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Paz y Ciencia

domingo, 25 de abril de 2021

Daniel Ripesi. Hermano winnicottiano

 


Daniel Ripesi

(www.espaciopotencial.com.ar)


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta. Zaragoza -Gran Vía- Y Online rcordobasanz@gmail.com IG:@psicoletrazaragoza                                Página Web: Conóceme!

Un silencio oportuno



Se ha escrito extensamente, pero casi siempre en términos negativos -en el sentido moral y epistemológico del término- respecto de los movimientos que un paciente despierta en el analista[1]. No necesito discutirlos, pero pueden inducir el error de pensar que "las cosas sólo marchan bien" cuando no se registra movimiento alguno en él; o bien, en el otro extremo, pensar que dicho movimiento puede ser reciclado como instrumento válido -y muchas veces excluyente- para considerar los del paciente en transferencia. Estaríamos así inmersos -para valorar la utilidad o el perjuicio de la contratransferencia- en una paradoja equivalente a la que Freud planteaba respecto de la angustia: un "poquito", la utilidad de una señal; "mucho" (desarrollo), el desborde propio de la neurosis...Angustia y deseo del analista, ningún paciente escapa a esta economía, no soportarían su ausencia... Pontalis habla, por parte del analista en el ejercicio del psicoanálisis, de una "desposesión de si mismo"[2], acordemos. Pero, fuera de toda sentencia idealizante, cada vez que intentamos con deliberación desprendernos de nosotros mismos para la dirección de la cura, debemos estar preparados para asumir su resultado: ser, involuntariamente, nosotros mismos... Somos, sin duda, un singular sin posesión.[3] Todos recordamos la expresión: "Comunicación de inconsciente a inconsciente"; pero bien sabemos que no todo decir de un paciente es "asociación libre", ni que todo silencio del analista es "atención libremente flotante"; una cosa y otra sólo toma por sorpresa a los participantes, y sólo -en muy contadas ocasiones- suceden a un mismo tiempo.
Para que el juego analítico funcione, no ya sobre la base de "libre asociaciones" -que se ofrecen como reaseguro de estar en análisis"-, ni de "interpretaciones", -también ofrecidas como reaseguro de "estar analizando"- (apostando, podríamos decir, a una suerte de alianza terapéutica sostenida en la ilusión de poder acudir -sin demoras ni rodeos- a una cita suficientemente establecida por la regla fundamental claramente anticipada); en fin, para que haya "juego analítico"[4], uno y otro deberán compartir un movimiento que los llevará al final de una experiencia que ninguno sospecha: ¿qué efectos quedan de esa experiencia en el analista?; o, expresado según una reflexión de Jorge Rodríguez "Qué nombre tiene respecto del analista ese movimiento que leído en el paciente pensamos como desarrollo de una cura?". Y, para que no queden dudas, aquí movimiento implica transformación.

