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Paz y Ciencia
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lunes, 30 de agosto de 2021

La Naturaleza Humana

 


La naturaleza humana no es una cuestión
​de mente y de cuerpo, sino de psique y soma interrelacionados, donde la mente es como algo
que florece al borde del funcionamiento somático."
(D. W. Winnicott)




Escrito entre 1954 y 1971 y publicado luego de fallecimiento en ese año este libro constituye el resumen más categórico y final de la obra de Winnicott; estructurado a partir de pequeños capítulos, el autor va desglosando de manera magistral y con su método ligero y atractivo sus precisiones sobre el desarrollo fetal, el desarrollo del neonato, la relación estrecha entre cuerpo y mente (articulando sus conceptos de 'soma' y 'psique'), así como sus opiniones sobre las tesis freudianas sobre el desarrollo psicosexual, el objeto y fenómeno transicionales, culminando con sus consideraciones sobre la intervención del ambiente en el desarrollo infantil y devenir de la patología neurótica. 
Para quien desee comprender las tesis fundamentales del cuerpo psicoanalítico winnicottiano este texto es una valiosa herramienta, que por su claridad y brevedad se consolida como un referente que ningún estudioso del psicoanálisis podrá omitir. Al mismo tiempo, al haber sido escrito en los últimos años de la práctica profesional de Winnicott (práctica que continuó de manera ininterrumpida hasta el momento de su muerte) este libro es el más actualizado en lo que a las posiciones teóricas y prácticas del autor se refiere. 
Editado por Editorial Paidós en su colección de "Psicología Profunda", por vez primera en 1993, el texto ya va en su quinta reimpresión (2010), traducido magistralmente por Jorge Piatigorsky quien ya se ha encargado de otras traducciones importantes de textos psicoanalíticos, el libro es sin lugar a dudas una joya de la literatura psicoanalítica de la que no se debe prescindir en ninguna biblioteca personal.

sábado, 17 de julio de 2021

Nietzsche: Humano, demasiado humano

 

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Pensador. Zaragoza. Gran Vía Y Online. Teléfono: +34 653 379 269.          Instagram: @psicoletrazaragoza

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Niza
El prefacio de Humano demasiado humano escrito en 1886, revela que el padecimiento del hombre solo cambia de contexto y se sirve de los nuevos medios a su merced. La erupción de autodeterminación, de autovaloración, la voluntad de libre albedrío puede tornarse una salvaje tentativa por la que el hombre desasido se empeñe en demostrarse su dominio sobre las cosas. Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo…En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa.

Prefacio 1
Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir: todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones habituales y caros hábitos.

¿Cómo? ¿Todo es sólo… humano, demasiado humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?).

Pero lo que una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia. Quizá pudiera reprochárseme a este respecto no poco “arte“, no poca sutil acuñación falsa: por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga lista de tales -también-. Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez permitirme el lujo de mí veracidad?… Basta, aún vivo; y la vida no es después de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión…, pero de nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del bien y del mal-.

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Así pues, una vez en que hube menester, me inventé también los “espíritus libres!, a los que está dedicado este libro entre melancólico y osado con el titulo de Humano demasiado humano, semejantes “espíritus libres” no los hay, no lo habido, pero en aquella ocasión, como he dicho, tenía necesidad de su compañía para que me aliviaran de tantas calamidades (enfermedad, soledad, exilio, acedía, inactividad) como valerosos camaradas y fantasmas con los que uno charla y ríe cuando tiene ganas de charlar y de reír; y a quienes se manda al diablo cuando se ponen pesados; como una compensación por los amigos que me faltaban. No seré yo al menos quien dude de que un día pueda haber semejantes espíritus libres, que nuestra Europa tendrá entre sus hijos de mañana o de pasado mañana tales camaradas alegres e intrépidos, de carne y hueso y no sólo, como en mi caso, como espectros y juego de sombras de solitario. Ya los veo venir, lenta, lentamente, ¿y hago yo acaso algo para acelerar su venida si describo por anticipado bajo qué destinos los veo nacer, por qué caminos venir?

3
Cabe presumir que un espíritu en el que el tipo “espíritu libre” ha un día de madurar y llegar a sazón hasta la perfección haya tenido su episodio decisivo en un gran desasimiento y que antes no haya sido más que un espíritu atado y que parecía encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Qué es lo que ata más firmemente? ¿Cuáles son las cuerdas casi irrompibles? Entre hombres de una clase elevada y selecta los deberes serán ese respeto propio de la juventud, ese recato y delicadeza ante todo lo de antiguo venerado y digno, esa gratitud hacia el suelo en que crecieron, hacia la mano que les guió, hacia el santuario en que aprendieron a orar; sus momentos supremos serán lo que más firmemente les ate; lo que mas duramente les obligue. Para los hombres de tal suerte encadenados, el gran desasimiento se opera súbitamente, como un terremoto: el alma joven es de repente sacudida, desprendida, arrancada, ella misma no entiende lo que sucede. Un impulso y embate la domina y se apodera de ella imperiosamente; se despiertan una voluntad y un ansia de irse; a cualquier parte, a toda costa; flamea y azoga en todos sus sentidos una vehemente y peligrosa curiosidad por un mundo ignoto. -Antes morir que vivir aquí, así resuenan la voz y la seducción perentorias: ¡y este “aquí“, este -“en casa”- es todo lo que hasta entonces había amado! Un repentino horror y recelo hacia lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que para ella significaba “deber“, un afán turbulento arbitrario, impetuoso como un volcán, de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de enfriamiento, de desintoxicación, de congelación, un odio hacia el amor, quizá un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás, hacia donde hasta entonces oraba y amaba, quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer, y al mismo tiempo un alborozo por haberlo hecho, un ebrio y exultante estremecimiento interior que delata una victoria -¿una victoria?, ¿sobre qué?, ¿sobre quien?-, una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática, pero la primera victoria al fin y al cabo: de semejantes males y dolores consta la historia del gran desasimiento. Es la mismo tiempo una enfermedad que puede destruir al hombre, esta primera erupción de fuerza y voluntad de autodeterminación, de autovaloración, esta voluntad de libre albedrío: ¡y cuanta enfermedad se expresa en las salvajes tentativas y extravagancias con que el liberado, el desasido, trata en delante de demostrase a sí mismo su dominio sobre las cosas! Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo; destruye lo que atrae. Con malévola risa da vuelta a lo que encentra oculto, tapado por cualquier pudor: trata de ver el aspecto de las cosas cuando se las invierte. Es por arbitrio y gusto por el arbitrio por lo que acaso dispensa entonces su favores a lo hasta tal momento desacreditado, por lo que, curioso e indagador, merodea alrededor de los más prohibido. En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. “¿No es posible subvertir todos los valores?, ¿y es el bien acaso el mal?, ¿y Dios sólo una invención y sutileza del diablo? ¿Es todo acaso en definitiva falso? Y si somos engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?, ¿no nos es inevitable ser también engañadores?” Tales pensamientos le conducen y seducen cada vez más lejos, cada vez más extraviadamente. La soledad esa temible diosa y mater saeva cupidinum, le rodea y envuelve, cada vez más amenazadora, más asfixiante, más agobiante; pero ¿quién sabe hoy qué es la soledad?

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Desde esta aislamiento enfermizo, desde el desierto de tales años de tanteo, hay todavía un largo trecho hasta esa enorme y desbordante seguridad y salud que no puede renunciar a la enfermedad misma como medio y anzuelo del conocimiento; hasta esa libertad madura del espíritu que es igualmente autodominio y disciplina del corazón y permite el acceso a muchos y contrapuestos modos de pensar; hasta esa copiosidad y ese refinamiento internos de la sobreabundancia, que excluyen el peligro de que el espíritu, por así decir, se pierda y enamore por sus propios caminos y, embriagado, se quede sentado en cualquier rincón; hasta ese exceso de fuerzas plásticas, curativas, reproductoras y restauradoras, que es precisamente el signo de la gran salud, ese exceso que le da al espíritu el peligroso privilegio de poder vivir en la tentativa y ofrecerse a la aventura: ¡el privilegio de maestría del espíritu libre! Entretanto pueden pasar largos años de convalecencia, años llenos de multicolores mutaciones, a un tiempo dolorosas y encantadoras, dominado y llevados de la rienda por una tenaz voluntad de salud que a menudo osa ya vestirse y travestirse de salud. Hay en esto un estado intermedio, que un hombre de tal destino no recuerda luego sin emoción: le es propia una pálida y tenue luz y dicha solar, un sentimiento de libertad de pájaro, de petulancia de pájaro, algo tercero en que curiosidad y delicado desprecio se han combinado. Un -“espíritu libre“-: esta fría expresión es benéfica en este estado, casi calienta. Se vive ya no en las cadenas de amor y odio, sin sí, sin no, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, de preferencia esquiva, evasiva, elusivamente; presto a escapar, a remontar el vuelo; se está mal acostumbrado, como cualquiera que una vez ha visto por debajo de sí un inmensa cantidad de objetos, y se ha llegado a ser lo opuesto de los que se preocupan por cosas que no les conciernen. En realidad, en adelante al espíritu libre le conciernen exclusivamente cosas -¡y cuantas cosas!- que ya no le preocupan…

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Un paso más en la convalecencia, y el espíritu libre se aproxima de nuevo a la vida, lentamente por cierto, casi recalcitrantemente, casi con desconfianza. De nuevo hace más calor en torno a él, todo se vuelve por así decir, más amarillo; sentimiento y simpatía cobran profundidad, tibios vientos de todas clases soplan sobre él. Casi siente como si los ojos se le abriesen ahora por vez primera a lo próximo. Está maravillado y se sienta en silencio: ¿pero dónde ha estado? ¡Qué cambiadas le parecen estas cosas cercanas y contiguas! ¡Qué lozanía y encanto han adquirido entretanto! Mira atrás agradecido: agradecido por su peregrinaje, por su dureza y autoextrañamiento, por sus miradas a lo lejos y sus vuelos de pájaro por frías alturas. ¡Qué bien que no se ha quedado todo el tiempo “en casa”, siempre “consigo”, como un holgazán mimado y apático! Estaba fuera de sí: no cabe duda. Sólo ahora se ve a sí mismo, ¡y con qué sorpresas se encuentra! ¡Qué estremecimiento nunca experimentado! ¡Qué dicha en la fatiga, en la antigua enfermedad, en las recaídas del convaleciente! ¡Cómo le gusta sentarse doliente y en silencio, armarse de paciencia, tumbarse al sol! ¿Quién entiende como él de la dicha en invierno, de las máculas solares en el muro? Estos convaleciente y lagartos a medias vueltos a la vida son los animales más agradecidos del mundo, también los más modestos: entre ellos los hay que no dejan pasar un día sin prenderle un pequeño panegírico del dobladillo que le cuelga. Y hablando en serio: es una cura a fondo contra todo pesimismo (la gangrena de los viejos idealistas y héroes de mentira, como es sabido) enfermar a la manera de estos espíritus libres, permanecer enfermo un buen lapso de tiempo y luego recobrar la salud por un período cada vez más largo, quiero decir, volverse “más sano“. Hay sabiduría, sabiduría de la vida, en eso de recetarse a sí mismo por mucho tiempo la salud sólo en pequeñas dosis.

