HISTORIA DE LA PSICODELIA
Y de algunos intelectuales influenciados por el LSD
Tras haber absorbido accidentalmente una cantidad infinitesimal de un compuesto, Albert Hofmann llegó a casa zigzagueando con su bicicleta por las apacibles calles de Basilea. Acababa de descubrir los efectos del LSD, inaugurando la era de la psicodelia.
En 1938 Albert Hofmann, químico suizo de los laboratorios Sandoz, inició sus investigaciones sobre el ácido lisérgico, nombre que había dado al núcleo común de todos los alcaloides del cornezuelo (un hongo parásito del centeno). Cinco años más tarde, el 16 de abril de 1943, se produjo un hecho fortuito que modificó decisivamente el curso de los acontecimientos. Hofmann descubrió los efectos del LSD-25 (abreviado del alemán Lyserg Säure Diethylamid; 25 porque de una serie de veintiséis derivados o compuestos sintetizados era el que hacía veinticinco), naciendo, de esta manera, la psicodelia. Un término que deriva del griego (psiké y deloun) y significa “algo que manifiesta la mente, el espíritu o el alma” o lo que es capaz de tener “efectos profundos” sobre la naturaleza de la experiencia consciente.
Durante los primeros años el LSD se empleó casi exclusivamente con fines médicos, en psiquiatría, psicoanálisis e investigaciones sobre el cerebro. A finales de los años cincuenta los laboratorios Sandoz regalaban dietilamida de ácido lisérgico sin limitación alguna a todos los psiquiatras que la solicitaban. Por esos mismos años Hofmann recibió una propuesta de la CIA para fabricar masivamente LSD con finalidades bélicas, invitación que rechazó categóricamente.
Los primeros psiconautas
Tras las experiencias iniciales de Hofmann varios intelectuales, representantes de muy diversas tendencias e ideologías, se acercaron a la autoexperimentación con LSD y otras drogas psicodélicas, alucinógenas, visionarias o enteógenas (“Dios dentro de nosotros”), tal como prefiere denominarlas el célebre químico suizo. Ernst Jünger, Aldous Huxley, Robert Graves, Gregory Bateson, Arthur Koestler, Henri Michaux, Anaïs Nin, Alan Watts, Timothy Leary, Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs, entre muchos otros, fueron los primeros en atravesar el umbral de las puertas de la percepción y descubrir unas dimensiones de conciencia poco rutinarias.
El Hospital de Veteranos de Menlo Park, en California, se comprometió en 1959 a la puesta en práctica de un programa experimental que comprendía ensayos con LSD. Entre las cobayas humanas que voluntariamente se sometieron a los experimentos se encontraba el joven novelista Ken Kesey, quien, persuadido del potencial lúdico de la sustancia, comenzó a interesarse vivamente hasta conseguir más y difundir su empleo, convirtiéndose en un verdadero profeta del ácido. En poco tiempo Kesey aglutinó en torno suyo un grupo de personas que anhelaban experimentar los efectos del LSD. Pronto se les conocería como los Merry Pranksters (Alegres Bromistas).
Coincidiendo con este incipiente movimiento psicodélico, que estaba comenzando a gestarse en la Costa Oeste, algunos teóricos, como el filósofo Alan Watts y los profesores de psicología Timothy Leary y Richard Alpert, comenzaron a preconizar entre los estudiantes universitarios el uso del psicofármaco, a través de experiencias místico-intelectuales-orientalistas, como vehículo sacramental e instrumento de liberación del individuo frente a la voracidad del sistema. “Cambia la mente y cambiarás el mundo”. Muchos jóvenes estadounidenses se lanzaron a un consumo ritual de alucinógenos. Para ellos consumir LSD no era una experiencia frívola sino algo profundo y trascendente que los situaba en una esfera superior de conocimiento. Aunque todavía no pesaba ningún tipo de prohibición sobre el LSD, los días de Leary como ciudadano libre estaban contados. Como paso previo, en la primavera de 1963, él y Alpert fueron expulsados de la Universidad de Harvard.
