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Paz y Ciencia
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martes, 1 de junio de 2021

Winnicott. El brillante pediatra juguetón

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta. Zaragoza Gran Vía y Online. Teléfono: (+34) 653 379 269.                    Instagram: @psicoletrazaragoza.                Website: www.rcordobasanz.es

Winnicott al igual que todos los psicoanalistas teóricos y clínicos, está interesado en conocer los procesos y fenómenos involucrados en la constitución, desarrollo y funcionamiento que ocurren en el aparato psíquico de un individuo, así como también sus posibles patologías (Stutman, 2017).

A lo largo de su carrera, Winnicott desarrolla un pensamiento propio de gran relevancia en el ámbito psicoanalítico, a partir de diversos conceptos provenientes tanto de la influencia kleiniana como de posturas más ortodoxas dentro de la obra psicoanalítica. Concuerda con que gran parte de los trastornos psicoemocionales de los niños encontraban su origen en la primera infancia. No obstante, su explicación acerca de la causa de estos trastornos no la localizó en el complejo de edipo; su explicación al respecto se basa en las experiencias vinculares de los primeros meses de vida (Naxete, 2017).

Uno de los grandes aportes de Winnicott es profundizar en el conocimiento sobre el desarrollo psíquico del bebé. Su teoría queda expuesta en su publicación de 1945, “Desarrollo emocional primitivo”.

Su obra se centra en la relación diádica madre-hijo, considerando al padre un sostén para el mantenimiento del núcleo familiar. La madre es una figura fundamental en el desarrollo psicológico del menor, siendo la conducta emocional de ésta la que va a determinar si el el bebé puede alcanzar su verdadero self al servirle de yo auxiliar (Castillero, 2017).

“no existe bebe sin su madre”

Su teoría contempla varios aspectos:

a. No-integración y dependencia absoluta

Esta emocionalidad primitiva correspondería al estado del niño al nacer, encontrándose en un estado de no integración y de dependencia absoluta con la madre o figura sustituta, de quien requiere sus cuidados para sobrevivir. Winnicott explica que el individuo al nacer se encuentra en una relación de dependencia absoluta con su madre y en la medida que va creciendo se dirigirá hacia una forma de ser personal con características únicas. Esto último ocurrirá en la medida que la madre-ambiente lo facilite y lo haga posible (ambiente facilitador).

b. “Madre suficientemente buena”

Continuando con su teoría del desarrollo, Winnicott reflexiona acerca de lo fundamental de la existencia de un ambiente facilitador y de una madre suficientemente buena. Serían estos dos conceptos cruciales al intentar explicar los requisitos necesarios para que el bebé se desarrolle saludablemente. Lo suficientemente buena implica fallos y pequeños lapsos de ausencia inevitables en un comienzo, que frustrarán mínimamente al bebé, pero que contribuirán a su desarrollo psíquico. Las ausencias muy breves (no poder recurrir automáticamente a la satisfacción inmediata del bebé) o los fallos pequeños (no siempre conocer la razón del llanto o demanda de su hijo) progresivamente permitirán que se incorpore la continuidad existencial del objeto y del sí mismo, es decir, poco a poco el bebé logra tolerar estos fallos y ausencias sin la sensación de desgarramiento inicial, pues va incorporando el hecho de que la madre siempre estará y él no se desintegrará ante la frustración (Naxete, 2017).

La ruptura o interrupción de la continuidad existencial puede conllevar grave psicopatología en el futuro, por lo que el exceso de frustración (falla o ausencia exagerada de la madre) resulta nocivo para la continuidad indemne del desarrollo. En otras palabras, es la madre la que otorga la continuidad del existir, de lo contrario surge una angustia insoportable, una angustia de carácter psicótica. Son las defensas a esta angustia lo que da lugar a distintas patologías, impidiendo el gradual aumento de la integración del sujeto, la que como ya dijimos surge desde el estado de dependencia absoluta, si la madre-ambiente así lo permite.

c. Funciones maternales

Holding y Handling

Otro aspecto que toma muy en cuenta es el holding o conducta de sostenimiento de la madre hacia el bebé, que permite que este adquiera seguridad y que se siente amado permitiendo que integre la representación de sí mismo y de los demás (Castillero, 2017).

En la medida que esto ocurre, el psiquismo del bebé va alcanzando mayores niveles de integración y personalización. En la medida que transcurre el tiempo y se van dando los requisitos mencionados, el bebé va percibiéndose como una unidad cada vez más diferenciada de la madre, comprendiendo además que su cuerpo le pertenece, lo cual implica la integración además de su propio esquema corporal, reconociendo que hay sensaciones que son sólo de él. Para esto último, es esencial el handling de la madre, es decir la manipulación que hace del cuerpo de su bebé al bañarlo, cambiarlo, vestirlo, entre otros lo cual responde a la correspondencia entre fantasía y realidad, en la medida que la madre pueda adaptarse a las necesidades bio-emocionales del bebé. Poco a poco devendrá la desadaptación gradual que permitirá el ingreso del principio de realidad al psiquismo del bebé (Naxete, 2017).

Presentación objetal

Es el modo de presentación del objeto, accesibilidad, disponibilidad, posibilidades de manipulación y utilización, que determinan cómo se le presenta la realidad al bebé (Riveros, 2013):

· El bebé (siempre posibilitado por la madre) comienza a relacionarse con el mundo a través de determinados objetos.

· La madre provee al bebé los elementos de la realidad con qué construir la imagen psíquica del mundo externo (juguetes y objetos de apego).

d. Ilusión de Omnipotencia

Una vez que se dan las variables anteriores y el niño logra la integración del sí mismo y se apropia paulatinamente de su esquema corporal, desarrolla una ilusión de omnipotencia. El niño por tanto fantasea con que él es capaz de crear a los objetos que lo satisfacen. En este proceso necesario marcado por la ilusión de omnipotencia, el bebé cree que la madre siempre estará o aparecerá cuando él lo necesite. Esto último también es fundamental para el desarrollo de un psiquismo sano, es decir, el bebé debe estar en una posición de satisfacción tal, que le permita fantasear con su omnipotencia en relación a los objetos.

