que se eternizará en el recuerdo, aunque sea de corta duración, gracias a su carga emocional. Este instante perfecto de éxtasis momentáneo me parece que es la clave de su modelo de bienestar.

            “Quiero que pienses por un momento en la experiencia o experiencias más maravillosas de tu vida; los momentos de felicidad, los momentos de éxtasis, los momentos de rapto, originados quizás por el amor, por la audición de un fragmento musical o por el impacto repentino de un libro o una pintura, o por algún momento de intensa creatividad...”, escribe Maslow al principio de ese capítulo para poner en situación al lector. Acto seguido pasa a describir los efectos más destacables de esos instantes de absoluta felicidad.

            Hay momentos en que la conciencia se diluye como consecuencia de la magnitud, belleza o bondad de lo que capta. En esos contextos, el yo parece esfumarse y dar paso a la percepción abierta de esos fenómenos especiales. Una idea que recuerda la tradición china taoísta a la hora de plantear la experiencia amorosa o mística como una entrega absoluta del sujeto al objeto. Este conocimiento – ser, como Maslow lo llama, se caracteriza por ser no – comparativo, no – valorativo y no – judicativo. Una persona puede ser vista per se, en sí misma y por sí misma. De tal modo que el amor, como una de las formas privilegiadas de experiencia – cumbre, no deforma el objeto amado, como siempre se ha dicho, sino al contrario, es uno de los únicos contextos que nos permite captarlo en toda su complejidad y singularidad: “De acuerdo con la tradición decimos que el amor ciego, aunque tenemos que empezar a pensar la posibilidad de que el amor, en según qué contextos, es más perceptivo que su carencia.”

            La felicidad que Maslow se esfuerza por describir es la misma que dibuja Hockney. Un bienestar audaz y abigarrado que echa raíces a la sombra de palmeras gracias al agua de las piscinas. La belleza, como cierta clase de filosofía, siempre desconcierta. Y aunque el color no es ningún argumento, los cuadros de David Hockney se transforman en una proclama hedonista, una promesa de felicidad, una auténtica fiesta que explica toda una época.

            Los paisajes soleados, las piscinas y los nadadores, el césped cuidadosamente cortado, las palmeras, la arquitectura racionalista, los interiores angulosos de las casas y otras instantáneas inspiradas en el paisaje californiano, en palabras de Marco Livingstone, son “una visión secularizada del paraíso terrenal”. Un edén rebosante de sensualidad, serenidad y color. El hábitat natural de los “exploradores de caricias” que os presentábamos al principio.

            El arte es una rebelión necesaria contra el miedo, el aburrimiento, la costumbre, el orden racional o el padre. Ha un cuadro de David Hockney, Mis padres(1977), en el que se expresa esta realidad a través de una crónica naturalista. La pintura para Hockney, como la escritura para Kafka, sirve para conseguir una autonomía siempre codiciada, aunque tan sólo sea la independencia de un gusano: “esa independencia recordaba un poco la del gusano que, cuando un pie le aplasta la parte trasera, intenta escaparse con la delantera y se arrastra hacia un rincón”.

            En una entrevista, Hockney parece proponernos un ejemplo práctico de bienestar instantáneo y rutilante que Maslow intenta describir: “El color nos trae alegría y en la vida tiene que haber momentos así, son necesarios. No soy naïf respecto a la felicidad, no espero ser feliz todo el tiempo, pero con algunos destellos de vez en cuando tengo bastante. Puedo encontrar alegría en las cosas pequeñas; encuentro un gran placer en mirar.”

            La filosofía y la psicología occidentales han afirmado siempre que las necesidades humanas, los propios intereses o temores, determinan la percepción, según un modelo egocéntrico y mecanicista que todavía es hegemónico en la actualidad. En cambio, Maslow plantea la posibilidad de que las personas que se autrorrealizan (self-actualizing people) trasciendan la subjetividad para abrirse realmente a la experiencia.

            Este tipo de percepciones a menudo comportan una desorientación en el tiempo y el espacio: perdemos el mundo de vista y el reloj se nos para cuando hacemos lo que realmente nos gusta. La eternidad no es demasiado tiempo, ni Versalles demasiado grande para quien desfruta de esa plenitud, deberíamos sentenciar parafraseando a Benjamín.

