Indagando cómo el individuo puede conservar su bondad natural y originaria —corrompida por las cadenas de la tradición—, en Emilio, o de la Educación Jean Jacques Rousseau recomienda cómo formar a un niño ficticio que sirve de molde para todas sus propuestas. Escrito en 1762, este tratado es considerado la primera obra de filosofía de la pedagogía; está dividido en cinco libros y acá les presentamos citas de su primera parte: infancia de Emilio, desarrollo del lenguaje y libertad de movimiento. Los páginas indicadas corresponden a la traducción de Ricardo Viñas.
«De estas tres educaciones distintas, la de la naturaleza no pende de nosotros, y la de las cosas sólo en parte está en nuestra mano. La única de que somos verdaderamente dueños es la de los hombres, y esto mismo todavía es una suposición; porque ¿quién puede esperar que ha de dirigir por completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?» (p.10).
«Lo mismo sucede con las inclinaciones de los hombres. Mientras que permanecen en un mismo estado, pueden conservar las que resultan de la costumbre y menos naturales son; pero luego que varía la situación, se gasta la costumbre y vuelve lo natural. La educación, ciertamente, no es otra cosa que un hábito. ¿Pues no hay personas que se olvidan de su educación y la pierden, mientras que otras la conservan?» (p. 11).
«Desconfiemos de aquellos cosmopolitas, que en sus libros van a buscar en apartados climas obligaciones que no se dignan cumplir en torno de ellos. Filósofo hay que se aficiona a los tártaros para excusarse de querer bien a sus vecinos» (p. 12).
«Quien se quiera formar idea de la educación pública, lea La República de Platón, que no es una obra de política, como piensan los que sólo por los títulos juzgan de los libros, sino el más excelente tratado de educación que se haya escrito» (p.14).
«El verdadero estudio nuestro es el de la condición humana. Aquel de nosotros que mejor sabe sobrellevar los bienes y males de esta vida, es, a mi parecer, el más educado; de donde se infiere que no tanto, en preceptos como en ejercicios consiste la verdadera educación. Desde que empezamos a vivir, empieza nuestra instrucción; nuestra educación empieza cuando empezamos nosotros; la nodriza es nuestro primer preceptor» (p.16).
«¿[P]uede, imaginarse método más desatinado que el de educar a un niño como si nunca hubiese de salir de su habitación y hubiera de vivir siempre rodeado de su gente? Si da este desgraciado un solo paso en la tierra, si baja un escalón solo, está perdido» (p.17).
«El hombre civilizado nace, vive y muere en esclavitud; al nacer le cosen en una envoltura; cuando muere, le clavan dentro de un ataúd; y mientras que tiene figura humana, le encadenan nuestras instituciones» (p.17).
«En los países donde no toman tan extravagantes precauciones, son los hombres todos altos, robustos y bien proporcionados. Los países en que se fajan los niños abundan en jorobados, cojos, patizambos, gafos, raquíticos y contrahechos de todos géneros» (p.18).
«Decís que sus voces primeras son llantos. Yo lo creo; desde que nacen los atormentáis; las primeras dádivas que de vosotros reciben son cadenas y el primer trato que experimentan es de tormento. No quedándoles libre otra cosa que la voz, ¿cómo no se han de servir de ella para quejarse? » (p.19).
«Dícese que dejando a los niños libres pueden tomar posturas malas y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros. Este es uno de tantos vanos raciocinios de nuestra equivocada sabiduría, que nunca se ha confirmado por la experiencia. De los muchísimos niños que en pueblos más sensatos que nosotros se crían con toda la libertad de sus miembros, no se ve que uno solo se hiera ni se estropee; no pueden imprimir a sus movimientos la fuerza suficiente para que sean peligrosos, y cuando toman una postura violenta, el dolor les advierte en breve que la cambien» (p.20).
« [U]n niño seis o siete años en manos de mujeres […] después de haber sofocado su índole natural con las pasiones que en él se han sembrado, entregan este ser ficticio en manos de un preceptor que acaba de desarrollar los gérmenes artificiales que ya encuentra formados, y le instruye en todo, menos en conocerse, menos en dar frutos de sí propio, menos en saber vivir y labrar su felicidad. Finalmente, cuando este niño esclavo y tirano, lleno de ciencia y falto de razón, tan flaco de cuerpo como de espíritu, es lanzado al mundo, descubriendo su ineptitud, su soberbia y sus vicios todos, hace que se compadezca la humana miseria y perversidad» (p.26).
