A pesar de sus numerosos y peligrosos efectos secundarios adversos, los únicos psicofármacos con cierta eficacia comprobada para tratar la esquizofrenia y otros trastornos mentales en los que se aprecian síntomas psicóticos son losneurolépticos, que hoy en día reciben la inapropiada denominación de "antipsicóticos". En realidad, estos fármacos antipsicóticos no "curan" la esquizofrenia, y a lo sumo disminuyen o atenúan aparentemente algunos de sus síntomas, que no suelen remitir totalmente y además reaparecen si se deja la medicación. Precisamente esto último suele ser habitual, ya que se observan tasas de abandono superiores al 80% en tratamientos crónicos con antipsicóticos, posiblemente debido a la elevada incidencia de efectos secundarios de distinto tipo: movimientos involuntarios anómalos (conocidos como síntomas extrapiramidales), sensación subjetiva de agitación o inquietud (acatisia), indiferencia emocional o falta de motivación e iniciativa (que a veces se interpretan como empeoramiento de los síntomas negativos de la esquizofrenia), somnolencia o insomnio, ganancia de peso y otras alteraciones endocrinas o hematológicas, trastornos sexuales, etcétera.
Además, por si esto fuera poco, sólo un tercio de aquellos que sufren esquizofrenia consiguen integrarse socialmente si mantienen el tratamiento continuado con antipsicóticos, otro tercio responde parcialmente a estos fármacos con reiterados ingresos en instituciones sanitarias, sin llegar a independizarse de sus familiares o cuidadores, y por último, el tercio restante no responde al tratamiento con antipsicóticos.
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Paradójicamente, según un conocido informe de salud mental realizado en 1992 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en más de diez países, y confirmado en estudios posteriores, la calidad de vida en cuanto a la duración o remisión de síntomas psicóticos y la adaptación social de aquellos diagnosticados de esquizofrenia es mucho mejor en los países subdesarrollados en comparación con los países ricos. Estos datos contrastan con el hecho de que el uso de antipsicóticos es mucho menor en los países subdesarrollados, y además se emplean en todo caso los más económicos, es decir los llamados antipsicóticos clásicos o de "primera generación", propiamente conocidos como neurolépticos por su elevada incidencia de efectos secundarios motores, algunos de ellos irreversibles y sin tratamiento conocido.
Desde la introducción en 1952 por Delay y Deniker del primer neuroléptico, la clorpromacina (Largactil), el tratamiento farmacológico de la esquizofrenia no avanzó demasiado hasta la reintroducción de la clozapina (Leponex) en los EE.UU. en 1989, que se había utilizado anteriormente en Europa en el año 1961 (retirada en 1975 a causa de varios fallecimientos por su toxicidad sanguínea). Sin embargo, se llegó a demostrar en varios ensayos clínicos internacionales su utilidad en ciertos casos de esquizofrenia "refractaria" o resistente a tratamiento con antipsicóticos convencionales. A pesar de su riesgo para causar la potencialmente letal agranulocitosis o granulocitopenia sanguínea, se apreció que la clozapina apenas causaba síntomas extrapiramidales como los antipsicóticos convencionales o neurolépticos. Además, un ensayo clínico de la Food and Drug Administration (FDA) norteamericana mostró su superioridad para reducir también los conocidos como síntomas negativos, cognitivos y emocionales de la esquizofrenia "resistente", en comparación con la clorpormacina. Los prometedores resultados de este ensayo favorecieron la decisión de aprobar la clozapina por la FDA en los EE.UU. y más tarde en Europa, con la condición obligatoria de realizar periódicamente análisis de sangre para prevenir la agranulocitosis, lo cual encarece enormemente el tratamiento.
De este modo, parecía así inaugurarse a comienzos de la pasada década una nueva era en el desarrollo de fármacos antipsicóticos de "segunda generación", durante la cual la mayoría de las poderosas multinacionales farmacéuticas se dedicaron a la síntesis de moléculas con acciones farmacológicas similares a la clozapina, pero desprovistas de sus efectos secundarios tan peligrosos. Estas investigaciones condujeron a la introducción sucesiva en el mercado por distintas compañías farmacéuticas de la risperidona, el sertindol (luego retirado en muchos países por casos de muerte por trastornos cardíacos), la olanzapina, la quetiapina y la ziprasidona, a pesar del gran desconocimiento del modo de acción de la clozapina a diferencia de los antipsicóticos de primera generación. Estas nuevas moléculas, con un elevado precio en comparación con los neurolépticos convencionales, pasaron a recibir la confusa denominación de antipsicóticos atípicos o de "segunda generación".
