Sabemos que hemos perdido el equilibrio de nuestra salud cuando aparecen síntomas. Ellos vienen a avisarnos que algo funciona mal. En el caso de un problema a nivel físico estamos acostumbrados a pensar de este modo. Si tenemos fiebre, no decimos que estamos enfermos de fiebre, es de conocimiento popular que la fiebre aparece debido a que otro evento la origina. El síntoma es efecto de una causa distinta a él. Podremos entonces acudir a un experto para que realice un diagnóstico que identifique la causa y, en consecuencia, entregue el tratamiento adecuado.
Sin embargo, cuando se trata de síntomas psicológicos o del alma, nuestro proceder suele ser completamente insensato. Por ejemplo, nos sentimos deprimidos, pero en vez de tomar en serio el síntoma y ponernos en marcha para identificar el origen de nuestro estado y, por lo tanto el tratamiento correcto, intentamos hacer desaparecer nuestro estado levantando el ánimo a golpes de fuerza de voluntad… así prolongamos nuestra agonía, a veces durante años. No nos interesa en absoluto saber qué es lo que origina el síntoma, queremos eliminarlo.
Supongamos que nuestra casa tiene una alarma antirrobos y súbitamente comienza a sonar. Sabemos que puede ser síntoma de que hay alguien robando. Luchar contra nuestra depresión es lo mismo que intentar apagar la alarma en vez de llamar a las fuerzas policiales para que resuelvan el problema. Luchar contra nuestros síntomas nunca resuelve nada, es necesario escucharlos.
A nivel psicológico, hemos aprendido a desarrollar verdadera fobia hacia nuestros síntomas. Creemos que el problema son nuestros sentimientos negativos y rasgos de personalidad cuando en realidad nuestros sentimientos negativos y rasgos de personalidad son síntomas que necesitan ser comprendidos porque indican un desajuste que requiere atención. De este modo, por ejemplo, podríamos creer que el problema es que somos impulsivos –cuando en realidad la impulsividad es un síntoma que avisa sobre un problema en otro nivel-, creemos que el problema es que nos irritamos -cuando estar irritable es síntoma de algo más-, o creemos que el problema es que somos tímidos, cuando en realidad la timidez es sólo otro síntoma.
Cuando no Escuchamos al Síntoma
Lo que acaba por suceder es que identificamos nuestra personalidad con nuestros síntomas. Así, la persona que sufre de impulsividad, en vez de decir, “Hay algo fuera de lugar en mí, por esto es que me comporto de forma impulsiva”, dice “Soy impulsivo”. Esto equivale a decir “soy resfriado” cuando tenemos un resfrío. Absurdo.
Naturalizamos nuestros síntomas, como si ellos fueran nuestro ser. Me atrevo a afirmar que a lo menos la mitad de las características de personalidad que usamos para definirnos a nosotros mismos, en realidad son sólo síntomas de alguna enfermedad psíquica o del alma. Desgraciadamente, como hemos concluido que somos nuestros síntomas, rara vez hacemos el intento de descubrir cuál es la enfermedad. Vivimos con el alma enferma creyendo que es el estado natural de las cosas y, peor aún, creemos que nuestra enfermedad es nuestro verdadero ser. No es sorprendente que tantas personas crean en lo más íntimo que la naturaleza del humano está llena de maldad. La maldad surge de la enfermedad, no es el estado natural de las cosas. No es de extrañar tampoco que tengamos tantos problemas con nuestra autoestima, una vez que me identifico con mis síntomas aparezco como un ser deforme frente a mis propios ojos.
En psicoterapia, el trabajo suele consistir en ayudar a la persona a comprender que su supuesta forma “natural” de ser, en realidad refleja una “enfermedad” o una dinámica psicológica poco saludable. Por ejemplo, he conocido a muchas personas decir “soy llorona y estoy avergonzada de mí por esto”. Cuando indagamos qué es lo que hay detrás de su forma “llorona” de ser, descubrimos que minuto a minuto se autoflagelan con críticas y pensamientos agresivos hacia ellas mismas. ¿No seríamos acaso todos llorones si constantemente alguien nos maltratara con críticas y golpes? Cuando consiguen detener esa actitud autoflagelante, la tendencia a ser llorona desaparece y en su lugar queda una refinada capacidad para sentir y empatizar con los demás, es decir, inteligencia emocional. Lo que parecía ser una característica de personalidad poco equilibrada, en realidad era un “órgano psíquico” –la capacidad de sentir- que había enfermado por el virus de la autocrítica despiadada.
