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Paz y Ciencia

viernes, 19 de junio de 2020

Claudio Naranjo: Fascismo



Agradezco una vez más la invitación a este notable encuentro interreligioso que se ha intitulado (para esta cuarta sesión) De la banalidad del mal a la búsqueda de la verdad.

Naturalmente, la expresión “banalidad del mal” es algo que asociamos a Hanna Arendt, quien, después de asistir al juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, objetó que se quisiera demonizarle como una especie de encarnación de un principio abstracto cuasi-mitológico de maldad, siendo más bien el caso que la obvia destructividad de este hombre tan especialmente destructivo no fuese otra que su pasión de obedecer e idealizar las órdenes que le daba un gobierno cuya validez no se permitió dudar.

Habiendo leído a Kant, Eichmann seguramente hizo suya la noción que el gran filósofo planteaba acerca del bien como fundado sobre el sentido del deber; y no debemos dudar que como responsable de los horarios de los trenes a los campos de concentración (y posteriormente responsable de los gases que se usarían para la “solución final”), identificara su función como la de un eficiente funcionario a quien le competía que las cosas se realizaran bien sin juzgar la validez de las órdenes que recibía.

Si la verdadera explicación del mal en el caso de Eichmann no es separable del sentido del deber (o, si se quiere, del hecho de que no respondiera a la situación que vivía de forma más personal y creativa, contemplando la posibilidad de un pensamiento propio), naturalmente el análisis de Arendt no vale solo para Eichmann, sino que para todos aquellos quienes, llevados por un excesivo sentido del deber, funcionan en los regímenes totalitarios como simples peones obedientes de mandatos humanamente cuestionables.

Pero si vamos un paso más allá, ¿por qué hemos de considerar tan específicamente problemático el carácter en que está exaltado sobremanera el principio del deber y no tantos otros rasgos de personalidad que, aparte de este, también llevan a que muchos funcionen como autómatas más que como personas propiamente tales?

Universalizando el concepto de Hanna Arendt, entonces, podemos decir que “la banalidad del mal” es inseparable de la noción de que ser destructivos deriva de vivir identificados con eso que solemos llamar el carácter, que no es sino un conjunto obsoleto de respuestas adaptativas que desarrollamos durante nuestra infancia, que nos permiten estar en el mundo como quien opera a través de un robot, ocultos tal vez en su interior sin mostrar la propia cara y sin una expresión propia.

También la frase la “banalidad del mal” me lleva a pensar en el Fausto de Goethe, en cuyo comienzo, un “prólogo en el cielo”, nos presenta a los arcángeles que celebran la gloria de la Creación (tal como en el libro del Génesis Dios mismo, al fin de cada día, la declara buena) y luego aparece Mefistófeles, quien se permite discrepar y se atreve a decirle al Señor de los señores que le parece el ser humano una criatura miserable. Podríamos pensar en Mefistófeles como una voz invalidante equivocada, que juzga las cosas como imperfectas desde su propia percepción imperfecta, y entender el mal como justamente el resultado de esta posición crítica e invalidante, pero más adelante veremos, en el transcurso del desarrollo de la tragedia, cómo las escenas de mayor malignidad en la obra se asocian a ambientes estudiantiles ruidosos que difícilmente podemos caracterizar de otra manera que de vulgares. El mal no es solo un distanciamiento de la conciencia divina, sino que algo de poco sentido, que busca el sentido en una intensificación de la lujuria, de la gula, de la vulgaridad, de la jocosidad y de la risa, algo así como las travesuras de los jóvenes estudiantes que prefieren reunirse en tabernas y emborracharse antes que asistir a sus estudios. Nuevamente, entonces, el mal se nos presenta como algo banal o grosero más que maligno, por trágicas que puedan ser sus consecuencias; un sinsentido o falta de sintonía, una superficialidad.

Tenemos motivos para pensar que la superficialidad o la falta de conexión con la profundidad de la vida se asocien a la destructividad, y pienso especialmente en el fascismo, que se está haciendo una vez más presente en el mundo.