            En cualquiera caso, el contraste con nuestros conocimientos y relaciones cotidianas es muy acusado. Actuamos por lo general motivados por valores deficitarios. Sólo aquellas personas que pueden captar la totalidad de la experiencia tendrán a capacidad de integrar una nueva escala de valores: perfección, consumación, justicia, vida, riqueza, simplicidad, belleza, bondad, alegría, verdad, autosuficiencia... Este planteamiento también trasciende la oposición tradicional bien/mal, y define unas nuevas reglas de juego. La ética y el mundo perforan la frontera que Wittgenstein había levantado, y pasan a formar parte de una unidad que sólo puede percibir en raras ocasiones.

            Maslow también describe  efectos terapéuticos de estas experiencias – cumbre: los sujetos son cada vez más espontáneos, creativos, vivos, serenos, libres, felices...; los problemas se resuelven, el miedo se disuelve; cambia la concepción del mundo, de la vida, de la existencia. “Las experiencias – cumbre pueden tener y tienen, de hecho, efectos terapéuticos en el sentido estricto de hacer desaparece los síntomas. Estoy en posesión como mínimo de dos descripciones (la de un psicólogo y la otra de un antropólogo) sobre las experiencias místicas u oceánicas, tan profundas que consiguieron hacer desaparece síntomas neuróticos de una manera definitiva. Estas experiencias de conversión fueron registradas numerosas veces a través de la historia del hombre; aunque parece que nunca han recibido suficiente atención por parte de los psicólogos”, escribe Maslow al acabar el capítulo.

            En los sistemas psicológicos tradicionales conjuntamente con las emociones, como es evidente, siempre se habla de la voluntad para justificar los actos creativos. Esta descripción que ha sido tildada de idealista por la psicología moderna, como se puede comprender, es bastante incompleta y ambigua. Maslow dedica uno de los últimos capítulos de esta obra a analizar la creatividad.

            La explicación clásica de la creatividad plantea dos clases de motivos para entenderla: los externos y los internos. Los primeros serían por ejemplo los beneficios materiales, alcanzar un buen estatus o provocar la admiración de los demás; entre los segundo son destacables el placer o la satisfacción que comporta el placer creativo, el aumento de la autoestima o la preocupación constante que provoca la génesis. Sin ningún lugar a dudas, Maslow es partidario de los segundos.

            La psicología de la Gestalt explica la creatividad a partir de una tendencia innata a unificar. El conductismo no la explica de ninguna manera. Las teorías psicoanalíticas, hablan de impulsos sexuales sublimados, es decir, desviados de su objetivo primario para alcanzar una finalidad aceptada socialmente. En cambio, Maslow se resiste a considerar la creatividad como una faceta desligada de la salud general del individuo y de su teoría de la personalidad. Es evidente, por lo que hemos dicho hasta aquí, que la creatividad es un componente más de la personalidad de un individuo en vías de autorrealización.

            En primer lugar, Maslow distingue entre la “creatividad debida a un talento especial” (música, matemáticas...), que depende de factores específicos, y la “creatividad de las personas que se autorrealizan”, que deriva directamente de la propia personalidad. Esta segunda clase, que centrará toda su reflexión, descubre que está ligada a la libertad, la inocencia, la expresividad, la felicidad, un sentido lúdico de la vida y la falta de inhibición –habla de una “segunda ingenuidad” a la hora de establecer un claro paralelismo con nuestra infancia.

            A las personas que se autorrealizan no suele asustarlas lo desconocido, nuevo, misterioso o sorprendente: “No rechazan lo desconocido, no niegan su existencia ni le huyen, ni intentan convencerse de que en realidad es conocido; tampoco intentan organizarlos, dicotomizarlo o catalogarlo de manera prematura. No se aferran a lo que nos es familiar. Su búsqueda de la verdad no es una necesidad catastrófica de seguridad...”, escribe Maslow.

