Devenir Enamorado [1]
Por Liliana Palazzini
Psicóloga egresada de la Universidad Nacional de Rosario. Psicoanalista,
Ex Miembro Activo de la Sociedad Psicoanalítica del Sur (Bs. As.)
Publicaciones:
- Movilidad, encierros, errancias: avatares del devenir adolescente; en: Adolescencias: trayectorias turbulentas. M. C. Rother Hornstein (Compiladora). Paidós, Buenos Aires, 2006
- “Una foto color sepia…”: organización y desorganización en la tramitación adolescente.; en: Adolescencias: trayectorias turbulentas. M. C. Rother Hornstein (Compiladora). Paidós, Buenos Aires, 2006
lilianapalazzini@cablenet.com.ar
En términos pulsionales poder amar, nos dice Piera Aulagnier (1979), -refiriéndose al amor logrado/maduro-, exige una catectización privilegiada del Yo del otro, este sentido de “exigencia” marca un trabajo que no se pude dar por sentado desde los principios de la genitalidad sino que el amor en sí necesita un recorrido para plasmarse desde la ilusión de fusión como marca inicial de la vida, hasta la adquisición del sentido de alteridad, tan difícil como esquivo. Es necesario subrayar que este pasaje es harto problemático y, a veces, imposible. Amar exige el reconocimiento de otro diferente, nunca del todo accesible ni cognoscible por lo cual la felicidad es sólo un estado de moratoria fugaz, de olvido relativo y breve de la diferencia, de la que el inconsciente no sabe nada de nada. En la madurez, el sentido de alteridad y de extrañeza radical del otro, de ajenidad del otro, es más tolerado aunque nunca se alcanza definitivamente –es la roca viva como diría Joice Mc. Dougall-, y cuando se alcanza es un sentido que se instala y se desinstala permanentemente, durante toda la vida. Es que la noción de un “otro” como objeto separado de uno mismo nace de la frustración y… la abolición de las diferencias es la condición misma de la felicidad (Joyce Mc Dougall, 1998).
Si nos remontamos a los inicios de la vida humana sabemos que la dependencia es absoluta, se establece una fusión primordial con el objeto materno que deja la marca de un estado de completud que no puede ser olvidado en la medida que no alcanza el estatuto de recuerdo. Compone un resto vivencial siempre actuante o siempre viviente que opera con carácter de brújula en el orden del deseo, esto es la tendencia a la búsqueda del encuentro con la vivencia primordial en la medida en que el placer experimentado instala la esperanza de hallarlo en el futuro. Por ello Freud decía que encontrar el objeto era en realidad, re-encontrarlo, no obstante sabemos que no hay mera repetición sino capacidad de creación de nuevas posibilidades en cada anudamiento amoroso.
Me he referido anteriormente a la pubertad como activador pulsional con el consecuente despertar del interés amoroso, también al carácter de extrañeza del Yo frente a la metamorfosis que anuncia la genitalización del cuerpo. En cambio, en la adolescencia se reconoce la pertenencia de la transformación acontecida y el enlace amoroso sigue su incesante vaivén entre ilusión y posibilidad, entre fantasía y realidad.
En la adolescencia el estado amoroso consolida la salida del primer amor parental de la infancia, de tal modo que produce una fisura en la ligadura histórica con los objetos primordiales de amor [2]. Es por eso que los padres muchas veces se deprimen, se angustian o rivalizan con los primeros “noviazgos” de los hijos; los padres entran en un duelo ante el desprendimiento puesto en evidencia. Más allá de lo deseable que sea este desprendimiento -en tanto aleja al adolescente de la posibilidad de asumir una posición discapacitante para la vida-, tanto padres como hijos son sensiblemente tocados, ya por la pena, ya por la culpa.
Digamos que el estado amoroso en la adolescencia es más bien el de enamoramiento que el del amor y, a fin de diferenciarlos, podemos decir que el amor es simetría en un enlace en el que cada uno de los miembros de la pareja… es reconocido por el otro como fuente de placer privilegiado y también como detentador de un poder de sufrimiento igualmente privilegiado (Piera Aulagnier, 1979). Paridad que no está exenta de ilusión ni de idealización, que son los componentes propios del ejercicio de toda seducción. Pero estos componentes no lo degradan a falsedad, sino que señalan el espacio fantasmático en que el amor se despliega. No obstante, el amor implica el establecimiento de un vínculo con otro-diferente-de-mí con el que se puede proyectar o compartir.
En el enamoramiento, en cambio, lidera el carácter narcisista del vínculo en donde el otro como tal queda diluido, cuando aparece con sus diferencias produce ruptura, fisura, rasgaduras, bastante insoportables. En la adolescencia, enamoramiento y dolor están más que nunca enlazados y es posible ver en la clínica la intensidad del sufrimiento en los estallidos y descompensaciones que provocan las rupturas.