Winnicott propone como apertura de Realidad y juego [5] un agradecimiento: "A mis pacientes que pagaron por enseñarme" ; cuando nos internamos en su obra descubrimos de qué modo pagó él mismo por dicho aprendizaje: cuando ofrece sus interpretaciones -como Winnicott lo explicita claramente- para evidenciar más los límites de su comprensión que los alcances de su "saber", y también al interpretar para restringir -según el caso- una propia posición de mágica omnipotencia en las expectativas de ciertos pacientes. Lo vemos "pagar", asimismo, cuando -por imposición de la transferencia- admite frente a su paciente "estar loco"[6]. En fin, cuando se establece un peculiar diálogo entre quien dice sin saber, a otro que ya sabe aunque sin advertirlo. Desposesiones impredecibles, desprendimientos necesarios para el progreso de una cura que no es posible sin una transformación mutua.Todo analista paga con la pérdida no calculada de su omnipotencia: ahí ve, un tanto sorprendido, peregrinar de su boca interpretaciones que su paciente no "recibe" tanto como encuentra como producto de su propia creación. Frágil economía de una experiencia siempre en riesgo de que alguno de los participantes pretenda hacerse soberano de las palabras que circulan.
Pretendiendo usar las palabras según nuestras sanas ambiciones descubrimos que ellas no se quedan quietas, hacen de las suyas y nos arrastran en su movimiento.
Por un lado remontan vuelo en la transferencia, y esperamos que, por su propia fuerza de atracción el paciente las recupere; pero, por otro lado, con las intervenciones del analista sucede lo mismo: "nos vuelven". Cuando la palabra retorna, ni uno ni otro salen de la experiencia como creían ser. Cada vez que un paciente invoca "mis palabras", yo las encuentro irreconocibles; cuando soy yo quien "devuelve" las que ellos acaban de pronunciar, se sienten sorprendidos y desconfiados: ambos estamos en lo cierto, son ellas las que se deben distribuir como mejor les parezca, pero este juego -que no es más que el juego que anima la transferencia- nos desconcierta al punto de pretender lo imposible: establecer un orden que intente poner las cosas en su lugar, "estas son las suyas", "aquellas son las mías".
Las palabras vuelven, tarde o temprano, pero -debemos admitirlo- no somos sino nosotros mismos, en la mayoría de los casos, los hijos pródigos o descarriados de lo que hemos dicho, lo que estuvimos por decir, y -sobre todo- de lo que nunca dijimos.
Anhelamos la palabra exacta, aquella que pudiera ir prendada de lo más íntimo de lo que se está nombrando, y ninguna detiene el movimiento de atracción y rechazo que alimenta ese intento: "Qué hay del árbol en la palabra árbol?", formulemos esta pregunta contra todo intento de resolución erudita; enunciémosla -en los tiempos que corren casi como una protesta, casi por respeto al árbol frente al cual también la formularíamos-; en la palabra árbol hay, por de pronto, un lugar para que habite mi árbol; sin duda mi árbol no colma la palabra, retengo algo de mi árbol, es mi secreto y un margen de silencio que le impongo a la palabra árbol. Fuera de mi silencio la palabra árbol nombra todos los árboles posibles -de un modo unánime y armónico-, es decir, hasta que yo la pronuncio: en ese momento ahueco la palabra árbol con un silencio que la hace soñar mi árbol aunque su vigilia sea la de todos los árboles. Sin embargo, si la palabra "árbol" impone su claridad de vigilia, o yo violento a la palabra con la economía de mis sueños, hablar sería una pesadilla. La palabra exacta, parafraseando a Pontalis[7], sería aquella que al pronunciarla nos da la ilusión de que lo que alucinamos es. [8]Cuando al hablar nos exigimos demasiada objetividad, entramos en violencia con el mundo y con nosotros mismos, porque nuestra objetividad termina siendo una exigencia de muerte para la ilusión de los demás.
Habría dos formas máximas de locura en el intento de asumir la palabra: por la primera se intentaría invocar aquella que al dar con el nombre revela íntegramente a la cosa, y la otra, llegar a pronunciar aquella que al designar puede abolir la cosa. Sin embargo tales palabras están reservadas al dominio misterioso de lo divino, sólo Dios habla de ese modo: es únicamente su palabra la que crea o aniquila.
Las palabras viven, también, su propia e inaprehensible experiencia: desentendidas del interés humano de tener que nombrar las cosas, se entregan a un diálogo con las propias cosas que se intentan nombrar (diálogo que se despliega a cierta distancia de nosotros mismos). En tal caso deberíamos soportar -sin volvernos demasiado locos o demasiado cuerdos- que de ese diálogo, que las palabras emprenden con las cosas, nos llegue apenas un eco difuso. Hablar, entonces, no sería un esfuerzo de dominio parlante facilitado por el uso de las palabras más adecuadas, sino, por el contrario, hablar sería hacer un silencio oportuno que nos permita escuchar las resonancias remotas de aquel diálogo -animoso o melancólico- de las palabras con el mundo. Las palabras sólo serían si se pudo establecer ese territorio donde ellas puedan estar a cierta distancia.
Que la palabra se haga carne...
(¿o que la carne pueda encontrar sus nombres?)