Umberto Eco publicó un pequeño libro que contiene la transcripción de una conferencia suya en la Universidad de Harvard, y que lleva como título El fascismo eterno, pues la palabra eterno en este alude a un intento de reconocer un fascismo que se puede expresar de muchas maneras diferentes. Se pregunta Eco si en todos estos fascismos pueda encontrarse un factor común, pero luego propone que se trate de un concepto borroso, cuya lógica no es la lógica usual según la cual se pueden reconocer elementos comunes, y pone el ejemplo de los siguientes grupos de conceptos: abc cbd

(De El fascismo eterno, pp. 32, 33):
1          2          3          4
Abc     bcd      cde      def
 
Supongamos que exista una serie de grupos políticos. El grupo 1 es caracterizado de los aspectos abc, el grupo 2 de aquellos bcd, y así sucesivamente. 2 es similar al 1 pues tienen dos aspectos en común. 3 es similar a 2 y 4 es similar a 3 por la misma razón. Nota que 3 es también similar a 1 (tienen en común el aspecto c). El caso más curioso se da en el 4, obviamente similar a 3 y 2, pero sin ninguna característica en común con 1. Sin embargo, a causa de la serie ininterrumpida de decreciente similitud entre 1 y 4, existe, por una especie de transitividad ilusoria, un aire de familia entre 4 y 1.
 
El término “fascismo” se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y será posible siempre reconocerlo como fascista. Elimina del fascismo el imperialismo y tendrás a Franco o Salazar; elimina el colonialismo y tendrás el fascismo balcánico. Añade al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y tendrás a Ezra Pound. Añade el culto de la mitología celtica y el misticismo del Grial (completamente extraño al fascismo oficial) y tendrás a uno de los gurús fascistas más respetados: Julius Evola.
 
A pesar de esta confusión, creo que es posible indicar una lista de características típicas de aquello que quiero llamar el “Ur-Fascismo”, o el “fascismo eterno”. Tales características no pueden ser regimentadas en un sistema; muchas se contradicen recíprocamente, y son típicas de otra forma de despotismo o de fanatismo. Pero es suficiente que una de ellas se haga presente para que coagule una nebulosa fascista.

Llama la atención Eco a que, en una serie así, no se trata de que haya algo en común entre todos los elementos, sino más bien entre cada par de ellos, de manera que están emparentadas todas las partes sin que todas ellas lo estén; algo así como un modelo arquetípico del fenómeno del fascismo, que tiene un rostro variable ante el que nos cuesta decir que se trate de esto o aquello.

Dicho esto, me parece que hay elementos comunes que no están en la superficie del fenómeno, y que uno de ellos sea algo así como una prohibición de mirar hacia adentro. Por eso se dice que el fascismo es enemigo del arte o del pensamiento creativo, y porque el pensamiento busca lo creativo, el fascismo tiende a ser enemigo del pensamiento mismo.

Pero como bien señalaba Reich en su análisis del fascismo alemán, más que el pensamiento mismo se prohíbe el sentir auténtico: no se quiere que la gente sienta su cuerpo, por ejemplo. Pero ¿cómo puede no sentirse el propio cuerpo? Creando un mundo imaginario con sentires imaginarios, viviendo una falsa imagen de sí mismos, es decir, falsificándose. Sostiene Reich que si la gente siente su cuerpo, siente también sus emociones, y si siente sus emociones no se le puede decir que sí a la voz del fascismo, que es la voz de la conformidad de un público ante un jefe idealizado.

Hoy en día, me parece que está surgiendo un nuevo tipo de fascismo, que aparece a través de otras manifestaciones del fascismo eterno del que hablaba Eco, y por esta actualidad les he preguntado a varias personas qué quieren decir cuando hablan de fascismo; entre las respuestas que más me han interesado está la de que hay algo así como un “mandato de ignorancia”: un mandato de no mirar hacia adentro o de no mirar, simplemente, ya se trate de pensar o de buscar verdades profundas.

