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Paz y Ciencia

martes, 25 de septiembre de 2012

El Mito de la Enfermedad Mental


El pensamiento lúcido requiere más valor que inteligencia. Thomas Szasz

EL SEGUNDO PECADO
La enfermedad corporal es algo que el paciente tiene, mientras que la mental es en realidad algo que el paciente es o hace. Si la neurosis y la psicosis fueran enfermedades, como la neumonía o el cáncer, sería posible que una persona tuviera a la vez una neurosis y una psicosis. Pero las reglas de la sintaxis psiquiátrica hacen que sea absurdo dar esta combinación diagnóstica. En realidad, usamos las palabras “neurótica” y “psicótica” (y otros términos que se emplean en los diagnósticos psiquiátricos) para caracterizar a las personas y no para nombrar enfermedades.
La enfermedad mental es una definición falsa de un problema relativo a ti mismo y a los demás. No decimos: “Vivo mal. Soy inmoral”; en vez de ello decimos: “Estás confundido. Tu mente no funciona como es debido. Estás enfermo”.
La enfermedad mental es coacción disimulada como pérdida de autodominio; la psiquiatría institucional es contracoacción disimulada como terapia.
Thomas Szasz
La enfermedad mental es un engaño que realza a uno mismo, una estrategia para autopromoverse.
Para la familia y la sociedad del paciente, la enfermedad mental es un problema; para el paciente mismo es una solución. Este es el gran descubrimiento de Freud. Actualmente, los psicoanalistas, hacen caso omiso de esto, y los psiquiatras lo niegan.
Cuando la resistencia de una persona contra la coacción malévola se encuentra en su punto más bajo, cuando ya no puede defenderse de la intrusión del otro, entonces esa persona sufre lo que popularmente se llama una crisis nerviosa; en la jerga psiquiátrica se vuelve psicótica. Entonces, o bien afirma que le están ocurriendo cosas terribles (lo cual es cierto), o que es invulnerable y poderosa (lo cual es una forma de engañarse a sí misma para que la vida sea tolerable), o ambas cosas.
No esperamos que todo el mundo sea buen nadador, jugador de golf, ajedrecista, o tirador; tampoco consideramos enfermos a los malos jugadores. Las actividades que constituyen ser estudiante, padre o madre, trabajador, etc., se parecen en muchas cosas a las que constituyen ser jugador de golf o ajedrecista. Sin embargo, pretendemos que todo el mundo sea competente en los juegos de su propia vida; y a los que juegan mal -a ser marido o esposa, madre o padre- les consideramos enfermos, esto es, enfermos mentales.
Si un hombre nos cuenta mentiras sobre su coche para sacarnos más dinero en la venta, se trata de un comportamiento económico comprensible. Pero si nos miente sobre sí mismo, para llamar más la atención, se trata de una locura misteriosa. A lo primero, respondemos regateando en torno al precio; y, a lo segundo, combatiendo la enfermedad mental.
Gran parte de lo que actualmente pasa por enfermedad mental es en realidad el fruto de la aprensión y el temor. Hablamos de la paga del pecado, que sin duda es real. En justa correspondencia, deberíamos hablar de la paga del miedo: el miedo a ser, el miedo a vivir y a morir, el miedo a equivocarse, el miedo a que nos tengan envidia o lástima, el miedo a ser diferente. La paga de estos miedos son las numerosas autoinhibiciones a las que llamamos enfermedad mental.
HISTERIA: Sartre dice que la histeria es una mentira sin mentiroso. También podría decirse que el histérico es un mentiroso que no admite ni reconoce sus mentiras.
FOBIA: un tipo de dramatización del ser, como si la persona se dijera a sí misma: “Tengo miedo a X (los gatos, las arañas, estar sola, etcétera), aun cuando no hay ningún motivo para tener miedo a X”. La vida empobrecida de esta persona (que suele ser una mujer) se convierte así en una especie de relato detectivesco, una película de misterio o una función de gran guiñol. Una vida vacía se transforma de este modo, sin esfuerzo o trabajo real, en una vida llena de interesantes peligros, amenazas y terrores. Esto resuelve el problema que tiene el paciente, el problema de qué hacer con su vida: debe protegerse de los peligros que le amenazan.
