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Paz y Ciencia

jueves, 12 de agosto de 2021

Nietzsche en estado puro

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta. Psicólogo Clínico. Adolescentes, Adultos, Parejas, experiencia. Website: www.rcordobasanz.es.              Instagram: @psicoletrazaragoza            Twitter:@psicoletra


Está el nihilismo ruso, ejemplificado por Turgueniev en un relato mediante un soldado que dice ¿para qué?, arroja la bayoneta, se tira en el suelo y dice: que le den a la Madre Rusia, al Zar, y a mí mismo, no hay nada que hacer. Es un nihilismo deprimido y deprimente: la conciencia de la ausencia de Dios, la sospecha de que Dios es un error que ha cazado nuestra conciencia (y por lo tanto ya no nos podemos dejar engañar por sus seducciones) abate al individuo. Pero también está el nihilismo activo, el que trae Nietzsche con prosa indomable y martillazos: es el que dice, no hay Dios, eso está claro, pero ¿quién ha dicho que nos hace falta para algo? ¿quién ha dicho que no es más que suficiente todo este manantial lleno de vida? Y lo que se propone es dejar de preguntarse por el ser, para proclamar el vivir. No se deprime porque no haya nada al otro lado del tiempo -es más, es capaz de inventarse la bonita fábula del eterno retorno-, sino  que muy al contrario encuentra que esa nada es un impulso adorable para la celebración del vivir, hasta el punto de que le da la vuelta a todos los molestos conceptos que fueron encapsulándolo -reglas morales, costumbres, blablablás- y transforma el cuento en canto. Es un poeta, y sabe bien que fue un poeta (Lucano, Farsalia) el que escribió: No necesito a los dioses, pero los dioses me necesitan a mí.

Nietzsche es tan grande que le pasa lo que sólo le pasa a los grandes: puede tener de discípulos a escritores que no sólo no tienen nada que ver unos con otros, sino que se dirían antónimos. A Cervantes le pasa: Julián Ríos, y su chorro de juegos de palabras, puede reclamar su ascendencia tanto como Andrés Trapiello. Se diría que su fuerza y su pensamiento eran tan totales que bajo sus alas cabe lo mismo el nazi que entiende que el vaticinio del superhombre le está exigiendo que se arme hasta los dientes y empiece a estudiar genética, como el epicúreo que, saltándose los párrafos más feos y los más violentos, encuentra en sus martillazos un sensacional canto del mundo, una celebración constante. De él, en fin, podría decirse lo que se dijo de Platón: que toda la filosofía posterior no era más que una serie de notas a pie de página de su obra.

Tras muchos años buscando su manera particular de enfrentarse a la realidad como filósofo, como poeta, Nietzsche encontró su género: el aforismo. Escribía en mármol, aunque harían falta muchas canteras para contener todo su pensamiento, sus felices hallazgos, sus colosales imprudencias, sus decisivas impresiones. La editorial Renacimiento acaba de recuperar, con un excelente y limpísimo prólogo de Manuel Neila, la vieja edición de Luis Pietrafesa de los Aforismos de Nietzsche. Es un libro inagotable. Pietrafesa dice en su nota preliminar, en la que subraya el anticristianismo de Nietzsche, que no hubo hombre más parecido a Cristo que el propio Nietzsche. Cristo, nos dice, prometía un cielo tras la estancia en la tierra, Nietzsche aspiraba que la vida en la tierra fuera puro cielo: "Sintiéndose dios quiso que el hombre, transformándose en superhombre, fuese su propio dios, es decir, hacer de cada hombre un Jesús. Perseguía el ideal de un  mundo mejor, con una moral nueva para un hombre excelso".

 En el prólogo Neila resume bien el pensamiento trágico: consiste como primer movimiento en una afirmación -o aprobación- de lo real con conocimiento de causa, es decir, con conocimiento del carácter único, insignificante, azaroso y cruel de cuanto existe. El segundo rasgo es la crítica del doble -o de los ídolos-: "La intolerancia afectiva frente a la crueldad de lo real conduce de manera inevitable a la sustitución de la realidad por los productos derivados del pensamiento, el deseo, la ilusión o la naturaleza". De manera que una crítica trágica no se proponga la negación de lo real, sino más bien la reducción al absurdo -a ser posible a carcajadas- de cualquier sustituto irreal, cualquier simulacro que venga con una respuesta entre los dientes. No necesitamos respuestas porque el mundo es la sola respuesta que nos necesita. Nietzsche no expone una visión totalizadora ni ansía un saber absoluto, sino que se limita a amar y  conocer la condición trágica de la existencia.

 Apunta Neila que Nietzsche no tardó en darse cuenta de que la interpretación de la realidad no tenía más remedio que ser "cuestión de palabras", y ello le llevó a abrir el discurso filosófico a la nueva problemática del lenguaje.  Pero el lenguaje humano es esencialmente retórico, pues sólo pretende transmitir opinión (doxa) y no conocimiento (episteme). Pero a pesar de esos límites, ("¡Las palabras nos estorban en el camino!") Nietzsche no podía renunciar a sus servidumbres. Otros filósofos y escritores pensaron que podían exorcisar el lenguaje tradicional -la escritura sagrada- dislocándola. Nietzsche alcanzó otra salida: la escritura fragmentaria.

"El aforismo, la sentencia, de los que soy el primer maestro en lengua alemana, son formas de la eternidad", dirá en El crepúsculo de los ídolos. Su ambición quedó declarada en otra sentencia de ese libro: "Mi ambición: expresar en 10 frases lo que otros dicen en un libro -lo que los otros no llegan a decir en un libro".

 Acaba Neila su prólogo diciendo que si hubiera que presentar a Nietzsche de forma convincente habría que hacerlo así: "Un filósofo prendado de la vida, pero atrapado desde muy pronto en las redes del lenguaje, lo que le predispuso al rechazo del discurso tradicional, el lenguaje del todo, en favor del discurso fragmentado, el lenguaje de las partes". Lo que viene luego, la amplísima selección de aforismos de Nietzsche, es uno de los más evidentes monumentos de la poesía y del pensamiento.

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