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Paz y Ciencia

jueves, 19 de febrero de 2009

Robert Graves. Dioses y héroes de la antigua Grecia

El mundo subterráneo del Tártaro
V
El Tártaro, dominio del rey Hades y de la reina Perséfone, estaba en las profundidades de la Tierra. Cuando los mortales morían, Hermes ordenaba a las almas de éstos que fueran por el aire hasta la entrada principal —situada en un bosquecillo de álamos negros al lado del océano occidental— y que bajaran por un oscuro túnel hasta una laguna subterránea llamada Estigia. Allí, tenían que pagarle a Caronte, el viejo y barbudo barquero, para que llevara a las almas hasta el otro lado. El pago debía hacerse con los óbolos que los familiares colocaban bajo las lenguas de los cadáveres que, más tarde, se convertían en espíritus. Caronte contestaba a los espíritus sin moneda que debían escoger entre quedarse para siempre temblando a orillas de la laguna Estigia o volver a Grecia y entrar por una puerta lateral, en Ténaro, donde el acceso era libre. Hades, por otra parte, tenía un enorme perro de tres cabezas, llamado Cerbero, que impedía que ningún espíritu escapase y evitaba que los mortales vivos visitasen el mundo subterráneo.
La región más cercana al Tártaro eran los pedregosos campos gamonales, por los que vagaban eternamente las almas errantes, sin otra cosa que hacer que cazar espíritus de ciervos, si es que les apetecía. Los gamones son unas plantas altas de color blanco rosado, con hojas como puerros y raíces como boniatos. Más allá de los campos gamonales, se alzaba el imponente y frío palacio de Hades. A su izquierda, se erguía un ciprés que señalaba el Lete, la fuente del olvido, en la que los espíritus corrientes se Abalanzaban sedientos a beber. Quienes bebían en ella olvidaban de inmediato sus vidas pasadas, lo que les dejaba sin nada de que hablar. Pero también existía el Mnemosine, la fuente de la memoria, señalada por un álamo blanco. Se llegaba a ella susurrando a los siervos de Hades una contraseña secreta que el poeta Orfeo conocía y que sólo comunicaba a algunos espíritus. A los que bebían allí les era permitido hablar de sus vidas pasadas y podían predecir el futuro. Hades también permitía a estas almas que hicieran breves visitas a la superficie, cuando los descendientes de éstas querían formularles preguntas. Para ello, como pago, los mortales debían sacrificar un cerdo.
A su llegada al Tártaro, los espíritus eran conducidos ante los tres jueces de los muertos: Minos, Radamantis y Eaco. Quienes habían llevado una vida ni muy buena ni muy mala eran enviados a los campos gamonales; los muy malos iban al patio de castigo, detrás del palacio de Hades, y los muy buenos, a una puerta, cerca de la fuente de la memoria, que daba acceso a un huerto, el Elíseo. El Elíseo estaba siempre bajo la luz del Sol. Allí se jugaba, se escuchaba música y la diversión estaba siempre presente; las flores nunca se marchitaban y todas las frutas estaban siempre maduras. Los afortunados espíritus del Elíseo podían visitar la Tierra libremente durante la noche de Todos los Santos y el espíritu que quisiera podía esconderse dentro de un haba, confiando en que ésta fuese comida por una chica rica, sana y amable. Más tarde, la chica lo daría a luz como su hijo. Esto explica el motivo por el que ninguna persona decente comía habas en aquella época: tenían miedo de tragarse el espíritu de uno de sus padres o abuelos.
Hades se hizo inmensamente rico gracias al oro, la plata y las joyas que había en el mundo subterráneo. Pero todos lo odiaban, incluso Perséfone, que se compadecía de los pobres espíritus que estaban a su cargo y que no tenía hijos que la consolaran. La posesión más valiosa de Hades era un casco de invisibilidad, forjado por los cíclopes de un solo ojo, cuando Cronos los envió al Tártaro. Al ser Cronos desterrado, Hades puso en libertad a los cíclopes, siguiendo las órdenes de Zeus, y ellos le dieron el casco en agradecimiento.
Las tres furias estaban a cargo del patio de castigo. Eran unas mujeres negras, horribles, arrugadas y salvajes, con serpientes en lugar de cabellos, caras caninas, alas de murciélago y ojos ardientes. Llevaban antorchas y látigos de nueve colas. A menudo, las furias visitaban la Tierra para castigar también a los mortales vivos que trataban a los niños con crueldad, que no tenían consideración con la gente mayor y los invitados, o a quienes no eran amables con los mendigos. También acosaban hasta la muerte a aquellos que maltrataran a sus madres, por muy malvadas que éstas fueran. Entre los famosos criminales del patio de castigo, estaban las cuarenta y nueve danaides. Su padre, Dánao, rey de Argos, se había visto obligado a casarlas con sus cuarenta y nueve primos, hijos de su hermano Egipto. En secreto, Dánao entregó a las danaides unos largos y afilados alfileres, y les dijo que se los clavaran en el corazón a sus maridos durante la noche de boda. Las danaides obedecieron y murieron todos los esposos. Aunque las furias no las azotaron porque se habían limitado a cumplir las órdenes de su padre, sí que las condenaron a transportar agua de la laguna Estigia en ánforas, hasta llenar el estanque del huerto de Hades. Las ánforas tenían el fondo agujereado como un colador, así que las danaides quedaron condenadas a caminar penosamente y para siempre desde la laguna al estanque del huerto, sin terminar jamás su trabajo. (Había otra danaide, la número cincuenta, llamada Hipermestra, que también dispuso de su alfiler largo y afilado, pero resulta que ésta se enamoró de su esposo y lo ayudó a escapar ileso. Hipermestra fue directa al Elíseo cuando murió.)
Tántalo de Lidia era otro criminal. Había robado ambrosía, el alimento de los dioses, para comérselo con sus amigos mortales y, encima, había invitado a los dioses del Olimpo a un banquete en el que les había ofrecido un guiso caníbal, ¡con carne de Pélope, su sobrino asesinado! Los dioses del Olimpo descubrieron enseguida que la carne era humana. Zeus, entonces, fulminó a Tántalo con un rayo y devolvió la vida a Pélope. En el Tártaro, Minos, Radamantis y Eaco juzgaron a Tántalo y le impusieron la siguiente pena: atarlo a un árbol frutal, en el que crecían peras, manzanas, higos y granadas, que había junto a la laguna Estigia. La condena era que cuando intentara coger alguna de las frutas que le golpeaban en el hombro, el viento se llevase la rama y, además, que cuando se inclinase a beber, el agua de la laguna que le cubría hasta la altura de la cintura descendiese hasta situarse fuera de su alcance. Tántalo sufre una interminable agonía de hambre y sed.
Sísifo de Corinto, por traicionar un secreto de Zeus, fue condenado por los tres jueces a empujar una gran roca rodando hasta la cima de una colina y dejarla caer por la otra vertiente. La condena era que cuando ya casi alcanzaba la cumbre, la piedra siempre rodaba hacia abajo, a grandes saltos. Sísifo entonces debe empezar de nuevo, exhausto por sus interminables esfuerzos.

2 comentarios:

simalme dijo...

¿No somos todos un poco Sísifo?

Psicoletra dijo...

La verdad es que los griegos eran especialmente puñeteros en sus castigos... Aquel de comerse las tripas de uno mientras siguen creciendo también tiene su nivel. Creo, como tú, que en parte siempre estamos detrás de un objetivo inalcanzable que bien puede ser la ambición, por poner un ejemplo. abrazos.