El tránsito amoroso de este período guarda un doble enlace: con las primeras experiencias que constituyeron las envolturas libidinales del Yo, como lo señala Laplanche, es decir con el narcisismo y con la tramitación edípica enlazada a posteriori. Si la triangulación edípica, que instala la interdicción y la falta, no se alcanza lo suficiente, la búsqueda de fusión con el otro será un anhelo privilegiado. La fusión no reconoce diferencia y es del orden de lo pasional, aquello que se rompe sólo con mucho ruido como peleas violentas, golpes o muerte. El tránsito por el Edipo en cambio, deja como saldo la noción de incompletud, lo inacabado, la falta, la aceptación de lo imposible y desde allí un hueco destinado a otro, otro que suplante el objeto incestuoso, otro habilitado que alivie el anhelo amoroso. La fantasmática emergente, diferente a la de fusión, es la de complementariedad, que implica ilusión de completud -esto nunca se pierde como anhelo- y que será la encargada de tejer la trama novelada del amor: lo que a mi me falta, el otro me lo da y entonces no me falta nada… así se cierra un circuito por el que ingresa narcisismo al Yo. Pero, como dijimos, esto es una ilusión y -por lo tanto- el puntapié inicial de malos entendidos, espejismos y frustraciones.
En los inicios entonces, el amor es enamoramiento y el enamoramiento es un modo de enamorarse del estado “estar enamorado” más que de otro, esta es la clave del romanticismo que sostiene el sufrimiento ligado al estado amoroso (Denis de Rougemont, 1978). Sufrimiento hecho de desencuentros continuos, de obstáculos siempre renovados, de todo aquello que las novelas de la media tarde se han encargado de ejemplificar con maestría.
Otro aspecto que requiere atención en la actualidad son las particularidades culturales que han impregnado los modos de relación y por tanto los modos del encuentro amoroso, me refiero a pautas constituidas por excesos de distinta índole, por ejemplo: el consumo alcohólico (la noche comienza con “la previa”), la presencia (al alcance de la mano) de las distintas drogas, impensable años atrás, el insólito consumo de “Viagra”, la fugacidad de los contactos como el “touch and go”, lo impersonal del erotismo como “la transa” y también –aunque más temprano en edad- la necesidad de librarse de la virginidad cual verdadera urgencia que exige un partenaire como instrumento de ejecución. [3]
Necesitamos ahondar en los interrogantes que abren estas nuevas modalidades, preguntarnos si acaso no son múltiples ropajes con los que se afronta la angustia, el miedo, las inhibiciones, las represiones; también formas de desmentida que anulan la noción de riesgo. La sensación que activa el riesgo cuando no hay soportes adultos, cuando el estado o la ley dejan de ser garantes sociales del derecho a ser joven es la de catástrofe para el psiquismo.
La sexualidad humana siempre ha sido esencialmente traumática pero la orientación del deseo en un mundo lleno de inseguridades es la tarea más complicada que enfrenta la juventud. En este atravesamiento se reactiva uno de los temores capitales del ser humano: el temor a no ser amado, que se desplaza desde el escenario histórico y singular al espacio social y cultural. El enlace con el otro pierde su noción de pasaje para ser una caída sin red ante lo cual los actos que se esgrimen tienen un alto carácter anestésico.
Vale subrayar que lo que conmueve en los inicios de la genitalidad no es tanto el enigma de la diferencia sexual anatómica como planteaba Freud –sobre eso hoy se sabe casi todo-, lo que conmueve es lo enigmático acerca de la perdurabilidad del amor y por lo tanto de los vínculos. Lo que conmueve es la noción de un futuro incierto y en tanto tal, angustiante. Eso, que produce un exceso, de orden casi traumático, se tramita también vía exceso. La tensión se lleva especialmente al campo de la sexualidad porque es aquello que implica la rueda del tiempo y en la sucesión de generaciones la sexualidad alude a la muerte y al recambio generacional. Se desata el despropósito y el desparpajo como denuncia del desorden establecido en las condiciones de la cultura posmoderna. Estamos, como dice Isabel Lucioni (2000), ante una especie de orgía de desconocimiento del otro, de ruptura de los acuerdos básicos que sostienen la diferencia generacional y el grito desgarrado de la juventud muchas veces está compuesto por transgresiones bizarras.
El Superyo de hoy da cuenta de la caída de los contratos sociales constitutivos del sujeto y lejos queda de la perspectiva freudiana de restricción y severidad propia de su tiempo. Esta instancia se anuda a la construcción de ideales y, sobre todo, al sostenimiento de una ética. Los ideales plasmados desde el entramado cultural son la matriz necesaria para la constitución subjetiva. Recordemos que… Al conjunto de regulaciones que restringe la libertad pulsional de los individuos, para sujetarlos a la configuración de un colectivo social, se lo llama derecho; y su parte fundamental, lógicamente anterior a todo código escrito, es la ética. (I. Lucioni, 2000).
Entonces podemos sostener que estas modalidades intersubjetivas hechas de actuaciones y excesos son, además, verdaderas construcciones sociales en respuesta a la general claudicación del Superyo cultural, (en esta etapa de capitalismo global y cibernético). Las modas, las usanzas, son conjuros frente al miedo porque crecer no siempre conlleva una promesa de bienestar, más bien se presenta como una amenaza de pérdida de los reaseguros que tanto ha costado construir.
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