Kesey y los Merry Pranksters atravesaron Estados Unidos de costa a costa en un destartalado y llamativo autobús para conectar y sintonizar con el grupo de Leary, protagonizando un viaje épico. El encuentro, sin embargo, resultó decepcionante. Kesey proponía el consumo de ácido porque sí, por diversión, para experimentar la alegría del movimiento, la vida en acción. Nada podía estar más lejos de la tesis y las aspiraciones de Leary. En esencia, Kesey y los suyos lograron rescatar el LSD del estamento terapéutico y de los intelectuales. No tenían ningún tipo de pretensión intelectual. La cosa fue extendiéndose y, en pocos meses, la costa californiana se convirtió en un hervidero donde miles de jóvenes tomaban drogas psicodélicas (LSD, mescalina, psilocibina, ketamina, marihuana) no por un afán intelectual, teorético y especulativo, sino únicamente con fines lúdicos o recreativos.
La revolución psicodélica
Entre 1964 y 1966, antes que la avidez de la prensa descubriera el LSD (prohibido formalmente por primera vez en 1966 por una ley californiana), el Summer of Love fuera manufacturado y vendido, y Haight Ashbury se convirtiera en un infierno viviente para unos y en un gran circo de atracciones para otros, ciudades como San Francisco, Berkeley y Los Ángeles estallaron en un inmenso alucine colectivo. Fue un fugaz momento de esperanzas e ideales, un amago de revolución que bailaba al ritmo de Grateful Dead, The Doors, Janis Joplin, Jefferson Airplane, Santana y otras formaciones musicales de corte psicodélico. Una experiencia multitudinaria, hinchada de misticismo, orientalismo y no-violencia y que daría finalmente la ecuación básica del Flower Power: iluminación interior = liberación de los instintos agresivos = amor recíproco = amor universal paz en el mundo.
Era la primera vez que los jóvenes, como colectivo, tomaban la iniciativa por sí mismos. Puede que esa cultura underground o contracultura naciera predestinada al fracaso, pero su influencia se iba a dejar sentir con fuerza muchos años más tarde. La ecología, el movimiento de liberación sexual, el pacifismo, el antimilitarismo, la contestación política, la cultura de la droga, el arte pop, la música rock, las soluciones alternativas y tantos otros aspectos tuvieron su génesis en ese momento mágico y efímero, prácticamente irrepetible, que en Europa se proyectó a través del Mayo francés del 68.
1967, un año clave
Antes de que el LSD fuera prohibido, en España era utilizado únicamente con fines clínicos. Muy pocos sabían sobre el fármaco como vehículo de exploración de espacios interiores ni se interesaban en la autoexperimentación como forma de conocimiento. Una de las pocas excepciones la personificaba Antonio Escohotado, un joven profesor que impartía filosofía y derecho en la Universidad Central Complutense de Madrid. En abril de 1967 la prestigiosa Revista de Occidente publicó un trabajo de Escohotado titulado “Los alucinógenos y el mundo habitual”, en el que se ocupaba ampliamente de las modificaciones perceptivas, filosóficas y culturales que implicaba el consumo de drogas visionarias.
Obviamente, los poderes públicos no iban a consentir por mucho tiempo que sustancias capaces de aniquilar la “organización del campo perceptivo” de los españoles y su “impulso al trabajo cotidiano y arduo” pudieran circular con absoluta libertad en la España de Franco. Toda invitación química al pensamiento, la reflexión y la crítica quedaba fuera de lugar. De este modo, con fecha 31 de julio de 1967, el general Camilo Alonso Vega, en calidad de Ministro de la Gobernación, dio una orden sometiendo al régimen de control de estupefacientes “los productos alucinógenos en general y con carácter especial los denominados LSD-25, mescalina y psilocibina”.
El hecho de prohibir las drogas psicodélicas, que no producen adicción, ya que actúan específicamente sobre la conciencia, equiparándolas con las drogas estupefacientes, como los opiáceos (morfina, heroína) y los estimulantes (cocaína, anfetaminas), resumía de forma elocuente la mentalidad que subyacía —y subyace— en la práctica prohibicionista. Ante este nuevo giro nadie podía seguir cuestionando que la intervención del Estado en la dieta farmacológica de los ciudadanos no obedecía a un aparente interés altruista y humanitario de velar por la salud pública, sino a la imposición de criterios morales “que permitieran maximizar el control y el poder sobre sus propios ciudadanos”.