HIPOCONDRÍA: atención exagerada a la propia mala salud (real o fingida). La enfermedad resuelve el problema del aburrimiento y de la elección de carrera: el hipocondríaco es un “Jeremías” (“el profeta llorón”) de su propia fisiología.
ESQUIZOFRÉNICO: adulto joven que teme construir o se niega a ello.
PSICÓPATA O DEPENDIENTE PASIVO: persona que trata de vivir en casa ajena.
DEPRIMIDA: persona que desprecia lo que ha construido.
MANÍACO: individuo que enseña su leonera como si fuera un palacio.
Una vez hemos diagnosticado estas enfermedades mentales, nos ponemos a buscar las enzimas defectuosas o las moléculas torcidas en el cerebro del supuesto paciente. Decimos que andamos buscando las causas de la enfermedad mental. En realidad no tratamos de ver nada, sino que, al contrario, tratamos de no ver las tragedias de la vida que nos miran fijamente a los ojos. Y nos sale muy bien.
LA ENFERMEDAD MENTAL COMO FALSIFICACIÓN:
HISTERIA: la falsificación de la enfermedad. ESQUIZOFRENIA: la falsificación del sentido. PSICOPATÍA: la falsificación del valor. HOMOSEXUALIDAD, TRAVESTISMO: la falsificación del género.
LA ENFERMEDAD MENTAL COMO DRAMA:
DEPRESIÓN: tragedia. MANÍA: comedia. HISTERIA: melodrama. TRAVESTISMO: farsa.
LA ENFERMEDAD MENTAL COMO CARICATURA:
DEPRESIÓN: caricatura de la contrición. HIPOCONDRÍA: caricatura de la preocupación por la salud propia. MANÍA: caricatura del amor y la devoción. PARANOIA: caricatura de la preocupación por la traición, el peligro y la protección. OBSESIÓN Y COMPULSIÓN: caricatura de la escrupulosidad.
Hoy día, especialmente en Estados Unidos, todas las dificultades y todos los problemas de la vida se consideran enfermedades psiquiátricas y, en mayor o en menor medida, a casi todo el mundo se le considera un enfermo mental. De hecho, no es exagerado decir que la vida misma se ve ahora como una enfermedad que empieza con la concepción y termina con la muerte, y que mientras dura necesita a cada paso la ayuda de los médicos y, sobre todo, de los profesionales de la salud mental.
* * *
THOMAS SZASZ, psiquiatra. El segundo pecado, prólogo de Fernando Savater. Ediciones Martínez Roca, colección Alcor, 1992.
 
SZASZ por ANTONIO ESCOHOTADO:
Una suma de propósitos y coincidencias –como quizá todo en la vida- es responsable de que no sólo admire la obra de Thomas Szasz, sino que haya traducido tres libros suyos1 , y acepte prologar éste, que se publicó originalmente en 1961 y hasta ahora resultaba prácticamente inencontrable en castellano.
Casi cuatro décadas después de aparecer, El mito de la enfermedad mental conserva la vigencia de un testimonio preciso sobre el estado de las ciencias sociales entonces –que se hallaban en una fase de expansiva confianza-, así como la vigencia de lo filosófico o conceptual en sentido estricto. Opera prima de Szasz, constituye también el acta fundadora de la antipsiquiatría, después desarrollada por Laing y Cooper, entre otros. Como declara su autor ya en la introducción, la psiquiatría le parece “una actividad pseudomédica”, articulada sobre pseudoenfermedades, que a pesar de ello “podría llegar a ser una ciencia” si sus cultivadores se decidieran a poner las bases para “una teoría sistemática de la conducta personal”. El camino será fundamentalmente “demoler algunos de los principales sustantivos falsos del pensamiento psiquiátrico [...] y sentar los cimientos para una comprensión de la conducta en términos de proceso”.