Según ciertas apreciaciones, lo primero que un bebé chupa de la teta son, justamente, palabras... Que así sea, pero si no se las chupara de una teta sólo nos crecería "el intelecto": lo que también se chupa es carne. Pontalis, evocando al Merleau-Ponty de "Lo visible y lo invisible" rescata la idea según la cual hay un proceso en el que "... el pensamiento de la madre se hace carne"[9]. Hay una idea borgiana que expone que una historia es la diversa entonación de unas pocas metáforas: la carne de esas pocas metáforas se entona en ese silencio-espacio que una madre provee en los cuidados del infans en la etapa de dependencia absoluta, el punto en que ese sostén empieza a figurar su ausencia. ("Al emplear en este contexto el término sostén -aclara Winnicott- no lo hago sólo para referirme al hecho físico de sostener una criatura..., me refiero a una relación tridimensional o espacial a la que gradualmente se le va sumando el factor tiempo"[10]).En uno de sus escritos, Pontalis, habla del siguiente pasaje: "De la madre conmigo a lo maternal en mi"[11]. Este movimiento supone, según sus términos, la pérdida del objeto primordial, pérdida que implica una conservación: "lo maternal en mi": interiorización de los cuidados maternos -y en ellos de ese silencio-espacio en que luego se apoyarán las palabras- interiorización que Pontalis nombra "Metáfora materna"[12] (metáfora, agrega en otro contexto, de la madre ausente. No sustitución de su presencia, por parte del infans, en un intento -por eventual defecto de la construcción de la metáfora antedicha- de instalar una presencia materna, cristalizada, en su interior. En este último caso, a diferencia de lo que sucede con la metáfora materna, se intenta la negación de un vacío en lo psíquico: La madre ha tenido una presencia tan intrusiva que sólo una contracatexis fuertemente sostenida por parte del infans[13] puede "ponerla a distancia", pero esa distancia es un vacío -y no una ausencia- que no encuentra sus metáforas, sino que busca su rellenado compulsivo).
Como analistas exigimos -casi como condición de posibilidad de un tratamiento- cierta "libra de carne" en el discurso de nuestros pacientes, de lo contrario padecemos esa carencia en un palabrerío que parece acusar una locura de ingravidez, sobrevuela todo sin depositarse en nada, la "libre asociación" se torna efectivamente libre asociación: es decir, el paciente "está hecho" de palabras que no descansan, sólo poseen valor en tanto pronunciables, y -en cuanto tales- para la pérdida continua. (A condición de dejar en claro que el propio paciente no posee en la experiencia de su decir ninguna sensibilidad de pérdida o de desposesión en las palabras, en todo caso, se posee la impresión de un poder de reposición inmediata y continua de palabras). Lo cierto es que en tal discurso se halla ausente toda economía que oriente a la escucha analítica, imponiéndose la tentación de aportar desde afuera[14] los senderos que el paciente no se atreve a transitar, los recodos que se toman para evitar encuentros no deseados, los abismos rechazados, en fin, denunciar para nuestros pacientes, la dimensión de "engaño" a la que están sometidos -y pretenden someternos-, estrategia que se ajusta tan bien a la desconfianza profesional que fomenta nuestra formación analítica habitual. Queremos ser los padres severos (a menudo impotentes) de nuestros "pacientes de mamá", y terminamos poniendo palabras en ese vacío interior: madres que pelean un espacio a otra madre que se interiorizó como un agujero.
Por otra parte, y en el otro extremo, solemos enfrentarnos en el discurso de nuestros pacientes con un "exceso carne", esa suerte de palabra catarsis tan poco alentadora también a la escucha analítica, una palabra "carne de mi carne" que se oye generalmente en una primer entrevista -y que experimentamos como una descarga masiva y abrumadora, desposeída de los límites del pudor o del sentido de la intimidad-, primer entrevista que, generalmente, es la última entrevista.
En fin, las evidencias clínicas podrían multiplicarse para graficar ese dilema al que algunos pacientes nos enfrentan, y que esquematiza esta disyuntiva: Si atendemos a sus palabras perdemos en el acto el contexto que debería sostenerlas y ordenarlas, estas palabras terminan cerrándose sobre sí mismas -no le deben nada a su locutor-; a la inversa, si valoramos la "narración" perdemos el destino significante de sus palabras –aquí, el locutor no está nunca en deuda con su discurso-, en un caso nos frenamos frente a cierta imperiosidad pulsional que arrasa con su economía desamarrada, en el otro, nos envuelve la futilidad de no poder tener más trato que con los recubrimientos frívolos de un mundo inaprehensible.
En un caso, escuchamos una diversificación ininterrumpida de palabras que caen en el vacío. La evidencia es la multiplicación de sentidos probables, al estar diluido todo afecto que pudiera acentuarlas, atenuarlas, silenciarlas, etc.: tejen una red en donde se autosostienen; o bien, en las antípodas de esta alternativa, recuerdo un paciente que se disculpaba -con frecuencia sospechosa- de su insuficiente capacidad para expresarse adecuadamente, y era cierto, pero no debido a cierta capacidad de abstracción deficitaria en él. Cuando sus palabras se desprendían, cada una de ellas se transformaba en el indicio seguro para el despliegue de la siguiente, sus palabras se perseguían (en el desarrollo arraigado de un delirio celotípico, su mujer lo engañaba pero sus palabras jamás). Bien, en este hombre -y era allí donde su queja se instalaba- había de pronto una detención de sus palabras, una fluidez que se quebraba, y ello era cuando debía describir sus frecuentes dolores y padecimientos corporales: su discurso se detenía no por escasez de palabras, sino por la definida precisión de las mismas, no necesitaba ser florido, tenía siempre la palabra exacta, o bien, la palabra exacta lo tenía atado a la carne[15].
La verdad -comenta Masud Khan[16] - (toda una posición ética para la dirección de una cura), solo tiene sentido para un ser humano si toma la forma de una paradoja. Sin embargo, habitualmente nos condenamos a resolverlas multiplicando esos espejismos de seguras perspectivas objetivas . Nos ponemos en el borde de una locura muchas veces consistente -y a menudo convincente- de ser los "dueños" de la palabra. Ya sea por la autoridad que confiere una distancia presuntamente adecuada respecto de los hechos, o por presumir tener con ellos una intimidad casi mística, se cree tener la palabra inapelable, y este carácter dogmático de la palabra da tanto la seguridad de la palabra como la inutilidad de su dominio: no sirve para el diálogo. Se ha forjado, con estas palabras, "una soledad contra la presencia de alguien".En rigor, he tratado de recorrer -de un modo esquemático y breve- esa dificultad que se instala, especialmente en situación clínica, cuando un discurso carece de base onírica, o, en el caso puntual del analista, cuando no posee la capacidad de ubicar el propio discurso en el campo onírico del paciente. Si la asociación libre pierde la textura de un hablar tal como si se estuviera contando un sueño, o, por nuestra parte, no podemos "soñar" a nuestros pacientes, estaremos en graves dificultades. Finalmente: la palabra soñada es la que vale, las demás seguirán siendo nuestra pesadilla o nuestro insomnio.