Será por tanto esta ilusión de omnipotencia la que creará el objeto (pecho-madre que aún no están diferenciados de la unidad psique-soma del bebé) al que luego con el tiempo y la personalización podrá amar como objeto diferenciado. Lo cual compete a la fantasía y realidad, en la medida que la madre pueda adaptarse a las necesidades bio-emocionales del bebé, poco a poco devendrá la desadaptación gradual que permitirá el ingreso del principio de realidad al psiquismo del bebé.

Fases del desarrollo psíquico

Winnicott establece que a lo largo del desarrollo el ser humano pasa por diferentes fases, existe en un primer momento una dependencia absoluta del bebé hacia los progenitores en la que no es capaz de contener la angustia, para a partir de los seis meses empezar a ser consciente de la necesidad de éstos y sus cuidados y a expresar su necesidad, hasta que finalmente se va avanzando hacia una independencia cada vez mayor (Castillero, 2017).

domingo, 30 de mayo de 2021

Camus en Rebeldía

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Psicoanalista. Zaragoza. Gran Vía Y Online. rcordobasanz@gmail.com  Website: Conóceme IG: @psicoletrazaragoza Teléfono: (+34) 653 379 269

Texto de Albert Camus, publicado en 1951, y que examina tanto la rebeldía como la revuelta, que para Camus deben ser vistas como un mismo fenómeno manifestado en el ámbito personal y social respectivamente.

*****  
Por:  Albert Camus

¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese “no”?


Significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta ahora, sí; en adelante, no”, “vas demasiado lejos”, y también “hay un límite que no pasaran”. En suma, ese “no” afirma la existencia de una frontera. Vuelve a encontrarse la misma idea de límite en ese sentimiento del rebelde de que el otro “exagera”, de que no extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le hace frente y lo limita. Así, el movimiento de rebelión se apoya, al mismo tiempo, en el rechazo categórico de una intrusión juzgada intolerable y en la certidumbre confusa de un buen derecho; más exactamente, en la impresión del rebelde de que “tiene derecho a…”. La rebelión va  acompañada de la sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. En esto es en lo que el esclavo rebelado dice al mismo tiempo sí y no. Afirma, al mismo tiempo que la frontera, todo lo que sospecha y quiere conservar más acá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que “vale la pena de…”, que exige vigilancia. De cierta manera opone al orden que le oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir.


Al mismo tiempo que la repulsión con respecto al intruso, hay en toda rebelión una adhesión entera o instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo. Hace, pues, que intervenga implícitamente un juicio de valor, y tan poco gratuito que lo mantiene en medio de los peligros. Hasta entonces se callaba, por lo menos, abandonado a esa desesperación en que se acepta una situación aunque se la juzgue injusta. Callarse es dejar creer que no se juzga ni se desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto. La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor. ¿Se trata por lo menos de un valor?


Por confusamente que sea, una toma de conciencia nace del movimiento de rebelión: la percepción, con frecuencia evidente, de que hay en el hombre algo con lo que el hombre puede identificarse, al menos por un tiempo. Esta identificación no era sentida realmente hasta ahora. El esclavo sufría todas las exacciones anteriores al movimiento de rebelión. Y hasta con frecuencia había recibido sin reaccionar órdenes más indignantes que la que provoca su negativa. Era con ellas paciente; las rechazaba, quizá, en sí mismo, pero puesto que callaba, era más cuidadoso de su interés inmediato que consciente todavía de su derecho. Con la pérdida de la paciencia con la impaciencia, comienza, por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que era aceptado anteriormente. Ese impulso es casi siempre retroactivo. El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebelión lo lleva más allá de donde estaba en la simple negación. Inclusive rebasa el límite que fijaba a su adversario, y ahora pide que se le trate como igual. Lo que era al principio una resistencia irreductible del hombre, se convierte en el hombre entero que se identifica con ella y se resume en ella. Esa parte de sí mismo que quería hacer respetar la pone entonces por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, inclusive a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. Instalado anteriormente en un convenio, el esclavo se arroja de un golpe (“puesto que es así…”) al Todo o Nada. La conciencia nace con la rebelión.


Pero se ve que es conciencia, al mismo tiempo, de un “todo” todavía bastante oscuro y de una “nada” que anuncia la posibilidad de que se sacrifique el hombre a ese todo. El rebelde quiere serlo todo, identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado; o nada, es decir, encontrarse definitivamente caído por la fuerza que le domina. Cuando no puede más, acepta la última pérdida, que le supone la muerte, si debe ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir de rodillas.


El valor, según los buenos autores, “representa las más de las veces un paso del hecho al derecho, de lo deseado a lo deseable (en general, por intermedio de lo comúnmente deseado)”. El paso al derecho queda manifiesto, según hemos visto, en la rebelión. Igualmente el paso del “sería necesario que eso fuese” al “quiero que eso sea”. Pero más todavía, quizá, esa noción de la superación del individuo en un bien en adelante común. El surgimiento del Todo o Nada muestra que la rebelión, contrariamente a la opinión corriente, y aunque nazca en lo que el hombre tiene de más estrictamente individual, pone en tela de juicio la noción misma de individuo. Si el individuo, en efecto, acepta morir, y muere en la ocasión, en el movimiento de su rebelión, muestra con ello que se sacrifica en beneficio de un bien del que estima que sobrepasa a su propio destino. Si prefiere la probabilidad de la muerte a la negación de ese derecho que defiende es porque coloca a este último por encima de sí mismo. Obra, por lo tanto, en nombre de un valor que, aun siendo todavía confuso, al menos tiene de él el sentimiento de que le es común con todos los hombres. Se ve que la afirmación envuelta en todo acto de rebelión se extiende a algo que sobrepasa al individuo en la medida en que lo saca de su soledad supuesta y le proporciona una razón de obrar. Pero importa observar ya que este valor que existe antes de toda acción, contradice las filosofías puramente históricas, en las cuales el valor es conquistado (si se conquista) al término de la acción. El análisis de la rebelión conduce, por lo menos, a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay en uno nada permanente que conservar? El esclavo se alza por todas las existencias al mismo tiempo cuando juzga que con tal orden se niega algo que hay en él y que no le pertenece a él solo, sino que constituye un lazo común en el cual todos los hombres, hasta el que le insulta y le oprime, tienen una comunidad preparada


Dos observaciones apoyarán este razonamiento. Se advertirá ante todo que el movimiento de rebelión no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de esas determinaciones, y en su impulso más profundo, el rebelde no preserva nada, puesto que pone todo en juego. Exige, sin duda, para sí mismo el respeto, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural.