Otra de las cosas desafortunadas que hacemos con nuestros síntomas es que cuando no nos identificamos con ellos, hacemos el intento de desterrarlos de nuestra consciencia. Tenemos una tensión muscular debido al stress y tomamos una píldora para disminuir el dolor, tenemos tristeza pero nos autoconvencemos de que estamos felices, nos sentimos asustados y nos lanzamos de cabeza contra la situación que tememos creyendo que no nos asusta. Ignoramos de forma tal lo que nos sucede que ni siquiera nos damos cuenta, pero eso está ahí, nuestro cuerpo acusa su presencia.
Ignorando el síntoma traemos sufrimiento a los demás –podría ser, por ejemplo, que yo ignore que estoy enojado, entonces agrederé de forma pasiva o usaré la ironía como forma de expresar un enojo no confesado o, si no puedo admitir la tristeza de una pérdida, de forma inconsciente exigiré a los demás que me den un apoyo afectivo desmesurado, cargándolos con el peso de mi tristeza-.
Después de años ignorando nuestros síntomas acabamos por conseguir que nuestro cuerpo enferme; lo que era un sentimiento de tristeza acaba dando lugar a un cáncer, lo que era stress acaba convirtiéndose en una patología cardiovascular. En fin, utilizamos toda la amplia gama de mecanismos de defensa que hemos podido desarrollar para no saber que nuestros síntomas están ahí. Y seguimos haciéndolo porque durante un tiempo esta estrategia parece funcionar.
Bendita Crisis
La mayoría de las personas creen que una crisis es una gran desgracia. En realidad las crisis son ese momento crucial en que el síntoma grita con tal fuerza que, hagamos lo que hagamos, no es posible dejar de oír el llamado. Como dicen en oriente, la crisis, además de ser un peligro, es al mismo tiempo una oportunidad. Si sabemos descifrar el mensaje podemos reunir valor gracias a la fuerza que ese llamado nos infunde y despojarnos de los ropajes que ya no nos sirven para reorientarnos y vivir de modo coherente con lo que realmente somos. O bien, si en ese momento somos incapaces de comprender el mensaje o nos oponemos testarudos y orgullosos, nos condenamos y condenamos a quienes nos rodean a sufrir innecesariamente hasta que escuchemos o hasta que la muerte nos separe.
Las personas más difíciles de tratar en psicoterapia y en toda terapia que se ocupe del alma de las personas, no suelen ser las más graves, son las más ignorantes de sus propios síntomas. Cuando alguien acude por ayuda, con el deseo genuino de terminar con su sufrimiento, honestamente conmovido con su propio dolor, el terapeuta encuentra muy sencillo prestar la ayuda necesaria. Por el contrario, quién hace caso omiso de su propio dolor, restándole importancia, anestesiándolo o atribuyendo la responsabilidad a otros, sin importar si sus síntomas son leves o graves, no consigue mejorar. Es posible que esta persona se queje, despliegue un gran espectáculo para conmover a los demás con su dolor, se de aires de importancia por su desdicha, pero no está dispuesta a escuchar el mensaje y no puede sanar.
La crisis es la oportunidad que nos ofrece la vida para recuperar el norte. Es un grito que surge desde la profundidad de tu ser. La dificultad radica en que el lenguaje que ésta ocupa no es el de la palabra; el alma habla a través de símbolos, imágenes, sentimientos y sensaciones físicas. Para escuchar necesitamos primero aprender un nuevo lenguaje, más exactamente, recordar el lenguaje sencillo y directo del corazón. Después de eso, necesitamos reunir coraje para abandonar nuestras ideas, actitudes y mecanismos de defensa obsoletos. Necesitamos reunir coraje para entregarnos a una muerte psicológica, dejar morir parte de nuestro ego, dejar ir eso que ya no sirve. Luego viene el renacimiento, la primavera, la vida nueva, el camino a casa.