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Por esa época puede en fin suceder, entre los súbitos destellos de una salud todavía tempestuosa, todavía inestable, que comience a desvelársele al espíritu libre, cada vez más libre, el enigma de ese gran desasimiento que hasta entonces había estado a la espera, oscuro, problemático, casi intangible en su memoria. Si durante mucho tiempo apenas osó preguntarse: “¿por qué tan apartado, tan solo, repudiando todo lo que yo veneraba, repudiando la veneración misma?; ¿por qué esta dureza, este recelo, este odio a las virtudes propias?“, ahora sí se atreve y lo pregunta en voz alta y oye ya algo así como un respuesta. “Debías llegar a ser dueño de ti, dueño también de tus propias virtudes. Antes eran ellas dueñas de ti; pero no deben ser más que tus instrumentos junto a otros instrumentos. Debías adquirir poder sobre tu pro y tu contra y aprender a captar lo perspectivista de toda valoración; la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los horizontes y todo lo que pertenece a lo perspectivista; también la porción de estupidez con respecto a valores contrapuestos y toda la merma intelectual en que revierte todo pro y contra. Debías aprender a captar la necesaria injusticia de todo pro y contra, la injusticia como inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por lo perspectivista y su injusticia. Debías ante todo ver con tus propios ojos dónde es siempre más grande la injusticia, a saber: allí donde la vida está más mezquina, estrecha, pobre, rudimentariamente desarrollada y no puede sin embargo por menos de tomarse a sí misma como fin y medida de las cosas, y de desmenuzar y, por mor de su conservación, poner subrepticia, mezquina e incesantemente en cuestión lo superior, más grande, más rico; debías ver con tus propios ojos el problema de la jerarquía y cómo crecen juntos hacia lo alto poder, derecho y amplitud de la perspectiva. Debías…”; basta, el espíritu libre sabe de ahora en adelante a qué -debes- ha obedecido, y también lo que ahora puede, lo que ahora por vez primera le es permitido…

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De esta forma se da el espíritu libre respuesta respecto a ese enigma de desasimiento y con ello, generalizando su caso, termina por decidir así sobre su vivencia. “Lo que me ha sucedido -se dice- debe sucederle a todo aquel en el que quiere tomar cuerpo y “venir al mundo” una misión. El secreto poder y necesidad de esta misión operará entre y en sus destinos individuales igual que una gestación inconsciente: mucho antes de que se haya percatado él mismo de esta misión y sepa su nombre. Nuestra determinación dispone de nosotros aunque todavía no la conozcamos; es el futuro el que rige nuestro hoy. Puesto que es del problema de la jerarquía del que nosotros espíritus libres podemos decir que es nuestro problema, sólo ahora, en el mediodía de nuestra vida, comprendemos qué preparativos, rodeos, pruebas, tentativas, disfraces había menester el problema antes de que éste pudiera planteársenos, y cómo primero debíamos experimentar en cuerpo y alma los más múltiples y contradictorios apremios y venturas, como aventureros y circunnavegantes de ese mundo interno que se llama “hombre“, como medidores de lo “superior” y “superpuesto” que se llama igualmente “hombre“, lanzándonos en todas las direcciones, casi sin miedo, sin desdeñar nada, sin perderse nada, saboreándolo todo, depurándolo de lo contingente y, por así decir, cribándolo, hasta que finalmente pudiéramos decir nosotros espíritus libres:  “¡He aquí un problema nuevo¡” ¡He aquí una larga escalera en cuyos peldaños nosotros mismos nos hemos sentado y por ellos ascendido, que nosotros mismos hemos sido alguna vez!  ¡He aquí algo más elevado, algo más profundo, algo por debajo de nosotros, un orden de inmensas dimensiones, un jerarquía que vemos he aquí nuestro problema!”.

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Ningún psicólogo ni adivino dudará ni por un momento a qué lugar de la evolución que acabo de describir le corresponde (o en cuál está situado) el presente libro. ¿Pero dónde hay psicólogos? En Francia por supuesto; quizás en Rusia; desde luego, no en Alemania. No faltan razones para que los alemanes de la hora presente puedan tomar esto incluso como un honor: ¡tanto peor para quien en este punto sea por índole y designio antialemán! Este libro alemán, que ha sabido encontrar sus lectores en un vasto círculo de países y pueblos -hace unos diez años que está en circulación- y que debe de entender de alguna música o arte flautistico que incluso a los recalcitrantes oídos extranjeros induce a la escucha, este libro es precisamente en Alemania donde has sido leído más negligentemente, donde peor has sido oído. ¿A qué se debe esto? “Exige demasiado“, se me ha respondido, “se dirige a hombres sin el apremio de groseros deberes, requiere sentidos delicados y refinados, precisa abundancia, abundancia de tiempo, de claridad, de cielo y de corazón, de otium en el sentido más audaz: sin excepción buenas cosas que nosotros alemanes de hoy no tenemos y por tanto tampoco podemos dar“. Tras una respuesta tan amable, mi filosofía me aconseja callar y no hacer más preguntas, máxime si como dice el proverbio, en ciertos caso uno sólo sigue siendo filósofo si calla.

Friedrich Nietzsche
Niza, primavera de 1886

viernes, 28 de mayo de 2021

Daniel Ripesi. Maestro Winnicottiano (1)

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta. Psicoanalista. Zaragoza. Gran Vía Y Online. rcordobasanz@gmail.com Teléfono: (+34) 653 379 269 IG:@psicoletrazaragoza


¿Qué hace posible que dos personas dialoguen? El autor, retomando la obra de Donald Winnicott, señala que el verdadero acceso al diálogo –y a la palabra misma– sólo es posible cuando en el primer vínculo con la madre pudo instaurarse, tenso pero confiable, un silencio.

Por Daniel Ripesi *

Para el psicoanalista Donald Winnicott (especialmente en su artículo “Objetos transicionales y fenómenos transicionales, primera posesión no-yo”), los cuidados maternos son responsables de que el aparato psíquico del bebé inscriba un silencio primordial; un silencio confiable para sostener las palabras; un silencio cuyo destino no será devenir hostil a la palabra sino, por el contrario, ser punto de apoyo de todo futuro decir que tenga vocación de diálogo. El silencio que se hereda de los cuidados maternos nutre toda posible elocuencia en un futuro parlante. Si Lacan llegó a decir que lo que un bebé chupa del pecho de la madre son significantes, habrá que advertir que esta posibilidad depende de haber chupado de la teta, en un primer momento, un silencio primordial. En la estructuración del aparato psíquico del bebé, la madre deviene metáfora de ese silencio primordial, lo cual es una cualidad esencial de su quehacer. Este silencio se transmite en el hacer materno durante el período de dependencia absoluta del infans.

La madre le habla a su bebé todo el tiempo: le canta, lo reta con indulgencia, le festeja cada gesto, lo nombra, en fin, le dirige una palabra que lo va constituyendo como sujeto mucho antes de que verdaderamente se haya integrado con una presencia y una intención frente a ella y al mundo. Pero –y para Winnicott esto es esencial en el desarrollo psíquico normal del bebé–, en una hipotética primera mamada, hay una pregunta que la madre no debe formular: “Este pecho que estás chupando, ¿es tuyo o es mío?”. Es que cuando el bebé chupa la teta (lo cual resume, de un modo muy esquemático, la presencia de la madre con sus cuidados, es decir, lo “poco” de madre que un bebé puede disfrutar y soportar), debe tener la sensación de que es él mismo quien crea la teta y no que se la está dando otro ser humano.

Winnicott indica con esto que, en los primeros intercambios madrebebé, la madre no inquiere quién es el “verdadero” propietario de los objetos que circulan entre ellos: sólo muy delicadamente lo introducirá en el reconocimiento de una deuda con el Otro. La madre no formula la pregunta y, también, se abstiene de afirmar alguna respuesta en este sentido (porque es sólo en apariencia que el pecho es verdaderamente de ella).

Este silencio que la madre debe guardar, difícil y tenso (ella está todo el tiempo muy tentada de que se le agradezca lo que “da con tanto sacrificio”), atenúa el sentimiento de una deuda difícil de inscribir en el infans; introduce, como germen de la subjetividad, la dimensión de una duda. La madre permite la experiencia de una duda pensable para el bebé, pero imposible de ser respondida con certeza, porque la experiencia con el pecho, para que la madre pueda “darlo” y el bebé “recibirlo”, supone que –a partir de cierta cualidad en los cuidados maternos– el bebé pueda vivir una paradoja: “Este pecho no es ni tuyo ni mío, pero es, al mismo tiempo, tuyo y mío”.

Si la madre diera la teta de un modo demasiado atado a su capricho narcisista y alejado de la necesidad de su bebé, este primer objeto de intercambio le llegaría al bebé como algo excesivamente ajeno a sus gestos, como algo demasiado extraño y muy alejado de sus expectativas y capacidad de creación. La madre pone el pecho en el extremo de un grito desesperado que es un gesto creativo, un hipotético primer grito del bebé que la convoca a un hacer incierto y riesgoso, un grito que encuentra-crea el mundo y, para empezar, a la propia madre.

Cuando Winnicott habla de una “madre suficientemente buena” alude a una mujer que, sin angustiarse demasiado, puede dejarse tocar por ese grito sin sujeto, puro gesto espontáneo, y sostenerlo con una cierta cualidad de su silencio que lo transformará en palabra. El grito inventa a la madre, y el pecho que ella le da, a un niño. Siempre hay un fondo de grito en cada palabra.

Sin embargo, por más esmero que ponga una madre, la teta siempre llega un poco antes o un poco después de la expectativa justa del bebé, más tarde o más temprano; pero dentro de cierto margen tolerable. Este variable desajuste es lo que abre la dimensión de una duda en el bebé, pero como se trata de un margen tolerable, la duda se soporta y la pregunta “¿es tuya o es mía?” no exige respuesta. No es necesario saber, se puede permanecer en la duda.

Si la madre quisiera ser un poco mágica, si se esmerara en ser absolutamente puntual y devota (“con su pecho”), si propusiera una teta siempre oportuna, una que no somete a espera alguna, la pregunta no se formularía, pero tampoco se abriría la dimensión de una duda tolerable. El bebe no sería cuestionado por una pregunta pero estaría irremediablemente confinado en un delirio: “Todo es producto de mi creación”.

El silencio en el quehacer materno contiene la economía tensa de una pregunta retenida; la madre querría quizá que se le agradecieran los servicios prestados, aborrece un poco a ese ser tiránico y demandante que toma todo sin reconocer nada, ella obligaría desde muy temprano a su hijo a decir “gracias”, a reconocer una deuda que lo agobiará toda la vida.

Hay que advertir un detalle importante: el objeto-teta, que parecería ser “de” la madre y concedido por su obra y gracia, sólo puede ser donado por una madre que también reconozca, en ese movimiento de donación una deuda subjetiva: desde el vamos, lo que torna simbólico al objeto “teta” (y simbólico implica aquí, también, que alimente), es que la madre sólo puede dar un pecho cuando ese objeto deja de ser suyo y pasa a ser creación de su hijo. La madre “posee” un pecho sólo si admite no ejercer sobre él ningún dominio absoluto. La madre sólo tiene un pecho cuando el bebé puede crearlo. La madre le debe a su hijo que su pecho posea valor simbólico. En suma, la madre sólo es dueña de un pecho cuando puede perderlo en beneficio de la creación que de éste hace su hijo. Del lado del infans, el pecho es su creación en tanto le sea dado; de lo contrario, se queda pataleando en un campo meramente alucinatorio.

La madre articula un silencio, entonces, que deriva de los cuidados maternos como modulación de su presencia. O, mejor al revés, su presencia es, en todo caso, la modulación de un silencio que oscila entre perderse en preguntas infortunadas o perpetuarse en mutismo absoluto. Es esta presencia, tensión de un silencio que amenaza interrumpirse, que depende de una palabra apenas retenida, lo que un bebé asimila de ella mucho antes que el valor significante de sus palabras articuladas en un discurso.