Observemos después que la rebelión no nace solamente, y forzosamente, en el oprimido, sino que puede nacer también ante el espectáculo de la opresión de que otro es víctima. Hay, pues, en este caso identificación con el otro individuo. Y hay que precisar que no se trata de una identificación psicológica, subterfugio por el cual el individuo sentiría imaginativamente que es a él a quien se hace la ofensa. Puede suceder, por el contrario, que no se soporte el ver cómo se infligen a otros ofensas que nosotros mismos hemos sufrido sin rebelarnos. Los suicidios de protesta en el presidio, entre los terroristas rusos a cuyos camaradas se azotaba, ilustran este gran movimiento. Tampoco se trata del sentimiento de la comunidad de intereses. Podemos encontrar indignamente, en efecto, la injusticia impuesta a hombres que consideramos adversarios. Hay solamente identificación de destinos y toma de partido. El individuo no es, por lo tanto, por sí solo, el valor que él quiere defender. Son necesarios, para componerlo, por lo menos todos los hombres. En la rebelión el hombre se supera en sus semejantes, y, desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica. Simplemente, no se trata por el momento sino de esa especie de solidaridad que nace de las cadenas.


Todavía se puede precisar el aspecto positivo del valor presunto en toda rebelión comparándolo con una noción enteramente negativa como la del resentimiento, tal como la ha definido Scheler. En efecto, el movimiento de rebelión es más que un acto de reivindicación, en el sentido fuerte de la palabra. El resentimiento está definido muy bien por Scheler como una autointoxicación, la secreción nefasta, en vaso cerrado, de una impotencia prolongada. La rebelión, por el contrario, fractura al ser y le ayuda a desbordarse. Libera oleadas que, de estancadas, se hacen furiosas. Scheler mismo acentúa el aspecto pasivo del resentimiento, observando el gran lugar que ocupa en la psicología de las mujeres, destinadas al deseo y a la posesión. En las fuentes de la rebelión hay, por el contrario, un principio de actividad superabundante y de energía. Scheler tiene también razón cuando dice que la envidia colorea fuertemente al resentimiento. Pero se envidia lo que no se tiene, en tanto que el rebelde defiende lo que es. No reclama solamente un bien que no posee o que le hayan frustrado. Aspira a hacer reconocer algo que tiene y que ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como más importante que lo que podría envidiar. La rebelión, no es realista. Siempre, según Scheler, el resentimiento se convierte en arribismo o en acritud, según crezca en un alma fuerte o débil. Pero en ambos casos se quiere ser lo que no se es. El resentimiento es siempre resentimiento contra sí mismo. El rebelde, por el contrario, en su primer movimiento, se niega a que se toque lo que él es. Lucha por la integridad de una parte de su ser. No trata ante todo de conquistar, sino de imponer.


Parece, en fin, que el resentimiento se deleita de antemano con un dolor que querría que sintiese el objeto de su rencor. Nietzsche y Scheler tienen razón al ver una bella ilustración de esta sensibilidad en el pasaje en que Tertuliano informa a sus lectores que en el cielo la mayor fuente de felicidad entre los bienaventurados será el espectáculo de los emperadores romanos consumidos en el infierno. Esta felicidad es también la de las buenas gentes que iban a presenciar las ejecuciones capitales. La rebelión, por el contrario, en su principio, se limita a rechazar la humillación sin pedirla para los demás. Acepta también el dolor para uno mismo, con tal que su integridad sea respetada.


No se comprende, pues, por qué Scheler identifica absolutamente el espíritu de rebelión con el resentimiento. Su crítica del resentimiento inherente al humanitarismo (del cual trata como de la forma no cristiana del amor a los hombres) podría aplicarse quizá a ciertas formas vagas de idealismo humanitario, o a las técnicas del terror. Pero falla en lo concerniente a la rebelión del hombre contra su condición, al movimiento que alza al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Scheler quiere demostrar que el humanitarismo va acompañado del odio al mundo. Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a los seres en particular. Esto es justo en algunos casos, y se comprende mejor a Scheler cuando se ve que el humanitarismo está representado, según él, por Bentham y Rousseau. Pero la pasión del hombre por el hombre puede nacer de algo que no sea el cálculo aritmético de los intereses, o de una confianza, por lo demás teórica, en la naturaleza humana. Frente a los utilitaristas y al preceptor de Emilio existe, por ejemplo, la lógica encarnada por Dostoievsky en Iván Karamázov, que va del movimiento de rebelión a la insurrección metafísica. Scheler, que lo sabe, resume así esta concepción: “No hay en el mundo bastante amor para que se malgaste en otro que el ser humano”. Aunque esta proposición fuese cierta, la desesperación vertiginosa que supone merecería algo más que el desdén. En realidad, desconoce el carácter desgarrado de la rebelión de Karamázov. El drama de Iván, por el contrario, nace de que hay demasiado amor sin objeto. Como este amor queda sin empleo, y Dios es negado, se decide entonces transportarlo al ser humano en nombre de una generosa complicidad.