Nada mejor para ello que un análisis en profundidad de la histeria, que por antigüedad constituye el paradigma de todas las posteriores “enfermedades mentales”. Los padres de la psicoterapia –Charcot, Janet, Breuer, Freud- fueron neurólogos educados en el materialismo determinista de la segunda mitad del siglo pasado, que buscaban correlatos orgánicos para explicar la emergencia de ciertos síntomas y conductas. No pudiendo hallarlos, trazaron una divisoria entre el sentido que dichos síntomas y comportamientos tendrían si se considerasen en forma ética, como expresión de elecciones personales, y el sentido que podría atribuírseles si se entendieran como patología.
Ciertamente, los fundadores de la psicoterapia coincidían en describir a la persona histérica como “alguien que utiliza las reglas del desvalimiento, la enfermedad y la coacción”, dentro de un esquema que “se caracteriza, entre otras cosas, por metas finales de dominio y maniobras de engaño”. Pero esa es una definición ética, con arreglo a la cual no hay “enfermedad” sino más bien fingimiento de una enfermedad, debido a las ventajas directas e indirectas derivadas de ello. Con luminosos ejemplos, Szasz muestra cómo el psiquiatra acabaría sosteniendo que el fingimiento es también una forma de enfermedad.
Una consecuencia inmediata de ello será, desde luego, que esa situación se estabilice –como la del tísico crónico-, y que tanto el paciente como el terapeuta “queden satisfechos con un estado de cosas aún muy insatisfactorio”. Concebir la histeria como enfermedad equivale, pues, a “una estrategia promotora”. Otra consecuencia consiste en mezclar elementos heterogéneos, pues si la tos seca del tísico es equiparable a una tos análoga imitada por cierta histérica bien cabe, siguiendo los mismos pasos, sumar kilos y grados. Precisamente esa confusión alimenta la idea de que tratar a neuróticos o psicóticos carece de nexo alguno con la dimensión moral del comportamiento humano, ya que el facultativo ha de habérselas con “patología”.
A ello responde Szasz que las supuestas patologías son ante todo modalidades de comunicación y traducción: “Las llamadas enfermedades mentales se parecen más a los idiomas que a las enfermedades orgánicas”. Y tal como resulta absurdo preguntar por la “etiología” de que alguien hable inglés o chino, es absurdo confundir la elección que el histérico hace por representar el “lenguaje de la enfermedad” con las consecuencias de un golpe en la cabeza o un cancro sifilítico. El factor primario a quien puede atribuirse este uso abusivo de la metáfora son los “intereses de la medicina y el sacerdocio”, que de un modo u otro convierten “el acto de recompensar la incapacidad [ética] en práctica social”, desplazando sobre los [éticamente] capaces el deber de compensarla.
Dando un paso más, Szasz propone examinar los modelos de conducta como formas de participación en un juego. Sigue los trabajos en ese sentido de Mead y Piaget, a los cuales añade una jerarquía de juegos. Los de primer nivel u objetales –donde sitúa a las enfermedades orgánicas- conciernen a la supervivencia física, mientras los de segundo nivel o metajuegos se refieren al problema de cómo vivir. La meta final de los juegos objetales es para el individuo seguir existiendo, del mismo modo que la meta final de los metajuegos es para el individuo existir como persona libre.
I
La tercera parte del libro contiene un análisis semiótico de la conducta, y aunque quizá sea la más inactual tiene el valor de ofrecer un resumen sobre psicología, antropología y sociología de los años cuarenta y cincuenta. Es también una de las raras ocasiones donde Szasz deja traslucir su ideario filosófico. Allí aparecen y desaparecen Wittgenstein, Russell, el Popper de La sociedad abierta y sus enemigos, Morris, Reichenbach, Tarski y –en general- los presupuestos de la Escuela de Viena. Entendida como juego de lanzarse a un idioma corporal, que no expresa conocimiento (para el jugador) pero sí información (para el resto), la histeria constituye un “protolenguaje”, que en vez de recurrir a símbolos verbales emplea signos icónicos, como el sueño y las fantasías.
