Mientras que, hace 25 años, la “deconstrucción” competía con el tipo de liberalismo de John Rawls, en la filosofía actual predominan dos tipos de orientaciones: las “ciencias del cerebro” cognitivistas “duras”, que tratan de naturalizar por completo la mente humana, y la visión “blanda” del hombre como algo que puede ser herido, como una víctima potencial. Es este potencial para sufrir, mucho más que sus potencialidades creativas, lo que se considera la característica básica de un ser humano. La explicación a esa transformación hay que buscarla en los cambios sociales y políticos que ha experimentado el mundo en estos años. En 1992, andábamos inmersos en el sueño de lo que Francis Fukuyama denominó el fin de la historia y el capitalismo democrático liberal conseguía implantarse gradualmente en todo el planeta. La caída del comunismo parecía haber enterrado las utopías. Hoy, un cuarto de siglo después, sabemos que la verdadera utopía fueron aquellos felices noventa: la historia no terminó, no. Más bien al contrario. Hemos experimentado el regreso triunfal de los conflictos, las crisis, la violencia e incluso la amenaza de una tercera guerra mundial. El problema es cómo Occidente ha reaccionado a este giro imprevisto.
Cuando en 1982 se estrenó ET, la taquillera película de Steven Spielberg, Suecia, Noruega y Dinamarca prohibieron su exhibición al considerar que la imagen poco amistosa que en el filme se daba de los adultos podía poner en peligro la relación entre padres e hijos. Visto en retrospectiva, aquel veto puede contemplarse como un indicio precoz de la obsesión con la corrección política y el empeño contemporáneo de proteger a las personas de toda experiencia que pudiera resultar traumática. Desde entonces, se piensa en la nuestra como una especie vulnerable a la que es preciso cuidar mediante una compleja serie de normas. No sólo se censuran experiencias del mundo real, sino también las relativas a la ficción. Lo hemos visto en numerosas universidades de Estados Unidos. En la de Columbia, en Nueva York, aún retumba en la memoria un famoso incidente, cuando una alumna sufrió una crisis provocada por la lectura de las gráficas descripciones de violaciones contenidas en las Metamorfosis de Ovidio; como consecuencia, se ordenó a los profesores que incluyeran advertencias sobre aquellos pasajes del canon literario que pudieran herir la sensibilidad de los estudiantes.
Después del fin de la historia
El filósofo esloveno, uno de los pensadores más influyentes del último cuarto de siglo, repasa el devenir cultural y social de las ideas de una época convulsa
Mientras que, hace 25 años, la “deconstrucción” competía con el tipo de liberalismo de John Rawls, en la filosofía actual predominan dos tipos de orientaciones: las “ciencias del cerebro” cognitivistas “duras”, que tratan de naturalizar por completo la mente humana, y la visión “blanda” del hombre como algo que puede ser herido, como una víctima potencial. Es este potencial para sufrir, mucho más que sus potencialidades creativas, lo que se considera la característica básica de un ser humano. La explicación a esa transformación hay que buscarla en los cambios sociales y políticos que ha experimentado el mundo en estos años. En 1992, andábamos inmersos en el sueño de lo que Francis Fukuyama denominó el fin de la historia y el capitalismo democrático liberal conseguía implantarse gradualmente en todo el planeta. La caída del comunismo parecía haber enterrado las utopías. Hoy, un cuarto de siglo después, sabemos que la verdadera utopía fueron aquellos felices noventa: la historia no terminó, no. Más bien al contrario. Hemos experimentado el regreso triunfal de los conflictos, las crisis, la violencia e incluso la amenaza de una tercera guerra mundial. El problema es cómo Occidente ha reaccionado a este giro imprevisto.