El Lenguaje Olvidado
Todos los seres vivos poseemos mecanismos de autorregulación que posibilitan mantener la vida. Si por ejemplo, nos deshidratamos, sentiremos sed. Gracias a esta sensación corporal, tenemos la motivación de hidratarnos y, en consecuencia bebemos agua, recuperamos el equilibrio y la sensación de sed desaparece. Nuestras sensaciones corporales son una brújula que indica qué es lo que necesitamos para mantener el equilibrio. Si nos alejamos demasiado de nuestro “punto cero”, aparecen síntomas serios, enfermamos y, eventualmente podríamos morir.
Este proceso de regulación no es un mecanismo que funcione exclusivamente para las necesidades fisiológicas, también es sensible a las perturbaciones en cualquiera de los niveles de nuestro ser; desde nuestro nivel físico al emocional al mental al alma y al espíritu. Todo lo que somos, cada vez que sale de equilibrio, se manifiesta en nuestro cuerpo como un síntoma. Y no importa de qué lugar de nuestro ser viene el mensaje, si lo desatendemos indolentes, desarrollamos enfermedades físicas y sembramos discordia a nuestro alrededor.
¿Todos los niveles del ser se reflejan en nuestras sensaciones corporales? En efecto, por ejemplo, la experiencia de falta de sentido en la vida no es una necesidad fisiológica; para que el cuerpo físico se mantenga vivo, no es preciso que sintamos que nuestra vida tiene sentido, sin embargo, la experiencia se refleja en nuestro cuerpo. Por ejemplo, podríamos tener un vacío en el centro del pecho, o ansiedad e inquietud, o dificultad para conciliar el sueño, o una sutil sensación de pesadez casi imperceptible que nos acompaña durante todo el día. Cuando hemos perdido el sentido en nuestra vida, no es nuestro cuerpo físico el que ha perdido el equilibrio, es nuestra alma la que se encuentra desajustada. Y el cuerpo físico muestra síntomas evidentes para quién esté dispuesto a escuchar.
Entender el mensaje de los síntomas que las necesidades fisiológicas generan resulta bastante fácil en comparación a los mensajes que vienen de lugares más profundos de nuestro ser. Nadie se confunde cuando tiene sed, pero cuando se trata del sentido de la vida, podemos pasar años atribuyendo nuestros síntomas a causas equivocadas; la pelea que tuve con un amigo, la falta de descanso, algún problema económico, etc.
¿Cómo comprender estos mensajes que vienen de zonas que están más allá de nuestro cuerpo físico, incluso más allá de nuestra mente, de los espacios más profundos del alma? En primer lugar, es preciso prestar atención, es decir, sentir lo que sucede en nuestro cuerpo. En un comienzo simplemente descubriremos diversas sensaciones que poco nos dirán. Un músculo apretado por ahí, una sensación de pesadez por allá, la falta de sensación en alguna zona, etc. Es preciso comenzar un proceso de observación carente de todo juicio, como el científico que obtiene datos y más datos hasta que finalmente comienzan a adquirir significado. En este proceso podemos demorarnos minutos, días, semanas, meses, años. No todos los mensajes están ahí para ser comprendidos de inmediato.
En segundo lugar, una vez que hemos reconocido cuál es el mensaje, es preciso obedecer y entregarse a las nuevas directrices. Con frecuencia esto es más difícil que lo primero, ya que el mensaje suele desafiarnos y empujarnos a recorrer caminos que tarde o temprano pondrán fin a tendencias enfermas de nuestra personalidad –y los seres humanos tenemos un apego muy profundo a nuestro falso yo, creemos que lo mejor que podemos hacer es seguir apegados a nuestras viejas costumbres para protegernos de peligros imaginados-. En este punto es probable que nos enfrentemos a una larga batalla entre mantener nuestros viejos hábitos y el impulso a entregarnos al nuevo movimiento. Este es el momento de crisis. Si, a pesar de la lucha, mantenemos el contacto con nuestras sensaciones corporales, las seguimos observando y las seguimos sintiendo sin importar cuán incómodos nos encontremos, es probable que consigamos reunir la fuerza suficiente y el triunfador acabe siendo nuestro verdadero ser.