Se trata por eso de un lenguaje no discursivo, cosa distinta de decir que sus mensajes carezcan de referentes o “sentido”, según pretende el dogma positivista. El engaño, la pantomima teatral, son actos cargados de sentido. No obstante, cuando el idioma de los signos corporales icónicos se interpreta –es decir, se traduce al lenguaje científico-cognitivo de la medicina-, “se producirá sin falta una información errónea [...] pues es más acertado considerar la histeria como una mentira que como un error”. Tras el protolenguaje histérico, al igual que tras cualquier lenguaje, hay una aspiración –tan retorcida como se quiera- de entrar en contacto con objetos, y a juicio de Szasz “la labor del psicoanálisis en tanto que ciencia es estudiar el tipo de objeto que las personas necesitan”. Al fin y al cabo, “hablar es simplemente otra forma más complicada de ver, tocar o abrazarse”.
Incapaz de despertar el interés, o la conmiseración, de su esposo en circunstancias normales, una mujer lo logra cayendo “enferma” de histeria. Como sucede con el llanto y las airadas pataletas infantiles, ese tipo de comunicación promete tener un efecto más intenso que los mensajes expresados en idioma cortés. De ahí que la histeria sea una comunicación indirecta, basada ante todo en la alusión, según sucede en nuestra cultura con “necesidades sexuales, o de dependencia, y con problemas económicos”. Por su parte, esto conduce a una psicología motivacional que se concreta en términos de roles y reglas. Un cáncer es un evento, mientras un síntoma “psicopatológico” es una acción, que no le sobreviene a una persona sino que esa persona quiere, aunque sea en el plano inconsciente.
Dentro de la dicotomía entre causalidad mecánica y teleología vitalista pertenece al segundo tipo, y se trata de precisar hasta qué punto pertenece a factores “ocultos” (la libido, por ejemplo) o “convencionales”. Concentrándose sobre actividades poco convencionales –sueños, obsesiones, fobias, perversiones, alucinaciones, etc.-, el trabajo de Freud tuvo, según Szasz, el mérito de “ampliar satisfactoriamente el principio del acatamiento de reglas” como pauta para conductas determinadas por lo inconsciente. Su lema curativo –“donde ello estaba debo yo advenir”- podría, en consecuencia, traducirse como “donde había un acatamiento oscuro e inexplícito de reglas debe advenir el acatamiento explícito y deliberado”. Sin embargo, Freud quería tratar la histeria y formas análogas de conducta como enfermedades, lo cual exigió negar y ocultar su propio hallazgo.
Szasz propone investigar por qué “las reglas del juego de la vida deben definirse de modo que quienes son débiles, o se hallan incapacitados o enfermos, deban recibir ayuda”. La respuesta parece evidente. Por una parte, ese el el juego que solemos jugar en la infancia. Por otra, es la instrucción recibida de las religiones dominantes. Juego familiar y juego religioso, por tanto, cuyas reglas se entremezclan enseñando a los seres humanos “cómo ser ‘enfermos mentales’”. Sin embargo, aquello que resulta necesario, y por eso mismo razonable, para niños, ancianos y otros minusválidos no lo es para el resto del cuerpo social, y –según Szasz- tampoco para buena parte de los llamados enfermos mentales. El efecto de la supuesta ética médica es “infantilizar y someter de manera permanente al enfermo”. Para empezar, otorga al psicoterapeuta la prerrogativa de imponer reclusión y otros tratamientos coactivos, privando de sus derechos civiles a quien recibe un dianóstico de patología mental.