Para algunos, la "atipicidad" se refería a su diferente perfil de efectos adversos motores en comparación con los neurolépticos clásicos, para otros a su eficacia añadida para tratar otros síntomas de la psicosis aparte de las alucinaciones, las ideas delirantes (conocidos habitualmente como síntomas positivos), algunos los consideraban atípicos por su utilidad en ciertos tipos de esquizofrenia resistente, y otros expertos basaban el criterio en su acción farmacológica ligeramente diferente a la de la clorpromacina (bloquean no sólo diversos tipos de receptores de dopamina, sino también de la serotonina, entre otros muchos).
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En realidad, el criterio de "atipicidad" pasó a ser una especie de etiqueta comercial, hábilmente usada en las campañas de marketing, en la que se reunían en cierta medida y a conveniencia cada uno de los factores antes comentados. A pesar de su elevadísimo precio, que supera en un factor de 100 al coste de los antipsicóticos de "primera generación", sus ventas se han quintuplicado en los últimos diez años en los países industrializados. ¿Es justificable este coste para el sistema sanitario teniendo en cuenta sus ventajas terapéuticas en la vida real?
Pues bien, diversos estudios recientes encargados tanto por el gobierno británico (ensayos CATIE) como por el estadounidense (estudio CUtLASS 1) sobre eficacia de los antipsicóticos en la vida real, conocida como efectividad –eficacia para tratar la esquizofrenia en un entorno habitual, y no en el ámbito hospitalario de los ensayos clínicos controlados– incluyendo su relación coste-beneficio, han demostrado que los antipsicóticos de "segunda generación" no son superiores en estos parámetros a los neurolépticos convencionales o de "primera generación". Otro estudio más de la prestigiosa revista médica New England Journal of Medicine (355:15, octubre 2006) no sólo indica que los antipsicóticos atípicos son ligeramente mejores que un placebo en una escala de mejoría clínica en pacientes aquejados de Alzheimer (que suelen presentar agitación, psicosis y agresividad), sino que además los desaconsejan por su elevada incidencia de efectos secundarios adversos en estos pacientes. Por ser las conclusiones de estos recientes estudios tan inesperados por los propios investigadores, se han planteado diversas e interesantes cuestiones. En primer lugar, el problema en la práctica clínica de trasladar los resultados de los ensayos clínicos al mundo real, ya que dichos ensayos se realizan en condiciones controladas artificialmente: centros sanitarios donde se seleccionan cuidadosamente a los participantes en cuanto al padecimiento de otros trastornos mentales asociados que no sean la propia esquizofrenia, se establece una duración muy limitada de las diversas fases de los ensayos clínicos, excluyendo a sujetos que usan otros medicamentos, o lo que es más habitual en el caso de los antipsicóticos, se suele emplear un grupo experimental con sujetos que reciben dosis elevadas de antipsicóticos convencionales como el haloperidol con el fin de favorecer el perfil de efectos secundarios del nuevo antipsicótico en estudio, etc.
Por otro lado, cabe destacar también que con el tiempo los modernos antipsicóticos atípicos no han resultado ser en absoluto tan inocuos como se creía. A largo plazo (años) algunos de ellos pueden llegar a causar también síntomas extrapiramidales, otros incrementan el riesgo de padecer diabetes, algunos se han asociado con mayor riesgo de suicidio, muerte súbita por trastornos cardiovasculares, y por último, muchos de ellos causan el conocido como "síndrome metabólico", que consiste en obesidad, incrementos en triglicéridos y colesterol sanguíneo, hiperglucemia y resistencia a la insulina. Todos estos factores están asociados con un elevado grado de morbilidad y mortalidad si tenemos en cuenta que el tratamiento farmacológico de la esquizofrenia se prolonga durante años.
Otra cuestión de fondo más preocupante es la falta de un modelo biológico claro y comprobado que explique la fisiopatología de trastornos mentales como la esquizofrenia (o también los trastornos del estado anímico), ya que la terapia farmacológica actual de la psicosis se fundamenta en hipótesis neuroquímicas simplistas y obsoletas como las alteraciones en la dopamina cerebral, que se supone "corrigen" los antipsicóticos al igual que se postulaba hace más de 50 años.
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Así, los antipsicóticos de "tercera generación", como el recientemente introducido aripiprazol en España, parece tener un mecanismo de acción basado también en la modulación de los niveles de dopamina en el cerebro, es decir, que no supone una aproximación farmacológica diferente a la ya conocida hace más de medio siglo, a pesar de haber mostrado por el momento un mejor perfil de efectos secundarios que los demás antipsicóticos disponibles.
En definitiva, a pesar de que estos recientes estudios induzcan a no desechar el uso de los antipsicóticos clásicos frente a los atípicos por su relación coste-beneficio en el tratamiento de la esquizofrenia, pone en evidencia nuestro desconocimiento sobre este trastorno y exige un replanteamiento radical y urgente de la terapia de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos.
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