Con otros

La capacidad de dialogar con otros sería la de poder compartir con éstos, a partir de las palabras, cierto silencio primordial que se subtiende en el discurso; sólo así se soportan las disidencias y se puede jugar con las diferencias. La significación de un discurso se juega en una transicionalidad que oscila entre la sonoridad de la palabra y su reposo absoluto en el silencio. Habita siempre un silencio en la palabra y un decir en el silencio. Cuando esta tensión es bien soportada por el aparato psíquico, se pueden considerar (clínicamente) las diversas articulaciones significantes del deseo que se inscribe en el habla; sólo entonces.

También es cierto que, cuando finalmente se ha optado por comenzar a hablar, siempre hay algo más que decir, algo que agregar a lo ya dicho, pero esto no señala una insuficiencia de la palabra. Lo que sucede es que siempre se impone un retorno al silencio, a un silencio desde donde relanzar el discurso. Parecería que la palabra retoma allí sus bríos, su esperanza de alcanzar una expresión cabal.

No hay enemistad –no en la salud, por lo menos– entre el silencio y la palabra. El silencio no se reduce a un mero no decir, y la palabra proferida no se agota en lo que aparentemente hace audible y “comunica”. Cuando alguien calla una palabra, puede hacer oír el silencio en su versión más descarnada; el silencio, cuando se lo rompe con palabras estridentes, retorna por las grietas. Pero, en la enfermedad psíquica, palabra y silencio están disociados y en rebeldía.

No hay que confundir el silencio con el mutismo, ni la palabra con el ejercicio estéril del parloteo. La virtud de la palabra –si se la toma como una heredera privilegiada de lo que Winnicott llamó “objeto transicional”– no busca negar o subsanar el silencio, sino prolongarlo, recuperarlo, y, sobre todo, decirlo de algún modo; y para ello debe incorporarlo al decir.

Winnicott plantea que la comunicación sonora se inicia cuando la comunicación silenciosa falla. Maurice Merleau-Ponty plantea que la palabra busca expresar un sentido que el silencio anhela pero que nunca puede alcanzar del todo. La primera impresión que nos causan estas reflexiones nos puede llevar a engaño: podrían sugerir que la palabra se alza en los límites del silencio como una evidencia de su fracaso. La palabra señalaría –según esta perspectiva– la incapacidad del silencio para ilustrar a otros los propios pensamientos. Esto puede ser sólo parcialmente cierto: la palabra, la que se destina a otro ser humano y que verdaderamente pretende decir algo, no puede aspirar a “derrotar” o “superar” al silencio: no hay nada más elocuente, nada más expresivo que ciertos silencios.

* Psicoanalista. Texto extractado del trabajo “De la palabra, su silencio”.

jueves, 27 de mayo de 2021

Nietzsche: "Dios ha muerto..."

 



Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Pensador. Psicoanalista. Zaragoza. Teléfono: (+34) 653 379 269 IG:@psicoletrazaragoza

Es sumamente complejo y pretencioso (eufemismos típicos cuando hablamos de un imposible) resumir el pensamiento de un autor en una sola frase. Sin embargo, se dan casos de sentencias que imprimen carácter y si le preguntáramos a cualquiera (incluso a alguien totalmente lego en Filosofía), por ejemplo, quién es Sócrates, inmediatamente nos respondería: el que dijo “solo sé que no sé nada”. Y lo mismo tal vez nos pasaría con Descartes (“Pienso luego existo”), Sartre (“El infierno son los otros”) u Ortega y Gasset (“Yo soy yo y mi circunstancia”). En el caso de Nietzsche, esa frase a la que podríamos calificar de identitaria es “Dios ha muerto”.

No cabe duda de que la frase en cuestión posee un sello lapidario y enigmático, que hasta podría ser tildado de absurdo ¿Qué sentido tiene decir que ha muerto algo que no ha existido nunca? Si bien la teología tradicional incurre en sinsentidos aún mayores al sostener que Dios, un ser eterno e intemporal, creó el universo, de naturaleza finita y temporal. Ya Immanuel Kant en el siglo XVIII había formulado la siguiente pregunta: “Si es verdad que Dios creó el universo ex nihilo… ¿qué estuvo haciendo antes durante un tiempo infinito?” Pero tales disquisiciones nos apartan de la cuestión principal.

Para empezar, conviene llamar la atención sobre un hecho curioso: no fue Nietzsche el primero en utilizar esta metáfora de la muerte de Dios. Fue Ralph Waldo Emerson quien en un discurso dirigido a los alumnos de la Facultad de Teología de la Universidad de Cambridge, Massachusetts, dijo lo siguiente: “Los hombres hablan de la Revelación como si fuera algo que nos hubiera sido dicho y dado hace mucho tiempo, como si Dios estuviera muerto” (la cursiva y la traducción son mías). Esto tuvo lugar en 1838, esto es, seis años antes de que Nietzsche naciera. Cabe señalar que Emerson, figura señera del movimiento transcendentalista americano, fue un pensador por el que Nietzsche sentía profunda admiración y que ejerció sobre él una notable influencia, especialmente durante su juventud{1}. Esto es así hasta el punto de que Nietzsche inaugura La gaya ciencia, su cuarta obra importante, precisamente con una cita de Emerson{2}.

No vamos a entrar, pues ello nos parece baladí, en la cuestión de si Nietzsche plagió deliberadamente a Emerson o si, sencillamente, la imagen de la muerte de Dios quedó grabada en su subconsciente y la trajo a colación cuando las circunstancias lo propiciaron. Lo importante es que fue Nietzsche el que desarrolló a fondo esta idea y, si bien resulta innegable su deuda con el pensador americano, lo mismo podría decirse de este último para con el alemán. Ya lo dijo Borges en cierta ocasión: “Todo gran escritor crea a sus precursores”.

Nietzsche nos habla por primera vez de la muerte de Dios en el aforismo 125 de La gaya ciencia, obra a la que antes hicimos referencia. El pasaje que nos interesa dice así:

“¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día{3} y corrió el mercado gritando sin cesar: ¡Busco a Dios, busco a Dios!” Como precisamente estaban reunidos allí muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada: (…) ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! (…) Todavía se cuenta que el loco entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó su Requiem aeternam Deo. Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: “Pues, ¿qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?”’

La segunda referencia la encontramos al comienzo de Así habló Zaratustra, obra de claras reminiscencias bíblicas a la que Nietzsche consideraba su obra principal. Gran conocedor como era de las Sagradas Escrituras, en ella se propone crear la contrafigura del Cristo evangélico, siendo numerosos los paralelismos: la oración en el huerto de los olivos, los discípulos, la pasión y resurrección… Como Jesucristo, también empieza Zaratustra su vida pública a la edad de treinta años, tras pasar un largo período de retiro. Su primer encuentro es con un ermitaño que lleva una existencia solitaria en los bosques. Cuando le pregunta Zaratustra qué hace allí, el santo le responde: “Hago canciones y las canto, y cuando hago canciones, río, gruño y lloro: así glorifico a Dios”. Tras despedirse de él, Zaratustra sigue su camino y cuando se ha alejado lo suficiente, hace el siguiente comentario: “¡Será acaso posible! ¡Este viejo santón no ha oído nada en su bosque de que Dios ha muerto!”

Posteriormente, en su discurso sobre los compasivos, Zaratustra vuelve a insistir ante sus discípulos sobre la idea de la muerte de Dios, esta vez añadiendo un significativo matiz:

“Ay, ¿en qué lugar del mundo se han cometido mayores tonterías que entre los compasivos? (…) ¡Ay de todos aquellos que aman y no tienen todavía una altura que esté por encima de su compasión! Así me dijo el demonio una vez: “También tiene Dios su infierno: es su amor a los hombres”. Y hace poco le oí decir esta frase: “Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hombres ha muerto Dios”.

Por último, hay un tercer momento clave en el que sale a relucir el tema de la muerte de Dios. En la cuarta y última parte de la obra{4} se produce el encuentro de Zaratustra con un enigmático personaje de apariencia repulsiva, al que se denomina como “el más feo de los hombres”. Cuando este personaje se cruza en el camino de Zaratustra, le espeta lo siguiente:

“¡Zaratustra, descifra mi enigma! ¡Dime cuál es la venganza contra el testigo! (…) Ya que te consideras sabio, descifra el enigma, engreído Zaratustra, tú que eres capaz de cascar la nuez más dura ¡Adivina el enigma que soy! ¡Dime quién soy!”

A la vista de este adefesio, Zaratustra siente por un momento tambalearse sus convicciones más profundas y está a punto de sucumbir ante el “pecado” de la compasión, al que él considera el más abominable. Pero finalmente consigue sobreponerse y, aceptando el reto del vestiglo, le responde con firmeza: “Te conozco bien, dijo con voz de bronce, ¡tú eres el asesino de Dios!” El más feo de los hombres felicita a Zaratustra por su perspicacia y acto seguido reconoce que fue la gran vergüenza que sentía al ser contemplado y compadecido por este el ojo implacable de Dios lo que le llevó a suprimir a tan incómodo testigo. Sencillamente, tuvo que matarlo porque Él, en su calidad de omnipotente y omnisciente, lo estaba matando poco a poco.

Es conveniente señalar, antes de proseguir, que Nietzsche no es un pensador sistemático a la manera en que lo son, por ejemplo, Kant o Hegel. Su estilo aforístico le permite pasar de un tema a otro sin solución de continuidad, de tal suerte que la mayoría de sus obras vienen a ser complejos puzles cuyas piezas se ve obligado el lector a encajar a posteriori para dar un sentido global. Incluso es difícil interpretar aquellas sin tener en cuenta el modo en el que están interrelacionadas unas con otras. Creemos que es una de sus obras posteriores, La genealogía de la moral, la que nos proporciona las claves para descifrar las parábolas y enigmas más importantes de Así habló Zaratustra. Allí es donde acuña Nietzsche el término “conciencia reactiva” para designar el malestar general que impregna la cultura occidental y que se traduce en una actitud de resentimiento y de desprecio hacia la vida que ha llevado al hombre “a crear a Dios a su imagen y semejanza”. La incapacidad del ser humano para dar un sentido o una respuesta al sinsentido de la existencia lo ha llevado a crear un trasmundo imaginario, en el que la figura de Dios se erige en juez o árbitro absoluto cuyo cometido esencial consiste en premiar o castigar a cada uno, conforme sus acciones en esta vida hayan sido buenas o malas. Es así como nace la moral, fruto del nihilismo negativo que niega cualquier valor inherente a este mundo. Nietzsche ve un antecedente de esta actitud en la filosofía platónica{5}, si bien considera que es en el cristianismo donde este sentimiento cristaliza de manera paradigmática{6}, al que combatirá con energía a lo largo de toda su obra.

