Artículo externo de mi querido Ripesi.
(Sobre el Narcisismo primario)
05/01/2005- Por Daniel Ripesi
(reflexiones sobre el narcisismo primario a partir de la lectura del texto “Matan a un niño”, de Serge leclaire[1])
I. ¿”Deseo” o “dolor” inconsciente de una madre?
“El niño en nosotros”, tal es la expresión que Serge Leclaire emplea para designar la permanencia en cada uno de nosotros de esa presencia omnipotente, henchida de plenitud y goce absolutos, que supone el narcisismo infantil[2]. No se trata exactamente de ese sujeto caprichoso que a veces somos cuando nos sentimos contrariados, tampoco de ese ser recóndito que se abstrae y repliega[3] en el curso de una reunión social, tampoco de ese otro que vacila aterrorizado frente a ciertas circunstancias, aunque lo disimule con una resolución que sólo convence a los demás, ni es tampoco ese atolondrado, un poco travieso, que algunas veces se usa para seducir o forzar una consideración especial de los demás en momentos difíciles... No, todas estas manifestaciones son evidencias meramente secundarias de un “niño maravilloso” que se atesora como una figuración primordialmente reprimida. “El niño en nosotros” no resulta ser otra cosa que “el representante inconsciente de la fantasía de la madre, cualquiera que sea su especificación figurada o significante, -que- será catectizada por el sujeto en su inconsciente como representante privilegiado, el más íntimo, el más extraño e inquietante de todos”. “Íntimo y extraño” al mismo tiempo, estamos al borde de lo siniestro –con Freud- o en el reino de la paradoja –con Winnicott-. Un fantasma materno, pero no cualquier fantasía inconsciente de la madre, sino una primordial también en ella, una en la que se condensa todo aquello que su hijo ha venido a coronar como realización de su propio narcisismo. Ese representante primordial es núcleo de significación que condena y sujeta a un destino distinto y ajeno al que podría elaborar el propio niño. Ordenador de un mundo y un destino que ordena la madre (“¡Quédate toda la vida conmigo que sufro de tanta soledad!”, “¡Mátate, que necesito sufrir tu pérdida!”, “¡Asesina a tu hermana, que no sé ser madre de una niña!”, etc.) Leclaire señala de entrada[4] una paradoja: es necesario “matar a ese niño” para que cada cual asuma su propio deseo, su propio impulso de vida, para poder personalizar entonces un destino que, de lo contrario, quedaría ineluctablemente marcado y enajenado en las fortísimas expectativas inconscientes de la madre, pero -y he aquí la paradoja-, renunciar a esa imagen es morir, “no tener razón alguna para vivir”. Hasta aquí, “el niño en nosotros” es cierta forma mortífera -respecto del propio deseo- de la “madre en nosotros”, porque ella nos habitaría con un deseo tiránico y excluyente. ¿Habrá otras formas de albergar una madre?.
Recuerdo aquel pequeño del que Winnicott nos habla en un artículo de 1948[5], uno que se adelanta a su madre en cierta consulta pediátrica para llegar corriendo hasta su encuentro y declararle: “Dr. por favor, ayúdeme, mi mamá se queja de un dolor en mi panza”. Winnicott desarrolla a partir de esta anécdota la necesidad de que el niño pueda apartarse del dolor materno para hacerse cargo del propio, e iniciar así, y de una vez por todas, su propia vida. Parece ser que para unos es “en el deseo” lo que para otros sucede con relación “al dolor”, nos referimos a la posibilidad de establecer una posición subjetiva que esté a cierta distancia de la gravitación enajenante de los padres. En el primer caso (desarrollos de Leclaire), el sujeto podría quedar atrapado en el deseo-angustia de la madre, y hacerse objeto de su satisfacción narcisista (para que ésta no sufra); en el otro (desarrollos de la llamada escuela inglesa) es la propia responsabilidad culpógena del hijo la que fija una posición subjetiva –desde el vamos en el niño- desde donde se intenta reparar un dolor-daño provocado (pulsiones sádico-orales) al –en este caso- objeto madre. Pero, en el ejemplo propuesto por Winnicott, vemos cómo éste da un paso más en este sucinto esquema kleiniano “culpa-reparación”. Efectivamente no hay para Winnicott sujeto psíquico de entrada en el infans que se haga responsable de haber agredido y dañado (fantasmáticamente) a la madre, sino que el infans es objeto de un dolor que la madre le transfiere (desde las contingencias de su propia historia): el trabajo del infans para subjetivizarse será entonces “pasar de un dolor ajeno a un deseo propio”, momento crítico de su subjetivación siempre conflictivo y paradójico. Y es que, con M.Klein, no estamos nunca en el plano del narcisismo como momento crucial en la constitución subjetiva de un ser humano, con ella estamos desde el principio en el esquema temprano de las relaciones de objeto. En ese contexto, el infans tiene posición subjetiva tomada (“posición”esquizoparanoide –primero-, “posición” depresiva –después-) frente al objeto (parcial) madre. Con Winnicott, en cambio, recuperamos ese momento constitutivo y estructurante en el desarrollo de un sujeto: el narcisismo; paso necesario para el “desarrollo del yo”, como dice Freud.
