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Paz y Ciencia

sábado, 11 de octubre de 2008

El Niño con el Pijama de Rayas


En esta ocasión voy a hablar de la película, sin dejar de recomendar el libro del irlandés John Boyne, cuyo misterioso argumento queda con su editorial como cómplice, Salamandra. En la contraportada no aparece ninguna pista porque se trata de un descubrimiento personal dentro de un niño de 8 años, aquél que puede residir todavía en nosotros y ha quedado asustado por facturas, hipotecas, tiendas de moda, almacenes, negocios y cientos de escenas que se ven allá por donde mires. Ese niño lo puedes descubrir si empiezas a leer o si vas al cine. Recomiendo que no se lea lo de abajo antes de ir a bucear por cualquiera de esos mundos ingenuos y divertidos a través de los ojillos de Bruno.

Comentaba un señor llamado Carl Gustav Jung que si contemplamos la manera como transcurre una vida humana, vemos que hay personas cuyo destino está más condicionado por los objetos de sus intereses y otras cuyo destino está más condicionado por su propio interior, por su sujeto. Dado que todos nos inclinamos preferentemente hacia uno de esos dos lados, tenemos una tendencia natural a comprender todas las cosas en el sentido de nuestro propio tipo (Tipos Psicológicos, Edhasa, 2008).

En un mundo de un niño de 8 años la vida se ve de manera divertida desde un punto de vista de una persona curtida por las inclemencias del tiempo, la vida y el azar de lo cotidiano. Paladear cada página, degustar cada escena en la que Bruno “explora” la realidad supone evocar tiempos en los que la dulzura y las interpretaciones inteligentes no cercenaban el paso natural y espontáneo de los sentimientos por nuestra médula espinal, esas cosquillas que erizaban el pelo por la nuca y producía una agradable carcajada.

Bruno empieza planeando como un avión junto a sus amigos, llega hasta su casa, una señora casa. Allí le esperan sus padres y su hermana, los tres le explican que se van al campo. Él formula unas preguntas pertinentes y ellos le responden de manera coherente a la forma de sus preguntas. Satisfechos los cuatro se levantan. La siguiente escena resulta ser la despedida del padre, un cargo elevadísimo de las SS que tiene como responsabilidad dirigir un campo muy particular. A mí me lo explicó Bruno.

Bruno contaba que al llegar había granjeros pero eran “señores muy raros” y los niños por lo visto también. La madre pudo comprobarlo al ver a uno de ellos, de profesión médico, pelando patatas. La verdad es que no tenía muy buena cara, Bruno me lo hizo ver. La verdad es que el muchacho tenía una profunda, rotunda y contundente sensatez, eso no le parecía muy apropiado, puede que incluso justo, si es que los téoricos del desarrollo moral y todos los leales de Kohlberg, Piaget y compañía me permiten comentarlo en un momento tan dulce como este. Sigamos.

El caso es que él y la madre no se sentían muy cómodos de ver a ese hombre con zapatos más grandes que sus pies, su ropa sucia y más grande que su cuerpo. Bruno se fijaba mucho, la madre le miraba, luego veía al judío y se sentía lastimada. A esas alturas Bruno todavía pensaba que el judío era granjero. La ventana de su habitación fue cerrada para que no viera la realidad de “la granja”. Un acto de negación que no se sabe muy bien a quien corresponde atribuir con más potencia. Mientras tanto, que no thanatos, el padre, del que empezaba a dudar el querido Bruno, seguía trayendo a casa a tipos vestidos de negro con dos S en forma de rayo en la solapa de la camisa, con lo bonitas que son las rosas. Hay uno en particular, joven y que juega con la hermana de Bruno que impone un respeto especial, tiene los rasgos faciales angulosos, una cara dura, contundente, no parecía resultarle muy confiable a Bruno. El pequeño gran Bruno se le acerca enseguida cuando le ve cortejar a su hermana mientras lavan el coche. Bruno sólo quería una rueda. En ese momento obtiene una evidencia de lo mal que tratan a los granjeros, se da cuenta de que ese señor de negro, amigo de su padre grita con fiereza al señor médico polaco y le obliga a buscarle una rueda. Parece oler a chamuscado. En el cielo de vez en cuando se ve una nube negra…

Su padre le dice: “Lo único que necesitas saber de mi trabajo aquí es que es muy importante para nuestra patria”. Resultó ser insuficiente para el explorador Bruno, así como el profesor que encargó su padre para aleccionarlos sobre la historia de la Alemania Nazi. Bruno está muy enfadado con el profesor porque no le deja leer relatos de aventuras.

En todo esto, un buen día el muchacho se cuela por una ventana que da a parar al patio, para explorar, allí encuentra un bosque y detrás de él una verja, detrás de ella un niño (Shmuel) con un curioso atuendo, un pijama de rayas, independientemente de la hora en la que le visite. Se hacen verdaderos amigos y puede comprobar con el tiempo que allí se pasa hambre y que no es una granja. También se da cuenta que ellos tienen que ser enemigos e incluso hace un alarde de impostura para evitar malos mayores, cuando el niño con el extraño atuendo acude a limpiar copas con sus pequeños dedos a la casa de campo. Uf.

El final es para enmarcar, en esa confusión de lenguas, de pertenencias, de correspondencias, de lealtades, de culpas y confusiones, el muchacho sale el día de su partida a otro lugar donde iba a llevar una mejor vida con un gran bocata para su amigo. El amigo que lleva el pijama porque le quitaron la ropa los soldados. Bruno lleva una pala para cavar un pequeño agujero y escurrirse bajo la alambrada para ayudar al niño a encontrar a su padre. Imaginen el final, pregunten, vayan al cine, lean o sueñen, no seré yo quien les quite ese agradable y revelador derecho.

Atentamente. Rodrigo Córdoba Sanz.

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