Por lo demás, en el movimiento de rebelión, tal como lo hemos encarado hasta ahora, no se elige un ideal abstracto, por pobreza de corazón, y con un fin de reivindicación estéril. Se exige que sea considerado lo que en el hombre no puede reducirse a la idea, esa parte ardorosa que no puede servir sino para ser. ¿Quiere decir esto que ninguna rebelión esté cargada de resentimiento? No, y lo sabemos harto bien en el siglo de los rencores. Pero debemos tomar esta noción en su sentido más amplio so pena de traicionarla y, a este respecto, la rebelión rebasa al resentimiento por todos lados. Cuando en Cumbres borrascosas Heathcliff prefiere su amor a Dios y pide el infierno para reunirse con la que ama, quien habla no es solamente su juventud humillada, sino también la experiencia ardiente de toda una vida. El mismo movimiento hace decir al maestro Eckart, en un arrebato sorprendente de herejía, que prefiere el infierno con Jesús al cielo sin Él. Es el movimiento mismo del amor. Contra Scheler no se podría, pues, insistir demasiado en la afirmación apasionada que circula por el movimiento de rebelión y que lo distingue del resentimiento. Aparentemente negativa, puesto que nada crea, la rebelión es profundamente positiva, pues revela lo que hay que defender siempre en el hombre.




Pero, para terminar, ¿esta rebelión y el valor que contiene no son relativos? En efecto, con las épocas y las civilizaciones parecen cambiar las razones por las cuales el hombre se subleva. Es evidente que un paria hindú, un guerrero del imperio Inca, un primitivo del África Central, o un miembro de las primeras comunidades cristianas, no tenían la misma idea de la rebelión. Se podría afirmar también, con una probabilidad extremadamente grande, que la idea de rebelión no tiene sentido en estos casos precisos. Sin embargo, un esclavo griego, un siervo, un condotiero del Renacimiento, un burgués parisiense de la Regencia, un intelectual ruso de la primera década de 1900 y un obrero contemporáneo, si bien podrían diferir con respecto a las razones de la rebelión, estarían de acuerdo, sin duda alguna, en cuanto a su legitimidad. Dicho de otro modo, el problema de la rebelión no adquirir un sentido preciso sino dentro del pensamiento occidental. Se podría ser todavía más explícito observando, con Scheler, que el espíritu de rebelión se expresa difícilmente en las sociedades en que las desigualdades son muy grandes (régimen de las castas hindúes) o, por el contrario, en las que la igualdad es absoluta (ciertas sociedades primitivas). En sociedad, el espíritu de rebelión no es posible sino en los grupos en que una igualdad teórica encubre grandes desigualdades de hecho. El problema de la rebelión no tiene, pues, sentido sino dentro de nuestra sociedad occidental. Por lo tanto, se podría sentir la tentación de afirmar que es relativo al desarrollo del individualismo si las observaciones precedentes no nos hubiesen puesto en guardia contra esta conclusión.


En efecto, en el plano de la evidencia, todo lo que se puede sacar de la observación de Scheler, es que, por la teoría de la libertad política, hay en el hombre, en el seno de nuestras sociedades, un aumento de la noción de hombre y, por la práctica de esta misma libertad, la insatisfacción correspondiente. La libertad de hecho no ha aumentado proporcionalmente a la conciencia que el hombre ha adquirido de ella. De esta observación no se puede deducir sino esto: la rebelión es el acto del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos. Pero nada nos permite decir que se trate solamente de los derechos del individuo. Al contrario, parece, por la solidaridad ya señalada, que se trata de una conciencia cada vez más amplia que la especie humana adquiere de sí misma a lo largo de su aventura. En realidad, el súbdito del Inca o el paria no se plantean el problema de la rebelión porque ha sido resuelto para ellos en una tradición; antes de que hubieran podido planteárselo la respuesta era lo sagrado. Si en el mundo sagrado no se encuentra el problema de la rebelión, es porque, en verdad, no se encuentra en él ninguna problemática real, pues todas las respuestas han sido dadas de una vez. La metafísica está reemplazada por el mito. Ya no hay interrogaciones, no hay sino respuestas y comentarios eternos, que en tal caso pueden ser metafísicos. Pero antes de que el hombre entre en lo sagrado, y también para que entre en él, y desde que sale de él, y también para que salga, hay interrogación y rebelión. El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas. Desde ese momento toda interrogación, toda palabra es rebelión, en tanto que en el mundo de lo sagrado toda palabra es acción de gracias. Sería posible mostrar así que no puede haber para un espíritu humano sino dos universos posibles, el de lo sagrado (o de la gracia, para hablar el lenguaje cristiano) y el de la rebelión. La desaparición del uno equivale a la aparición del otro, aunque esta aparición puede hacerse en formas desconcertantes. También en ello volvemos a encontrar el Todo o Nada. La actualidad del problema de la rebelión depende únicamente del hecho de que sociedades enteras han querido diferenciarse con respecto a lo sagrado. Vivimos en una historia desconsagrada. Es cierto que el hombre no se resume en la insurrección. Pero la historia actual, con sus contiendas, nos obliga a decir que la rebelión es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos de que huyamos de la realidad, es necesario que encontremos en ella nuestros valores. ¿Se Camus.jpgpuede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta? Tal es la pregunta que plantea la rebelión.


Ya hemos podido registrar el valor confuso que nace en ese límite en que se mantiene la rebelión. Ahora tenemos que preguntarnos si este valor vuelve a encontrarse en las formas contemporáneas del pensamiento y de la acción rebeldes y, si se encuentra en ellos, tenemos también que precisar su contenido. Pero, advirtámoslo antes de proseguir, el fundamento de ese valor es la rebelión misma. La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión y éste, a su vez, no encuentra justificación sino en esa complicidad. Tendremos, por lo tanto, derecho a decir que toda rebelión que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde por ello el nombre de rebelión y coincide en realidad con un consentimiento homicida. Del mismo modo esta solidaridad fuera de lo sagrado sólo adquiere vida al nivel de la rebelión. Para ser, el hombre debe sublevarse pero su rebelión debe respetar el límite que descubre ella misma, allí donde los hombres, al juntarse, comienzan a ser. El pensamiento rebelde no puede, por lo tanto, prescindir de la memoria: es una tensión perpetua. Al seguirlo en sus obras y sus actos tendremos que decir siempre si permanece fiel a su nobleza primera o si, por cansancio y locura, la olvida contrariamente, en una embriaguez de tiranía o de servidumbre.