 


[1] "Despierta", y no "provoca", lo que ya nos ubicaría en el registro de la acción-reacción.
[2] En Lo extranjero de la transferencia de su libro "La force D`atraction"
[3] Pontalis, en otro contexto, caracteriza de ese modo lo inconsciente: ‘’un singular sin ser personal’’, en Lo atractivo del sueño, "La Force D’Attraction", Galimard, París.
[4] Juego, entonces, que requiere cierto olvido de las reglas.
[5] Ed. Gedisa, Bs.As., 1972
[6] Y esto, sin pretender que el paciente sostenga -otorgándole un matiz de estrategia a sus intervenciones- la cordura del analista quien, presuntamente sabría lo que dice y porque lo dice. Consultar el caso clínico incluido en Elementos masculinos y femeninos separados que se encuentran en hombres y mujeres, en el libro "Realidad y juego", De. Gedisa, 1972
[7] Quien, en rigor, habla de "palabra justa", es decir no la que atrapa mejor la cosa, sino la que la respeta mejor.
[8] "La identidad de pensamiento que exige la lógica discursiva -comenta Pontalis- trata de consumar lo que perseguía en vano la lógica del deseo, la identidad de percepción". En Presencia, entre signos, ausencia, de su libro "Entre el sueño y el dolor", Sudamericana, Bs.As., 1978.
[9] Esta referencia, y la idea desplegada, puede leerse en De la mère, le maternel -1983-, en "Perdre de vue", Gallimard, 1988
[10] Ver La teoría de la relación paterno-filial, en el libro "El desarrollo emocional primitivo", Edit. Laia, Barcelona, 1979
[11] J-B Pontalis, De la mère, le maternel, en el libro "Perdre de vue", Gallimard, 1988
[12] Ver su artículo A partir de la contra-transferencia: lo muerto y lo vivo entrelazados y El psiquismo como doble metáfora del cuerpo , en "Entre el sueño y el dolor", Sudamericana, 1978.
[13] Hipótesis desarrollada extensamente por A.Green en la mayoría de sus trabajos, por ejemplo en lo que él llama psicosis blanca.
[14] En el sentido de que ninguna transferencia parece autorizarlo.
[15] Ver "De algo hay que morir" en este mismo libro.
[16] M.Masud Khan, "Sobre Winnicott", Ecos editores.

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