Hoy en día, se habla mucho de populismo, y recientemente le he preguntado a un experto en ciencias políticas cómo se debe entender este término que se ha popularizado tanto. Me ha escrito lo siguiente:

El populismo es, primero que nada, un tipo de discurso político para hacerse con el poder, es decir, ganar elecciones o mantenerse en el poder; lo que pretende el discurso populista es, ante todo, crear esa identidad de pueblo. Y como se entiende que las identidades políticas se crean primero en negativo antes que en positivo, es decir, primero en oposición antes que en una reivindicación, el discurso populista hace una división maniquea del campo político entre un “ellos” y un “nosotros”. “Ellos”, la elite corrupta, “ellos”, la oligarquía, “ellos”, la mafia del poder, “ellos”, la casta; “nosotros”, el pueblo. En este sentido, se simplifica muchísimo la decisión política del electorado y, en cierta manera, los obligas a posicionarse entre ser elite corrupta o ser el pueblo. Digamos que así se crea la identidad del pueblo de manera negativa.
 
Y ahora el problema es, justamente: ¿cómo articulas a toda esa gente que acabas de conglomerar dentro de la etiqueta de “pueblo”, en tanto que entre ellos habrá demandas muy variadas, y probablemente contradictoras o irreconciliables? Entonces viene el trabajo de crear la identidad positiva de ese pueblo, para lo cual se utilizan significantes vacíos que básicamente son consignas lo suficientemente ambiguas como para poder contener demandas muy diversas. Un ejemplo claro de ello es el “Make America Great Again” de Trump, que es básicamente una consigna lo suficientemente ambigua como para que las demandas de los desempleados o de los trabajadores más desfavorecidos, o de comunidades marginalizadas, así como de una clase media con aspiraciones, puedan ser depositadas bajo esa consigna, y por lo tanto, ahí se está creando la identidad de pueblo en positivo. Evidentemente, no se utiliza solo una consigna, sino varias, pero siempre tienen ese rasgo de ambigüedad para poder contener a todos los grupos políticos e individuos que fueron conglomerados bajo la etiqueta de “pueblo”.
 
En resumen, el populismo es un discurso político que hace una división maniquea entre un “ellos” y un “nosotros” y utiliza un lenguaje lo suficientemente ambiguo para poder tener cohesionado o aglutinado a una serie de grupos políticos e individuos con demandas muy diversas.
 
Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre el discurso populista y el discurso fascista en tanto que utilizan una estructura muy similar? Una diferencia esencial está en que el populismo tiene un discurso interclasista o transversal, es decir, no apela a un estrato particular de la sociedad sino que intenta apelar a varios estratos, mientras que el fascismo está interpelando particularmente a la clase media, y sin embargo tiene un discurso muy similar al populista en el sentido de crear una identidad de pueblo de manera negativa. Esta creación de identidad es más fuerte en el caso del fascismo porque es creada en oposición a dos grupos: por una parte, en oposición, como en el populismo, a la elite corrupta, a la oligarquía, a la clase política; pero, por otro lado, también en oposición a grupos marginalizados, en general a los más pobres, a los migrantes, a los negros, a comunidades desfavorecidas. En el caso de Trump, evidentemente ataca a los migrantes; en el caso del fascismo alemán, a los judíos, los comunistas, a los gitanos; en el caso de Bolsonaro, los negros, los homosexuales y una serie de comunidades marginalizadas.
 
En síntesis, se ha ido perfeccionando una manera de ganarse a grandes públicos a través de la seducción, usando afirmaciones ante las cuales la gente no puede más que decir sí o no, cuando obviamente es impopular decir que no, y donde decir que sí en el fondo no significa nada.

Me parece entonces acertado decir que haya una polaridad entre el mal y la búsqueda de la verdad; y también, por supuesto entre esa especie de culto a la ignorancia que ha caracterizado al fascismo y la búsqueda de la verdad o de la consciencia.

Pero vuelvo atrás, a los tiempos en que Mussolini, después de haberse dado a conocer como un paladín del socialismo, se volvió algo así como un líder religioso a través de una adopción de fórmulas cristianas. Lo que más poder le dio entonces fue una identificación del gobierno con Dios, por lo que el gobierno se volvía sagrado y él mismo también, como su emisario. Pero si para sus contemporáneos fue así, para nosotros, que lo miramos desde la distancia, se nos aparece como un pseudoCristo y, por tanto, como un impostor.

Algo semejante puede decirse de Hitler, solo que en el caso de Alemania no se sacralizó el estado, sino que la raza pura de los alemanes, con sus mitos y sobre todo su futuro. En nombre de esta grandeza se persiguió a los impuros y a los inferiores, tal como en el fascismo italiano se persiguió a los homosexuales, y se sigue persiguiendo en los fascismos modernos a aquellos a quienes apunte la xenofobia de los líderes y sus sostenedores.