Lluvia ácida sobre Ibiza
Tras la liquidación del Summer of Love californiano y la resaca del Mayo francés del 68 se produjo una verdadera diáspora juvenil. La hasta entonces apacible isla de Ibiza y la remota capital de Nepal se convirtieron en dos auténticos santuarios, en los últimos reductos, donde aún cabía la posibilidad de colmar tantas ansias de paz y libertad y disfrutar de la vida en perfecta armonía.
La devaluación de la peseta de 1967 atrajo a los primeros hippies a Ibiza, y con ellos llegó el primer ácido a España. El fármaco estaba prohibido pero, al principio, nadie pareció preocuparse lo más mínimo. De hecho, según ciertas informaciones, en 1967 se descubrió en Madrid “un laboratorio donde se obtenía clandestinamente LSD”, y durante los años 67 y 68 la Brigada Central de Estupefacientes no llegó a decomisar ni una sola dosis del producto.
Antes de partir hacia la India, Alejandro Vallejo-Nágera, considerado por muchos el primer hippy autóctono, abrió en Ibiza La Cueva de Alex Babá, una discoteca por la que en poco tiempo desfilaría media Europa. Fue la época en que se inauguraron otros locales míticos, como el bar La Tierra y el Lola’s Club (después vendría el no menos famoso club Amnesia, regentado por Antonio Escohotado y Manuel Sáenz de Heredia), donde el consumo de marihuana, hachís y LSD permitía presagiar a los más optimistas que la aventura psicodélica aún era posible y que el Flower Power todavía continuaba siendo una feliz realidad.
El peso del estigma
En agosto de 1969 tuvo lugar un suceso que conmovió a toda la sociedad occidental. Charles Manson —una especie de lunático made in USA que se había autoproclamado líder de una extraña secta satánica— y sus secuaces asesinaron salvajemente en Bel Air (California) a varias personas, entre ellas a Sharon Tate, esposa del cineasta Roman Polanski. Los asesinos eran consumidores de LSD, marihuana y otras drogas psicoactivas. No hacía falta ningún elemento más para que se desatara una formidable ofensiva contra los alucinógenos y sus usuarios.
En España, en poco tiempo el LSD pasó a ser una sustancia diabólica, intrínsecamente maligna, una droga esencialmente criminógena, mucho más peligrosa que “las viejas drogas de la belle époque decadente”, pues en opinión de Santiago Loren, médico y colaborador habitual del diario Pueblo, “el drogadicto de morfina o heroína no hacía mal más que a sí mismo, mientras que el drogado alucinado y psicodélico es un claro peligro social, por sus imprevisibles y siempre dinámicas reacciones”.
De nada sirvió que, a los pocos días de haberse descubierto los asesinatos cometidos por el clan Manson, casi medio millón de jóvenes —la mayoría consumidores de LSD— se dieran cita en un festival de música rock celebrado en Woodstock y convivieran en un mínimo espacio durante tres días consecutivos, sin provocar ningún acto de violencia u hostilidad.
¿Hippies en España?
Lo cierto es que en Ibiza y Formentera comenzaron a proliferar grupos de jóvenes cuya existencia se centraba en el consumo de derivados del cáñamo (kif, grifa, marihuana, hachís) y LSD que se ritualizaban y utilizaban como puntos de referencia para una contracultura cada vez más antagónica con los valores considerados normales, desarrollando una ideología que recordaba vagamente a la del movimiento hippy. A juicio del psiquiatra Enrique González Duro, “se trataba de una ideología importada, mal asimilada y puramente imitativa, ya que el movimiento hippy no pudo desarrollarse mínimamente en España por las especiales condiciones socioeconómicas y políticas que aquí sufríamos”.
Y es que ser hippy en España —como dijera el periodista y escritor Luis Carandell— era “casi una postura heroica”. Desde luego, había una minoría de hippies auténticos, pero los que más abundaban eran los hippies de temporada. El hippismo de plástico —o simple snobismo— llegó a tales extremos que en el madrileño hipódromo de la Zarzuela se celebró una concentración ‘hippy’, con fines benéficos, a la que asistieron las nietas del propio general Franco, las señoritas Fierro, Osuna, March, Urquijo, Vega Seoane, el Dúo Dinámico y otros prometedores retoños del Régimen. La prensa del momento puntualizaba: “En realidad se trataba de una fiesta de disfraces. Sólo que el modo de vestir de los ‘hippies’ se presta para estas cosas”.