Entre tanto, he aquí el primer progreso que el espíritu de rebelión hace realizar a una reflexión anteriormente imbuida de la absurdidad y de la aparente esterilidad del mundo. En la experiencia absurda el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de rebelión, tiene conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos. El primer progreso de un espíritu extrañado consiste, por lo tanto, en reconocer que comparte esa extrañeza con todos los hombres y que la realidad humana, en su totalidad, sufre a causa de esa distancia en relación con ella y con el mundo. El mal que experimentaba un solo hombre se convierte en una peste colectiva. En nuestra prueba cotidiana la rebelión desempeña el mismo papel que el “cogito” en el orden del pensamiento: es la primera evidencia. Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lazo común que funda en todos los hombres el primer valor. Yo me rebelo, luego nosotros somos.

sábado, 29 de mayo de 2021

Vocabulario Esencial Winnicott

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Psicoanalista. Zaragoza. Presencial: Gran Vía 32 Y Online.          Teléfono:(+34) 653 379 269 rcordobasanz@gmail.com Website: www.rcordobasanz.es. Instagram:@psicoletrazaragoza


DONALD WINNICOTT: VOCABULARIO ESENCIAL

Donald Woods Winnicott (1896-1971) es una de las figuras centrales del Psicoanálisis tras la labor pionera de Sigmund Freud. De formación médica, se especializa en Pediatría y Psicoanálisis, tareas que ejerce simultáneamente a lo largo de toda su trayectoria, llegando a convertirse en uno de los referentes principales del Psicoanálisis y la Psiquiatría infantil de su época. Durante dos periodos (entre 1956-59 y 1965-68) es presidente de la Sociedad Psicoanalítica Británica; y miembro del grupo intermedio. Básicamente, es el psicoanalista que pone en valor la influencia ambiental (materna) en el desarrollo emocional temprano del bebé. Su tesis: «El bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza».

Sus intereses teórico-clínicos abarcan: a los pacientes borderline, esquizoides y psicóticos, la clínica infantil, la problemática adolescente, la tendencia antisocial y los trastornos psicosomáticos. Entre sus conceptos principales se encuentran: los objetos y fenómenos transicionales, la madre suficientemente buena, la capacidad para estar a solas, la capacidad para preocuparse por el otro o concern, la preocupación maternal primaria, el gesto espontáneo, elverdadero y el falso self, el uso de un objeto… Además, desarrolla las modalidades de la consulta terapéutica y del psicoanálisis a demanda, y crea el juegodel garabato o squiggle. Su labor clínica se centra en la capacidad de jugar como indicador de salud, donde destaca la riqueza psíquica. En su tarea privilegia el sostén del paciente sobre la interpretación. Y considera que el tratamiento se da en la superposición de dos zonas de juego: la del paciente y la del terapeuta. En una zona intermedia o tercera zona, la del espacio transicional, en la que de dos personas juegan juntas, «tratando de transformar en terreno de juego el peor de los desiertos».

Winnicott es un autor que hace de la paradoja, el jugar, la creatividad y el espacio transicional el hábitat de su teoría. Entre sus libros destacan: El proceso de maduración en el niño, Escritos de pediatría y psicoanálisis, La familia y el desarrollo del individuo y Realidad y juego. Su dedicación al conocimiento de la vida infantil y adulta le convierte por derecho propio en un estudioso de la naturaleza humana. Su lema es: «En verdad que somos pobres si solo estamos cuerdos».

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Título

Donald Winnicott: vocabulario esencial.

 

Editorial

Mira editores, Zaragoza.
940 páginas. 24 x 17 cm. Tapa dura. Estuche.

 

Año de publicación

2011

viernes, 28 de mayo de 2021

Ripesi: sobre el narcisismo primario

 Artículo externo de mi querido Ripesi.

(Sobre el Narcisismo primario)

05/01/2005- Por Daniel Ripesi 


 

(reflexiones sobre el narcisismo primario a partir de la lectura del texto “Matan a un niño”, de Serge leclaire[1])

 

 

I. ¿”Deseo” o “dolor” inconsciente de una madre?

 

El niño en nosotros”, tal es la expresión que Serge Leclaire emplea para designar la permanencia en cada uno de nosotros de esa presencia  omnipotente, henchida de plenitud y goce absolutos, que supone el narcisismo infantil[2]. No se trata exactamente de ese sujeto caprichoso que a veces somos cuando nos sentimos contrariados, tampoco de ese ser recóndito que se abstrae y repliega[3] en el curso de una reunión social, tampoco de ese otro que vacila aterrorizado frente a ciertas circunstancias, aunque lo disimule con una resolución que sólo convence a los demás, ni es tampoco ese atolondrado, un poco travieso, que algunas veces se usa para seducir o forzar una consideración especial de los demás en momentos difíciles...  No, todas estas manifestaciones son evidencias meramente secundarias de un “niño maravilloso” que se atesora como una figuración primordialmente reprimida. “El niño en nosotros” no resulta ser otra cosa que “el representante inconsciente de la fantasía de la madre, cualquiera que sea su especificación figurada o significante, -que- será catectizada por el sujeto en su inconsciente como representante privilegiado, el más íntimo, el más extraño e inquietante de todos”. “Íntimo y extraño” al mismo tiempo, estamos al borde de lo siniestro –con Freud- o en el reino de la paradoja –con Winnicott-. Un fantasma materno, pero no cualquier fantasía inconsciente de la madre, sino una primordial también en ella, una en la que se condensa todo aquello que su hijo ha venido a coronar como realización de su propio narcisismo. Ese representante primordial es núcleo de significación que condena y sujeta a un destino distinto y ajeno al que podría elaborar el propio niño. Ordenador de un mundo y un destino que ordena la madre (“¡Quédate toda la vida conmigo que sufro de tanta soledad!”, “¡Mátate, que necesito sufrir tu pérdida!”, “¡Asesina a tu hermana, que no sé ser madre de una niña!”, etc.) Leclaire señala de entrada[4] una paradoja: es necesario “matar a ese niño” para que cada cual asuma su propio deseo, su propio impulso de vida, para poder personalizar entonces un destino que, de lo contrario, quedaría ineluctablemente marcado y enajenado en las fortísimas expectativas inconscientes de la madre, pero -y he aquí la paradoja-, renunciar a esa imagen es morir, “no tener razón alguna para vivir”. Hasta aquí, “el niño en nosotros” es cierta forma mortífera -respecto del propio deseo- de la “madre en nosotros”, porque ella nos habitaría con un deseo tiránico y excluyente. ¿Habrá otras formas de albergar una madre?.