Pero ¿por qué se asocian tan estrechamente el fascismo y la xenofobia?

Nos dicen los autores de La personalidad autoritaria que aquellos que deben suprimir su agresión hacia quienes los mandan descargan su agresión en aquellos que no pertenecen a su propio grupo; pero ¿explica esto la xenofobia de los líderes? Y sobre todo, ¿explica la persecución de cosas tales como la homosexualidad o las drogas, que tanto caracterizan a los movimientos fascistas?

Por el momento, conformémonos con observar que el fenómeno fascista lleva consigo una especie de culto a lo convencional que se acompaña de una especie de horror a lo no convencional.

Me viene interesando últimamente lo que pareciera la manifestación de una nueva forma del fascismo en el mundo, y no solo por la peligrosidad inmensa del aparente éxito que está teniendo, sino porque los fascismos del pasado fueron nacionalistas, en tanto que los nuevos despotismos nos hacen sentir la presencia de un fascismo global mucho más poderoso que ninguno de los regímenes del pasado. Coincide la nueva relevancia de este tema con mi sentir de que le ha faltado algo a mis reflexiones políticas, pese a que a través de muchos años he venido desarrollando la tesis de que el mal del mundo consista en la mente patriarcal.

Ya he planteado que la mente patriarcal no es otra que aquello que los cristianos apocalípticos llamaban “la Gran Bestia”, que en la Antigüedad se manifestó a través del espíritu de los grandes imperios y que también podemos decir que sea el espíritu de la civilización misma. Pero me parece ahora que el viejo espíritu de la civilización, que no es otro que el espíritu patriarcal, esté encontrando recientemente su forma más perfecta; y no se trata ahora de fascismos nacionalistas como en el pasado, sino de un fascismo global del que emergen aquí y allá los fascismos locales con diferentes características como si fueran fenómenos independientes.

En cierto modo, he dicho ya todo lo que me proponía decir al afirmar que la Gran Bestia de los antiguos, que se asoció sobre todo a Roma pero también al espíritu imperial que encarnó en Egipto y en Babilonia, no es otra que el espíritu de la civilización que también se manifiesta —y a la vez más descaradamente que nunca— en nuestro tiempo, y a cuya multitud de rostros se aplica a veces la palabra fascismo, pero que no es otra cosa que una versión “perfeccionada” de la mente patriarcal.

Una cosa es solo decirlo, y puede que ello ya sea algo importante, como la famosa declaración del niño en el cuento de Andersen, que no oculta su sorpresa porque el rey está desnudo. A buen entendedor…

Pero no puedo desentenderme de que no hablo para los buenos entendedores, y que si no explico mejor mis percepciones me expongo a que las “fuerzas de la oscuridad” no solo me consideren peligroso, sino que me acusen de delirante.

Ensayaré entonces examinar el fascismo desde el punto de vista de lo que vengo llamando la mente patriarcal, y específicamente de lo que he propuesto llamar “el complejo patriarcal”, que comprende los siguientes componentes:

  1. autoritarismo violento
  2. desvalorización del maternaje
  3. criminalización implícita del instinto
  4. invalidación de la intuición

1) El autoritarismo violento.

Este fue el tema que pusieron de relieve los psicólogos que se ocuparon del fascismo en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, especialmente Reich y los autores del famoso libro que he citado, La personalidad autoritaria (Adorno, Frenkel-Brunswik, Levinson y Sanford). Uno de los resultados de sus estudios fue un cuestionario que se usó en muchas investigaciones de aquel tiempo y que se llamó “la Escala F”, justamente por su alusión a la mente fascista. Pero el libro se llamó La personalidad autoritaria, pues se pensó originalmente que se tratara de un tipo específico de personalidad, pero la aplicación posterior a la Escala F de la entonces recién descubierta técnica estadística llamada análisis factorial reveló que se trata, en realidad, de tres tipos de personalidad bastante diferentes, que tienen en común la tendencia al autoritarismo violento (o, según la terminología de la psicología de los eneatipos, el E1 sexual, el E8 conservación y el E6 social).

