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Paz y Ciencia

sábado, 20 de septiembre de 2014

Psicoanálisis de las relaciones objetales



La teoría de las relaciones objetales puede verse, según como la definamos, como un capítulo de la teoría psicoanalítica freudiana o como una de las versiones contrastantes de la teoría psicoanalítica que existen en la actualidad. La posición del autor se ubica en la segunda línea de pensamiento, ya que cuestiona la hipótesis de que las pulsiones impersonales a la búsqueda de descarga tensional constituyen el principal —o tal vez el único— sistema motivacional del ser humano. La teoría de las relaciones objetales plantea la existencia de una necesidad primaria de objetos, que no puede reducirse a la búsqueda del placer. 

Si uno acepta la existencia de esta búsqueda primaria de relaciones, esto cambia nuestra comprensión del proceso psicoanalítico. El trabajo describe, brevemente, cómo puede verse este proceso a partir de una concepción que privilegia el vínculo analítico como factor terapéutico fundamental.

    La teoría de las relaciones objetales puede verse, según como la definamos, como un capítulo de la teoría psicoanalítica freudiana, o como una de las versiones contrastantes de la teoría psicoanalítica que existen en la actualidad (Kernberg, 1976). Mi propia perspectiva se ubica en la segunda línea de pensamiento, por lo que dejaré de lado las consideraciones referentes al concepto de objeto en la obra de Freud. En particular, el concepto de “objeto de la pulsión” poco o nada tiene que ver con la forma en que se concibe al objeto en la teoría de las relaciones objetales.

    El objeto de la pulsión es aquella entidad —ya sea externa al cuerpo del sujeto o parte del mismo— que permite la descarga de tensión pulsional, generadora de placer, a través de una conducta consumatoria que constituye el “fin” de la pulsión. En este contexto, el objeto es el elemento más variable de la dinámica pulsional, ya que es infinitamente reemplazable (Freud, 1915).

    En cambio, cuando hablamos de objeto en la teoría de las relaciones objetales nos estamos refiriendo siempre a un “objeto humano”, es decir, a una persona, una parte de una persona, o una imagen más o menos distorsionada de éstas. Aquí el objeto deja de ser impersonal y reemplazable, para volverse intensamente personal. No es el objeto de una pulsión, un mero requisito para la obtención del placer, sino un objeto de amor o de odio, que el yo busca para encontrar respuesta a su necesidad de relación. Y, una vez encontrado, estos sentimientos quedan tan ligados a ese objeto específico, que sólo a través de un duro y difícil trabajo de duelo podrá abandonarlo y volver a colocarse en las condiciones que permitirían una nueva elección.

    Esta concepción se origina también, desde luego, en la obra de Freud, particularmente en “Duelo y melancolía” (Freud, 1917) y “El yo y el ello" (Freud, 1923). Recuerdo que un analista brasileño me dijo, en una ocasión, que “La metapsicología se murió con ‘Duelo y melancolía’, ¡y todavía la estamos duelando!”.  Por otra parte, también en “Los instintos y sus destinos” (Freud, 1915) encontramos un detallado argumento para demostrar que el amor y el odio no son en absoluto pulsiones, sino expresiones de “la relación del yo total con sus objetos”.



    Una forma de definir la teoría de las relaciones objetales es afirmar que ésta pretende dar cuenta de cómo la experiencia de la relación con los objetos genera organizaciones internas perdurables de la mente. En otras palabras, se trata del desarrollo, hasta sus últimas consecuencias, de la hipótesis de que las estructuras psíquicas se originan en la internalización de las experiencias de relación con los objetos. Existe, desde luego, una interacción entre la internalización de las experiencias de relación, por una parte, y la actualización de las estructuras relacionales internalizadas, encarnándose en nuevas relaciones, que a su vez serán internalizadas. En consecuencia, la vida de relación toma la forma de un proceso circular, semejante a los descritos por los teóricos de los sistemas generales (Bateson, 1972; Foerster, 1991).

