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Paz y Ciencia

domingo, 12 de septiembre de 2021

Alice Miller: Por tu propio bien

 

ALICE MILLER: POR TU PROPIO BIEN

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta Zaragoza Gran Vía Y Online Teléfono: 653 379 269 Website: www.rcordobasanz.es.                      Instagram: @psicoletrazaragoza


<<Las personas a las que desde un principio se les permitió, en su infancia, reaccionar adecuadamente –es decir, con rabia- a los dolores, ofensas y rechazos que se les inflingiera de manera consciente o inconsciente, conservarán esta capacidad para reaccionar adecuadamente también en la edad madura. De adultos, sentirán el mal que se les haga y podrán expresarse verbalmente sobre él, pero apenas tendrán necesidad de saltarle al otro al cuello. Esta necesidad se presentará sólo en la gente obligada a vigilar siempre que sus diques de contención interna no se resquebrajen. Cuando esto ocurre, todo se torna impredecible. Ello explica que parte de esta gente, por miedo a sufrir consecuencias impredecibles, tema cualquier reacción espontánea, y que la otra parte descargue ocasionalmente una ira inexplicable en personas sustitutorias, o bien cometa regularmente actos de violencia en forma de asesinatos y atentados terroristas. Un ser humano capaz de comprender e integrar su ira como parte de sí mismo, no será violento. Sólo tendrá necesidad de golpear a los demás precisamente cuando no pueda comprender su ira, cuando de niño no le permitieron familiarizarse con este sentimiento y no pudo vivirlo como parte integrante de sí mismo porque aquello era totalmente impensable en su entorno.


(…) ¿No sería acaso mucho peor que los objetivos pedagógicos se cumplieran del todo, que se cometiera un auténtico e irreparable homicidio con el alma del niño sin que la opinión pública llegase nunca a enterarse? Cuando, en nombre de sus ideales, un terrorista ejerce la violencia contra personas inermes y se entrega él mismo tanto a los jefes que lo manipulan como a la policía del Estado contra el cual lucha, está contando inconscientemente, desde su compulsión a la repetición, lo que alguna vez le sucedió en nombre de los elevados valores de la educación. La historia que cuente podrá ser entendida por el público como una señal de alarma, o bien comprendida en forma totalmente errónea; en cualquier caso, como señal de alarma será una señal de la vida que aún puede ser salvada.


¿Qué ocurre, en cambio, cuando ya no queda rastro alguno de esta vida porque la educación fue un éxito rotundo y perfecto, como en el caso de Adolf Eichmann o Rudolf Höss, por ejemplo? Fueron educados para la obediencia con tanto éxito y desde una edad tan temprana que aquella educación no falló, y el edificio no tuvo grietas ni agujeros en ningún sitio, el agua jamás penetró en él y ningún sentimiento fue capaz de estremecerlo. Estas personas cumplieron hasta el final de sus vidas las órdenes que les impartían, sin jamás cuestionar su contenido. Cumplían esas órdenes no porque las consideraran justas y pertinentes, sino simplemente porque era órdenes, tal y como recomienda la <<pedagogía negra>>.


(…) Los psicoanalistas saben lo que puede tardar la formación y vivencia plena de un sentimiento infantil reprimido por espacio de 30, 40 o 50 años.

Da ahí que la situación de un niño pequeño víctima de malos tratos sea a veces hasta peor –y por sus consecuencias sociales incluso más seria- que la situación de un adulto en un campo de concentración. Cierto es que el ex recluso de un campo de exterminio puede hallarse en situaciones en que sienta la imposibilidad de transmitir adecuadamente todo el horror de sus padecimientos pasados y tenga la impresión de que los demás lo miran sin comprenderlo, fría e insensiblemente, con indiferencia y hasta con incredulidad, pero él mismo, salvo unas pocas excepciones, no pondrá en duda el carácter trágico de sus experiencias. Nunca intentará convencerse de que la crueldad que le infligieron se la infligieron por su propio bien, ni tratará de entender lo absurdo del campo de exterminio como una medida pedagógica necesaria para él; en la mayoría de los casos tampoco intentará comprender ni simpatizar con las motivaciones de sus verdugos. Encontrará a gente que haya pasado por experiencias similares y compartirá con ellos sus sentimientos de indignación, odio y desesperación por las crueldades padecidas.