Parecería no requerir de mayores explicaciones que los regímenes fascistas se han caracterizado por un autoritarismo violento, pero podríamos considerar también que la violencia no necesita identificarse solo con el castigo cuando se puede llegar bastante lejos con la mera amenaza, y que tanto la amenaza como el castigo pueden ser complementados por la astucia, las falsas noticias y la seducción.

Quiero comenzar por la seducción, que fue la técnica más empleada por el fascismo que le dio su nombre al fenómeno que seguimos llamando de esta manera: el fascismo italiano, cuyo nombre hacía ilusión a la fascia que ciertos romanos llevaban en sus manos para aplicarles castigo a personas ajusticiadas. Ya este dato nos dice que el fascismo es punitivo —pero en los tiempos del apogeo de Mussolini de ninguna manera se veía al amado Duce como un líder aterrador, sino más bien como un ciudadano ideal, un modelo de “padre de familia” y hasta un emisario. Para quien mira el fascismo de lejos, no puede caber duda que el gran éxito de Mussolini se debió a su gran poder seductor, y este, a su vez, a un gran narcisismo. Pero ¿cómo pudo tener tanto éxito en el engaño y también en el autoengaño?

Digamos, en primer lugar, que no se puede engañar a todo el mundo sin engañarse primero a uno mismo. Tanto necesitó psicológicamente Mussolini sentirse un líder supremo que supo justificarlo ante sí mismo, y con ese material pudo ser convincente en sus progresivos discursos; pero si buscamos la naturaleza de este engaño, debemos reconocer dos fuertes ingredientes:

a) La sacralización del Estado, lo que, como personificación de este mismo Estado, le dio mucho más poder que un rol puramente administrativo. En este sentido, no podemos evitar sentir que la sacralización del estado, como la sacralización de la comunidad (o, si se desea, la sacralización de la política) constituye una verdad ambigua, o una media verdad, que puede transformarse fácilmente en una gran falsedad; ya que, si para los griegos de la época clásica era una cosa sagrada dar la vida por la polis, y Moisés estableció un liderazgo político sagrado, nos parece ridículo que Mussolini quisiera aparecer como un elegido de Dios, aunque tampoco se atreviera a plantearlo en tales términos, por más que llegara a hacer suyas las fórmulas de la religión, o que imitara ceremonias cristianas. Trata este tema elocuentemente Emilio Gentile en su libro El culto del Littorio: La sacralización de la política en la Italia fascista.
 
b) La adopción de fórmulas cristianas, que junto con su similitud retórica y la afinidad de las ceremonias fascistas, dieron al movimiento político una validación implícita de la Iglesia. El trato de apoyo mutuo que diplomáticamente estableció con la iglesia, permitió al fascismo la libertad de adoptar fórmulas cristianas que contribuyeron a su popularidad, pese a que Mussolini nunca hubiese sido una persona profundamente religiosa.
 
(Por supuesto, mucho más violento fue el nacionalsocialismo, que se basaba en un líder altamente agresivo y poco seductor, y cuyo poder se afirmaba poderosamente en el odio hacia el enemigo común de una supuesta raza superior).

2) La desvalorización del maternaje.

Aparentemente, el fascismo mussoliniano quería que las mujeres fuesen buenas madres de familia, y lo que mandaba la autoridad es que fueran buenas mujeres; pero una cosa es mandarle a la mujer que haga lo que debe, y otra cosa es el aprecio por la mujer y, sobre todo, el aprecio por el amor y el cuidado.

Asociamos el fascismo a un gran dominio masculino en que las mujeres podían tener un papel de amas de casa o de objetos sexuales, pero al ver filmes sobre aquel tiempo no podemos dejar de sentir que se vivía sobre todo en una sociedad convencional que se autoinventaba y se autoglorificaba a través de la industria fílmica. Algo semejante me dicen mis amigos brasileños sobre el reciente presidente electo de Brasil, que describen como un perfeccionista que predica la familia ideal y se presenta como un paladín de las buenas costumbres a la vez que pretende solucionar el problema de la violencia habilitando a los ciudadanos a poseer hasta cuatro armas de fuego para su defensa personal. Hay quienes objetan que eso podría llevar a un incremento de la violencia por irresponsabilidad, pero entiendo que su seguidores quedan satisfechos al escuchar que se los examinará psicológicamente para probar que están preparados.