    Como puede apreciarse, esta teoría permitiría integrar, en forma armoniosa, los elementos “internos” y “externos” de la experiencia humana, ya que investiga y conceptualiza la influencia de las relaciones interpersonales “externas” sobre la organización de las estructuras mentales “internas”, así como la forma en que estas últimas determinan las nuevas relaciones interpersonales que se establecen posteriormente.

    Sin embargo, la antigua discusión sobre lo “interno” y lo “externo” continúa siendo una importante fuente de conflicto en psicoanálisis. En la medida en que nuestra tradición ubica el origen oficial del psicoanálisis en el abandono de la mal llamada “teoría de la seducción”, esto ha sido el origen del prejuicio que afirma que toda muestra de interés por los factores “externos” simplemente “no es psicoanálisis” (Tubert-Oklander, 1994). Éste fue el principal motivo del violento rechazo padecido por Sándor Ferenczi cuando pretendió reformular el problema teórico-clínico del efecto estructurante de las experiencias reales de maltrato vividas por los niños (Masson, 1984).

    A partir de ese momento, el desarrollo de la teoría de las relaciones objetales se bifurcó en dos corrientes. La primera de ellas, iniciada por Karl Abraham (1924) y posteriormente desarrollada por Melanie Klein y su escuela (Klein, 1932; Klein, et al., 1952), enfatiza la determinación pulsional de la experiencia de la relación con el objeto y concentra su atención en el objeto interno y su efecto determinante sobre la vida posterior del sujeto. La segunda, que proviene de la obra de Sándor Ferenczi (1955, 1985), y se continúa con la de Michael Balint (1965, 1968), Donald W. Winnicott (1958, 1965, 1971), M. Masud R. Khan (1974, 1979, 1988), W. Ronald Fairbairn (1952), Harry Guntrip (1961, 1968, 1971), Charles Rycroft (1966, 1968, 1979), Marjorie Brieley (1951) y otros autores de la llamada “escuela británica”, así como también con la de Erik Homburger Erikson (1950, 1968, 1987) y, más recientemente, con la “psicología del self” de Heinz Kohut (1971, 1977, 1984), enfatiza el efecto estructurante que la relación real con el objeto y con el entorno cultural tiene sobre el psiquismo. Otto Kernberg (1976), por su parte, intenta integrar ambas versiones en una visión más sistémica de la interacción entre sujeto y objeto, entre lo interno y lo externo.

    Todo lo anterior determina formas bien diferentes de concebir la naturaleza, objetivos y curso del proceso analítico. Denominaré “teoría de las relaciones de objeto”, en el contexto de esta discusión, a aquella línea de pensamiento que proviene de las propuestas originales de Freud en “Duelo y melancolía” (1917) y “El yo’ y el ello” (1923), pasando a través de las contribuciones pioneras de Ferenczi, para desembocar en las del “grupo intermedio” británico, de Erik Erikson y de la “psicología del self” de Kohut y su escuela. Esta visión destaca la importancia de la matriz interpersonal y social de la que se nutre y en la que crece la organización de la vida psíquica del individuo. Esto por oposición al “psicoanálisis freudiano clásico” —al que considero una versión unilateral y empobrecida del complejo universo abierto por la obra de Freud— y la “teoría de la fantasía inconsciente” de Klein y sus discípulos, con su énfasis en los determinantes exclusivamente intrapsíquicos y pulsionales.

    La teoría de las relaciones objetales rompe desde un comienzo con la teoría de las pulsiones al destacar otras motivaciones del ser humano, no relacionadas con la búsqueda del placer impersonal, sino con las necesidades de relación, altamente personales. Es por eso que Fairbairn afirmó que “la libido es esencialmente buscadora de objetos” (pág. 163) y no de placer.  En la misma línea, Winnicott (1960) distinguió entre las “necesidades del ello”, es decir, los deseos pulsionales, y las “necesidades del yo”. De estas últimas afirmó que no es adecuado decir que se gratifican o se frustran, ya que nada tienen que ver con la búsqueda del placer como descarga, sino que simplemente encuentran respuesta en el objeto, o no la encuentran.  Estas necesidades incluyen anhelos tales como el de ser visto, reconocido o comprendido, o el de compartir la propia experiencia subjetiva con otro ser humano. Cuando éstas no encuentran respuesta, la reacción emocional del sujeto no es de frustración, sino de vacío y desesperanza. Cuando sí la encuentran, lo que surge no es una experiencia de placer sino de armonía y plenitud.