Sin embargo, el problema persiste. La ilusión de un trasmundo en que el bien y el mal que hagamos en la tierra se vean recompensados, no consigue neutralizar el sentimiento de frustración e inanidad que la desvalorización de la vida en este mundo, el único real, ha generado en la conciencia reactiva. Es entonces cuando esta se rebela y decide emanciparse del pesado yugo de la moral y gobernar por sí misma, eliminando a ese testigo incómodo que “todo lo ve” ¿Quién necesita de un juez o un árbitro que actúe además como fiscal, dispensando premios o castigos? Es el momento en que la conciencia reactiva decide “matar a Dios”, que ha dejado de ser una fuerza necesaria en el devenir histórico de los hombres. Pero estos, lejos de encontrar un sustituto aceptable, deciden reemplazar al viejo Dios del judaísmo con los nuevos becerros de oro que pasarían a heredar su pedestal. Dios queda eliminado, pero no su trono vacío, y las diversas instancias de lo reactivo se aprestan a ocuparlo: el socialismo marxista{7}, el capitalismo de origen calvinista con su ética del trabajo incesante{8}, el periodismo, el estado, los nacionalismos exacerbados (un fenómeno que a nosotros nos parece tan novedoso y que, sin embargo, viene a ser muy similar a los procesos que se gestaron en Europa a lo largo del siglo XIX y cuyos siniestros frutos maduraron en la centuria posterior), el intelectualismo deshumanizado{9}… El punto de inflexión en el tránsito de unos valores a otros lo sitúa Nietzsche en el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, que culminó con la Revolución Francesa y que culminó en el XIX con uno de los períodos más convulsos en la historia de Europa hasta el momento. Para Nietzsche este tránsito representa la consumación del nihilismo “negativo” de la religión cristiana al nihilismo “reactivo” de la modernidad, que si bien ha decidido prescindir del lastre que supone la creencia en Dios, se aferra a una serie de falsos ídolos y tampoco cree realmente en la humanidad{10}.

Cabe preguntarse en qué momento histórico estamos ahora, puesto que al fin y al cabo esa es la expectativa que genera el título del presente trabajo. Para responder, es preciso retrotraerse al discurso de Así habló Zaratustra titulado “El último hombre”. En él nos pinta Zaratustra-Nietzsche un cuadro apocalíptico que, sin embargo, se halla exento de acontecimientos traumáticos o grandes hecatombes, por el mero hecho de que estos ya no serán necesarios. La especie humana se suicidará de manera silenciosa, al quedar desprovista de anhelos o ideales. El tránsito de la vida a la muerte tendrá lugar en perfecta solución de continuidad, pues ya una y otra resultarán indistinguibles, quedando ambas anegadas en la insipidez de la nada cotidiana{11}. “El último hombre” supone en este sentido la consumación del nihilismo: de la esperanza de un trasmundo imaginario creada por el cristianismo (nihilismo negativo), pasando por la adoración de los falsos ídolos levantados por la conciencia reactiva para reemplazar a Dios (marxismo, estado, ciencia, prosperidad material…) hemos desembocado en el nihilismo pasivo, o el nihilismo absoluto, del último hombre, a quien ya ni siquiera urge la necesidad de crear falsos ídolos o metas alternativas.

Este es el tiempo en el que estamos entrando, lamentablemente, en estos inicios de siglo, marcados por la impronta del consumismo, realidad virtual y eso que llaman los sociólogos “post-verdad”. Lo cual es mucho más que una palabra de moda más o menos rimbombante, sino que designa verdaderamente un proceso de cosificación del individuo y deconstrucción de la realidad, a través de las nuevas tecnologías y las redes sociales, que empieza a ser alarmante. Una mentira puede convertirse en verdad, o una verdad puede fabricarse y desecharse al día siguiente, tan pronto como deja de ser “útil” para un correcto funcionamiento del “establishment”. Es un proceso que está ocurriendo realmente y que podemos constatar, por ejemplo, en las campañas electorales de los partidos políticos, donde con frecuencia se impostan falsos debates que nada tienen que ver con los verdaderos problemas que aquejan a nuestra sociedad, tales como la transformación del modelo económico o la necesidad, consecuencia de la globalización, de crear estructuras supranacionales que ejerzan algún tipo de control sobre las grandes multinacionales, que han sabido adaptarse a la nueva realidad mucho antes y están imponiendo su deshumanizado modelo neoliberal a todo el planeta. Podría decirse que estamos asistiendo a una masiva fiesta del asno posmoderna, en que Dios ha sido reemplazado no ya por los patriotismos heroicos, el culto a ultranza a la ciencia o el falso paraíso marxista, sino por la pleitesía a los nuevos tótems de la modernidad, como pueden ser Facebook, Instagram o Amazon. Una nueva subcultura virtual asentada sobre la absoluta carencia de principios, groucho-marxista, donde la inmediatez y la superficialidad son las únicas divisas vaídas y que, a buen seguro, no aguantará mucho tiempo. Es preciso que los intelectuales tomen la iniciativa y, en este sentido, el martillo de Nietzsche, pese a sus numerosos excesos verbales rayanos en el histrionismo, se hace más indispensable que nunca.

martes, 23 de marzo de 2021

Donald Winnicott: Jugar de forma creativa

 

DONALD WINNICOTT

Recopilación de imágenes y textos de Rodrigo Córdoba.
Psicólogo y Psicoterapeuta




DONALD WOODS WINNICOTT (1896-1971) es una de las figuras centrales del psicoanálisis tras la labor pionera de Sigmund Freud. De formación médica, se especializa en Pediatría y Psicoanálisis, tareas que ejerce simultáneamente a lo largo de toda su trayectoria, llegando a convertirse en uno de los referentes principales del psicoanálisis y la psiquiatría infantil de su época. Durante dos periodos (entre 1956-1959 y 1965-1968) es presidente de la Sociedad Psicoanalítica Británica, y miembro del grupo intermedio. Básicamente, es el psicoanalista que pone en valor la influencia ambiental (materna) en el desarrollo emocional temprano del bebé. Su tesis central es: «El bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza». Sus intereses teórico-clínicos abarcan, preferentemente, a los pacientes borderline, esquizoides y psicóticos, la clínica infantil, la problemática adolescente, la tendencia antisocial y los trastornos psicosomáticos. Entre sus conceptos principales se encuentran los objetos y fenómenos transicionales, la madre suficientemente buena, la capacidad para estar a solas, la capacidad para preocuparse por el otro o concern, la preocupación maternal primaria, el gesto espontáneo, el verdadero y el falso self, el uso de un objeto… Además, desarrolla las modalidades de la consulta terapéutica y del psicoanálisis a demanda, y crea el juego del garabato o squiggle. Su labor clínica se centra en la capacidad de jugar como indicador de salud, donde destaca la riqueza psíquica. En su tarea privilegia el sostén del paciente sobre la interpretación, y considera que el tratamiento se da en la superposición de dos zonas de juego: la del paciente y la del terapeuta. En una zona intermedia o tercera zona, la del espacio transicional, en la que dos personas juegan juntas, «tratando de transformar en terreno de juego el peor de los desiertos». Winnicott es un autor que hace de la paradoja, el jugar, la creatividad y el espacio transicional el hábitat de su teoría. Entre sus libros destacan: El niño y el mundo externo, El proceso de maduración en el niño, Escritos de pediatría y psicoanálisis, La familia y el desarrollo del individuo y Realidad y juego. Su dedicación al conocimiento de la vida infantil y adulta le convierte por derecho propio en un estudioso de la naturaleza humana. Su lema es: «En verdad que somos pobres si solo estamos cuerdos».

Donald Winnicott: vocabulario esencial [Lacruz, J., 2011]

Autor: Equiza, Cristina

Palabras clave

Winnicott.


Reseña: Lacruz, Javier. "Donald Winnicott: vocabulario esencial". Zaragoza. Mira. 2011. 937 p.
Autora de la reseña: Cristina Equiza

Este libro dedicado al pensamiento de Donald Woods Winnicott (Plymouth, Inglaterra, 7 de abril de 1896-Londres, 25 de enero de 1971) se presenta como un vocabulario esencial, esto es, como una suerte de diccionario de sus ideas más fecundas, a criterio del autor, cuyo eje central se vertebra por la tríada formada por la creatividad, el juego y la transicionalidad (los objetos transicionales y los fenómenos transicionales), mediados por la paradoja y avocados a su idea de salud: el estar vivo. En la presentación, Javier Lacruz destaca que:

«este libro es un intento de aproximación y, por ende, de conocimiento, del pensamiento del psicoanalista Donald Woods Winnicott. De un pensamiento fecundo y novedoso que, expresado mediante un lenguaje personal, adquiere la cualidad de lo vivo: que alcanza a ser, dicho en su propia terminología, un lenguaje vivo. Vivo por su capacidad creativa y riqueza conceptual y, sobre todo, por su condición de “agente fertilizante” –como él mismo dice de su mentora, Melanie Klein– de primer orden. Fertilizante de la clínica, de la teoría, y de otros autores que se inscriben en la tradición de su pensamiento en un nuevo gesto espontáneo» (p. 21).

El propio Winnicott, en su autobiografía inconclusa, se apoya en el poeta T. S. Eliot («lo que llamamos el principio es a menudo el fin y establecer un fin es establecer un comienzo. / El fin es el lugar donde empezamos»), para formular su súplica: «¡Oh, Dios! Haz que esté vivo cuando me muera». En consecuencia, su estudio de la naturaleza humana se ofrece desde un abordaje novedoso e integrador, claro y accesible, esto es, desde un lenguaje vivo, cuyo pensamiento se sitúa con rango propio en la panoplia de los grandes psicoanalistas junto con Sigmund Freud, Melanie Klein, Jacques Lacan, Heinz Kohut, Wilfred Bion y otros.

 La obra de Winnicott recorre un arco de tensión que va desde su conocido dictum de que «el bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza», formulado en los años cuarenta dentro de su teoría del desarrollo emocional temprano, hasta la célebre frase que encabeza la dedicatoria del libro Playing and Reality (1971), «a mis pacientes, que pagaron por enseñarme», que culmina su labor teórico-clínica y, por ende, su vida. En el espacio intermedio entre estos dos asertos habita toda su filosofía psicoanalítica, en la que delimita numerosos conceptos como la madre suficientemente buena, la capacidad de estar a solas, la capacidad de preocuparse por el otro, la preocupación maternal primaria, el gesto espontáneo, el verdadero y el falso self, el uso del objeto…, desarrolla las modalidades de la consulta terapéutica y del psicoanálisis a demanda, y crea el juego del garabato o squiggle, entre sus diversas aportaciones. La experiencia del autor en su aproximación a la obra de Winnicott la refleja del siguiente modo:

«Si, como dice T. S. Eliot, “todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia”, este libro, nunca mejor dicho, es el reconocimiento de nuestra ignorancia sobre el pensamiento de Donald W. Winnicott. Pero también el testimonio de un encuentro. El hallazgo de su obra, tras transitar por otros autores, no solo supone un feliz encuentro sino también un compromiso con su peculiar forma de ver el mundo. Su manera de pensar la clínica de niños y adultos, su forma de teorizar sobre la salud y la locura, su modo de encarar la vida con su capacidad de jugar y de sorprenderse a sí mismo, nos ha estimulado a salir a su encuentro. En cierto modo, este libro es un viaje iniciático a la manera de aquellas stultifera navis o naves de los locos, pero surcando el siglo XXI» (p. 21).

Así, las distintas voces que se agrupan en este libro permiten recorridos y trazados diversos, donde la obra de Winnicott se pone en continuo movimiento entre sí y con el lector que acude a su encuentro.

Sobre Donald Winnicott, el autor de este vocabulario esencial escribe:

«Este pediatra, psicoanalista y psiquiatra infantil es un autor de referencia dentro del pensamiento psicoanalítico. Tras la labor pionera de Sigmund Freud, la obra de Melanie Klein, Jacques Lacan y Donald Winnicott, entre otros, amplía el campo de la psicología profunda. A diferencia de Klein y Lacan, Winnicott no construye escuela de pensamiento y carece de discípulos (salvo Masud Khan), lo que lo sitúa como una rara avis en el universo del psicoanálisis. Básicamente, es el analista que pone en valor la influencia ambiental (materna) en el desarrollo emocional temprano del bebé. Sus intereses teóricos se centran en la capacidad de jugar como indicador de salud. La amplitud y fecundidad de su obra exige una lectura profunda, pues es un autor que hace de la paradoja, el jugar, la creatividad y el espacio transicional el hábitat de su teoría. Su dedicación al conocimiento de la vida infantil y adulta lo convierte por derecho propio en un estudioso de la naturaleza humana» (p. 913).