II
Con todo, no se trata sólo de poner en cuestión las intervenciones psiquiátricas involuntarias, sino de plantear las exigencias de “una ética igualitaria, democrática”, que sostenga posiciones de “mayor dignidad y autorresponsabilidad”. Una manera de empezar a hacerlo es recordar la filosofía de Spencer, tal como se expone en El hombre contra el Estado. En contraste con los precociales, los animales altriciales o de desarrollo lento otorgan a su prole servicios que están en razón inversa de su capacidad, si bien eso sucede en el “régimen familiar”, mientras subsiste en todo momento lo contrario, representado por el “régimen de los adultos de la especie”. Oigamos al propio Spencer:
“Durante todo el resto de su vida, el adulto recibe beneficios proporcionales a sus méritos [...] Si los beneficios fuesen proporcionales a su inferioridad, favoreciéndose la multiplicación de los inferiores y entorpeciéndose la de los mejor dotados, la especie degeneraría progresivamente. El hecho elocuentísimo es que los procedimientos de la naturaleza son diametralmente opuestos dentro y fuera del grupo familiar, y que la intrusión de cualquiera de ellos en la esfera del otro sería fatal para la especie, bien en el periodo inmediato o en el futuro”.
Puede oponerse –y Szasz lo hace- que la animalidad humana es singular, no admitiendo comparaciones directas con otras especies. Sin embargo, es evidente que en nuestras sociedades el “régimen familiar” no se limita a menores y otros minusválidos físicos. Ya sea porque los psicoterapeutas otorgan liberalmente diagnósticos de enfermedad mental, o por motivos adicionales, el juego social básico entre adultos –el trabajo, que reparte los merecimientos- sólo compromete a algunos, mientras otros rehúsan participar en él. ¿Por qué toleran algunas sociedades humanas ese “pasivo”? ¿Acaso están caracterizadas por la generosidad gratuita, el incondicional desprendimiento? En la nuestra, por ejemplo, ¿acaso es costumbre regalar dinero o prestigio? ¿Acaso cada familia y grupo verifica periódicos repartos de los bienes acumulados, según sucede con el potlach de pueblos recolectores-cazadores? Evidentemente, no. Al contrario, se observa una implacable lucha por los medios de vida, dentro de una estructura competitiva que exige constantes tributos laborales. Rara vez, si alguna, ha sido más categórico el principio antiguo: tanto tienes, tanto eres. Con todo, esa exigencia de rendimiento se reparte también de modo desigual, como si además de ella estuviese vigente lo opuesto, y ese opuesto fuera lo idóneo.
En efecto, la religión judeocristiana “fomenta la incapacidad y la enfermedad”. Su Dios ama a los sumisos, a los pobres de espíritu, a los débiles, a los necesitados, a los cobardes, a los impotentes. A la inversa, el éxito en la vida, la independencia, la salud, la fuerza de espíritu, el arrojo, la franqueza el deseo sexual llamada potencia y los demás ingredientes de la alegría resultan sospechosos. Los poseedores de esas cualidades positivas no sólo no tendrán premio en el Cielo, sino que en la Tierra habrán de servir a los poseedores de cualidades opuestas, negativas. No en vano hallamos en el evangelio de Mateo (19, 12) observaciones como ésta: “Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que fueron hechos tales por mano de los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de esto, séalo”.
Según Szasz, la “maniobra masoquista” de temer la felicidad en general consagra una “psicología de esclavo”, donde los individuos –y con buenos motivos- “se abstienen de expresar su satisfacción por temor a que el peso de su carga aumente”. La diferencia se halla en la manera de jugar el juego primario, la capacitación laboral.
“Aunque el esclavo no haya terminado su trabajo, podrá influir en su amo para que le conceda un respiro si muestra signos de inminente colapso [...] Manifestar signos de cansancio –prescindiendo de que sean auténticos o no- quizá produzca un sentimiento de fatiga o agotamiento en el actor. Creo que este es el mecanismo responsable de la gran mayoría de los estados de fatiga crónica, antes llamados de ‘neurastenia’ [...] Muchos pacientes de esta índole están inconscientemente ‘en huelga’ contra personas de quienes dependen. En contraste con el esclavo, el hombre libre fija sus propios límites, y trabaja hasta concluir satisfactoriamente su tarea. Entonces puede disfrutar de los resultados”.