A decir verdad, aquí en España, más que hippies hubo —y continúa habiendo— freaks (literalmente del inglés, raros o extravagantes), personajes malditos, más o menos inadaptados o automarginados, que se drogaban y rechazaban de forma visceral el orden social vigente pero que, aparte de eso, no poseían una ideología común ni concreta.
Efectos de la prohibición
Si bien inicialmente el LSD contaba como principal atractivo con la posibilidad química de transgredir la realidad, al convertirse en una sustancia prohibida se añadía la posibilidad real de infringir la norma. Dicho de otro modo, a la atracción de experimentar estados de realidad no ordinaria se añadía la tentación por el fruto prohibido y la fascinación por el peligro. Las consecuencias no se harían esperar e inmediatamente el LSD comenzó a venderse y consumirse en otros lugares —aparte de Ibiza y Formentera— del Estado español como Madrid, Barcelona y la Costa del Sol.
Antes de la prohibición pocos hubieran dudado en calificar de valientes a los intrépidos psiconautas. No obstante, tras la prohibición esos mismos valientes se convirtieron, de repente, en culpables. Por lo tanto, la consecuencia más visible de la prohibición de las drogas visionarias fue la lucha que desataron las fuerzas del orden contra el LSD y sus usuarios, a quienes invariablemente les era aplicada la famosa Ley de Vagos y Maleantes (sustituida en 1970 por la Ley de Peligrosidad Social).
Aunque en 1969 ya se decomisaron algunas cantidades de dietilamida de ácido lisérgico, la persecución policial contra los consumidores y traficantes de psicodélicos comenzó en febrero del año siguiente con la detención de algunos jóvenes que organizaban acid parties (fiestas ácidas o fiestas de ácido) en algunos chalets de las afueras de Madrid y de varias personas en Valencia, Madrid y Barcelona.
Y el cerebro se destapó
A principios de la década de los setenta la psicodelia conoció su edad de oro en Barcelona. En lugares como Les Enfants Terribles y la librería Trilce se daban cita intelectuales, veteranos del rollo y demás freaks ansiosos de viajar o alterar. Existían grupos de psiconautas más o menos constituidos como la llamada Cofradía del Vino (formada por un grupo de intelectuales simpatizantes o curiosos del LSD) y el Tercer Frente de Liberación Universal, que lanzó el “Manifiesto de la Soledad: (un discurso introspectivo y psicodélico).
La nómina de pioneros en experimentar los efectos del LSD contaba ya con algunos nombres que, años más tarde, alcanzarían cierta fama y notoriedad: Antonio Escohotado, Mariano Antolín Rato, Luis Racionero, Fernando Savater, Víctor Gómez Pin, Fernando Sánchez Dragó, Félix de Azúa, Eduardo Urculo, Antonio Martínez Sarrión, Damiá Escudé, Pau Riba, José Luis Giménez Frontín, María José Ragué, etc. Ninguno de ellos ha renegado jamás de sus experiencias psicodélicas, toda vez que gozan de una envidiable lucidez y salud mental, así como de un espíritu crítico fuera de cualquier duda. Sin embargo, los efectos de los alucinógenos no son siempre placenteros y agradables. Para que la experiencia psicodélica sea asimilada por el individuo, en sentido positivo, requiere cierta preparación o predisposición psicológica, una actitud previa segura, serena y contemplativa, y el marco de una comunicación grupal. Por ello, si la ingestión de LSD o de cualquier otra droga visionaria no se hace en condiciones adecuadas, la excursión psíquica puede ser muy angustiosa. En este sentido, es cierto que en algunos casos pudieron apreciarse síntomas de especificidad psiquiátrica, como resultado del empleo del fármaco: cuadros alucinatorios-paranoides más o menos intensos, consecuencia de la confusión mental y de la angustia producida por un cuelgue de ácido en jóvenes poco avezados o de un mal viaje. Esos cuadros, aunque espectaculares, según el psiquiatra González Duro, solían desaparecer en pocos días y, “a veces, sin tratamiento específico”. Era evidente que el LSD no podía enloquecer a nadie que previamente no estuviera ya loco.