Winnicott, un pediatra doblado de psicoanalista que se interesa tanto por el psicoanálisis infantil como el de adultos y que, en general, se interesa fundamentalmente por las condiciones que favorecen el despliegue de la salud de un individuo.

Lacruz destaca a lo largo de todo este vocabulario esencial la importancia de entender a este autor en su globalidad evitando caer en eslóganes manidos, frases hechas, endémicos clichés o reiteraciones mántricas propias de lo que Winnicott denomina un lenguaje muerto, en buena medida inherente a las organizaciones políticas formadas dentro del campo psicoanalítico. (Él mismo fue siempre un defensor de la libertad de pensamiento, máxime ante las circunstancias que le tocaron vivir en la Sociedad Psicoanalítica Británica, las célebres controversial discussions entre los seguidores de Anna Freud y Melanie Klein). De ahí que estos conceptos cobran un especial relieve en su denuncia de todo aquello que no contribuye al intercambio subjetivo, a tolerar la paradoja, a la riqueza de significación, esto es, a la riqueza psíquica, cuyo fundamento es que «la vida merece la pena ser vivida»; y hacerlo significa vivirla creativamente.

La primera voz de este vocabulario esencial (en un guiño a Eliot al empezar por el final), es: «A mis pacientes, que pagaron por enseñarme» («To my patients, who have paid to teach me»). La célebre frase de Donald Winnicott que encabeza la dedicatoria del libro Playing and Reality (1971), traducido como Realidad y juego (en puridad, jugando, puesto que lo que le interesa es la acción de jugar, el hecho de estar jugando), de la que apunta:

«Una expresión de gratitud hacia sus pacientes, a su enseñanza, reflejo de su actividad profesional ejercida con intensa dedicación durante más de cuarenta años, y toda una declaración de intenciones acerca de su actitud analítica, que informa de su modelo terapéutico basado en el jugar y la paradoja. Una clínica que remite, en última instancia, a una ética inherente a su dispositivo analítico: a la capacidad de aprender del paciente como vía regia para el ejercicio de la práctica psicoanalítica. En Realidad y juego (1971 [1972]) escribe: “El paciente es quien enseña constantemente al analista” [p. 101]» (p. 25).

Lacruz destaca esta cita al situarla al comienzo –que ejerció como un mascarón de proa durante toda la trayectoria profesional de Winnicott–, documentando sus orígenes y evocando los recuerdos de su esposa, Clare Winnicott,  y de la psicoanalista Margaret Little, analizada con él, quien en su libro Relato de mi análisis con Winnicott expresa que equivale a «como una madre aprende de su hijo».   

Articuladores básicos

1. De la paradoja a la transicionalidad

La paradoja subyace a la estructura general de la obra de Donald Winnicott y desde ella operan sus contribuciones más importantes. Lacruz señala que surge desde el epicentro de su pensamiento en cuanto que es inherente al desarrollo del jugar, la creatividad, el objeto y los fenómenos transicionales. La paradoja es una figura de pensamiento cuya expresión envuelve una contradicción, en tanto que confronta dos elementos opuestos cuya tensión debe ser aceptada: «La paradoja debe ser aceptada, no resuelta», dice Winnicott. Cuando se tolera y respeta la paradoja se otorga al pensamiento un carácter dialéctico, un movimiento que origina y sostiene una tercera tópica: el espacio potencial o transicional. Y esto es lo central en su pensamiento: lo dialéctico, lo dinámico, el movimiento que inscribe lo vivo. Para Winnicott, lo transicional se rige por la lógica paradojal. La paradoja implica precariedad y, por tanto, riqueza de significación: riqueza psíquica.

Para Winnicott, lo importante es la experiencia de la vida; es decir, sin experiencia no hay vida. A su vez, sin cualidades ambientales, esto es, sin paradoja, no hay experiencia. De ahí la importancia en su teoría de los objetos y fenómenos transicionales, de la zona intermedia de experiencia o espacio transicional.  El autor lo comenta así:

«El juego paradójico inscribe un deslizamiento continuo de paradojas. Para Winnicott, en un primer tiempo de la paradoja, “el bebe no existe”, es decir, depende totalmente del cuidado materno. Pero a la vez, en un segundo tiempo de la paradoja, el bebé en su omnipotencia cree que el mundo es parte de mí (me), hasta que la madre le desilusiona y le ayuda a ingresar en la realidad, donde el mundo es distinto de mí (not me). Una dialéctica paradojal (el bebé no existe y además cree que el mundo es parte de él), o tercer tiempo de la paradoja, que Winnicott “acepta pero no resuelve” en el espacio transicional, un espacio de significación de los objetos» (p. 673).   

Winnicott contrapone la dinámica de la paradoja frente al estatismo de la certeza. La paradoja implica fragilidad frente a la rigidez de la certeza. Su modelo paradójico cuestiona la existencia de una verdad racional única y absoluta, indiscutible, y propone un arco de tensión donde se soportan los contrarios, lo diferente, sin dogmatismos ni exclusiones. Lacruz añade:

«Subvierte tanto la racionalidad lineal propia de la fenomenología como la lógica binaria que opone pares confrontados (locura-cordura, sano-enfermo, bueno-malo, vida-muerte, etc.), para someterlos a su contradicción sin forzar resolverla. Winnicott parte del continuum entre lo normal y lo patológico que señala Freud, pero a diferencia de este (que opone consciente e inconscientepulsión de vida y pulsión de muerte), y de Klein (posición esquizo-paranoide y posición depresivaenvidia gratitud), alzaprima la complementariedad y la contradicción de los fenómenos (transicionales) de la naturaleza humana» (p. 673).    

La paradoja está en la base de los objetos y los fenómenos transicionales. Lacruz comenta:

«Para Winnicott, la paradoja es un indicador de que una capacidad psíquica se ha establecido en el desarrollo emocional del infans. Su punto de partida lo ubica cuando el bebé usa el objeto transicional que modula lo interno-externo y regula la presencia-ausencia materna. El objeto transicional es el objeto (osito, sonajero, trozo de tela, etc.) que ayuda al niño al tránsito de la vigilia al sueño, a soportar privaciones y frustraciones, a superar las angustias depresivas, a enfrentar situaciones nuevas, a relacionar la realidad subjetiva (objeto subjetivo) con la realidad compartida y a asumir lo creado de nuevo. La transicionalidad salva la discontinuidad entre objetivo/subjetivo, interno/externo, propio/ajeno del pensamiento dualista, donde la realidad no es disputada. De este modo la paradoja adquiere especial relevancia en la simbolización de lo psíquico. La cohesión de su tensión interna es lo que produce la calidad de significación, y todo intento de resolverla implica una caída en la racionalización o intelectualización que determina la pérdida de su riqueza psíquica» (pp. 673-674).

Tolerar la paradoja, esto es, la aceptación de los contrarios, fomenta la creatividad y el crecimiento, en suma, la riqueza psíquica. Por tanto, considera que las creencias locas o lúdicas son determinantes en la vida humana. Y en el espacio transicional es donde se articulan las relaciones entre naturaleza, individuo y cultura.

2. De la creatividad a la capacidad de jugar

La creatividad es uno de los pilares fundamentales del pensamiento de Winnicott. Crear implica jugar y denota estar vivo, lo que supone el logro de la madurez y, por tanto, de la salud. En «Vivir creativamente» (1970), Winnicott expone su idea de la creatividad humana. Lacruz lo explica así:

«El término creatividad –más allá de su carácter universal y de su consideración como un valor elevado– describe la construcción de la vida corriente, de una vida que merece la pena ser vivida. Vivir es ser creativo, y ser creativo supone estar vivo. La creatividad surge del verdadero self e impulsa al gesto espontáneo. Supone actuar movido por las propias motivaciones y no como reacción a impulsos o mecánicamente» (p. 222). 

Winicott la define así: «La creatividad es, pues, el hacer que surge del ser». Por creatividad entiende la actividad básica de todo ser humano: la acción de crear (o mejor: de crearse a sí mismo), no la creación acabada. En su obra, el concepto de creatividad está asociado directamente a la idea de la creatividad primaria (esencial o corriente), al vivir creador, que diferencia de la creatividad artística (o sofisticada). Winnicott se interesa por la capacidad creadora, que se expresa en la capacidad de jugar, que es la base del vivir y de la salud.

El autor discrimina la idea de creatividad en la obra de Freud, de Klein o de Winnicott. Escribe:

«Para el maestro vienés, la creatividad es producto de la sublimación de las pulsiones eróticas y agresivas. En su teoría la pulsión libidinal determina la actividad artística, como actividad sublimada. Para Klein, cuya teoría parte de la pulsión de muerte, la creatividad concierne a la posición depresiva y la asocia a la reparación que sigue al impulso destructivo y la culpa. En cambio, para Winnicott, la creatividad es primaria, innata. Considera que la creatividad pertenece a una etapa más temprana que la posición depresiva de Klein y la vincula con la etapa primitiva de amor-cruel, por lo que habla de creatividad primaria. En su concepción considera que la madre presenta el mundo a su bebé, para que este lo cree de nuevo –una capacidad infantil que se conserva en la vida adulta–, con lo que se afianza el crecimiento personal y el gesto espontáneo. El vivir creador» (pp. 224-225).

Todo proceso creativo parte de la paradoja de lo creado de nuevo (created anew) que se establece como principio general de la creatividad. Lacruz señala que frente a la concepción adánica de la existencia, siempre hay un precursor o precedente: madre o mundo. Siempre se crea sobre lo anterior, sobre lo dado. Se edifica sobre lo que se hereda, y se innova sobre lo que se puede cuestionar y modificar. De lo inexistente no se puede crear nada. No se crea desde el vacío o de la nada, sino desde una experiencia anterior, que es dada, y que luego se integra en la experiencia del psiquismo creador. Winnicott recuerda que sin Mozart y Haydin no hubiera existido Beethoven, del mismo modo que sin Cézanne no existiría Picasso, «al menos el Picasso que conocemos».

En el continuum entre la paradoja y la creatividad se sitúa la capacidad de jugar. La idea del juego (en puridad: del jugar) es central en el pensamiento de Donald Winnicott. El jugar es una actividad inherente al desarrollo humano que se establece en los primeros intercambios entre la madre y su hijo. La madre suficientemente buena con su presencia y su participación deja al bebé que experimente y descubra el mundo, que despliegue su gesto espontáneo. El jugar es un logro en el desarrollo emocional del individuo: «El juego no es simplemente placer, es algo esencial para su bienestar», dice Winnicott. La experiencia de jugar produce un creciente grado de madurez, es decir, de riqueza psíquica. En el juego se despliega una actividad creativa que es expresión del verdadero self. Winnicott considera que el juego es en sí terapéutico. En consecuencia, el juego principal es el juego de la vida, el estar vivo. En suma: el juego es un fenómeno universal, una forma básica de vida, un modelo de comunicación y una actividad terapéutica.