Para Melanie, en cambio, el yo del infans tiene bastante madurez inicial, es un punto dado de partida. Con Winnicott y Freud acordamos la necesidad de “un nuevo acto psíquico” para forjar una futura posición subjetiva. Pero, entonces, ¿qué gravita más como antecedente para la constitución subjetiva en el momento del narcisismo primario?: ¿la experiencia autoerótica que lo prepara, con su economía gozosa y anárquica, o el deseo concluyente y “organizado” de la madre en términos de prolongación y realización de su propio narcisismo? Finalmente, ¿es legítimo poner en oposición estos dos acontecimientos?
Curiosidad a destacar: Winnicott no acuerda con las relaciones de objeto tempranas en la vida del infans (que sería, en consecuencia, suficientemente maduro desde el vamos) tal como lo piensa Melanie. Winnicott acepta, en cambio, con todo su valor teórico al concepto de narcisismo, sin embargo, M.Klein acepta hasta sus últimas consecuencias el segundo dualismo pulsional freudiano que propone la pulsión de muerte y Winnicott no... ¿Será verdaderamente así que hay que leerlos? Pienso que si tiene algún sentido la expresión “leer a la letra”, no será sólo para exigirnos comprender adecuadamente lo que dicen, más allá de las propias expectativas y prejuicios, sino, también, para leer lo que dicen “a pesar de ellos mismos”, y en este sentido, quizás sean más contradictorios de lo que parecen a primera vista, afortunadamente contradictorios. En este sentido todavía hay mucho que “leer” en Winnicott, Melanie, Lacan y, probablemente, en Freud.
II. El niño extraño y ajeno que somos
Volvamos al principio. Si tomamos en cuenta lo que Freud formula en estos términos: “(el hijo) realizará los sueños de deseo que los padres no han podido cumplir (...) El amor de los padres, tan conmovedor y, en el fondo, tan infantil, no es otra cosa que su narcisismo redivivo… [6].” Ese extraño, inoculado en el infans, como compensación de las propias frustraciones infantiles parentales, empieza resultarnos familiar pues terminamos por identificarnos con él: es el objeto idealizado por los padres que hace del infans “his majesty the baby”. Sin embargo, esa potestad tiránica conferida desde la pareja parental y asumida como un hecho por el infans, deberá ser pagada por éste trabajando para un dolor ajeno. Es el dolor[7] del narcisismo frustrado de los padres lo que el niño deberá subsanar para empezar a realizar sus propios anhelos. Narcisismo frustrado de los padres, transferencia de deudas al niño, fantasma de un negativo: “lo que no se pudo ser”.