A pesar de este hecho, algunos psiquiatras pretendieron legitimar científicamente la prohibición que pesaba sobre el psicofármaco. La intervención de supuestos expertos como el catedrático Luis Rojas Ballesteros no vino sino a reafirmar la tesis de que la dietilamida de ácido lisérgico estaba prohibida, no tanto por atentar contra el interés de la salud pública, sino más bien en aras de la moral social imperante, ya que podía inducir a la negación de los principios de actividad, trabajo productivo, utilidad social y rentabilidad económica, es decir, porque atentaba directamente contra los pilares básicos del orden social establecido.
Para entender la gran intolerancia que durante el último lustro del franquismo comenzaba a pesar sobre los alucinógenos debemos tener en cuenta, en primer lugar, el obtuso discurrir de ciertos empresarios morales que condenaban el empleo de determinadas drogas extrañas al sistema social por considerarlo, de forma simplista, el causante de la rebelión de la juventud, cuando, en todo caso, no era sino un síntoma o una manifestación más del enfrentamiento generacional. Por otra parte, cada vez se hacía más evidente que, en una sociedad moderna y en vías de desarrollo, el establishment precisaba de individuos aislados, frágiles, sumisos, convencidos, competitivos y rivales entre sí, para lo cual valían perfectamente drogas psicoactivas como el alcohol y las anfetaminas. En cambio, no servían las drogas visionarias, pues, en palabras de Mario Maffi, “podían apoderarse de vastísimos estratos de jóvenes decepcionados de la política o demasiado individualistas para dedicarse a ella, que en estos productos ‘externos’ hallaban el camino para el rechazo del sistema, la alienación de los procesos productivos, la formación de un notable ejército de descontento y de opinión”.
Aires de libertad
Hacia 1971 aparecía en la revista Inmersión un artículo de Ramón Melcón titulado “El universo de las drogas creadoras de conciencia”, que seguía de cerca los mismos planteamientos sugeridos en 1967 por Antonio Escohotado. La psicodelia era una realidad y así lo confirmaba, por ejemplo, la producción literaria de muchos autores españoles. Desde un Ángel Palomino, fiel exponente del Régimen, para el cual “la imaginación… no necesita estímulos alucinatorios para llenarse los ojos de imágenes hermosas, los oídos de música y el alma de alegría”, hasta Javier García Sánchez, quien, a pesar de no haberlo probado, se autodefinirá como “un hijo del ácido lisérgico, del LSD”, pasando por Mariano Antolín Rato, para el que “hoy en día no hay modo de saber lo que se toma”, los escritores españoles irán incorporando en sus obras referencias muy concretas al fármaco: Juan Marsé, Xavier Noguerol, Rosa Montero, Jesús Ferrero, Javier Memba, etcétera.
Sin embargo, la psicodelia nunca llegaría a arraigar profundamente en el Estado español, excepto en contados círculos minoritarios. Lo cierto es que con el restablecimiento de la democracia y el nuevo clima de libertad se produjo una desmitificación de la psicodelia. Hasta tal punto que en 1979 el psiquiatra González Duro daba la psicodelia en España prácticamente por desaparecida.
En este sentido, no es de extrañar que en 1986, precisamente el año que más cantidad de LSD se ha decomisado en el Estado español, Jesús Ferrero se quejara amargamente, recordando los años del fervor psicodélico: “Porque ahora, cuando te tomas un ácido no alucinas. Y puede ser por dos cosas. Porque los ácidos son peores, o porque nosotros hemos cambiado… Es decir, que la vida real estaba llena de un ambiente de alucinación y cualquier mínimo elemento te disparaba. Que era una época alucinógena en sí misma”.
Malos tiempos
Desde 1973 el mercado negro de drogas en España había comenzado a verse inundado de heroína. Se trataba de una invasión “pensada especialmente para vencidos”, según palabras de Eduardo Haro Ibars. Algo parecido sucedería a partir de 1982 con la cocaína, una droga que dejará de ser consumida exclusivamente por restringidos círculos minoritarios de elite y que, poco a poco, sutilmente promocionada desde Estados Unidos, irá ganando adeptos entre todas las capas sociales.