Al respecto, Lacruz escribe:

«Winnicott es un autor que juega con las palabras, con las ideas y con los conceptos como ningún otro; juega con su pensamiento y con el paciente, con sus colegas y sus alumnos, con sus lectores y sus oyentes. Celebra tener algo para conocer o hacer con la misma intensidad que delezna lo mecánico y repetitivo, lo aburrido y fútil. Juega en un espacio transicional donde las ideas se comparten, no se disputan. Considera que para jugar es necesario que las reglas del juego no sean excesivamente laxas o particularmente rígidas o mecánicas, puesto que anulan la capacidad de jugar e impiden a los participantes la posibilidad de sorprenderse a sí mismos. Así como Freud centra su teoría en las etapas del desarrollo sexual, Winnicott funda la suya en la capacidad de jugar, que bascula desde el juego infantil al juego sofisticado del adulto» (pp. 499-500).

3. De la relación de objeto al uso de un objeto

El concepto de uso del objeto es la última contribución importante formulada por Winnicott para su esquema del desarrollo emocional primitivo y la teoría de la cura. De entrada destaca el sentido positivo del término, en tanto que la expresión uso de un objeto no implica el abuso o la explotación del objeto. El uso de un objeto alude a la capacidad de usar al objeto, es decir, a considerarlo como algo externo y diferente al propio individuo: «a colocarlo fuera de la zona de los fenómenos subjetivos». La capacidad para usar un objeto depende de su valor simbólico: de ser un objeto subjetivo o un objeto objetivamente percibido, esto es, de si se sitúa en la fantasía o en la realidad. Por uso de un objeto, Winnicott entiende el uso que el bebé hace de su madre o el uso que el paciente puede hacer del analista. En la clínica, el analista puede ser usado por el paciente cuando se encuentra fuera del control omnipotente de su fantasía; cuando el analista es alguien exógeno de la fantasía del paciente. La destrucción simbólica del objeto determina el acceso del paciente a la realidad.

Winnicott plantea una diferencia sustancial entre la capacidad de establecer relaciones (la relación de objeto) y de poder usar los objetos (el uso de un objeto): que debe darse un proceso de maduración en el que se precisa de un ambiente facilitador. La relación de objeto describe la experiencia del sujeto, pero el uso de un objeto (externo y diferente) implica, además, la consideración de la naturaleza del objeto. En la primera, el objeto está ligado a la fantasía inconsciente del sujeto (objeto temido, idealizado, etc.), esto es, la relación es subjetiva, mientras que el uso implica considerar al objeto como externo y diferente. Si el objeto carece de valor simbólico no se lo puede usar (por ejemplo: el paciente psicótico).

En Realidad y juego, Winnicott comenta: «El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones» (1968), escribe:

«Cuando hablo del uso de un objeto doy por sentada la relación de objeto, y agrego nuevos rasgos que abarcan la naturaleza y conducta del objeto. Por ejemplo, si se lo desea usar, es forzoso que el objeto sea real en el sentido de formar parte de la realidad compartida, y no un manojo de proyecciones. Creo que esto es lo que constituye el mundo de diferencias entre la relación y el uso» (p. 119).

Este concepto lo considera de vital importancia para la clínica: para que el paciente pueda entrar en un proceso de analizabilidad; para que el terapeuta pueda ser valorado como un objeto real; y para que en el espacio terapéutico –la zona de insight– se pueda realizar la interpretación. De ahí que el terapeuta debe aceptar la destructividad del paciente, a fin de desactivarla mediante la simbolización, y así crear la exterioridad.

Lacruz concluye:

«En síntesis, tanto la relación de objeto como el uso de un objeto son dos formas de relación que se dan entre el sujeto y el objeto. Las diferencias entre ambas son: en la primera, el sujeto y el objeto son coincidentes, el sujeto mantiene un control omnipotente del objeto (por lo que el objeto presenta una discontinuidad espacio-temporal) y, en consecuencia, las cualidades que asigna al objeto son las proyecciones del propio sujeto. En la segunda, el sujeto y el objeto están diferenciados, el objeto escapa al control omnipotente del sujeto (el objeto adquiere una continuidad espacio-temporal) y, por tanto, las cualidades del objeto son las suyas propias» (p. 890).

II. El cuidado infantil: la teoría del desarrollo emocional primitivo

Para Winnicott, el desarrollo humano no resulta sólo de las tendencias heredadas, sino también de una interacción compleja con los factores ambientales que considera primordiales, desde donde construye su teoría del desarrollo emocional primitivo. Las ideas del naturalista Charles Darwin sobre la adaptación de las especies al medio ejercen un gran influjo en la vocación investigadora del joven Winnicott («…supe de inmediato que Darwin era la horma de mi zapato», escribe), ideas que adapta inversamente: es el medio (la madre) la que se debe adaptar al hijo. De ahí surgen dos voces indivisas, la adaptación activa y el ambiente facilitador. El autor escribe:

«La inclusión del ambiente en el estudio del desarrollo emocional humano es la piedra angular del constructo teórico de Winnicott, un aspecto que modula su pensamiento y su forma de concebir la clínica psicoanalítica y el tratamiento. Este estudio del desarrollo emocional solo puede realizarse teniendo en cuenta el medio o mundo externo, en tanto que “el bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza”. El ambiente o medio ambiente o la madre, en su condición de ambiente facilitador o suficientemente bueno, es  primordial en las primeras etapas de la infancia. El medio es el que habilita el desarrollo y la maduración de las potencialidades biológicas del bebé, sobre todo durante la etapa de la dependencia absoluta» (p. 73).

De la adaptación activa, o, in extenso, la adaptación activa a sus necesidades (active adaptation to needs), apunta:

«Es una expresión que utiliza Winnicott para significar la disposición “sensible y activa” de la madre para atender las necesidades físicas y emocionales de su hijo en los primeros meses de vida. La adaptación activa de la madre a las necesidades yoicas del bebé es primordial al comienzo, en la etapa de la dependencia absoluta, para el logro de un desarrollo emocional adecuado del niño. En esta tarea, la madre (como ambiente facilitador) despliega tres aspectos de las funciones maternas (el sostén, el manejo y la presentación objetal) en calidad de madre devota de su hijo» (p. 38).

Ambos conceptos entrelazan la idea de movimiento, o mejor, de actividad compartida, tan cara al propio Winnicott.

El autor destaca que la teoría del desarrollo emocional primitivo de Winnicott ocupa el cuerpo central de su pensamiento y posee singularidad propia. En esta teoría sobresale la importancia del mundo externo o medio ambiente en la crianza del niño y el carácter evolutivo del individuo. Su modelo de crecimiento emocional lo describe en tres etapas de acuerdo con el grado de dependencia del ser humano con respecto a su medio ambiente: un desarrollo emocional que parte de la etapa de la dependencia absoluta, pasa a la dependencia relativa y de ahí a la independencia, que nunca es total. Su tesis del desarrollo emocional primitivo lo expone en su artículo «Desarrollo emocional primitivo» (1945), que presenta en la Sociedad Psicoanalítica Británica, un ensayo que constituye un hito en su obra y en el que, como pone de manifiesto Masud Khan, aparecen de forma rudimentaria todos sus conceptos posteriores como el sostén, el objeto transicional, etc.

Winnicott plantea una configuración inicial, la configuración ambiente-individuo, como punto de partida de su teoría del desarrollo emocional del individuo, cuya tesis primordial es que el «bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza». Esta configuración es la unidad inicial de la etapa de la dependencia absoluta, donde prevalece la fusión ambiente-individuo (o madre-bebé). Al principio el individuo no constituye una unidad individual sino una unidad dual, por lo que precisa de un marco determinado, de un ambiente facilitador.

Winnicott no es el primero ni el único en destacar el papel de la madre en la crianza del hijo, pero sí quien estudia su papel y sus funciones de forma más determinante. La idea de madre (o persona sustituta) como ambiente facilitador (o también: la madre-ambiente), inspirada por su doble actividad como pediatra y psicoanalista, es una de las más felices contribuciones al pensamiento psicoanalítico, en tanto que le permite desplegar un amplio estudio de las diversas funciones maternas. Lacruz escribe:

«El concepto de madre suficientemente buena, elaborado en la década de los cincuenta, es uno de los puntos fuertes de la teoría de Winnicott. Es una función materna asociada a la preocupación maternal primaria y la madre devota corriente. Con esta expresión describe a la madre «común y corriente» capaz de acomodarse a las necesidades del bebé: la madre que satisface las necesidades elementales del bebé en su estado de dependencia absoluta. Una madre que tiene una capacidad de realizar una adaptación activa, viva y sensible a las necesidades de su hijo; una madre dedicada a la crianza de su hijo. La madre que falla de un modo confiable; no de forma caótica» (p. 591).

Y destaca sus características: la madre suficientemente buena es aquella que preserva al bebé de la agonías primitivas o impensables; la que interviene en el proceso de ilusión/desilusión del bebé, modulando su omnipotencia con las frustraciones necesarias para introducirlo en el principio de realidad; la que es capaz de aceptar la omnipotencia del bebé y le permite crear el mundo; la que le ayuda a integrar el yo y a consolidar el verdadero self; aquella cuya adaptación materna no obedece a su disposición intelectual sino emocional: la que aprende de su propia experiencia de maternidad, no a lo que lee en los libros. Y añade que en esta función simbólica primordial la madre (o la persona sustituta) realiza una tarea específica o suficiente: la de ser una madre que no le provee a su hijo de todo lo que puede dar sino tan solo de lo preciso, conveniente o necesario.

El cuidado infantil o cuidado materno (mothering), es inherente a las primeras etapas de la vida –las de la dependencia absoluta y relativa–, en tanto que permite la progresiva estructuración psíquica del bebé. La interiorización de un cuidado materno confiable facilita el crecimiento armónico del bebé y lo protege de los estímulos nocivos del mundo externo. Winnicott se interesa por las funciones maternas como funciones estructurantes del psiquismo (de la subjetividad) del infans. Winnicott asigna a la madre tres funciones maternas esenciales en el cuidado infantil: el sostén (holding), el manejo o manipulación (handling) y la presentación objetal (objet-presenting). Lacruz escribe:

«Las funciones maternas ejercen la representación del ambiente facilitador (suficientemente bueno) y establecen un básico estado de confianza que determina el adecuado desarrollo emocional del bebé. Mediante estas funciones la madre provee al bebé de la suficiente confianzaseguridad, tranquilidad y estabilidad para sus logros madurativos. La constancia en el cuidado materno permite la continuidad existencial del bebé y su ingreso en el mundo de forma gradual y bien temperado» (p. 404).

Y sigue:

«Winnicott es un autor paradójico, un autor que atiende el movimiento emocional y que por lo tanto antepone el concepto de función al de sujeto (madre, padre o persona sustituta) que realiza dicha actividad especializada. La función implica una acción, un movimiento que posibilita un proceso más allá del acto biológico, que implica emocionalmente a quien realiza la tarea del cuidado infantil. En consecuencia, sostiene que las funciones maternas la pueden ejercer, indistintamente, todas aquellas personas que cuentan con una sensibilidad especial, con una capacidad de devoción: de entregarse a una función por un plazo limitado de tiempo» (p. 405).

III. La continuidad del ser: el verdadero y el falso self

Si bien Winnicott muestra un interés relevante por el papel de la madre o ambiente facilitador en la crianza del niño, en modo alguno descuida el estudio evolutivo del individuo, esto es, su continuidad del ser o continuidad existencial y su corolario, el par formado por el verdadero y el falso self. Al respecto, Lacruz escribe:

«Winnicott concibe el desarrollo del ser humano en continuo movimiento dialéctico, como un proceso, tanto en el aspecto corporal como en el de la personalidad y la capacidad para las relaciones interpersonales, familiares y sociales. Otrosí: concibe la  vida psíquica del individuo dentro de su contexto; es más, lo inscribe en el espacio transicional, que otorga –en su sentido procesual– sentido al ser. Desde el comienzo de la vida el bebé viene al mundo como un ser no integrado que trae en su herencia la tendencia al crecimiento y la maduración y sigue un proceso evolutivo de integración del yo tutelado por el ambiente facilitador materno. La continuidad del ser permite la cohesión de un verdadero self y la posibilidad de sentirse vivo y real» (p. 294).