Evoco ahora otra anécdota: la maestra jardinera (Mahia) de mi hijita Chiara se había accidentado, se había caído desde considerable altura y se había lastimado muy seriamente una pierna, de modo que tuvo que dejar de ir al jardín por algún tiempo, y los niños tuvieron que dejar de verla de un día para el otro. Durante ese período en que su maestra se había ausentado, Chiarita –que en ese momento tenía 2 añitos y un par de meses- cierto día, mientras estaba en casa, dejó de jugar un momento y comentó -muy consternada-: “Me duele la pierna de Mahia”. Aquí, la niña se había apropiado de un dolor ajeno para poder soportar su ausencia, se hacía compañía con ella padeciéndola en su propia pierna. Con mi ejemplo -y el de Winnicott- estamos en el plano de las identificaciones. Pero mientras que en un caso, la identificación es con un factor externo –dolor- incrustado por la madre en el niño (producto de una identificación proyectiva de ésta), en el otro caso, la identificación es producto de una apropiación activa por parte del niño en su afán de atenuar el dolor íntimo de una pérdida (identificación en ciertos procesos de duelo). Ahora bien, ¿qué tipo de operación se juega en la identificación primaria que compromete el narcisismo? Una identificación donde se intenta sellar una unión primitiva[8] con el objeto. Sin embargo, toda identificación debe implicar un elemento común entre los polos de la identificación, se trata de un elemento inconsciente: un fantasma. El sustrato de tales identificaciones narcisistas tiene como sustancia para S. Leclaire, como ya lo enunciáramos en las primeras líneas, la representación inconsciente del deseo de la madre. “(...) Lo que se debe matar es una representación que preside, cual astro, el destino del niño de carne. (...) el sujeto inconsciente –del niño-, o sea, sus propios representantes inconscientes, se constituirán ineluctablemente, y en su mayor parte, con referencia a la representación inconsciente de su madre”. Bien, ese “representante narcisista primario”, que tiene la forma de “un niño maravilloso” y que persiste en nuestro inconsciente, y que se instala como organizador del deseo inconsciente del sujeto, es el fantasma materno: el niño maravilloso es el revestimiento fálico del infans que conforma tanto a la madre como al hijo. “Dos son uno”: ¿cuál resignó más? Surgen acá algunas consideraciones: no toda madre instala desde sus representantes inconscientes un “niño maravilloso” en su hijo, puede que éste sea para ella “un niño siniestro”, pero esta diferencia poco importa: el sujeto deberá igualmente matar a ese niño (que conserva en él) para vivir su propia vida: “Este representante inconsciente privilegiado es lo que designo como representante narcisista primario. El niño que se debe matar, glorificar, el niño omnipotente, el niño terrorífico, es la representación del representante narcisista primario. Parte maldita y universalmente compartida de la herencia de cada uno: el objeto del asesinato necesario e imposible”. (Subrayado mío para destacar una vez más la paradoja que implica la relación del sujeto con este representante).
II. No lo maten demasiado
Ahora bien, ¿sólo cuenta en la constitución subjetiva del niño el fantasma narcisista materno proyectado en el infans? ¿El infans mismo no tiene nada que aportar en su desarrollo narcisista? Para M. Masud Khan “la madre es capaz de atender, tanto imaginativa como afectivamente, los primeros gestos creativos del bebé, lo cual constituirá la base de la verdadera confianza del niño en su sentimiento del self en proceso de evolución y cristalización”[9]. De modo que el infans tiene algún aporte personal que hacer, no marcado –pero si atendido- desde el fantasma materno: se trata de la expresión potencial natural de sus fuerzas libidinales, sumadas a las fuerzas agresivas, imaginativas y afectivas, que operan el psique-soma del bebé. Basado en la experiencia clínica que le aportó el tratamiento de pacientes perversos, Khan comenta que, en el contexto de un padre que registra sin valor significativo al infans, éste a menudo terminaba recibiendo cuidados más o menos mecanizados –impersonales- por parte de la madre. Digamos que la madre trataba a este hijo como “cosa creada por ella”, sin que ella pueda considerar el aporte señalado más arriba como absolutamente personal del niño. Así obliga al infans a disociar ese aspecto más comprometido con su intimidad para reconocerse únicamente en la creación que la madre ha hecho de él. Es un proceso de “idolización” del infans según la expresión de Khan (para distinguirlo del proceso de idealización materno que implica su “ensoñación”). Aquí, con la idolización, “lo que la madre catextiza e inviste es, a la vez, algo muy especial en él y, sin embargo, no es él como persona total. El niño aprende a tolerar esa disociación (...) internaliza ese self idolizado que es “la cosa creada por la madre” (...) En tanto se encuentran asombrosamente empáticos con los estados anímicos de su madre, parecen renunciar prematuramente a ofrecer algo como aportación propia”. La madre deberá dispensar una libidinización del infans a desmedro de su propio narcisismo –y no a favor del mismo-. Quiere decir que “algo” en el infans debe “rebelarse” a las expectativas fálicas que se depositan en él y lo enajenan de su deseo personal. Efectivamente, el grito del infans limita toda omnipotencia materna. Pero, si algún sentido tiene para el sujeto “matar al niño” será porque hay algo que recuperar en la propia intimidad.