¿Cuál es la diferencia, entonces, entre el fomento del maternaje y la parodia de un gobierno protector?

Recientemente, hemos asistido al desmantelamiento del estado del bienestar y, con ello, hemos entrado a una etapa de la historia en que el poder ya parece no necesitar de la ficción de querer a la gente y de estar al servicio de su bien colectivo. Se empieza a hablar ya de cleptocracia, y está en boca de todos la alianza entre los gobiernos y el megacapitalismo global industrial y financiero, que va barriendo con todos los valores tradicionales, hoy transformados en precios.

Para terminar, digamos simplemente que el principio paterno autoritario y predatorio no se puede permitir el ofrecerle mucho espacio al espíritu materno protectivo y acogedor, por más que seguramente tenga razón Riane Eisler al decir que el egoísmo es un mal negocio y que el cuidado de las madres y los niños es la mejor de las inversiones.

3) La criminalización implícita del instinto.

Vengo planteando que el espíritu patriarcal de nuestra vida civilizada se fundamenta en un autoantagonismo que se introdujo en la historia desde que nos volvimos una sociedad guerrera de naturaleza jerárquica por el hecho de que no se puede servir al mismo tiempo al deber y a los impulsos naturales. Freud nos hizo sentir que era parte indispensable del desarrollo humano el paso del principio del placer al principio de realidad; pero se puede argüir que haya confundido un principio biológico de la realidad con una realidad patriarcal que se fundamenta en el triunfo de la autoridad por encima de la confianza organísmica en nuestra sabiduría animal espontánea. Lo sugiere fuertemente el hecho de que aquellos que llamamos “primitivos” no se han vuelto contra su “animal interior”, así como el hecho de que para volvernos contra esta importante parte de nosotros mismos, debemos aprender no solo a controlarnos, sino más implícitamente a sentir que llevamos dentro de nosotros a una bestia peligrosa, repulsiva y vergonzosa. Esta característica del espíritu de la civilización se ve particularmente exaltada en la mentalidad fascista de los líderes totalitarios y sus seguidores, y así, por ejemplo, cuando me invitaron por primera vez a trabajar en Rusia y pregunté de qué no debía hablar allí, me sorprendió que me respondieran: “Ni de homosexuales ni de drogas”. Lo hice, y he podido trabajar tranquilamente en Rusia pese a que se publicara allí mi libro La revolución que esperábamos, y tengo motivos para pensar que el mismo Putin lo haya leído con aprecio, pues, como cita Carrère, piensa el líder ruso que quien se siente hoy en día un bolchevique no tiene cabeza, pero quien no se lo siente no tiene corazón.

Pero ¿porque ese tabú tan grande sobre temas como la homosexualidad y las drogas en todos los fascismos? Porque los fascismos son convencionales, y en la mente convencional no hay cabida para lo espontáneo; todo debe ser una performance de acuerdo a modelos establecidos, aunque no se diga explícitamente y nada amenace tanto a toda puesta en escena como la experiencia psicodélica, que le abre el camino al espíritu dionisiaco u organísmico, que es como el despertar de nuestro niño interior.

4) La invalidación de la intuición.