 

Recuerdo aquel pequeño del que Winnicott nos habla en un artículo de 1948[5], uno que se adelanta a su madre en cierta consulta pediátrica para llegar corriendo hasta su encuentro y declararle: “Dr. por favor, ayúdeme,  mi mamá se queja de un dolor en mi panza”. Winnicott desarrolla a partir de esta anécdota la necesidad de que el niño pueda apartarse del dolor materno para hacerse cargo del propio, e iniciar así, y de una vez por todas, su propia vida. Parece ser que para unos es “en el deseo” lo que para otros sucede con relación “al dolor”, nos referimos a la posibilidad de establecer una posición subjetiva que esté a cierta distancia de la gravitación enajenante de los padres. En el primer caso (desarrollos de Leclaire), el sujeto podría quedar atrapado en el deseo-angustia de la madre, y hacerse objeto de su satisfacción narcisista (para que ésta no sufra); en el otro (desarrollos de la llamada escuela inglesa) es la propia responsabilidad culpógena del hijo la que fija una posición subjetiva –desde el vamos en el niño- desde donde se intenta reparar un dolor-daño provocado (pulsiones sádico-orales) al –en este caso- objeto madre. Pero, en el ejemplo propuesto por Winnicott, vemos cómo éste da un paso más en este sucinto esquema kleiniano “culpa-reparación”. Efectivamente no hay para Winnicott sujeto psíquico de entrada en el infans que se haga responsable de haber agredido y dañado (fantasmáticamente) a la madre, sino que el infans es objeto de un dolor que la madre le transfiere (desde las contingencias de su propia historia): el trabajo del infans para subjetivizarse será entonces “pasar de un dolor ajeno a un deseo propio”, momento crítico de su subjetivación siempre conflictivo y paradójico. Y es que, con M.Klein, no estamos nunca en el plano del narcisismo como momento crucial en la constitución subjetiva de un ser humano, con ella estamos desde el principio en el esquema temprano de las relaciones de objeto. En ese contexto, el infans tiene posición subjetiva tomada (“posición”esquizoparanoide –primero-, “posición” depresiva –después-) frente al objeto (parcial) madre. Con Winnicott, en cambio, recuperamos ese momento constitutivo y estructurante en el desarrollo de un sujeto: el narcisismo; paso necesario para el “desarrollo del yo”, como dice Freud.

Para Melanie, en cambio, el yo del infans tiene bastante madurez inicial, es un punto dado de partida. Con Winnicott y Freud acordamos la necesidad de “un nuevo acto psíquico” para forjar una futura posición subjetiva. Pero, entonces, ¿qué gravita más como antecedente para la constitución subjetiva en el momento del narcisismo primario?: ¿la experiencia autoerótica que lo prepara, con su economía gozosa y anárquica, o el deseo concluyente y “organizado” de la madre en términos de prolongación y realización de su propio narcisismo? Finalmente, ¿es legítimo poner en oposición estos dos acontecimientos?

 

Curiosidad a destacar: Winnicott no acuerda con las relaciones de objeto tempranas en la vida del infans (que sería, en consecuencia, suficientemente maduro desde el vamos) tal como lo piensa Melanie. Winnicott acepta, en cambio, con todo su valor teórico al concepto de narcisismo, sin embargo, M.Klein acepta hasta sus últimas consecuencias el segundo dualismo pulsional freudiano que propone la pulsión de muerte y Winnicott no... ¿Será verdaderamente así que hay que leerlos? Pienso que si tiene algún sentido la expresión “leer a la letra”, no será sólo para exigirnos comprender adecuadamente lo que dicen, más allá de las propias expectativas y prejuicios, sino, también, para leer lo que  dicen “a pesar de ellos mismos”, y en este sentido, quizás sean más contradictorios de lo que parecen a primera vista, afortunadamente contradictorios. En este sentido todavía hay mucho que “leer” en Winnicott, Melanie, Lacan y, probablemente, en Freud.

 

II. El niño extraño y ajeno que somos

 

Volvamos al principio. Si tomamos en cuenta lo que Freud formula en estos términos:  “(el hijo) realizará los sueños de deseo que los padres no han podido cumplir (...) El amor de los padres, tan conmovedor y, en el fondo, tan infantil, no es otra cosa que su narcisismo redivivo… [6].” Ese extraño, inoculado en el infans, como compensación de las propias frustraciones infantiles parentales, empieza resultarnos familiar pues terminamos por identificarnos con él: es el objeto idealizado por los padres que hace del infans “his majesty the baby”. Sin embargo, esa potestad tiránica conferida desde  la pareja parental y asumida como un hecho por el infans, deberá ser pagada por éste trabajando para un dolor ajeno.  Es el dolor[7] del narcisismo frustrado de los padres lo que el niño  deberá subsanar para empezar a realizar sus propios anhelos. Narcisismo frustrado de los padres, transferencia de deudas al niño, fantasma de un negativo: “lo que no se pudo ser”.