En tercer lugar, descubrimos un nuevo mundo y en lo profundo, recuperamos la paz que habíamos perdido cuando torcimos nuestro camino. El síntoma .
Una Experiencia Personal
Hace un tiempo atrás, me sentía profundamente estancado. A pesar de tener el trabajo que siempre había querido tener, a pesar de tener una buena mujer, a pesar de que todo se encontraba relativamente ordenado, me sentía muerto por dentro. Estaba deprimido y no comprendía qué era lo que andaba mal ya que todo parecía estar en su lugar –todo estaba bien de acuerdo a las ideas de mi ego acerca de qué es estar bien-. Y tuve la suerte de escuchar la recomendación de una excelente terapeuta –Adriana Schnake-, que me dijo “debes trabajar más con tu cuerpo, necesitas entrar en él.”
Afortunadamente seguí su recomendación y comencé a hacer “meditaciones en movimiento” en el living de mi casa. Cerraba mis ojos, tomaba consciencia de mis sensaciones corporales y luego permitía que dieran origen a movimientos espontáneos. Intentaba descifrar mis sensaciones corporales moviéndome, ampliándolas con el movimiento a la espera que surgiera claridad. No sabía exactamente que era lo que sentía, sólo sabía que mi cuerpo estaba lleno de sensaciones desagradables, muchas sensaciones desagradables. Era un infierno.
Un día identifiqué una sensación desagradable en la boca de mi estómago. Al convertirla en movimiento, primero surgió la necesidad de dar golpes sobre unos cojines. Comencé a golpear descubriendo que mi cuerpo desvitalizado se llenaba de energía con los intensos y bruscos movimientos. Después de un rato, a pesar de estar cansado, no sentía verdadera satisfacción. Había descargado una buena cuota de enojo, pero había algo más, seguía sintiéndome profundamente inquieto, desesperado. Esta nueva sensación me llevó a ponerme de pie y comencé a dar vueltas alrededor de la mesa de centro, caminando con mucha intensidad. Me ví a mi mismo como un animal enjaulado y entonces surgió el impulso a salir de la casa.
Apareció la imagen mental de andar en bicicleta sin rumbo. ¿Salir de la casa? Eso iba mucho más allá de lo que yo mismo estaba dispuesto a ir durante mi “meditación en movimiento”. Una parte de mí quería sentarse a ver una película después del trabajo. Más, evitando pensar, tomé la bicicleta y comencé a pedalear a toda velocidad sin tomar ninguna decisión respecto a dónde dirigirme. Pedaleaba con todas mis fuerzas, sentía que en la profundidad de mi cuerpo esa sensación de inquietud y desesperación se iba calmando. Al fin parecía estar encontrando la respuesta.
Pedaleaba con mucha fuerza, llegué a sorprenderme de toda la fuerza que tenía ya que desde hacía mucho tiempo me había sentido muy desvitalizado. Después de unos minutos caí en la cuenta que iba directamente al cerro San Cristóbal –está en el centro de Santiago y muchas personas van a hacer deporte todos los días allá-. La idea de subir hasta la cima en la bicicleta fue como un relámpago que excitaba todas mis células. Un momento después sentí miedo ante la posibilidad de subir. Era extraño porque ya había subido antes, no era un territorio desconocido, sin embargo sentí miedo. Haciendo caso omiso a este sentimiento seguí mi impulso y mi camino.
Subí el cerro con todas mis fuerzas. Pedaleaba respirando con violencia, cada respiración hacía que mi cuerpo se expandiese. Al fin, comencé a entender qué era lo que necesitaba; necesitaba expandirme, crecer, triunfar, ir más allá de mis límites.