La comparación entre los abusos cometidos contra un niño y los que se cometen contra un adulto presenta, además de los puntos de vista del grado de madurez del Yo, la lealtad y el aislamiento, otro aspecto totalmente nuevo. El prisionero de un campo de concentración no podrá oponer resistencia a los malos tratos ni defenderse contra las humillaciones que le inflijan, pero sí será interiormente libre para odiar a sus torturadores. Esta posibilidad de vivir sus sentimientos, y hasta de compartirlos con otros prisioneros, le brinda la oportunidad de no tener que renunciar a su Yo. Un niño no tiene precisamente esta oportunidad.


No dudo de que detrás de todo crimen se oculta una tragedia personal. Si investigáramos con más detenimiento las historias y prehistorias de los crímenes, quizá podríamos hacer mucho más por evitarlos que indignándonos y lanzando discursos moralizadores. Tal vez alguien me diga: no todo el que recibe palizas de niño tiene por qué ser un asesino, pues en este caso la casi totalidad de los seres humanos serían criminales. Esto es verdad en cierto sentido. Sin embargo, la humanidad no está viviendo una época particularmente pacífica y nunca sabemos lo que un niño puede –y debe- hacer con las injusticias de que ha sido víctima; hay numerosas técnicas para enfrentarse a este problema. Pero aún no sabemos, sobre todo, cómo sería el mundo si los niños crecieran sin sufrir humillaciones, si sus padres los respetaran y les tomaran en serio como a cualquier ser humano. En cualquier caso, no conozco a nadie que haya gozado de este respeto siendo niño y que más tarde, adulto ya, haya tenido la necesidad de asesinar a otros seres humanos.

Sin embargo, aún somos muy poco conscientes de lo dañino que es humillar a los niños. Tratarlos con respeto y saber qué consecuencias acarrea humillarlos no son problemas intelectuales, de lo contrario se hubiera reconocido su importancia hace ya tiempo. Sentir con el niño lo que él siente cuando es despojado, ofendido o humillado, supone toparse de pronto, como en un espejo, con los sufrimientos de la propia infancia, y esto es algo contra lo que muchos tendrán que defenderse por miedo, mientras que otros podrán aceptarlo con ayuda del duelo. Quienes hayan seguido esta vía del duelo sabrán luego sobre la dinámica psíquica mucho más que lo que hubieran podido aprender de los libros.

(…)

(…) gracias a la creciente comprensión, por parte de la opinión pública, de las relaciones existentes entre criminalidad y experiencias de la primera infancia, ha dejado de ser un misterio reservado a los especialistas el hecho de que todo crimen revela una historia oculta que es posible descifrar a partir de los detalles y la escenificación misma del delito. Cuanto más a fondo estudiemos estos contextos, más rápidamente derribaremos los muros de protección tras los cuales se han venido criando impunemente los futuros criminales. Los posteriores actos de venganza se deben a que el adulto puede dar libre curso a sus agresiones contra el niño, mientras que las reacciones emocionales de éste, que son incluso más intensas que las de un adulto, son reprimidas violentamente y con sanciones más fuertes.

(…)

El auténtico perdón no bordea la rabia sin tocarla, sino que pasa a través de ella. Sólo cuando pueda indignarme por la injusticia que cometieron conmigo, cuando advierta el acoso como tal y pueda reconocer y odiar a mi perseguidor como tal, sólo entonces se me abrirá realmente la vía del perdón. La ira, la rabia y el odio reprimidos dejarán de perpetuarse eternamente sólo cuando la historia de los abusos cometidos en la primera infancia pueda ser revelada. Y entonces se transformarán en duelo y en dolor ante la inevitabilidad del hecho, dejando, en medio de ese dolor, cabida a una verdadera comprensión, a la comprensión del adulto que ha echado una mirada a la infancia de sus padres y, liberado finalmente de su propio odio, es capaz de vivir una empatía auténtica y madura. Este perdón no puede ser exigido con preceptos ni con mandamientos; ha de ser vivido como gracia y surgirá espontáneamente cuando ningún odio reprimido –por estar vedado- siga envenenando el alma. El sol no necesita que le obliguen a brillar; cuando las nubes se apartan, él, simplemente, brilla. Pero sería erróneo ignorar que las nubes constituyen un impedimento cuando realmente se presentan.>>

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