Prácticamente, casi la totalidad de los consumidores y adictos a la heroína, así como muchos usuarios de cocaína, habían probado anterior o simultáneamente sustancias psicodélicas como hachís y LSD. De manera que algunos expertos en la materia, los mismos que habían condenado la marihuana y el LSD por sus supuestas propiedades intrínsecamente criminógenas y enloquecedoras, disponían de un nuevo argumento en contra de los alucinógenos: el consumo de derivados del cáñamo y de LSD conduce inexorablemente al consumo progresivo de otras drogas como la heroína y la cocaína. Pero el hecho de que la mayoría de usuarios de heroína y cocaína hayan consumido previamente drogas visionarias no da pie a asegurar que éstas lleven a las otras. Falta saber el número de consumidores de sustancias psicodélicas que jamás pasaron —ni pasarán— a emplear heroína o cocaína, aunque, como asegura González Duro, “es fácil adivinar que son muchísimos más los que no escalaron a las drogas duras que los que sí lo hicieron”.
En 1979 un “viajero incorregible” de la talla de Mariano Antolín Rato publicaba en la revista El Viejo Topo un artículo extenso, que en la actualidad resulta imprescindible para comprender el desarrollo de la psicodelia en el Estado español. Partiendo del análisis de la situación en la España de finales de los setenta, Antolín Rato proponía una profunda reconsideración sobre las drogas multiplicadoras de conciencia, abordando múltiples aspectos: principales consecuencias derivadas de su prohibición, efectos y posibles peligros, relación con la práctica sexual, etc. Este experimentado psiconauta concluía su disertación preguntándose sobre el futuro de la psicodelia, para rematar con una introspección, muy personal: “La historia del movimiento psicodélico (asunto sobre el que hasta ahora no había tenido tiempo de reflexionar ni de hacer recapitulaciones) sigue. Aún no puede ser contada adecuadamente. Al menos como Historia. Lo que, a lo mejor, ni maldita la falta que hace”.
El resurgir
A medida que transcurría la década de los ochenta, la ilusión desbordante que había presidido la segunda mitad de los años setenta se desvanecía y abría paso a la normalidad, la rutina y la resignación. Algunos artículos como “La sicodelia revisitada” de Ramón Surio y Toni Talarn, o “El gran resacón del LSD” escrito por Jaime Gonzalo, sólo constituían un repaso nostálgico de aquello que había significado el movimiento psicodélico y el fenómeno hippy en Estados Unidos, allá entre 1964 y 1969. Parecía que el escepticismo final de Mariano Antolín Rato estaba más que justificado.
Únicamente en Valencia y su área de influencia se detectaba un consumo masivo y difícilmente explicable de mescalina entre ciertas tribus urbanas juveniles, que habían hecho de la noche sin fin y del baile en discotecas after hours (literalmente, del inglés, “después de horas”) su peculiar forma de entender el ocio. Algo parecido sucedía en Ibiza con la metilenedioximetanfetamina, conocida popularmente como éxtasis, una especie de psicodélico sintético, que Antonio Escohotado califica de “potencia leve o media”.
En 1989, de un modo un tanto inesperado —las excepciones de Valencia e Ibiza, en principio, no hacían presagiar que fuera a cundir el ejemplo— pudimos asistir a un reaparecimiento de la psicodelia. El resurgir psicodélico, en este caso, venía directamente asociado con la irrupción del acid house (de traducción literal carente de significado, se trata de una música rítmica de baile) y su estética visual.
El nuevo psicodelismo no tenía nada que ver con las tesis de L~, en cambio, sí que guardaba mucha relación con la actitud de Kesey y los Merry Pranksters, pues se trataba —aun de forma involuntaria o inadvertida— de integrar definitivamente el baile —qué mejor manera de experimentar la alegría del movimiento, la vida en acción— dentro de la psicodelia. En pocos meses las pistas de las discotecas más punteras del Estado español se vieron inundadas de jóvenes que danzaban al ritmo frenético del acid house y otras variantes musicales, cada vez más cibernéticas (máquina, bacalao, toma-toma…), rindiendo culto, de esa forma, al baile y la noche.