 

Evoco ahora otra anécdota: la maestra jardinera (Mahia) de mi hijita Chiara se había accidentado, se había caído desde considerable altura y se había lastimado muy seriamente una pierna, de modo que tuvo que dejar de ir al jardín por algún tiempo, y los niños tuvieron que dejar de verla de un día para el otro. Durante ese período en que su maestra se había ausentado,  Chiarita –que en ese momento tenía 2 añitos y un par de meses- cierto día, mientras estaba en casa, dejó de jugar un momento y comentó -muy consternada-: “Me duele la pierna de Mahia”. Aquí, la niña se había apropiado de un dolor ajeno para poder soportar su ausencia, se hacía compañía con ella padeciéndola en su propia pierna. Con mi ejemplo -y el de Winnicott- estamos en el plano de las identificaciones. Pero mientras que en un caso, la identificación es con un factor externo –dolor- incrustado por la madre en el niño (producto de una identificación proyectiva de ésta), en el otro caso, la identificación es producto de una apropiación activa por parte del niño en su afán de atenuar el dolor íntimo de una pérdida (identificación en ciertos procesos de duelo). Ahora bien, ¿qué tipo de operación se juega en la identificación primaria que compromete el narcisismo? Una identificación donde se intenta sellar una unión primitiva[8] con el objeto. Sin embargo, toda identificación debe implicar un elemento común entre los polos de la identificación, se trata de un elemento inconsciente: un fantasma. El sustrato de tales identificaciones narcisistas tiene como sustancia para S. Leclaire, como ya lo enunciáramos en las primeras líneas, la representación inconsciente del deseo de la madre. “(...) Lo que se debe matar es una representación que preside, cual astro, el destino del niño de carne. (...) el sujeto inconsciente –del niño-, o sea, sus propios representantes inconscientes, se constituirán ineluctablemente, y en su mayor parte, con referencia a la representación inconsciente de su madre”. Bien, ese “representante narcisista primario”, que tiene la forma de “un niño maravilloso” y que persiste en nuestro inconsciente, y que se instala como organizador del deseo inconsciente del sujeto, es el fantasma materno: el niño maravilloso es el revestimiento fálico del infans que conforma tanto a la madre como al hijo. “Dos son uno”: ¿cuál resignó más? Surgen acá algunas consideraciones: no toda madre instala desde sus representantes inconscientes un “niño maravilloso” en su hijo, puede que éste sea para ella “un niño siniestro”, pero esta diferencia poco importa: el sujeto deberá igualmente matar a ese niño (que conserva en él) para vivir su propia vida: “Este representante inconsciente privilegiado es lo que designo como representante narcisista primario. El niño que se debe matar, glorificar, el niño omnipotente, el niño terrorífico, es la representación del representante narcisista primario. Parte maldita y universalmente compartida de la herencia de cada uno: el objeto del asesinato necesario e imposible”.  (Subrayado mío para destacar una vez más la paradoja que implica la relación del sujeto con este representante).

 

II. No lo maten demasiado

 

Ahora bien, ¿sólo cuenta en la constitución subjetiva del niño el fantasma narcisista materno proyectado en el infans? ¿El infans mismo no tiene nada que aportar en su desarrollo narcisista? Para M. Masud Khan “la madre es capaz de atender, tanto imaginativa como afectivamente, los primeros gestos creativos del bebé, lo cual constituirá la base de la verdadera confianza del niño en su sentimiento del self en proceso de evolución y cristalización[9]. De modo que el infans tiene algún aporte personal que hacer, no marcado –pero si atendido- desde el fantasma materno: se trata de la expresión potencial natural de sus fuerzas libidinales, sumadas a las fuerzas agresivas, imaginativas y afectivas, que operan el psique-soma del bebé. Basado en la experiencia clínica que le aportó el tratamiento de pacientes perversos, Khan comenta que, en el contexto de un padre que registra sin valor significativo al infans, éste a menudo terminaba recibiendo cuidados más o menos mecanizados –impersonales- por parte de la madre. Digamos que la madre trataba a este hijo como “cosa creada por ella”, sin que ella pueda considerar el aporte señalado más arriba como absolutamente personal del niño. Así obliga al infans a disociar ese aspecto más comprometido con su intimidad para reconocerse únicamente en la creación que la madre ha hecho de él. Es un proceso de “idolización” del infans según la expresión de Khan (para distinguirlo del proceso de idealización materno que implica su “ensoñación”). Aquí, con la idolización, “lo que la madre catextiza e  inviste es, a la vez, algo muy especial en él y, sin embargo, no es él como persona total. El niño aprende a tolerar esa disociación (...)  internaliza ese self idolizado que es “la cosa creada por la madre” (...) En tanto se encuentran asombrosamente empáticos con los estados anímicos de su madre, parecen renunciar prematuramente a ofrecer algo como aportación propia”. La madre deberá dispensar una libidinización del infans a desmedro de su propio narcisismo –y no a favor del mismo-. Quiere decir que “algo” en el infans debe “rebelarse” a las expectativas fálicas que se depositan en él y lo enajenan de su deseo personal. Efectivamente, el grito del infans limita toda omnipotencia materna. Pero, si algún sentido tiene para el sujeto “matar al niño” será porque hay algo que recuperar en la propia intimidad.

 

