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Paz y Ciencia

jueves, 10 de abril de 2008

La Niña de los Sueños XXII

Pues pasaban los días con el desconcierto de nuestra amiga la Princesa. Amable y valiente continuaba investigando entre sus libros furtivos, tocando el piano y mirando a través de la ventana. Un minúsculo problema surgió ante la preparación de su siguiente aparición en la atalaya del muro. No encontraba el antifaz, sospechaba que, distraida, se cayera en el claro del bosque, lugar enigmático donde conociera a su pequeño amigo del mercado. Allí le dejó ver sus ojos claros, quizá en un descuido se deslizó entre sus dedos dejándose mecer por el viento la terrible gravedad. Pues bien, planeó su próxima salida nocturna, esta vez al rescate de lo que suministraba magia a sus sueños y a los de los aldeanos, ávidos de esperanzas y justicia. Salió con sus botas de montar y un abrigo de pieles que alguna vez hubo de llevar en encuentros con otros señores y señoras de la Corte. Debajo su camisón lila y en sus pies las botas de montar, una estampa entrañable que dificultaba, no obstante, su descenso entre las enredaderas del muro de Palacio. Llovía tenuemente, hacía suficiente frío como para que la piel recubierta no fuera suficiente y para que sus piernas blancas, labradas por el ejercicio constante, elevara los poros encogíendose de frío. Y al claro llegó, con el sonido de los lobos aullando, algunos perros asustados ladraban y algún buho delataba su presencia el en bosque. No se podía ver demasiado bien, así que intentó palpar el claro con las manos, sólo rocío, nada de aquello que tan insignificante podía proporcionar la maravilla del anonimato, de la protección y de facilitar ese interjuego de ilusiones entrelazadas, desde una atalaya de altura y protección. Y regresó algo disgustada aunque imaginaba que aquel muchacho podía poseer ahora algo que en definitiva no tenía sentido, él sabía quien era ella. Rogaba que se lo devolviera a tiempo, si no fuera así puede que pudiera confeccionar algo similar con la mantilla que guardaba con profundo amor en el arcón de las cosas más bellas. Regresó, tiritando y rogando que el muchacho pudiera, desde su Mundo Aparte, traer consigo aquel objeto que representaba mucho más de lo que podía haber imaginado, el instrumento de sus sueños. Tras una fatigosa escalada, se secó y durmió placidamente.

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