Dios –y también el rey, el padre, el médico, el director espiritual, el comisario, etc.- se mostrará tanto más exigente y punitivo cuanto menos pasivo e incompetente sea el individuo, pues “complácese Jehová en los que le temen, y esperan de su misericordia” (Salmos, 147, 10-11). La pregunta a hacerse es qué consecuencias tienen semejantes reglas cuando son asumidas por adultos no minusválidos. Como sugiere Szasz, apenas es conjeturable la medida en que: a)reducen la confianza de hombres y mujeres en sí mismos; b)fomentan su dependencia e imprevisión; c)estimulan la hipocresía; d)sugieren servirse de la propia incompetencia para coaccionar a otros, prolongando indefinidamente situaciones artificiales de parasitismo. El ejemplo más luminoso y universal es el propio clero encargado de administrar los cultos –tanto el cristiano como el de otras religiones-, que resulta por definición “inútil” para aquello donde en principio deben ser útiles las demás personas, y que será por eso mismo sostenido, además de quedar exento en materia tributaria, militar, etc. La única excepción a semejante pauta era la antigua tradición judaica -donde el rabino estaba obligado a conocer un oficio, para no enseñar la ley divina por interés crematístico-, pero hasta esa salvedad perdió vigencia.
Mirado de cerca, el principio de tener fe y despreocuparse del resto –que se expone paradigmáticamente en las palabras de Jesús, cuando propone ser tan imprevisor como los pájaros o las plantas- contiene una invitación al descuido, la pasividad y la incompetencia:
“Puesto que el comportamiento de los llamados enfermos mentales –y en especial la histeria de conversión- está íntimamente vinculado a incapacidad o desgana por lo que respecta a participar en el juego de la vida, resultará instructivo llamar la atención sobre ciertos preceptos bíblicos [...] que condenan de forma explícita la autoayuda y la maestría. En realidad, se interpreta que quien desea ayudarse a sí mismo tiene ‘poca fe’ [...] Gran parte de la psicología analítica gira en torno al problema de descubrir exactamente quién enseñó al paciente a comportarse de ese modo, y por qué aceptó él esas enseñanzas”.
Es llamativo que Szasz llegue a estas conclusiones sin hacer mención alguna de Nietzsche, y aparentemente sin recurrir a su conocida tesis sobre una conspiración platónico-cristiana, basada sobre el resentimiento y consistente en “difamar a la Tierra”. Szasz llega a citar a Marx (que sin duda no es santo de su devoción), concretamente cuando habla de la religión como opio del pueblo, y reclama abandonar “un estado de cosas que necesita ilusiones”. Pero no hay la más mínima alusión a la ética nietzscheana del superhombre, ni a sus análisis de la oposición entre señorío y servilismo, fortaleza e insana ruindad, lo cual podría interpretarse como consecuencia de ser Szasz un judío húngaro, emigrado con su familia a Estados Unidos –siendo aún adolescente- para evitar la persecución nazi, una ideología que enarboló el pensamiento de Nietzsche como una de sus justificaciones. A mi entender, la explicación es otra, pues a Szasz le preocupa ante todo sentar las bases de una ética y una medicina igualitarias, democráticas, y semejante cosa tropieza con grandes dificultades –quizá más de forma que de contenido- en el autor de Así hablaba Zaratustra. Sin embargo, resulta notable constatar que las propuestas del igualitarismo coincidan en esencia con las del aristocratismo.

“Si bien algunas reglas bíblicas se proponen aliviar la opresión, la tesis general fomenta el mismo espíritu opresor [...] Cada esclavo es un amo potencial, y cada amo un esclavo en potencia. Debemos recalcar este hecho, porque es inexacto y engañoso oponer la psicología del oprimido a la del opresor. Lo necesario es, más bien, oponer la orientación propia de ambos con la psicología de la persona que se siente igual a su prójimo”.