¿Por qué al mismo tiempo sentía miedo? Lo comprendí meses más tarde. Después de aquél día ese impulso a crecer y expandirme se mantuvo muy presente y, a cada oportunidad, me permitía seguirlo. Esto hizo que mis costumbres cotidianas cambiasen, retomé actividades que hacía años había dejado, hice otras que nunca había hecho. Estaba menos en mi casa y me asustaba la posibilidad de que mi mujer se enfadase por eso. Había escogido limitar mi posibilidad de crecimiento porque imaginaba que eso podía molestarla o entristecerla y, mi propia dependencia de ella me mantenía cautivo dentro de mí mismo. Siempre había sentido el impulso a ir más allá, pero nunca, hasta entonces había tenido el coraje de alejarme para crecer.
A pesar del temor, me mantuve firme en la decisión de ser fiel a mí mismo. Significó entrar con más profundidad que nunca en una crisis de pareja, cuestionar y reordenar costumbres, ideas y sentimientos que habían estado ahí por años pero que no había tenido el valor de afrontar. Fue ese impulso expansivo lo que me permitió reunir el valor suficiente para dar los pasos. Sin la ayuda de mi propio síntoma, nunca hubiese podido ir más lejos.
Este proceso de reestructuración no ha terminado del todo. Desde aquél día ha pasado un año y, si miro atrás, me maravillo y me siento orgulloso de ver que hoy estoy viviendo desde la valentía de ser yo mismo, me siento lleno de energías y motivación. Casi no me reconozco en ese ser temeroso que se había apoderado de mi vida. Han surgido nuevos proyectos en lo profesional, he dejado de hacer las cosas que no me gusta hacer y mi relación de pareja está sana. Ya no me siento deprimido, estoy agradecido de vivir.
Más allá de la Mente
Aprender el lenguaje de nuestros síntomas equivale a ir más allá de la comprensión que hemos construido de nuestro mundo y nosotros mismos. El lenguaje del alma es intuitivo, lleno de imágenes, sensaciones, sentimientos e impulsos muy difíciles de definir usando palabras, conceptos e ideas. No es un lenguaje denotativo, no se compone –como el lenguaje de la mente-, de signos que representan cosas. No es que los síntomas tengan un “significado” que alude a otra cosa distinta. Por ejemplo, mi sensación en la boca del estómago no era una especie de mensaje que dijera “hola, yo estoy aquí para que tu sepas que necesites expandirte”, era, en sí mismo el estado oprimido y al mismo tiempo el impulso a expandirse. La única posibilidad de comprenderlo es experimentarlo completamente, convertirlo en una vivencia que involucre a todo el cuerpo y el sentimiento. Después es posible traducirlo a palabras que dicen “necesito expandirme”.
Por lo tanto, para reaprender el lenguaje profundo del alma, es necesario sumergirse por completo, con toda nuestra corporalidad en nuestros síntomas. SER nuestros síntomas en vez de TENER síntomas. Si por ejemplo, en mi garganta tengo un nudo, no llegaré a ningún lado intentando descifrar “porqué” tengo ese nudo a través de un ejercicio intelectual de interpretación. Para comprender realmente, debo ser y vivenciar lo que es este nudo. Ayudará mucho dejar que ese nudo en mi garganta se intensifique, luego todo mi cuerpo se convierta en ese nudo y me permita permanecer durante un tiempo “siendo” un nudo. Del mismo modo en que los niños al jugar a representar roles tienen la vivencia de ser otra persona, aquí jugaremos a ser nuestros síntomas y tendremos una experiencia en lugar de realizar una indagación intelectual. Si entro en mis síntomas de este modo, poco a poco irán surgiendo imágenes, sentimientos, impulsos, movimientos, pensamientos, etc., que irán hablando por sí solos.
Es posible sentirse feliz y pleno en la vida, pero para eso, la comprensión que podamos tener de la realidad desde nuestra mente, es insuficiente. Para recorrer el camino del propio corazón y sentirse feliz, es necesario sentirse.