    El reconocer la importancia esencial de estas necesidades de relación objetal no supone en absoluto ignorar la vigencia de los deseos pulsionales —sexuales y agresivos. Estos existen, indudablemente, pero en condiciones normales sólo se manifiestan en el contexto de relaciones altamente personales. En ello, la norma es el deseo sexual como parte del amor objetal, y el deseo agresivo como parte del odio objetal, ambos indisociables de las personas a quienes se dirigen. La lujuria y la ira impersonales sólo se manifiestan en situaciones de descomposición de la integridad de la personalidad, que permiten la operación de esos mecanismos disociados de búsqueda del placer a los que Freud denominara “pulsiones” (Kohut, 1981).

    A partir de estas consideraciones, el proceso analítico ya no puede concebirse como organizado alrededor del “hacer consciente lo inconsciente”, sino en términos de una evolución progresiva del vínculo personal que se establece entre el paciente y el analista. La estrategia básica del tratamiento consistiría en la resolución de los fenómenos de transferencia-contratransferencia y de resistencia que obstaculizan el logro de un encuentro humano pleno, novedoso, creativo y mutuamente empático entre ambos participantes en la experiencia. Y dicho encuentro constituye el principal factor curativo de todo este intercambio (Tubert-Oklander, 1981, 1994; Hernández de Tubert, 1995, 1996).

    El vínculo analítico oscila, como todas las relaciones humanas, entre los polos representados por la objetivación del otro, tomado como un “objeto” a conocer, explicar, manejar o explotar, y el encuentro intersubjetivo. Los pacientes llegan a tratamiento porque, en su vida emocional, las relaciones se han deshumanizado, objetivándose, al punto de que llegan a tratar a los demás seres humanos como “cosas” a ser utilizadas para su propia conveniencia o placer. Esta degradación de las relaciones alcanza también al medio ambiente no humano (Searles, 1960), que pasa a revestir características inanimadas, y al propio ser, que se despersonaliza y desvitaliza, llegando a tornarse, en algunas de las patologías más graves, en una grotesca caricatura mecánica de un ser humano (Tustin, 1972, 1981, 1986, 1990). Lo mismo ocurre con la historia, que pierde su vitalidad, transformándose en un pasado muerto, solo susceptible de actuar como una “causa” mecánica e impersonal de un presente absolutamente predeterminado.

Ésta es precisamente la situación que debe resolverse en el curso del tratamiento analítico. A tal fin, el analista debe maniobrar para resolver las múltiples trampas relacionales que mecanizan y estereotipan el vínculo, deshumanizándolo e impidiendo aquel encuentro que reavivaría ese mundo muerto en el que se debate el paciente. A esto lo llamamos el “análisis de la transferencia”, si bien resultaría mucho más adecuado denominarlo “análisis de la transferencia-contratransferencia” (Racker, 1960; Baranger y Baranger, 1969).