III
Contemplada a vista de pájaro, la historia describe el proceso donde el reino de una minoría compuesta por fuertes o capaces sobre una mayoría de débiles o incapaces –los Imperios antiguos- se transforma en lo contrario, primero siguiendo orientaciones como el Sermón de la Montaña, y luego gracias a movimientos revolucionarios, que empiezan a triunfar desde finales del siglo XVIII. Aunque Szasz no entre en ello, dicha inversión contiene una dialéctica profunda –la del amo y el siervo-, en cuya virtud el originalmente oprimido o “incapaz” va fortaleciéndose o capacitándose en la misma medida en que el opresor, originalmente “capaz”, se va debilitando al disfrutar un régimen de molicie y privilegio.
Quizá por omitir esa dinámica subyacente, Szasz entiende que “el destino ineludible de todas las revoluciones es el establecimiento de nuevas tiranías”, cosa tan evidente en un nivel como corta de vista o unilateral en otros. Eso hace que su propia posición no se conciba como una consecuencia de procesos históricos previos, sino en términos de alguna manera intemporales, semejantes al estatuto de los símbolos en lógica formal, aquejados por esa generalizada falta de sustancia que exhibe el pensamiento de sus maestros, los creadores de la filosofía analítica. De ahí que su pragmática igualitaria se contraponga a alternativas presentes y pasadas de organización política, si bien constituye en realidad el resultado –o uno de los resultados- de dichas alternativas. “Cuando la refutación es a fondo”, observaba Hegel, “se deriva del mismo principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante aseveraciones y ocurrencias contrapuestas”.2
Pero la perspectiva estática de Szasz no está exenta de intuiciones admirables, que se adelantan a su tiempo en muchos sentidos:
“El principio general de que una regla liberadora puede convertirse, a su debido tiempo, en un método de opresión tiene amplia validez para todo tipo de maniobras destinadas a modificar las reglas. Esto explica por qué es tan dificil hoy abogar con sinceridad por nuevos sistemas sociales, que simplemente ofrecen otro conjunto de nuevas reglas. Aunque se necesiten constantemente nuevas reglas, si la vida social ha de proseguir como un proceso tendente a una autodeterminación y complejidad creciente del ser humano, es indispensable mucho más que un mero cambio de reglas”.
Nuevo, sin más determinaciones, es desde luego un concepto gaseoso, que destila simple aburrimiento. Pero cuatro décadas después de escribir ese párrafo, hoy, el movimiento científico que jubila a la física newtoniana se articula sobre los conceptos de autoorganización y complejidad. Lo que no se encuentra ahora por ninguna parte es aquello ubicuo para Galileo y sus sucesores –fuerzas inmateriales rigiendo una materia inerte o pura masa, con arreglo a trayectorias lineales, regulares y reversibles-, pues en vez de esa construcción nos vemos devueltos a un mundo propiamente físico, donde lo descartado por caótico –lo fractal, bifurcado, irreversible- emerge como imprevisto aunque manifiesto factor estructurante, verdadera y única fuente de orden e invención en la naturaleza. Aquello que Szasz llama “mucho más que un cambio de reglas” se identifica finalmente con una ética (médica, social, política) fundada sobre la reciprocidad. En otras palabras, ni reino de los fuertes sobre los débiles ni la inversa, sino una “igualdad humana universal (de los derechos y las obligaciones, es decir, para participar en todos los juegos de acuerdo con la capacidad de cada uno)”.
Szasz vuelve a adelantarse a su tiempo proponiendo que el principal perjudicado dentro de esta obra de justicia serían “los mitos religiosos, nacionales y profesionales”, cuyo rasgo genérico es fomentar la perpetuación de juegos infantiles “exclusivistas”, basados en “pautas de conducta mutuamente destructivas”. Su propósito es idealizar hagiográficamente a cierto grupo –aquél al que pertenece o querría pertenecer el individuo-, y sus consecuencias son unas pésimas relaciones con la verdad. Lo esencial es que el sujeto no puede decirse a sí mismo la verdad, pues decirse uno la verdad sobre sí mismo es un lujo –comenta Szasz- que sólo se pueden permitir quienes intervienen en el juego de la vida sin semejante rémora. De ello derivan las “trampas”, “estafas” y “teatralizaciones” del llamado enfermo mental, prototipo de existencia inauténtica. Lo auténtico –y aquí se cuela un retazo de pensamiento heideggeriano y sartriano- es jugar por jugar, sabiendo que cada juego tiene sus reglas, y aceptando también que no vale jugar dos o más juegos a la vez, ni observar las reglas de uno en otro.