De todos modos, se lo considere como se lo considere, hay algo que resulta claro e indiscutido: ese “niño idealizado” –ya sea negativa o positivamente-, siempre superará al niño real. Dicho de otro modo, el niño siempre estará deudor de la expectativa inconsciente que sobre él se proyecta. Podrá intentar “pagar esa deuda”, podrá inscribirla en identificaciones primarias o secundarias, podrá actuarlas compulsivamente (¿podría con este último recurso, matar(se) realmente al deudor?), En fin, las alternativas pueden ser diversas, pero lo que no podrá hacer es desconocerla. También puede suceder que la deuda sea insaldable, M. Mannoni, lo trabaja extensamente en “El niño retardado y su madre” (Ed. Paidos, 1982), -por citar sólo un pasaje-“la llegada de un niño va a ocupar un lugar entre los sueños perdidos: un sueño encargado de llenar lo que quedó vacío en su propio pasado, una imagen fantasmática que se superpone a la persona “real” del niño. Este niño soñado tiene por misión restablecer, repara aquello que en la historia de la madre fue juzgado deficiente, sufrido como carencia, o prolongar aquello a lo que ella debió renunciar (hasta aquí lo que Freud mismo supone para un destino normal) pero (...) la irrupción de una imagen del cuerpo enfermo va a causar en la madre un shok: en el instante en que, en el plano fantasmático, un vacío era llenado por un niño imaginario, surge el ser real que, por su enfermedad, no solo va despertar los traumas y las insatisfaciones anteriores, sino que impedirá más adelante en el plano simbólico, que la madre pueda resolver su propio problema de castración” Al revés, si el hijo está realmente a la altura de las expectativas inconscientes de su madre (la madre puede fantasear durante su embarazo, como en general sucede, con la concepción de un monstruo, ocurriendo, como en los casos que comenta Mannoni, que realmente sucede así), es decir, si no hay deuda alguna con las expectativas inconscientes maternas, las cosas pueden resultar mucho peor: con una deuda desmesurada o con una deuda inexistente, no habrá casi nada que pueda inscribir al niño en el triángulo edípico, sin deuda estará “fuera de la ley”.
De todos modos, como lo dice Leclaire “ni el poder del niño, ni la belleza de la mujer, ni el desafío presuntuoso del pene erecto del hombre bastan para representarlo (al falo) si cada uno de ellos brilla de verdad es porque su florecimiento se enraíza directamente en el orden del inconsciente, porque encierra, en su gloria expuesta, la marca inmediata de la cifra que ninguna escritura puede trazar sin alterarla”[10]. El niño maravilloso en nosotros, con la deuda que nos impone (porque es realmente difícil estar a la altura de su brillo fálico) está para recordarnos, en la experiencia cotidiana de nosotros mismos y de los demás... la castración! No lo matemos, entonces, tan rápido...