De todos modos, se lo considere como se lo considere, hay algo que resulta claro e indiscutido: ese “niño idealizado” –ya sea negativa o positivamente-, siempre superará al niño real. Dicho de otro modo, el niño siempre estará deudor de la expectativa inconsciente que sobre él se proyecta. Podrá intentar “pagar esa deuda”, podrá inscribirla en identificaciones primarias o secundarias, podrá actuarlas compulsivamente (¿podría  con este último recurso, matar(se) realmente al deudor?), En fin, las alternativas pueden ser diversas, pero lo que no podrá hacer es desconocerla. También puede suceder que la deuda sea insaldable, M. Mannoni, lo trabaja extensamente en  “El niño retardado y su madre” (Ed. Paidos, 1982), -por citar sólo un pasaje-“la llegada de un niño va a ocupar un lugar entre los sueños perdidos: un sueño encargado de llenar lo que quedó vacío en su propio pasado, una imagen fantasmática que se superpone a la persona “real” del niño. Este niño soñado tiene por misión restablecer, repara aquello que en la historia de la madre fue juzgado deficiente, sufrido como carencia, o prolongar aquello a lo que ella debió renunciar (hasta aquí lo que Freud mismo supone para un destino normal) pero (...) la irrupción de una imagen del cuerpo enfermo va a causar en la madre un shok: en el instante en que, en el plano fantasmático, un vacío era llenado por un niño imaginario, surge el ser real que, por su enfermedad, no solo va despertar los traumas y las insatisfaciones anteriores, sino que impedirá más adelante en el plano simbólico, que la madre pueda resolver su propio problema de castración” Al revés, si el hijo está realmente a la altura de las expectativas inconscientes de su madre (la madre puede fantasear durante su embarazo, como en general sucede, con la concepción de un monstruo, ocurriendo, como en los casos que comenta Mannoni, que realmente sucede así), es decir, si no hay deuda alguna con las expectativas  inconscientes maternas, las cosas pueden resultar mucho peor: con una deuda desmesurada o con una deuda inexistente, no habrá casi nada que pueda inscribir al niño en el triángulo edípico, sin deuda estará “fuera de la ley”.

 

De todos modos, como lo dice Leclaire “ni el poder del niño, ni la belleza de la mujer, ni el desafío presuntuoso del pene erecto del hombre bastan para representarlo (al falo) si cada uno de ellos brilla de verdad es porque su florecimiento se enraíza directamente en el orden del inconsciente, porque encierra, en su gloria expuesta, la marca inmediata de la cifra que ninguna escritura puede trazar sin alterarla[10]. El niño maravilloso en nosotros, con la deuda que nos impone (porque es realmente  difícil estar a la altura de su brillo fálico) está para recordarnos, en la experiencia cotidiana de nosotros mismos y de los demás... la castración! No lo matemos, entonces, tan rápido... 

 

III. Hacer hablar al infans

 

Era una fórmula común decir que, para asumir una posición adulta y madura, era necesario “matar a los padres”, lo que Leclaire pone de relieve es que dicha tarea va de la mano de “matar al niño” que ellos delegaron en nosotros como su propio ideal narcisista incumplido. Y, en el curso de un análisis, ese niño “íntimo y extraño”, justamente, como el infans: no habla. De modo que, empezar a hablar es, de algún modo acosarlo o ponerlo en agonía. Una evidencia posible de esa agonía del narcisismo es el sentimiento incómodo, cada vez que hablamos, de tener que hacer un duelo respecto “de lo que queríamos o pretendíamos decir”, nuestra palabra falla una y otra vez respecto de un presunto pensamiento previo e idealmente perfecto. En silencio las palabras acuden y atrapan la cosa-pensamiento, pero abrimos la boca y comienzan los problemas, las palabras ya no acuden tan fácilmente a la cita. Ese silencio anterior a la palabra es un narcisismo que el discurso oral violenta, un precio necesario que la palabra paga por su vocación de diálogo. “Matan a un niño” sólo aparece como fantasía, es decir –según aclara Leclaire-, como estructura del deseo, en el transcurso del trabajo analítico..[11] Contrariamente, se podría pensar que en cada silencio, en el ritmo y la cadencia del discurso, más que la palabra pronunciada, sobrevive el niño más personal que somos, indecible y no enajenable en deseo ajeno alguno. Volvamos a la pluma elegante de Leclaire: "El niño maravilloso es una representación inconsciente primordial en la que se anudan, con mayor densidad que en cualquier otra, los anhelos, nostalgias y esperanzas de cada cual. En la transparente realidad del niño, muestra, casi sin velos, lo real de nuestros deseos. Nos fascina y no podemos ni apartarnos de ella ni asirla. Renunciar a ella es morir, no tener ya razón alguna para vivir; pero fingir estar contenido en ella es condenarse a no vivir en absoluto. Para cada uno hay siempre un niño al que hay que matar, el duelo que se debe hacer y rehacer continuamente de una representación de plenitud, de goce inmóvil, una luz que se debe enceguecer para que no pueda brillar y extinguirse sobre un fondo de noche.

En el narcisismo parental traspuesto a cuenta del niño, en rigor, van las deudas no saldadas por ellos en sus historias personales (“Dr. mi madre se queja de un dolor en mí”). Dichas deudas son, también, un compromiso filiatorio: “hay que continuar una estirpe, prolongar una tradición, etc.” ¿Quién no necesita de ese soporte para empezar a ser y hacer?  Expectativas que son un poco condena y un poco orientación para seguir, en lo posible, con el propio estilo (y retrasmitir –a su turno- a los propios hijos, una deuda algo distinta a la que se recibió)

Finalmente, dice Leclaire: “No queremos decir  en absoluto que un discernimiento tal de representantes inconscientes borre su marca determinante: un discernimiento acertado se distingue, en realidad, por una organización diferente de sus efectosMatar al niño: ponerle nombre propio, lo cual no es poco.

 

 

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[1] “Matan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. AsMatan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. As

[2] Tema desarrollado en “Matan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. As. Todas las citas de este artículo –cuando no se especifique de otro modo- pertenecen a este texto

[3] Para no empobrecerse libidinalmente.

[4] Ob. Cit.

[5] Reparación con respecto a la organización antidepresiva de la madre, en Escritos de pediatría y psicoanálisis, Ed. Laia, 1979, Barcelona

[6]En Introducción del narcisismo.

[7] El dolor “de haber sido y ya no ser” como dice el tango, o de “no haber sido”,  a secas; en todo caso, siempre dolor narcisista.

[8] Sobre el modelo de un lazo afectivo oral.

[9] M.Masud Khan, Alienación en las perversiones, Ed Nueva Visión, Argentina, 1987 (Cap. La reparación al self como objeto interno idolizado) Subrayado mío.

[10] Obra Cit.

[11] Hoy se podría distinguir como “Fantasma” de sus retoños que llegan como fantasías a los estratos superiores de la vida anímica, o, como lo distingue Miller, en su valoración clínica, fantasma y síntomas.