            Todos los individuos, según Maslow, tienen un gran potencial creativo, aunque no todos consiguen concretar esta potencialidad ni la manifiestan de la misma manera. Por este hecho cabe distinguir entre tres clases de creatividad: la primaria, la secundaria y la integrada. La primera es común a todas las personas que se autorrealizan, y todos los seres humanos la experimentan alguna vez en su vida (hacer una tortilla, cuidar el jardín o arreglar el coche); la segunda corresponde a las obras de los científicos y artistas; segunda corresponde a las obras de los científicos y artistas; mientras que la tercera es la síntesis perfecta de las dos anteriores y se ejemplifica con la genialidad literaria o científica. Como hemos dicho anteriormente, centra su atención en explicar la creatividad primaria de las personas que se autorrealizan y descubre que o se puede aislar de sus otros componentes caracteriológicos.

            En un recopilación de artículos sobre este tema, publicados después de su muerte, que es castellano apareció bajo el revelador título de La personalidad creadora, Maslow vuelve a subrayar que la única manera de mejorar la creatividad y, como consecuencia, de incrementar el bienestar individual, es actuar sobre la personalidad. “Si pensáis en la salud física y preguntáis: ¿cómo se mejora el estado de los dientes de las personas?, cualquier médico os dirá que el mejor sistema es intentar mejor la salud sistémica general. Si podéis mejorar el régimen alimentario, la forma de vida, etc., entonces estos procedimientos mejorarán, de repente, los dientes, los riñones, el cabello, el hígado...”

            Esta misma recopilación vuelve a recordar también que la creatividad no es una conducta de domingo, que se puede restringir a un ámbito concreto o a una disciplina determinada. Puesto que había afirmado anteriormente que todo el mundo está capacitado para esta práctica liberadora, ahora equipara pintar, componer o escribir a cocinar, conducir un taxi a ejercer de fontanero. De tal modo que plantea la creatividad como el ideal que hay que conseguir en cualquier ámbito de la conducta, ya sea perceptivo, emocional, actitudinal, volitivo, cognoscitivo o expresivo. Y ello es la prueba más fehaciente de que las mujeres y los hombres que se autorrealizan inventan día a día su vida buscando nuevos horizontes de felicidad, como Maslow se atrevió a plantear, y no sólo por escrito.

            A pesar de sufrir una infancia tremendamente desgraciada: “I was a terribly unhappy boy...” –algunos biógrafos detallan hechos escabrosos que perfilan a una madre cruel y despiadada–, no dejó translucir este odio en ninguno de sus libros. Al contrario, y a diferencia de psicólogos como Freud o Jung, que representan la inversión del planteamiento que comentamos, proclamó su fe en el paraíso psicológico de la autorrealización y las experiencias – cumbre, que se cimenta sobre una concepción seráfica del hombre y la mujer. Poco decidido a comunicar sus experiencias personales, a pesar de escribir un diario y de difundir incansablemente las excelencias del humanismo expansivo, sabemos que era un empedernido lector –Swift, Horacio, literatura rusa o antropología, psicología, etc.–, un notable aficionado de la música, sobre todo al Romanticismo –“I say, music to mi is one of the reasons for living” –, y le gustaban mucho los niños: se le llenaban los ojos de luz al ver cómo sus hijas saboreaban desaforadamente un helado o disfrutaban de los evidentes encantos de una excursión dominical a la montaña... También es admirable la relación que mantuvo con la compañera de toda la vida: más de cuarenta años de convivencia no lo hicieron contenerse de poner algunos episodios de esta vida en común como ejemplos de “peak-experience”... Trabajador incansable (recogía en unas pequeñas tarjetas de cartón las ideas que “por casualidad” se le ocurrían, incluso mientras conducía, con el riesgo que implicaba y los evidentes inconvenientes para sus acompañantes), murió de forma prematura de un ataque al corazón en el momento en que disfrutaba de un alto reconocimiento académico y social. “El hombre de los monos” –sobrenombre que recibió por uno de sus primeros estudios de campo–; el alumno privilegiado de Alfred Adler, Karen Horney, Kurt Goldstein, Max Wertheimer, Kurt Koffka, Erich Fromm o Edward L. Thorndike –quien después de aplicarle numerosos cuestionarios: “They gave me tests untli I was blue in the face, tested for weeks”, descubrió que Maslow gozaba de un cociente de inteligencia privilegiado: 195–; “el inventor” –“Every true scientist is an inventor” – de la psicología existencial o psicología humanista es reconocido por sus seguidores tanto por su contribución teórica como por el ejemplo de vida que distingue a los auténticos sabios.

