[...] Si nos atenemos a lo que dice Winnicott, el destino de los autistas se volvió preocupante el día en que Kanner aisló un síndrome al que denominó "autismo infantil precoz".
Autista era el nombre que se daba en los cuarenta a estos magos omnipotentes, huéspedes de un mundo imanimado, que hablan por medio de gestos a unos compañeros imaginarios, pero que rehúyen todo contacto humano hasta el punto de que, si acceden a la palabra, ésta no debe servir en absoluto para establecer una comunicación. El adulto, cuando existe para ellos, sólo es percibido como una extensión de su propio cuerpo.
La intervención, además de prejuiciosa, casi era insultante. No sabían que hacer después del diagnóstico a cambio de excluir la palabra del sujeto y el contexto dinámico e histórico en el que se expresa sufrimiento, aunque se trate de un lenguaje sin palabras.
Paradojicamente, el psicoanálisis se vio reforzado cuando se esperaba que pudiera destruir la institución psiquiátrica.
A Freud, aunque no le gustaban los psicóticos, esperaba mucho de una psicoterapia de la psicosis. La práctica de una aproximación psicoanalítica de las psicosis tiene un valor formativo para el psicoanalista, puesto que el psicótico le interpela en el meollo de su ser. Sólo en nombre de una "locura" común, el psicoanalista, al igual que un intérprete, puede hallar (en la persona del paranoico) fue privilegiado por el psicoanálisis, como objeto de estudio.
Freud, en cambio, dejó a los psicoanalistas jóvenes y a los psiquiatras la tarea de ocuparse de los esquizofrénicos. Respecto a los que, si se curan, se dirá que "el psicoanalista se ha equivocado de diagnóstico". Así pues, las psicosis ocupan ahora el papel de la histeria.
Leyendo a Kraepelin uno se da cuenta de que, cuando pretende aislar el "núcleo delirante", el psiquiatra de hecho está intentando deshacerse de una palabra que le molesta. Lo mismo ocurre con el psicoanalista. Al situar en primer plano "hablar solo" del paciente, el psicoanalista corre el riesgo de volverse sordo a lo que pretende hacerse oír y reconocer en una palabra singular, entonces el "lenguaje normal" se convierte en una pared. Es cierto que la palabra, si no existe un espacio para recibirla, puede ser percibida por el sujeto como una intrusión persecutoria.
Lo que interesa al psicoanálisis no es lo que ocurre "en" la cabeza del paciente sino lo que sucede "entre" él y el paciente. La creación de un espacio (por medio de la fantasía) es lo que autoriza el paso de la palabra de un lugar a otro.
En ese sentido veremos qué forma la noción freudiana de un "espacio para la fantasía" que fue utilizada por Winnicott. Al introducir, por este genial autor la noción de juego y creatividad como fuentes de crecimiento, maduración y vínculo, permitió que se creara, por parte del psicoanalista, un contra-juego con el psicótico (arrastrándole de la momificación a la risa y la comedia), en una situación en que, puesto que el sujeto ya no encarna la verdad, la palabra de éste está liberada. Lo que el esquizofrénico pide no es que le comprendamos, sino que le aceptemos en la diferencia que reivindica.
Maud Mannoni: La Teoría como Ficción. Grupo editorial Grijalbo. 1979. París.
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