"Para el lector superficial, esta obra se parecerá a la locura".
Carl Jung (Suiza, 1875), el padre de la psicología analítica, escribió esa frase dos años antes de morir, en 1959, como epílogo de su Libro rojo. No había tocado esa obra en treinta años, pero esta permanecía a su lado, en la alacena de su casa: un enorme tomo empastado en cuero rojo, pesado por sus gruesos pergaminos color crema, relucientes las letras doradas que en su lomo leían: Liber Novus (‘libro nuevo’).
Dentro, el llano carmesí de la tapa daba pie al espectáculo: 400 páginas en donde criaturas fantasmagóricas, mandalas y una plétora de alusiones (Fausto, Ovidio, Osiris, el rey Herodes, Nietzsche, la Biblia, la alquimia) acompañaban al héroe, una especie de figura homérica, por un viaje onírico entre los ramales de su inconsciente: mientras cruza desiertos, trepa montañas, se adentra en el infierno, carga a un dios en su espalda, se enamora de su hermana, se devora el hígado de un niño. Se trataba, en resumidas cuentas, de la investigación de un hombre que, perdido, había decidió emprender la búsqueda de su alma.
Jung empezó a escribir el Libro rojo en 1913, al tiempo que Europa descendía hacia el fulgor de la guerra. Ese mismo año, el prodigio protestante del psicoanálisis, el presunto encargado de diseminar el modelo psicoanalítico de Freud más allá de los círculos judíos, le había dado la espalda a su maestro. Jung se había desencantado con algunas teorías del autor de La interpretación de los sueños. Ya no creía, por ejemplo, en que para sanar a un individuo el terapeuta debía escarbar en los traumas de su infancia. También había dejado de ver al inconsciente como una cueva de deseos reprimidos. Creía que se trataba de un espacio más espiritual, aunque oscuro, donde coincidían los demonios con la posibilidad de la iluminación; una zona más cercana a la mitología que a la lógica, asequible por medio de símbolos, mitos y sueños.
Abandonar a Freud -y al racionalismo científico de su comunidad- no solo coincidió con la Primera Guerra Mundial, sino también con una crisis personal cuyo principal resultado sería el Libro rojo. Jung, entonces de 38 años, empezó a ver como poco a poco su psiquis se resquebrajaba. Oía voces y veía espectros. En sus propias palabras, se encontraba "amenazado por una psicosis…por una esquizofrenia". Sin embargo, no huyó. Gracias a su entrenamiento como psiquiatra, a las largas horas que había pasado frente a enfermos mentales en el hospital Burghözli, decidió confrontar a sus demonios.
Su método consistió en dejar que se derrumbara el muro entre su consciencia y su inconsciente. Durante por lo menos seis años, intentó sacar a la luz cualquier mensaje, visión o estallido proveniente de los recovecos más profundos de su mente. Cuando tenía tiempo libre, se escabullía al segundo piso de su casa y allí se inducia alucinaciones, a las que llamaba ‘imaginaciones activas’. La confrontación fue ardua. El médico que poco tiempo después desarrollaría la teoría del inconsciente colectivo y de los arquetipos, también más adelante compararía sus visiones con tormentas eléctricas y ríos de lava.
En esas sesiones, Jung primero anotaba todo en pequeños cuadernos negros para más adelante transcribir lo más importante a su libro rojo, cuya elaboración tardó 16 años. El suizo, sin embargo, nunca lo publicó. Se trataba, en últimas, de un diario íntimo, con brotes psicóticos, y temía la reacción de la comunidad científica (su primera edición aparecería en 2009). No por ello Jung desconocía su importancia: según uno de sus antiguos pacientes -que se descubrió gracias a una investigación de The New York Times-, el médico le había dado la siguiente recomendación para cuando la mente sacara a relucir sus dimensiones más oscuras:
"Le recomiendo que lo escriba todo de la manera más hermosa en un libro hermosamente encuadernado. Parecerá como si banalizara esas visiones, pero eso es lo que debe hacer, y entonces se liberará de su poder… Cuando esas cosas estén en su querido libro usted puede acudir a él y mirar las páginas y será para usted su iglesia -su catedral-, el lugar silencioso de su espíritu donde encontrará renovación. Si alguien le dice que eso es algo mórbido o neurótico y usted les hace caso, usted perderá su alma, pues ese libro será su alma".
Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Zaragoza
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