Y añade:

«La continuidad del ser o continuidad existencial es un proceso evolutivo del desarrollo emocional que Winnicott destaca para señalar la transición del estado de ser primario al estado de Yo soy, esto es, el paso del ser al Yo soy. Un proceso que, presumiblemente, comienza con la disposición de la preocupación maternal primaria y se basa en la continuidad de la línea de la vida. Las funciones maternas generan un estado de confianza que permite la adecuada continuidad existencial del bebé» (p. 212). Winnicott lo formula así: «El bebé siendo, tiene que empezar a ser». El bebé potencial (siendo), tiene que expresar su gesto espontáneo (empezar a ser), movimiento que facilita la madre suficientemente buena y devota, que lo sostiene para seguir siendo (going on being) hasta alcanzar el estado de Yo soyLa estabilidad ambiental facilita al bebé la continuidad del ser y el gesto espontáneo, y permite edificar el verdadero self. Las fallas maternas graduales se hacen tolerables para el bebé y le preservan de estímulos indeseables, de intrusiones y rupturas en su continuidad existencial. Las interferencias o rupturas en la díada madre-bebé constituyen una distorsión temprana de la línea de la vida, una interrupción en su continuidad existencial. En el estado de ser primario –que inicialmente llama caos central– el infans es un bebé potencial que precisa de los cuidados maternos para el despliegue de su gesto espontáneo. En consecuencia, el gesto espontáneo es la expresión del sentimiento de continuidad existencial.

El propio Winnicott comenta que el vocablo self originariamente no es un término psicológico, sino una palabra que todos los ingleses usan a diario. El self es una expresión que amalgama la mismidad con la otredad, lo personal con lo interpersonal o intersubjetivo, y que el propio autor –con buen criterio– decide mantener en su grafía inglesa. El self «es la persona que soy yo y solamente yo», dice Winnicott. Idea que se apoya en el concepto freudiano de yo, del que deriva el carácter reflexivo de la propia existencia. Este concepto clave de su teoría está siempre articulado en una relación dinámica entre el verdadero self y el falso self. El verdadero self es la expresión más íntima y real del individuo y su acción determina el gesto espontáneo; mientras que el falso self protege al verdadero self. El falso self normal o adaptativo es consecuencia de la adecuación a las normas y reglas sociales. Y el falso self patológico, en el que predomina la escisión, implica sumisión y acatamiento; el falso self impide la existencia del verdadero self, provoca la inviabilidad del sentimiento de vivir. Winnicott emplea diversas formas de expresión para describir el self: habla de self central, que está en el origen del individuo desde el comienzo, y que gracias a la provisión ambiental se transforma en verdadero self o núcleo de la persona; también habla de self unitario o total cuando se ha producido la integración del individuo. En el capítulo «El juego: actividad creadora y búsqueda del self» de Realidad y juego (1971), Winnicott escribe: «En el juego, y solo en él, puede el niño o el adulto crear y usar toda la personalidad, el individuo descubre su self solo cuando se muestra creador» (p. 80).

En Winnicott los conceptos de verdadero y falso self son indisociables y ordenan la estructura psíquica del individuo de forma dialéctica, a modo de dos polos del self. Lacruz escribe:

«El verdadero self describe lo original e inédito de cada individuo, lo más íntimo y real de uno mismo, el núcleo del ser humano. Responde al sentimiento de identidad y a la autoconciencia de la propia existencia. Su acción determina el gesto espontáneo que permite al individuo explorar, descubrir y habitar el mundo. El falso self protege al verdadero self y establece la formalidad en la convención social. Winnicott lo define como una reacción defensiva frente a la intrusión ambiental –es decir, que surge de la falla de la función materna–, cuya función consiste ocultar y proteger al verdadero self. El falso self abarca un arco que va desde la adaptación funcional hasta la formación de estructuras defensivas patológicas. El falso self normal responde a una conducta social adaptativa (a una sociabilidad), mientras que el falso self patológico produce una sensación de irrealidad y un sentimiento de futilidad. El falso self adaptativo y el patológico responden a un arco de mayor o menor gradación de salud» (p. 901).

Winnicott diferencia entre un falso self normal y un falso self patológico, que recorre un gradiente suficientemente claro como para ofrecer un criterio diagnóstico. Sobre estas dos relevantes formas de manifestarse el falso self, Lacruz comenta:

«El falso self normal supone una organización defensiva en la que se asumen prematuramente las funciones de cuidado y protección maternas, de modo que el niño se adapta al ambiente y, simultáneamente, protege y oculta su verdadero self. Se materializa mediante las identificaciones del bebé con las personas significativas, de las que incorpora sus costumbres, sus valores, sus ideales, etc. El falso self patológico se origina en fallos precoces y repetidos de adaptación ambiental que inhibe o anula la expresión del verdadero self. Empero, si no se desarrolla un intelecto escindido se forma un falso self normal, que se traduce en conductas sociales de cortesía, de buenos modales y, en mayor o menor grado, de adopción de estereotipos y convenciones sociales» (p. 905).

La defensa constituida por el falso self oscila en una escala que va desde lo que Winnicott describe en 1952, en su grado minor, como «el aspecto cortés y socialmente adaptado de la personalidad sana», y el falso self escindido y sumiso que es patológico para el desarrollo del niño.

IV. Aportes clínicos: su vórtice, el balance sostén / interpretación

Para Winnicott, el tratamiento se da en la superposición de dos zonas de juego: la del paciente y la del terapeuta; de dos personas que juegan juntas, «tratando de transformar en terreno de juego el peor de los desiertos», según Michel Leiris. Entre sus contribuciones a la clínica y a la técnica psicoanalítica destacan dos conceptos plenamente interrelacionados en su tarea como son el sostén y la interpretación. El sostén humano (human holding) es el prototipo de todo el cuidado materno, esencial para el desarrollo emocional temprano y la continuidad existencial del bebé. El término procede del verbo hold: sostener; amparar, contener. La expresión "sosteniendo al bebé" la toma Winnicott de una expresión coloquial inglesa que alude a alguien que coopera con otro en una tarea, se marcha y le deja a uno sosteniendo el bebé. Lacruz escribe:

«La función materna de sostén o sostenimiento es un factor básico del cuidado infantil que corresponde al hecho de sostener (física y emocionalmente) de manera apropiada al yo inmaduro del bebé. Alude tanto al hecho físico de coger en sus brazos al bebé como a la forma de mirarlo. El sostén materno trata de prolongar sin solución de continuidad el devenir de la vida intrauterina y la  extrauterina del bebé. Esta función ambiental abarca la totalidad de los cuidados en la etapa de la dependencia absoluta y posibilita la integración psicosomática del bebé, el logro del self unitario» (p. 828).

El sostén permite la integración y el sentimiento de unidad corporal del bebé al mantener un íntimo contacto físico y emocional con la madre, cuando lo acaricia, lo acuna, lo nombra, etc. Es una expresión de amor de la madre que está en la base de la experiencia de ser y de sentirse real del bebé. Winnicott considera que el desarrollo del bebé solo puede tener lugar en relación con la confianza humana generada por el sostén y el manejo, frente a la irrupción pulsional y la intrusión ambiental. El sostén implica la disposición materna respecto a la sensibilidad del bebé. La madre realiza una adaptación activa a las necesidades psíquicas y corporales del bebé, en orden al tacto, presión, temperatura, visión, audición, acción de la gravedad, etc.. Un adecuado sostén favorece lo potencial del bebé y su creatividad; le protege de los peligros del exterior ya que le permite construir una membrana limitante que diferencia el yo del no yo. La falla del sostén determina una sensación de caída interminable, de agonías impensables, de amenaza de aniquilamiento.

En «Variedades de psicoterapia», en relación con la tarea terapéutica, Winnicott plantea la tesis de que lo que se hace en la terapia equivale a un intento de imitar el proceso natural del cuidado materno. Winnicott hace equivalente el sostén al encuadre. En consecuencia, la labor primordial del terapeuta consiste en sostener al paciente. Un ejemplo de primera mano del modo de trabajar de Winnicott, concretamente de la forma en que sostiene a sus pacientes, se encuentra en el libro Relato de mi análisis con Winnicott (1985) de la psicoanalista Margaret Little. Después de varios análisis infructuosos, Little –miembro de la Sociedad Psicoanalítica Británica y «psicótica borderline», según se  describe en su libro–, tras escuchar a Winnicott en alguna de las reuniones científicas (en 1948 y 1949), escribe: «sentí que estaba frente a alguien que podría ayudarme».

El otro concepto nuclear en Winnicott es el de la interpretación. Lacruz apunta:

«Winnicott realiza su propia contribución a la teoría de la técnica psicoanalítica en cuanto a la interpretación, cuya función primordial consiste en favorecer sucesivas integraciones en el paciente. Winnicott es un autor cauteloso ante el énfasis otorgado en la comunidad psicoanalítica a la interpretación terapéutica. En su clínica le asigna un lugar equivalente al sostén terapéutico, por lo que se desmarca del furor interpretandi imperante en la Sociedad Psicoanalítica Británica», y sigue: «De entrada parte de que el paciente y el terapeuta deben ser capaces “de jugar juntos”, ya que la interpretación se crea y se recrea dentro del área de juego compartido que ordena el espacio transicional y que se basa en la paradoja de lo creado de nuevo. Y para que pueda ser creada y usada por el paciente se precisa de un sostén terapéutico de confianza y seguridad. Para Winnicott, las intervenciones del analista son asistencias u objetos transicionales que el paciente transforma y “puede sorprenderse a sí mismo”» (p. 461). 

Previo a la formulación de una interpretación, tanto el paciente como el analista debe ser capaces de jugar, deben crear una común zona de insight. Para Winnicott, la interpretación solo puede ser enunciada dentro del área de juego compartido, una zona que se crea a partir de la confianza mutua. En consecuencia, la interpretación no se debe realizar fuera del área de juego. Cuando el paciente carece de la capacidad de jugar, se bloquea toda posibilidad de insight y de progreso personal. De ahí que toda interpretación establecida fuera de la zona de superposición de juego determina una resistencia. El juego implica espontaneidad, cuyo reverso es el acatamiento, la sumisión o la aquiescencia. La imposibilidad de jugar en la terapia oblitera el gesto espontáneo del paciente y aborta todo proceso de crecimiento personal.

El fundamento de toda interpretación es que el paciente haga insight de sus conflictos internos. En términos winnicottianos, el objetivo terapéutico consiste en favorecer el ser y el hacer del paciente, su vivir creador; en facilitar las integraciones de la continuidad existencial, para que se sienta vivo y real. Si la interpretación se realiza fuera del espacio transicional (o de juego), aparecen las resistencias; si el paciente «carece de capacidad para jugar, la interpretación es inútil o provoca confusión», escribe en Realidad y juego. Más adelante, Lacruz escribe:

«El modelo de la asociación libre y la atención flotante de Freud, en Winnicott cobra sentido en la superposición de dos zonas de juego: la del paciente y la del terapeuta. Para Winnicott, y esto es central en su pensamiento, se crea en el espacio transicional. Un espacio potencial que implica una zona de insight y, sensu contrario, desautoriza la creencia ilusoria de la propiedad de la autoría interpretativa en el analista. A partir de la paradoja de lo creado de nuevo, la interpretación es como un objeto encontrado y creado a la vez por el paciente. En consecuencia, el terapeuta opera como el asistente de la interpretación creativa generada por el propio paciente» (p. 465).