            Maslow se convierte rápidamente en un héroe de la contracultura de los años sesenta. Un guía espiritual que alterna conferencias con encuentros y artículos, tal como lo hacen Paul Gooman, Aldous Huxley, Rollo May, Alan Watts o R. D. Laing. Sus apariciones en público son esperadas con anhelo por un grupo de seguidores que empiezan a hacer popular el vocabulario de sus libros, sobre todo los conceptos de peak-experience y self-actualization. Esalen se convierte en uno de los centros de peregrinación más gamosos del “movimiento de potencial humano”, una escuela de pensamiento alternativo en la que coinciden encuentros, seminarios y entrenamiento grupal.

            Nirvana now! Es uno de los eslóganes más conocidos de esta cultura crítica que, según Hoffman, desagrada especialmente a nuestro protagonista; una consigna que parece que ha empapado también a la sociedad actual. Maslow no cree en la perfección, es más, identifica perfección e infelicidad; el hombre autorrealizado nunca toca techo. Aunque también es evidente que puede experimentar en el decurso de la vida fulgurantes y esporádicos destellos de gozo que lo pueden aguijonear intelectualmente : la audición de un fragmento musical, el impacto de un libro o un cuadro, un baño, un paseo con la esposa, una conversación con un amigo... ­son ejemplos suyos–. Maslow muere de manera prematura a los sesenta y dos años sin haber podido completar su enriquecedora aproximación al tema del bienestar humano. el día de su entierro uno de los asistentes comentó: “No había conocido nunca a nadie tan preparado para morir y al mismo tiempo tan lleno de vida.” La muerte es un éxtasis acaparador, cruel y definitivo... La única experiencia – cumbre que no podemos compartir con nadie y una de las pocas, de momento, sin posibilidad de retorno.

DECIMOSEXTA LECCIÓN

            Toda auténtica formación implica una educación del deseo, sobre todo porque hay personas que son incapaces de dominar los impulsos, mientras que otras, por el contrario, no pueden ambicionar nada. Maslow sitúa en este mismo punto la clave de su concepto de autorrealización personal y, por extensión, de la posibilidad de disfrutar de la vida.

            La felicidad no se consigue renunciando a los deseo, sino que al contrario, el bienestar crece al multiplicarlos. Esta tesis, que choca frontalmente con el planteamiento clásico de autores como Séneca, Schopenhauer o Wittgenstein, nos parece la lección más destacada del padre de la psicología humanista. Tampoco cabe afirmar que con esta idea el sabio californiano propone el consumo desenfrenado  como ideal del bienestar. Maslow, conjuntamente con Rogers, considera que la naturaleza interna de las personas es una entidad delicada y sutil que tiende a satisfacer necesidades primarias, para pasar después a plantarse objetivos más elevados: conocimiento, libertad, creatividad, belleza, justicia, bondad... Aunque hay que tener siempre presente que, como recordaba Wilde, “en este mundo sólo hay dos tragedias. La primera, no conseguir lo que se desea, y la segunda, conseguirlo; aunque sólo esta última es realmente una tragedia”.

            La felicidad es un estado contradictorio y vacilante que no tiene nada que ver con el cielo sereno de la apatía o ataraxia, porque zozobra continuamente. Nuestro héroe no se puede compara con Superman, sobretodo porque busca más la lucha que la victoria, aunque también constatamos la existencia de una particular “criptonita” que lo desactiva, el miedo, ese temor a la vida que ya intentó describir Demócrito y que Albert Camus calificó como el elemento más significativo de nuestra época... En este mismo contexto, vale la pena considerar lo que una vez escribió Kafka sobre el miedo: “Mi miedo es mi sustancia, y probablemente lo mejor de mí mismo.” Quizás también aquel consejo encubierto de Rilke que nos prevenía sobre la posibilidad de ahuyentar nuestros demonios interiores, a que alguno de nuestros ángeles, aunque sólo sea uno pequeño, quedaría aterrorizado..., aunque probablemente tampoco estaría demasiado justificado utilizarlo como coartada para rechazar la participación en un grupo de potencial humano.

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