Muchas investigaciones se han realizado acerca de los contrastes entre nuestros hemisferios cerebrales, y podemos resumirlos diciendo que se trata de dos procesadores de datos diferentes que aproximadamente podemos relacionar con el pensamiento racional (en el caso del hemisferio izquierdo) y el pensamiento intuitivo (en el del hemisferio derecho). Nuestra cultura se va volviendo más y más racional, como si sufriésemos de un prejuicio ya obsoleto del Siglo de las Luces, en que la entronización de la Diosa de la Razón permite la denigración de la fe en nombre de la autoridad suprema de la ciencia. Pero me parece que tiene razón MacGilchrist en su magistral libro sobre el tema (The Master and His Emissary: The Divided Brain and the Making of the Western World), al insistir en que es nuestro hemisferio cerebral intuitivo el que debemos considerar como el asiento de nuestra sabiduría, y no así nuestro hemisferio racional, que, como la inteligencia instrumental, se ocupa de los detalles más que de la perspectiva abarcadora desde la que se plantean los valores, y que explica lo ocurrido en nuestra vida y cultura a través de la metáfora del rey de un gran reino que debió recurrir a un representante que se ocupase del extenso perímetro fronterizo. Este representante del rey llegó a considerarse no solo indispensable, sino que más capaz que el rey mismo para decidir, y así me parece que sucede con la razón en nuestra cultura, en la cual se va apagando el humanismo, se considera a las religiones como supersticiones dispensables del pasado y va surgiendo, en nombre de la ciencia, una crítica al conocimiento que llamamos “humanístico”, que sustenta no solo el arte sino que una parte importante de la filosofía. Y es comprensible que el Iluminismo haya querido, a través de la exaltación de la razón, liberar a la sociedad del autoritarismo eclesiástico, pero debemos también comprender que ello ha entrañado algo que en el mundo angloparlante se describe como “arrojar el bebé con el agua sucia del baño”. Más exactamente, al querer liberarnos de la creencias de la fe dogmática de un cristianismo inquisidor, nos hemos privado también de la “fe” en un sentido más profundo de la palabra que alude al sentido intuitivo que nos permite tener fe en nosotros mismos o en ciertas personas y no en otras, y que nos permite también sentir que la vida tiene un sentido o propósito pese a que la visión estrictamente científica solo nos permite concebir un universo mecánico causal y casual. También la intuición es algo así como un “navegador” que nos indica si vamos bien por la vida, y aquellos que no solo se encaminan a fines prácticos saben que “ir bien” es aún más importante que “estar bien”, pues ir bien encaminado es fundamental para nuestro desarrollo; pero así como la vida ordinaria con su prisa creciente y sus exigencias no favorece el que consultemos con nuestro navegador interno, menos aún es ello fácil para quienes viven en un mundo totalitario, y en nuestro mundo moderno también va haciéndose presente esa especie de “religión de la ignorancia” de los totalitarismos, en que no se quiere que la gente se conozca a sí misma ni conozca más realidad que la realidad manipulada que la que se le presenta.

No comprende el espíritu fascista eso que algunos llaman la “búsqueda de la verdad”, excepto como un deseo de información o de saber científico, pues tal sed metafísica, que es parte del desarrollo psicoespiritual, es también algo sustentado por la intuición; y se interpreta la vocación natural a un crecimiento vertical y no solo horizontal como una rareza o un descontento patológico, cuando encarna una gran esperanza colectiva que a un pueblo sabio le conviene saber apreciar y fomentar.

Celebro, por lo tanto, el pensamiento que se nos ha invitado a considerar en esta reunión al contraponerse la banalidad del mal con el espíritu de búsqueda, que es uno de querer ir más allá de lo conocido y de encaminarse a un bien no predeterminado por la cultura; y que en su búsqueda de sentido se remonta hacia algo que no se pretende siquiera poder explicar en términos intelectuales, así como una semilla no sabe explicar su propósito y, sin embargo, lleva en su código genético al árbol en que está en su potencial convertirse, y que es suficiente para conducirla, día a día, a su plenitud.

¿Podríamos, sin el llamado a la búsqueda, convertirnos en verdaderos seres humanos? Ni siquiera podemos decir por ahora que en este mundo (en que muchos se sienten “llamados”) se conozca al ser humano, sino que apenas a los seres subdesarrollados que nos están llevando hacia lo que algunos imaginan como una futura extinción de nuestra especie. Es, sin embargo, el verdadero ser humano, liberado de la plaga patriarcal, el que podría salvarnos de nuestra catástrofe; y no es irrelevante que comprendamos no solo la mentalidad patriarcal, sino el espíritu fascista en que está culminando en ciertos lugares desfavorecidos —no simplemente deplorándolo, sino comprendiéndolo como una especie de castración colectiva que, pese a pretender engrandecernos, nos empequeñece por las consecuencias de su desvalorización del amor, de la libertad y del autoconocimiento.

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Zaragoza

N° Col.: A-1324 Psicoterapeuta

Teléfono: (34) 653 379 269

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Página Web: www.rcordobasanz.es


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