El Movimiento Espontáneo como Práctica de Autodescubrimiento y Autorregulación
Existen muchos medios a través de los cuáles podemos ir más allá de la mente para recordar el lenguaje profundo de la vida. Meditación, trabajo con sueños, el arte, la danza, la música, el trance shamánico, etc. A continuación presento indicaciones para aprender a recuperar el alma a través de la atención a los síntomas utilizando el movimiento corporal.
Hace algunos años tuve la oportunidad de participar en uno de los cursos ideados por Claudio Naranjo denominados “SAT” (Sigla que significa “Seekers After Truth”, en español, “Buscadores tras la Verdad”). En ellos se utilizaban diversas técnicas de autodescubrimiento y liberación y la que más me impresionó por su profundidad fue el Movimiento Espontáneo. No conozco la teoría que han generado sus practicantes y maestros, sin embargo, a la luz de mi formación como terapeuta gestáltico, entiendo el Movimiento Espontáneo como una entrega completamente libre y casi sin estructura al propio proceso de autorregulación a través del movimiento corporal. Las instrucciones que presento a continuación probablemente no correspondan a la ortodoxia del Movimiento Espontáneo, sino a mi propia comprensión de la técnica a partir de la comprensión que tengo del funcionamiento psíquico-corporal y de mi propia experiencia de trabajo personal con ésta.
La técnica puede realizarse con grandes grupos de personas y también de forma individual. Se requiere de un espacio grande, libre de obstáculos y que permita la más amplia variedad de movimientos corporales. La instrucción principal es moverse con los ojos cerrados de modo espontáneo, es decir, no debemos realizar ningún movimiento que nuestro cuerpo no quiera realizar. No se trata de decidir –desde nuestra voluntad- qué movimiento realizaremos, sino más bien de sentir nuestro cuerpo y permitir que se mueva del modo que quiera hacerlo.
¿Cuál es el sentido de moverse de este modo? Como señalé más arriba, nuestros síntomas y sensaciones corporales no son una especie de cartel que “representa” algo que debemos “saber intelectualmente” acerca de nosotros mismos. En sí mismas son lo que nos sucede y para comprender el mensaje, debemos ser nuestras sensaciones. El camino más corto para llegar a ser y vivenciar una sensación es, primero, poner atención a ella y, segundo, permitir que se convierta movimiento. Una vez que se expresa como movimiento, comienza un proceso de despliegue que nos lleva hacia la autorregulación, es decir, a reconocer y realizar aquello que necesitamos para estar equilibrados y satisfechos.
Supongamos, por ejemplo, que tengo una sensación de opresión en mi pecho y quiero practicar el movimiento espontáneo. El primer paso será cerrar mis ojos y sentir la opresión. Luego, permitiré que mi cuerpo comience a moverse de forma coherente con esta sensación. Entonces tal vez comience a apretarme cerrando mi pecho, quizás después quiera acompañar este movimiento con mis brazos, luego comenzaré a agacharme hasta hacerme un nudo en el suelo… me mantendré así, permitiendo que cada movimiento dé paso a un nuevo movimiento sin tomar ninguna decisión respecto a qué es lo que voy a hacer; mi cuerpo y tomará todas las decisiones. Mi papel será observar y permitir el despliegue. Si permanezco varios minutos así, 20 o 30, es probable que el movimiento atraviese varias fases. Habrá momento en los que haga ruidos, grite, salte, me mueva suavemente sobre el suelo, en fin, un gran viaje lleno de sorpresas. El punto es que eso que en un comienzo era una sensación de opresión en el pecho, ahora tiene la oportunidad de expresarse y “decir todo lo que tiene por decir” a través del movimiento, sensaciones corporales, sentimientos, emociones e imágenes que surgirán durante el trabajo. La experiencia personal que expuse más arriba es un buen ejemplo sobre cómo el movimiento nos lleva en un viaje inesperado y cómo se produce un despliegue espontáneo que conduce a la autorregulación y un mejor entendimiento sobre uno mismo.