Winnicott destaca dos tipos de interpretación: las interpretaciones inteligentes y las interpretaciones reflejadas. Las primeras son interpretaciones que aun siendo correctas o acertadas son autocomplacientes porque vulneran la capacidad de insight del paciente. Son interpretaciones inadecuadas, que no tienen en cuenta la capacidad de asimilación del paciente: inhiben su creatividad y su espontaneidad y le impiden su autocrecimiento. Le roban al paciente su capacidad de jugar. Se trata de interpretaciones que satisfacen al analista o que se ajustan a su teoría, pero no al paciente. Winnicott las contrapone a las interpretaciones reflejadas, que son interpretaciones en las que el analista refleja las comunicaciones del paciente. Un tipo de interpretación en la que el paciente hace un reconocimiento de sí mismo a través del otro, mediante identificaciones cruzadas. El analista opera como espejo donde identificarse el paciente. Este tipo de interpretación favorece su capacidad de insight.

V. Modelos terapéuticos: consulta terapéutica psicoanálisis a demanda

Dentro del fecundo proceso creativo de Winnicott destacan sus dos modelos terapéuticos desarrollados a lo largo de su trayectoria clínica. Uno, la consulta terapéutica; otro, el psicoanálisis a demanda. La consulta terapéutica (therapeutic consultations) es una modalidad terapéutica desarrollada por Winnicott en su consultorio de Pediatría (Departamento de Psicología) del Hospital Paddington Green Children’s. Es una modalidad de primera entrevista con objetivos diagnósticos y terapéuticos a tiempo limitado (de uno a tres encuentros), en la que se aprovecha la «capacidad para creer [del paciente], en una persona que lo ayude y lo comprenda», el carácter sagrado de la ocasión. Es una respuesta adaptada del servicio de Psicología del hospital para facilitar una cobertura asistencial lo más amplia posible ante la imposibilidad de atender a toda la demanda clínica, en especial en aquellos casos que exigen a los consultantes un desplazamiento de su lugar de residencia. No en vano el lema de su clínica es: ¿Qué es lo menos que se puede hacer?

El psicoanálisis a demanda es una modalidad de psicoanálisis donde la frecuencia de las sesiones no se establece desde el habitual plazo fijado de antemano, sino a demanda del consultante. El método a demanda es una técnica que se adapta a las necesidades del paciente, que inscribe un proceso de juego en la dupla analítica, y que atiende la tensión creativa surgida en la transferencia. En esta modalidad de encuadre terapéutico, a caballo entre el psicoanálisis clásico y la consulta terapéutica, es paradigmático el caso de Piggle (Gabrielle, una niña de 2 años y 4 meses). El libro The Piggle (en castellano, Psicoanálisis de una niña pequeña), publicado en 1977, recoge las entrevistas y el curso de la cura de Gabrielle, en el que Winnicott despliega su fértil talento clínico y pone en juego buena parte de sus más importantes descubrimientos: el espacio transicional, el jugar, el sostén, la adaptación activa a la necesidad, la madre suficientemente buena, el squiggle, la capacidad de estar a solas, el uso de un objeto…

VI. Una teoría de la locura y de la salud

La teoría de locura de Winnicott es amplia y abarcativa y no se circunscribe únicamente a la oposición entre locura y cordura sino que atiende el vínculo entre locura (sana) y salud. Para este autor locura no equivale a psicosis. Considera locura que alguien exija que se acepte como objetiva su subjetividad, esto es, imponer a otros la propia visión del mundo. En su modelo paradójico, locura y cordura (excesiva) pueden ser sinónimos, así como cierto grado de locura puede ser una forma de salud. De esta dialéctica surge el dictum winnicottiano: «Lo cierto es que la mera cordura equivale a la pobreza», en cuyo extremo se sitúa su conocida proposición: «En verdad que somos pobres si solo estamos cuerdos». Lacruz comenta:

«Winnicott parte de un criterio que atiende el movimiento entre estados de integración, no integración y desintegración, superando la dialéctica reduccionista del convencional par locura-cordura. Para él hay estados emocionales intermedios, como ciertos estados de cordura (por ejemplo, la huida hacia la cordura), esto es, de rigidez mecánica y de total certidumbre que no implican salud; o ciertos estados de locura (la huida hacia la locura), por ejemplo, la preocupación maternal primaria, que considera una enfermedad normal de las madres, que denotan salud» (p. 570).

En «Los casos de enfermedad mental» (1963), tras aludir a la psicosis, escribe: «Además, la locura está relacionada con la vida cotidiana. En la locura en vez de la represión encontramos, a la inversa, los procesos de instauración de la personalidad y de diferenciación del self. Esta es la materia prima de la locura» (Winnicott [1965] El proceso de maduración en el niño, p. 269)

La clínica de Winnicott es esencialmente la clínica de la locura, stricto sensu, de la psicosis. Una clínica que engloba la esquizofrenia, lo esquizoide, lo borderline y otras patologías graves. Unas afecciones cuya etiología sitúa en la falta de sostén adecuado en la etapa de la dependencia absoluta de la primera infancia. En la conferencia «Variedades de psicoterapia» (1961), se apoya en un feliz aforismo de su colega John Ryckman para describir sus propias ideas: «La locura es la incapacidad de encontrar a alguien que nos aguante». En la década de los sesenta, Winnicott establece su teoría de la locura. Lo hace a partir de su tesis formulada en «El miedo al derrumbe» (circa 1963), que corresponde a un derrumbe ya vivido, y que enlaza sin solución de continuidad con la idea del miedo a la locura. En «La psicología de la locura: una contribución psicoanalítica», trabajo preparado para la Sociedad Psicoanalítica Británica, en octubre de 1965, formula su concepto de miedo a la locura.

Por el contrario, otro de sus grandes intereses teóricos es la salud, a la que dedica buena parte de su obra. Para Winnicott, la salud tiene un valor per se, es «el punto de partida de una vida sana»; es un derivado armónico de las experiencias de la díada madre-hijo en las primeras etapas de la vida. La salud está ligada a la creatividad y cobra expresión a través de la capacidad de jugar, lo que habilita el gesto espontáneo del niño así como la madurez adecuada para la vida adulta. Para él, abarca tanto la salud individual como la colectiva, la salud de la sociedad; la madurez completa del individuo no es posible en un ámbito social carente de libertad. Indistintamente habla de salud, individuo sano, salud psiquiátrica o riqueza psíquica.

Lacruz escribe:

«La salud es producto de un buen cuidado infantil que permite la continuidad existencial del bebé y un desarrollo emocional integrado y armónico. Se facilita la creatividad primaria con la que se construyen los objetos y el mundo propio. La salud determina el logro de un crecimiento individual orientado hacia la realización y la riqueza psíquica acorde con la edad cronológica; responde al vivir integrado, al habitar la psique el propio cuerpo y a dar continuidad a la experiencia de ser. El vivir “la propia vida” implica asumir la responsabilidad de los éxitos y de los fracasos» (p. 787).

En el artículo «Deformación del yo en términos de un verdadero y un falso self» (1960), Winnicott plantea que «la salud se halla estrechamente ligada con la capacidad individual para vivir en una zona intermedia entre el sueño y la realidad y que recibe el nombre de vida cultural» (Winnicott [1965] El proceso de maduración en el niño, p. 181). Según Winnicott es mucho más difícil tolerar la salud que la enfermedad. Y afirma que «la salud es tolerante con la mala salud». Salud implica integrar los diversos aspectos de la naturaleza humana, incluidos los agresivos, y adquirir la capacidad de preocuparse por los otros (concern), es decir, reconocerlos como personas totales y poder amarlos y odiarlos adecuadamente. Considera que la conservación de un adecuado balance de integración/no integración opera como riqueza psíquica. Winnicott parte de la evaluación de la parte sana del paciente para la dirección de la cura; y, en última instancia, promueve la autocuración, a partir de los propios recursos del paciente.

La laxitud del concepto de locura en Winnicott, dentro de la movilidad del par locura-cordura, ofrece una nueva noción: la huida hacia la cordura. Es decir, la respuesta emocional de algunos individuos con dificultad para aceptar temporalmente cierto estado de no integración, que les impulsa a una rigidez defensiva en su comportamiento, a una conducta mecánica. Winnicott especifica que la huida a la cordura no equivale a salud, sino que implica rigidez y disposición mecánica. Los sujetos denominados normópatas. En «El concepto de individuo sano» (1967), en el epígrafe titulado «La huida a la cordura», comenta:

«Debemos recordar que la huida a la cordura no equivale a salud. La salud es tolerante con la mala salud: de hecho, le resulta provechoso estar en contacto con la mala salud en todos sus aspectos, especialmente con la enfermedad llamada esquizoide, y también con la dependencia» (Winnicott [1986] El hogar, nuestro punto de partida, p. 40).

En este mismo artículo Winnicott recuerda que existe «una elevada proporción de personas que ocultan exitosamente una relativa necesidad de sufrir un colapso» por falla de la provisión ambiental temprana, pero que no lo sufren hasta que no interviene un factor desencadenante ambiental.

VII. Post scriptum: alcances y conclusiones

Saludamos la aparición del libro Donald Winnicott: vocabulario esencial en tanto que viene a ocupar un lugar principal en la bibliografía del autor, por su largura y profundidad, y, sobre todo, porque pone en valor la obra de Donald Winnicott dentro del campo psicoanalítico –junto a la de Freud, Klein, Lacan, Kohut, Bion y otros grandes psicoanalistas–, a nuestro modo de ver escasamente atendida –y peor leída– en nuestro medio, pero que, sin duda, ilumina el camino del siglo XXI. Una obra que, por su capacidad de jugar con las ideas y el pensamiento winnicottiano, se ofrece como una filosofía de vida, siendo sus dos principales objetivos la salud y la libertad humana.

La primera impresión que se desprende tras la lectura de este libro, ab initio, es la capacidad del autor para poner en relación los conceptos descritos en las distintas voces que lo componen, voces que salen al encuentro del lector para interpelarle sobre sus ideas y fecundarle en numerosos aspectos de la clínica, y no sólo de ésta, sino, fundamentalmente, de la naturaleza humana, de la vida. En Winnicott, el eje formado por la paradoja, la creatividad, el jugar y la transicionalidad –como bien subraya Javier Lacruz en las páginas de este libro–, son el motor de arranque de todo un corpus teórico-clínico, o mejor, de una filosofía articulada con la obra de Darwin, Bergson, Freud, Klein y otros, que da cuenta de la complejidad del individuo humano y su indeclinable razón de ser expresada a través de su gesto espontáneo.

En resolución, nos consta que en esta tarea de largo aliento de desbrozar la obra de Winnicott con fines divulgativos realizada por el psiquiatra Javier Lacruz, es una forma de compartir su experiencia del conocimiento de la obra winnicottiana y, ante todo, una forma de participar en una fecundación cruzada con el lector atento a la misma. No en vano ubica la siguiente cita tomada de El hogar, nuestro punto de partida en el colofón del libro: «Todo esto les parecerá a ustedes un embrollo. Pero a mí me satisface el simple hecho de tomar parte en un ejercicio de fertilización cruzada. ¿Quién sabe qué clase de híbrido puede resultar este mestizaje?».