Cuando en 1982 se estrenó ET, la taquillera película de Steven Spielberg, Suecia, Noruega y Dinamarca prohibieron su exhibición al considerar que la imagen poco amistosa que en el filme se daba de los adultos podía poner en peligro la relación entre padres e hijos. Visto en retrospectiva, aquel veto puede contemplarse como un indicio precoz de la obsesión con la corrección política y el empeño contemporáneo de proteger a las personas de toda experiencia que pudiera resultar traumática. Desde entonces, se piensa en la nuestra como una especie vulnerable a la que es preciso cuidar mediante una compleja serie de normas. No sólo se censuran experiencias del mundo real, sino también las relativas a la ficción. Lo hemos visto en numerosas universidades de Estados Unidos. En la de Columbia, en Nueva York, aún retumba en la memoria un famoso incidente, cuando una alumna sufrió una crisis provocada por la lectura de las gráficas descripciones de violaciones contenidas en las Metamorfosis de Ovidio; como consecuencia, se ordenó a los profesores que incluyeran advertencias sobre aquellos pasajes del canon literario que pudieran herir la sensibilidad de los estudiantes.
“Si no eres capaz de afrontar Hiroshima en el teatro, corres el riesgo de que se repita la tragedia”. Esta frase, del dramaturgo Edward Bond, ofrece el mejor argumento contra aquellos que se oponen a las descripciones detalladas de la violencia sexual y otras atrocidades con la excusa de que fomentan las mismas actitudes que dicen exponer. Para comprender de verdad la violencia sexual es necesario que nos sintamos conmocionados, incluso traumatizados por ella; si nos limitamos a un conocimiento epidérmico estaremos haciendo lo mismo que quienes llaman a la tortura “técnica de interrogatorio mejorada”, o a la violación “práctica de seducción aumentada”. Para vacunarnos contra algo debemos probarlo; si no, acabaremos comportándonos como progres tan bien intencionados como ilusamente protegidos por una burbuja irreal.
Las advertencias sobre el contenido no están para proteger a las víctimas sino para protegernos de ellas y volverlas invisibles.
Para mantener a raya esos peligros irreales, las nuevas ciencias del cerebro proponen emplear sofisticadas técnicas que permitan un conocimiento mejorado —biológico y psicológico— de nosotros mismos: al registrar lo que comemos, compramos, leemos, vemos y escuchamos, así como nuestros estados de ánimo, miedos y satisfacciones, obtendremos una imagen, nos prometen, mucho más exacta que la que será capaz de proporcionarnos nuestro yo consciente. Como ya sabemos, tal cosa (ese yo consciente) ni siquiera existe como entidad consolidada, sino que está formado por relatos que, de forma retroactiva, intentan imponer cierta coherencia en el caos de nuestras experiencias, para lo que borran las vivencias y los recuerdos que las alteran. Lo que nos prometen las máquinas desarrolladas en el tiempo que este suplemento cultural conmemora es una utopía en la que es posible tomar la decisión correcta a partir de la recogida de datos. ¿Por qué, entonces, no permitir que estas nuevas tecnologías tomen también nuestras decisiones políticas? Mi yo humano puede dejarse seducir repentinamente por un demagogo populista, pero la máquina tendrá en cuenta todas mis frustraciones anteriores, registrará la incongruencia entre mis pasiones pasajeras y mis otras opiniones. Así que, ¿por qué no dejar que vote ella en mi lugar? Es fácil defender esta opción con un argumento muy creíble: no se trata de que el ordenador que registra nuestra actividad sea omnipotente e infalible, es simplemente que, en general, sus decisiones son mucho más acertadas que las de nuestra mente: en medicina, hace mejores diagnósticos que un médico normal, y así sucesivamente, hasta llegar al trading algorítmico en los mercados de valores, en el que unos programas que pueden descargarse de forma gratuita están ya obteniendo mejores resultados que los asesores financieros [...] Slavoj Zizek
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico y Psicoterapeuta. Pensador. Gran Vía 32, 3° Izqda Teléfono: 653 379 269 Instagram: @psicoletrazaragoza Página Web: www.rcordobasanz.es
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