    El diálogo analítico comienza como un encuentro entre dos extraños, que sólo pueden percibirse como “objetos” a conocer y sobre los cuales habrá que operar, en formas más o menos racionales. Éste es el momento de máxima objetivación del otro, en el cual éste sólo puede ser explicado, pero no comprendido (Jaspers, 1946). Esta situación pronto da lugar al mutuo involucramiento de la transferencia-contratransfrencia. En ese momento, el analista se encuentra con que el paciente, al igual que él mismo, si bien no son extraños tampoco le resultan totalmente comprensibles, ya que existen importantes áreas de su experiencia mutua que han sido secuestradas de la relación, operando desde lo inconsciente. De esta nueva situación busca rescatarse por medio de la interpretación. Esta última es una operación intelectual —mucho menos objetivante y despersonalizada que la explicación— que media entre estas dos personas que no han podido todavía encontrarse, actuando a la manera de un puente que los une y los separa a la vez, pasando por encima del abismo de su mutuo extrañamiento. En esta circunstancia, el paciente ya no se nos presenta con un ente impersonal a ser explicado en términos causales, ya que su presencia y su accionar nos han herido en lo más profundo de nuestra intimidad, tornando personal la relación. Sin embargo nuestras mutuas defensas nos tornan todavía extraños el uno para el otro. Es en esta paradójica situación de ser a la vez objetos totalmente ajenos y personas intensamente comprometidas en lo emocional que debemos recurrir a la interpretación, como la única forma de reunir estas dos visiones incompatibles en un todo armonioso (Tubert-Oklander, 1994). Cuando tenemos éxito, logramos pasar, tal vez sólo por breves momentos, a un nuevo entendimiento intersubjetivo, en el que el otro se torna nuestro semejante y en el que logramos comprenderlo empáticamente, sin que medie operación intelectual alguna, ni explicativa ni interpretativa.  Esto constituye una nueva vía para el conocimiento del ser humano, a la que Kohut (1981) denominara la “inmersión empática total”.

    Pero estos breves encuentros pronto ceden su lugar a nuevos momentos de extrañamiento, en los que tendremos que lidiar, con todos nuestros recursos, para recuperar el contacto con ese desconocido que tenemos enfrente. Y así volveremos a explicar, hasta que nos encontremos en condiciones de interpretar, e interpretaremos una y otra vez, hasta que la repentina comprensión torne innecesarias todas estas operaciones. El proceso se desarrolla así como una espiral progresiva, en la cual cada vuelta del ciclo nos acerca un poco más a ese intercambio pleno, novedoso y creativo que denominamos la “relación real” (Greenson, 1967; Tubert-Oklander, 1991). De esta forma van cediendo los aspectos repetitivos y estereotipados de la relación, iluminando los rincones más oscuros de la experiencia de ambos y revitalizando aquellas áreas muertas e inanimadas que transforman al paciente en una especie de autómata causalmente determinado. Entonces el pasado y el presente cobran una nueva vida, abriendo el camino para un futuro difícil e indeterminado, pero pleno de esperanzas. Éste es el momento en el que paciente y analista comienzan, paradójicamente, a pensar en su separación.

    A lo largo de todo este proceso, la relación del paciente con su familia, amigos, enemigos, vecinos y compañeros de trabajo ha sufrido también un proceso de reanimación, revitalización y rehumanización (Solís Garza, 1981; Tubert-Oklander, 1987, 1996). Lo mismo ha ocurrido con sus relaciones consigo mismo, con su cuerpo, con la comida, con sus necesidades físicas y emocionales, con el trabajo, con la sociedad y con su entorno físico y ecológico. Si esta evolución ha resultado exitosa, ya no le resultará posible deteriorar impunemente el medio ambiente, actuar en formas deshonestas o abusivas con sus semejantes, explotarlos en el terreno sexual, agresivo, económico o narcisista, o aceptar pasivamente unas condiciones de vida inadecuadas o un trabajo enajenante. En otras palabras, se habrá convertido en una mejor persona, si bien esto no deja de provocarle problemas, ya que se encuentra ahora mucho menos adaptado a un medio poco adecuado para la existencia humana. Pero allí donde acaba la adaptación pasiva a la realidad, se inicia el largo y difícil camino de la adaptación activa, a de través acciones transformadoras de ese entorno inhóspito. Camino que no es fácil ni agradable, y que implica una larga lucha y un arduo trabajo pero, al fin y al cabo, ¿no  es ésta, acaso, la esencia de la vida humana?


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