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Paz y Ciencia

martes, 22 de marzo de 2022

ARTAUD Y VAN GOGH🌻



En el teatro que nosotros queremos hacer, el azar será nuestro dios. No tememos el fracaso, la catástrofe. Si careciéramos de fe en un milagro posible no nos comprometeríamos en esta vía llena de riesgos. Pero un solo milagro es capaz de recompensar nuestros esfuerzos y nuestra paciencia«. Antonio Artaud

Artaud pasa la mayor parte de los años de su vida entrando y saliendo de diferentes centros de salud mental, enfrentándose a la terrible dictadura psiquiátrica que lo retiene y lo atormenta con descargas de electroshock; que dosifica, por ley, su ineludible dependencia por los estupefacientes a causa de la permanente angustia de su dolor. «Por vuestra inicua ley ponéis en personas irresponsables, cretinos de medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales, el derecho a disponer de mi angustia que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno. (…) Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser: Yo soy el único juez de lo que está en mí«. Porque nadie es capaz de entender como tú la dimensión de la angustia que se concentra en tu cuerpo. Artaud es el dolor que experimenta; la descripción de los estados físicos que padece es la narración que lo constituye como sujeto.

La identidad con la que elabora, además, una obra literario-artística que no es más que su propio espíritu, indisolubles e igual de condenados. «Donde otros proponen obras yo no pretendo más que mostrar mi espíritu«. Y así se conciben El pesa-nerviosEl ombligo del limbo. En permanente intersección con su dolor, con su presencia en la sociedad irreal que lo circunda, en los hospitales psiquiátricos, con esta búsqueda de expresar lo que ocurre dentro de sí y que pueda acercarlo de una vez por todas a la vida. A través del cine, de la aventura surrealista, con cuyo grupo entabla relación a raíz de sus esporádicos encuentros con Dadá. Las premisas del surrealismo se abren como una deslumbrante puerta a las necesidades de Artaud de la misma manera que Artaud aparece en el corazón del surrealismo como una llama incendiaria que lo revolucionará.

En la Central surrealista conoce a Breton, Soupault, Desnos… y pese a la eterna disputa que se abre desde un inicio entre él y ellos, las reticencias de unos con los otros, Artaud es nombrado director de la Oficina de Investigaciones Surrealistas. Su lucha incondicional por destruir los patrones que el lenguaje y el comportamiento social han establecido como norma de la realidad, su manera de abocar la existencia de sí mismo a la única e incuestionable causa de la imaginación y la experiencia interior, lo convierten a ojos del cenáculo surrealista en la persona indicada para ostentar ese cargo. «Entre el mundo y nosotros la ruptura está claramente establecida. Nosotros no hablamos de hacernos comprender sino en el interior de nosotros mismos. Con rejas de angustia, con el filo de una obstinación encarnizada, conmocionamos, desequilibramos el pensamiento. La Oficina Central de las Investigaciones Surrealistas dedica todas sus fuerzas a la reclasificación de la vida….          Pero las desavenencias entre él y el grupo se acentúan enseguida. Antonin Artaud es, como otros, demasiado surrealista para atenerse a las doctrinas asfixiantes que pretende imponer Breton, para aceptar sin cuestionamientos el posicionamiento político que exige el Papa del surrealismo. La ruptura es inevitable, el fragor de la disputa entre unos y otros está a la altura que corresponde a unas personalidades que hacen de la visceralidad y la vehemencia una razón de ser. Como inevitable será también que, con el tiempo, se produzcan apasionadas reconciliaciones entre camaradas de espíritu que han sido exiliados del mundo por las mismas razones, y que conformaron una exquisita minoría en vías de extinción.

Tras su expulsión, Artaud persiste en otros ámbitos en la búsqueda de ese lenguaje que lo nombre, y se sumerge en la experimentación de un tipo nuevo de teatro. Funda junto a Roger Vitrac y Roberto Aron el Teatro Alfred Jarry, donde desarrolla precisamente aquello que él piensa que traicionó el surrealismo: un arma verdaderamente revolucionaria con la que mostrar la realidad en carne viva, denunciando así la carencia de sentido de otras manifestaciones artísticas dependientes de un texto escrito.






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