«[E]s la madre la verdadera nodriza, el verdadero preceptor es el padre. Pónganse ambos de acuerdo tanto en el orden de las funciones como en su sistema, y pase el niño de las manos de la una a las del otro» (p.27).
«Cuando un padre engendra y mantiene a sus hijos, no hace más que la tercera parte de su misión. Debe a su especie hombres; debe a la sociedad hombres sociables, y debe ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede satisfacer esta triple deuda y no lo hace, es culpable, y más culpable acaso cuando la paga a medias» (p.28).
«Pero ¿qué hace ese rico, ese padre de familia, tan atareado y precisado, según dice, a dejar abandonados a sus hijos? Paga a otro para que desempeñe afanes que le son gravosos. ¡Alma mezquina! ¿Crees que con dinero das a tu hijo otro padre? Pues le engañas, que ni siquiera le das un maestro; ese es un sirviente y presto formará otro como él» (p.28).
«¿Cómo es posible que un niño sea bien educado por uno que lo fue mal?» (p.29).
«Uno, de quien no sé más que su jerarquía, me propuso que educara a su hijo. Sin duda fue mucha honra para mí; pero lejos de quejarse de mi negativa, debe alabar mi prudencia. Si hubiera admitido su oferta y errado en mi método, la educación habría resultado mala; al acertar con él sería peor; su hijo, hubiera renegado del título de príncipe» (p.29).
«[M]e he decidido a tomar un alumno imaginario y a suponerme con la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para desempeñar su educación, conduciéndola desde el instante de su nacimiento hasta aquel en que, ya hombre formado, no necesite más gula que a sí propio» (p.30).
«Escojamos pues, a un rico; estaremos ciertos de haber hecho un hombre más, mientras un pobre puede hacerse hombre por sí solo» (p.33).
«[Y]o no sé, de modo alguno, enseñar a vivir a quien sólo piensa en librarse de la muerte» (p.34).
«Es necesario que para obedecer al alma sea vigoroso el cuerpo; un buen sirviente ha de ser robusto» (p.34).
«La ciencia que instruye y la medicina que sana, buenas son, sin duda; pero funestísimas la ciencia que engaña y la medicina que mata. Enséñennos a distinguirlas; esa es la dificultad» (p.35).
«¿Queréis hallar hombres de verdadero valor? Buscadlos en los países donde no hay médicos, donde se ignoran las consecuencias de las enfermedades y donde se piensa poco en la muerte. El hombre naturalmente sabe padecer con constancia y muere en paz. Los médicos con sus recetas, los filósofos con sus preceptos, los sacerdotes con sus exhortaciones, son los que acobardan su ánimo y hacen que no sepa morir» (p.36).
«[L]os ejemplos de longevidad los ofrecen casi todos los hombres que más ejercicio han hecho, y que más fatigas y afanes han sufrido» (p.38).
«Mientras que sólo en las cosas, y nunca en las voluntades, hallen resistencia los niños, no serán iracundos ni coléricos y se conservarán más sanos. Esta es una de las causas porqué los niños de la gente pobre, más libres, más independientes, son en general menos achacosos, menos delicados, más robustos que los que se pretende educar mejor sujetándoles sin cesar; pero siempre hemos de tener presente que hay mucha diferencia de obedecerlos a quitarles sus gustos» (p.54).
«Lejos de tener los niños fuerzas sobrantes, ni aun tienen la suficientes para todo lo que les pide la naturaleza; por tanto hay que dejarles el uso de todas cuantas les da y de que no pueden abusar. Primera máxima.
Es preciso ayudarles y suplir lo que les falta, ya sea, inteligencia, ya fuerza, en todo cuanto fuere de necesidad física. Segunda máxima.
En la ayuda que se les diere, es necesario limitarse únicamente a la utilidad real, sin conceder nada al capricho o deseo infundado, porque los antojos no los atormentarán cuando no se les hayan dejado adquirir, atendido que no son naturales. Tercera máxima» (p.57).
«Jactarse de no tener acento, es jactarse de quitar a las frases la gracia y energía. El acento es el alma del razonamiento, el que le da respiración y vida. Menos miente el acento que las palabras; y acaso por eso le temen tanto las personas bien educadas» (p.63)
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico y Psicoterapeuta. N° Col.: A-1324 Zaragoza. Teléfono: 653 379 269 Gran Vía 32. 3°Izqda. Instagram: @psicoletrazaragoza. Página Web: Psicólogo Zaragoza-TLP