III. Hacer hablar al infans
Era una fórmula común decir que, para asumir una posición adulta y madura, era necesario “matar a los padres”, lo que Leclaire pone de relieve es que dicha tarea va de la mano de “matar al niño” que ellos delegaron en nosotros como su propio ideal narcisista incumplido. Y, en el curso de un análisis, ese niño “íntimo y extraño”, justamente, como el infans: no habla. De modo que, empezar a hablar es, de algún modo acosarlo o ponerlo en agonía. Una evidencia posible de esa agonía del narcisismo es el sentimiento incómodo, cada vez que hablamos, de tener que hacer un duelo respecto “de lo que queríamos o pretendíamos decir”, nuestra palabra falla una y otra vez respecto de un presunto pensamiento previo e idealmente perfecto. En silencio las palabras acuden y atrapan la cosa-pensamiento, pero abrimos la boca y comienzan los problemas, las palabras ya no acuden tan fácilmente a la cita. Ese silencio anterior a la palabra es un narcisismo que el discurso oral violenta, un precio necesario que la palabra paga por su vocación de diálogo. “Matan a un niño” sólo aparece como fantasía, es decir –según aclara Leclaire-, como estructura del deseo, en el transcurso del trabajo analítico..[11] Contrariamente, se podría pensar que en cada silencio, en el ritmo y la cadencia del discurso, más que la palabra pronunciada, sobrevive el niño más personal que somos, indecible y no enajenable en deseo ajeno alguno. Volvamos a la pluma elegante de Leclaire: "El niño maravilloso es una representación inconsciente primordial en la que se anudan, con mayor densidad que en cualquier otra, los anhelos, nostalgias y esperanzas de cada cual. En la transparente realidad del niño, muestra, casi sin velos, lo real de nuestros deseos. Nos fascina y no podemos ni apartarnos de ella ni asirla. Renunciar a ella es morir, no tener ya razón alguna para vivir; pero fingir estar contenido en ella es condenarse a no vivir en absoluto. Para cada uno hay siempre un niño al que hay que matar, el duelo que se debe hacer y rehacer continuamente de una representación de plenitud, de goce inmóvil, una luz que se debe enceguecer para que no pueda brillar y extinguirse sobre un fondo de noche.”
En el narcisismo parental traspuesto a cuenta del niño, en rigor, van las deudas no saldadas por ellos en sus historias personales (“Dr. mi madre se queja de un dolor en mí”). Dichas deudas son, también, un compromiso filiatorio: “hay que continuar una estirpe, prolongar una tradición, etc.” ¿Quién no necesita de ese soporte para empezar a ser y hacer? Expectativas que son un poco condena y un poco orientación para seguir, en lo posible, con el propio estilo (y retrasmitir –a su turno- a los propios hijos, una deuda algo distinta a la que se recibió)
Finalmente, dice Leclaire: “No queremos decir en absoluto que un discernimiento tal de representantes inconscientes borre su marca determinante: un discernimiento acertado se distingue, en realidad, por una organización diferente de sus efectos”. Matar al niño: ponerle nombre propio, lo cual no es poco.
Correo electrónico: paularot@datamarkets.com.ar
[1] “Matan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. As“Matan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. As
[2] Tema desarrollado en “Matan a un niño”, S. Leclaire, Ed. Amorrortu, 1977, Bs. As. Todas las citas de este artículo –cuando no se especifique de otro modo- pertenecen a este texto
[3] Para no empobrecerse libidinalmente.
[4] Ob. Cit.
[5] Reparación con respecto a la organización antidepresiva de la madre, en Escritos de pediatría y psicoanálisis, Ed. Laia, 1979, Barcelona
[6]En Introducción del narcisismo.
[7] El dolor “de haber sido y ya no ser” como dice el tango, o de “no haber sido”, a secas; en todo caso, siempre dolor narcisista.
[8] Sobre el modelo de un lazo afectivo oral.
[9] M.Masud Khan, Alienación en las perversiones, Ed Nueva Visión, Argentina, 1987 (Cap. La reparación al self como objeto interno idolizado) Subrayado mío.
[10] Obra Cit.
[11] Hoy se podría distinguir como “Fantasma” de sus retoños que llegan como fantasías a los estratos superiores de la vida anímica, o, como lo distingue Miller, en su valoración clínica, fantasma y síntomas.
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