En un comienzo, el principiante descubrirá pocas cosas acerca de sí mismo con el movimiento, pero con un poco de práctica el viaje develará más misterios acerca del propio corazón y la propia existencia. Finalmente, la experiencia comenzará a desafiar los límites de nuestro ego y nos empujará más allá de nosotros mismos. En este punto, descubriremos que nuestros síntomas son nuestros mejores aliados, nuestros guías más fieles y certeros. Despertaremos nuestra sabiduría interna aprendiendo a vivir confiando en que el conocimiento y la orientación que necesitamos están dentro de nosotros. Ya no es necesario huir de lo que nos sucede; entrar en eso –saltando una y otra vez en el vacío- es nuestra mejor oportunidad para ser lo que realmente somos. Y así, la vida es más sencilla y llevadera.
Indicaciones para un Buen Viaje
A continuación enumero las indicaciones básicas para que la experiencia tenga profundidad. A pesar de que las presento como instrucciones para realizar la actividad en grupo, también se aplican al trabajo individual.
a.Sólo realizar movimientos que el cuerpo quiera hacer: Muchas veces, en vez de movernos espontáneamente, es nuestro intelecto el que decide cómo moverse. Cuando esto sucede, nuestros movimientos carecen de gracia y gozo. Será ideal poner la intención en ser un testigo de los movimientos que nuestro cuerpo hace, simplemente nos dejamos llevar y nos mantenemos atentos al efecto que cada movimiento va generando en nosotros. En general, cuando el movimiento es espontáneo, da mucho placer.
b.Mantener los ojos cerrados: Favorece la capacidad de mantener contacto con nuestras sensaciones corporales. Cuando trabajamos con grupos de personas es importante dar la indicación de que, en caso de que alguien quiera hacer movimientos bruscos, debe abrir los ojos para evitar accidentes. Si no hay necesidad de movimientos bruscos, mantener los ojos cerrados. En mi experiencia de años trabajando con esta técnica, nunca ha habido un accidente, es totalmente seguro moverse con los ojos cerrados, incluso caminar y bailar con soltura son movimientos totalmente seguros. Con frecuencia es una gran sorpresa para las personas temerosas y desconfiadas descubrir que moverse con los ojos cerrados y confiando resulta extremadamente placentero y liberador.
c.No usar palabras: El uso de palabras activa el proceso intelectual y esto dificulta la total entrega al movimiento. Se puede hacer cualquier clase de sonidos con la voz y el cuerpo, pero las palabras quedarán fuera de la actividad.
d.Cualquier cosa puede convertirse en movimiento: Podemos convertir nuestras sensaciones corporales en movimiento, pero también nuestros pensamientos podemos expresarlos con movimiento. Cuando alguien se encuentra con muchas dificultades para hacer contacto, la siguiente indicación puede ayudar: “Cualquier cosa que esté sucediendo en ti, una sensación, un pensamiento, una imagen, un deseo, lo que sea, permite que se traduzca a movimientos corporales.”
e.No forzar a los participantes a moverse: Si queremos experimentar movimiento espontáneo, no forzaremos a nadie a moverse. El no movimiento también es un movimiento.
f.Preferentemente no se usará música: la música induce diversos estados. Si queremos explorar estados específicos, podemos utilizar música que induzca ciertos tipo de movimientos. Si, en cambio, lo que buscamos es explorar con profundidad el proceso único y personal de cada quién, recomiendo el silencio. Cada uno seguirá su propia música interna.
g.En grupos grandes se puede usar un “testigo”: Se puede dividir el grupo en dos y formar parejas. Uno de los integrantes de la pareja se moverá durante la actividad y el otro será su testigo. El testigo se mantendrá durante toda la fase de movimiento en total silencio y observando atentamente a su pareja moverse. Moverse frente a un testigo añade mucha profundidad a la experiencia ya que no sólo nos movemos en íntimo contacto con nosotros mismos, sino también, mostramos nuestra intimidad a otro. Luego de terminado el movimiento, el testigo se reúne con su pareja y comparte de forma breve lo que llamó su atención al observar su movimiento.
h.Tiempo ideal de duración de la experiencia, 30 minutos o más.