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Paz y Ciencia

jueves, 7 de enero de 2010

Daniel Ripesi en Espacio Potencial

¿Qué es la originalidad? Por Daniel C. Ripesi




Vecinos tan cercanos al pensamiento de Winnicott (Octavio Paz, Camus, Nietzsche y Chico Buarque), nos ayudan a pensar el momento trágico donde surge la originalidad.

Pintura: Ernesto Deira

En una primera aproximación no acuden –justamente- respuestas demasiado originales: se podría decir que lo original es algo inédito, insólito, “distinto”. Como sea podríamos estar de acuerdo en que lo original hace diferencia, casi de inmediato comienzan las torpezas, porque más que un anhelo de instalarse en ella y dejarse arrastrar por el movimiento que provoca, el pensamiento a menudo sólo pretende hacerla ostensible, obtener con la diferencia una suerte de prestigio personal, desea atraparla y dominarla para identificarse -y presentase a otros- con ella: tornarla emblema. Se trata de quienes pretenden ser, ellos mismos,diferentes…

Sin embargo, lo original debería ser un episodio singular e impredecible, algo que no se repite, que es –más bien- intempestivo. Deslumbra, confunde y a menudo no se entiende. Es por esto que muchos se han declarado “víctimas” de su originalidad. La originalidad parece ser siempre el origen de algo, la inauguración de una novedad que –con el tiempo- puede convertirse en su extremo opuesto, un clásico.

No obstante, Winnicott –al igual que Octavio Paz- piensan que no se puede plantear una originalidad que no conserve algo ya establecido y por lo tanto “no original”. Solo Dios parece contradecir este argumento, efectivamente, él fue creativo sin ser original, porque su novedad no hizo “diferencia” con algo que estuviera ya constituido (efectivamente, como se dice, “Él creó de la nada”), sólo en un segundo momento, cuando desterró del paraíso a las dos criaturas que con tanto amor había creado, Adan y Eva, instaló la diferencia que va entre dos estados posibles, uno inicial de goce absoluto y otro –terrenal- de dolor y deseo.

Para la religión cristiana, sólo a partir de establecida esa diferencia (a partir de la “caída” de Adán y Eva) se estableció también lo que se llama –justamente- pecadooriginal. Nombre equívoco para un pecado que no tiene nada que ver con la originalidad: es igual para todos. Se trata más bien de una dilución redoblada de toda singularidad subjetiva: igualmente angelicales –primero- en la gracia de Dios, en igual pecado –luego- caídos de su gracia divina.

Es quizás por esto que Chico Buarque imagina a un Jesús que arrebatado por un repentino nihilismo (en el Monte de los Olivos, y en la víspera de su sacrificio), de pronto anhela morir –pero- inventando su “propio pecado”. Es decir construyendo las razones de su propia agonía aunque esto le cueste el infierno. En el mismo sentido que Freud al desarrollar los alcances de la pulsión de muerte, cuando sugiere que cada cual debe encontrar los propios caminos en el camino a una muerte que es inevitable para todos. Freud y Jesús, nihilistas, pero con una salvedad.

Tanto para A. Camus (según lo ilustra con el mito de Sísifo) como para Deleuze (en su atenta lectura de Nietzsche), el nihilismo no tiene un sesgo existencial negativo, todo lo contrario, es quizás el estado subjetivo más fértil al que se puede aproximar un individuo. No se trata del desencanto que impone a un individuo una visión pesimista del mundo producto de las circunstancias que le tocan vivir. No es el efecto desesperante de verificar que “ya nada tiene valor”. En todo caso el nihilismo descubre que todo puede dar igual o que “todo puede valer lo mismo”. Esto último es bien distinto pues si todo se ofrece al ser humano como posible y emparejado en su valor, la diferencia la tiene que establecer el propio sujeto con sus decisiones, es su elección la que da geografía moral a un mundo indiferente, un mundo no tanto inmoral como esencialmente amoral.

Ninguna moral prefijada ordena con jerarquía alguna al mundo. Éste solo se ordenaría según una ética indeclinable, la de no postergar decisiones. El sujeto no se ata ni se somete a lo establecido, inaugura con sus decisiones un mundo inédito de valores. Esto es lo que anima la “voluntad de poder” en Nietzsche (el poder de decidir, de correr ese riesgo). Voluntad de poder no es la toma del poder sino una ruptura y un apartamiento de las variables y de los resortes que sostienen al poder conocido y reconocido. Las decisiones que parten del nihilismo entendido como la total ausencia de valor en lo que se enfrenta y percibe, no buscan alterar el orden del mundo -para reubicar su sentido más digno-, sino inaugurarlo. Esto implica cierto costo subjetivo puesto que el mundo ya no puede vivirse con complacencia, se lo debe interpretar, e interpretar sin la garantía de un sentido absoluto o de una finalidad última como guía existencial (“Dios ha muerto”).

El “todo puede ser igual” es el primer momento del nihilismo, un instante en el que el pesimismo amenaza disimular el verdadero descubrimiento de ese instante fatigado: que no hay valores absolutos, que cada cosa está atravesada por una pluralidad de sentidos posibles, de allí el tener que decidir para recortar cierta valoración en los hechos. A. Camus dice que descubrir ese “todo da igual” o ese “nada tiene sentido absoluto” en el mundo, es el instante de lucidez que puede llevar a un individuo al suicidio o a tener que empezar a vivir verdaderamente. Para esta última alternativa hay que soportar el absurdo de estar instalados en un mundo donde todo puede valer lo mismo: la ausencia de ideales tanto como su presencia dogmática pueden conducir a la muerte. La pérdida de los valores absolutos, el tener que lidiar con la pluralidad de sentidos, la caída de las garantías que fijan incluso la propia subjetividad como algo claramente definido, es lo que quiere expresar el conocido aforismo nietzschiano “Dios ha muerto”.

Dios es justamente ese sentido absoluto, pleno y final al que aspiraría todo individuo. Sin Dios se diluye –al mismo tiempo- la subjetividad que funda su razón de ser en una garantía de salvación o de condena acorde a sus creencias. Cayendo la finalidad que da desde el “exterior” un objetivo a la vida, ese objetivo habrá que buscarlo como moviendo en cada individuo desde “adentro”. La voluntad para Schopenahuer, la pulsión para Freud, representan ese movimiento subjetivo que mantiene el ritmo existencial de un individuo, y tanto la voluntad –en el caso del primero- como el deseo inconsciente -en el pensamiento del otro- son impulsos por naturaleza eternamente insatisfechos.

Para concluir: la originalidad tiene, entonces, algo de aceptación de lo establecido y algo de rebeldía. “Mi gusto por la muerte –dice Bousquet- era el fracaso de mi voluntad, lo sustituiré por un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad”1. No se trata de resignación sino de no ser indignos de los que sucede. Ser original no sería rechazar lo establecido o tener que optar por algo “diferente” sino construir la diferencia entre dos cosas que hasta ese momento se muestran indiferentes.

1 Citado por G. Deleuze en Lógica del sentido. Ed. Paidos, Buenos Aires, 2005.

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