En el vasto mercado abierto inicialmente por la mescalina en Valencia y por el éxtasis en Ibiza, el LSD ha reverdecido viejos laureles. No obstante, se han ido colando por la misma puerta otras sustancias psicoactivas, muchas de ellas de ignorado potencial: las denominadas “drogas a la carta”, “drogas a medida” o “drogas de diseño”. Periódicos y revistas de muy diversas tendencias han transmitido la preocupación por este hecho a una opinión pública española cada vez más alarmada e intolerante con el consumo de cualquier tipo de droga, siempre que sea ilegal. Sin embargo, Antonio Escohotado, con la publicación de sus obras Historia general de las drogas (1989), El libro de los venenos (1990) y Para una fenomenología de las drogas (1992), ha hecho posible para el gran público en su conjunto un acercamiento al tema de las drogas con probada seriedad y rigor científico.
El futuro
El hecho de que a mediados de julio de 1992 hayan compartido la mesa de oradores personajes como el químico Albert Hofmann, el filósofo Antonio Escohotado, el psiquiatra Javier Escobar, los escritores Javier Marías y Carlos Suñén, el arquitecto y periodista Xavier Utray, el autor y director de teatro Albert Boadella y la cantante Olvido Gara, Alaska, en un curso de verano de la Universidad Complutense, ejemplifica el interés que existía entonces en España por la psicodelia. Varias generaciones de psiconautas intercambiando experiencias y hablando sobre “Locura y creatividad”, bajo la tutela de la doctora Elena Ochoa, directora del curso. Como telón de fondo, el LSD y demás alucinógenos. Por si esto fuera poco, el número extra de verano 1992 de la revista Ruta 66 dedicó un completo informe de Carlos Riobo sobre el LSD, en el que trata de derribar algunas falsedades y rebatir viejos tópicos, contemplando el fenómeno LSD desde múltiples dimensiones y buscando “respuesta a los enigmas científicos y las pistas falsas, las mentiras y la reaccionaria actitud del sistema”.
Es difícil predecir el futuro que aguarda a la psicodelia, entre otras consideraciones, porque las drogas visionarias siguen alimentando la nómina de drogas prohibidas. Aunque cada vez son más las voces calificadas que abogan por la legalización de las drogas, incluso entre los defensores de esa opción liberalizadora hay personas, como la escritora Elena Soriano, que continúan opinando que el LSD “es la peor droga”, ya que “es mucho más grave enloquecer que morir”. Sigue planeando, pues, el mito de la demencia sobre los navegantes del espacio profundo interior.
Por lo demás, no podemos olvidar los progresos lisérgicos alcanzados por Stanislav Grof con la psicología transpersonal. Este investigador, psiquiatra y psicoanalista, quien ha venido aplicando LSD en psicoterapias desde los años cincuenta, comenzó estudiando lo que a él le parecían paralelismos sorprendentes entre la experiencia psicodélica y los estados excepcionales de conciencia asociados a las ceremonias curativas aborígenes, los ritos de paso y prácticas iniciáticas, los procedimientos chamánicos y las prácticas de numerosas tradiciones místicas y yóguicas. Finalmente, Grof ha llegado al convencimiento de que a los estados de conciencia inducidos por el LSD también se puede acceder mediante determinadas técnicas de respiración, combinadas con música evocativa, ejercicios corporales y arte. Ha dado a su método el nombre de “terapia holotrópica” (de las palabras griegas holos y trapein, que significan “el todo” y “dirigirse a”).
Desde otro vértice de la ciencia, actualmente, con la denominada realidad virtual, sí que parece que al LSD le ha salido un serio competidor o complemento cibernético, ya que a juicio de los expertos —Leary y Burroughs, entre otros— con este ingenio de la informática cabe la posibilidad de realizar un viaje electrónico muy parecido al que puede experimentarse bajo efectos del psicofármaco.
De todos modos, a pesar de poder verse superado el LSD por esta doble probabilidad científica, sí son ciertas las aseveraciones de la popular Lola Flores (que con motivo de sus problemas fiscales con Hacienda llegó a declarar: “Lo mío sólo se puede entender si se ha tomado ácido”), y aún cabe depositar ciertas esperanzas en el LSD como medio idóneo para hacer más comprensible al ciudadano de a pie su compleja servidumbre con respecto al poder del Estado.
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Clínico y Psicoterapeuta. N° Col.: A-1324 Zaragoza. Teléfono: 653 379 269 Gran Vía 32, 3°izqda. Instagram: @psicoletrazaragoza. Página Web: Psicólogo Zaragoza-Rodrigo Córdoba
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