Neurólogos por formación y vocación, los fundadores de la psiquiatría creían que todos los llamados pacientes mentales eran “imitadores y farsantes”. Sus herederos prefieren creer que todos los imitadores y farsantes son enfermos. Mostrar las etapas de ese proceso, y su incoherencia radical, funda la antipsiquiatría como corriente. Gorki dijo que “la mentira es la religión de los esclavos y los amos”, definiendo con notable anticipación por qué los psiquiatras contemporáneos no admitirán ese elemento como causa y efecto de lo que sus pacientes son y hacen. Justamente porque no rompen el círculo vicioso del señorío y la servidumbre, llamarán “antihumanitaria” (y “antipsiquiátrica”) a la mera franqueza. La mentira se ignora o se considera otra cosa (amnesia, disociación...), en la misma medida en que el médico trata a los adultos como si fuesen niños, arrogándose el papel del pater familias. A eso contesta Szasz que él se ha limitado a reformular una de las primeras observaciones de Freud: “que la hipocresía es un problema esencial de la psiquiatría”.
¿No será la mentira histérica –y no serán otras mentiras, como las conyugales- un intento de hacer predecible la comunicación, de jugar a controlar los movimientos del otro jugador, por supuesto haciendo trampa? Se miente por seguridad, y el mismo motivo hace que se admitan las mentiras. “Al decir una mentira el mentiroso informa a su interlocutor que le teme y desea complacerlo [...] Quien acepta la mentira informa al mentiroso que también necesita mantener la relación”. Hay igualmente mentiras piadosas, mentiras por respeto, y un largo etcétera de excepciones a una abierta expresión de la verdad. Pero lo que distingue al mentiroso por “enfermedad mental” de todos los demás es una adhesión tan firme a la insinceridad que, aparentemente al menos, ni siquiera en su fuero interno reconoce estar mintiendo.
Desde la vida misma como juego, su desdicha deriva de que esa última trampa desvirtúa el juego de raíz –en tanto que algo apoyado sobre “sentimientos de placer y esperanza, y una actitud de expectativa curiosa y estimulante”-, pues no sólo traslada el objetivo desde dentro (orientación hacia el dominio de cierta actividad) hacia fuera (coacción aplicada al resto de los jugadores), sino que borra el fin primario de participar, convirtiendo cada juego en algo absolutamente sometido al resultado. De ahí que la persona histérica se asemeje tanto al deportista profesional, cuya satisfacción no deriva de jugar bien y honestamente, sino de ganar a cualquier precio, cosa del todo imposible ya a medio plazo si no median toda suerte de fraudes.


IV
La propuesta de Szasz –que la enfermedad mental es un mito, y que los psiquiatras no se enfrentan con patologías, sino con dilemas éticos, sociales y personales- cobra su sentido pleno a la luz de aquello que él considera saludable. En vez de suscribir pautas de acción (“reglas de juego”) que fomentan la puerilidad y la dependencia, el psiquiatra debería basarse en aquellas que apoyan lo contrario: “reglas que subrayan la necesidad de que el ser humano se esfuerce por alcanzar maestría, responsabilidad, autoconfianza y cooperación”.
En definitiva, la clientela de psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas está formada ante todo por individuos que no quieren renunciar a juegos aprendidos en fases tempranas de su vida, siguiendo un triple esquema de conflicto. Unos se aferran a las reglas antiguas, rebelándose contra los retos que plantea aprender las actuales; otros tratan de superponerlas, mezclando juegos mutuamente incompatibles, y otros se aferran al generalizado desengaño, “convencidos de que no existe ningún juego digno de ser jugado.” Esto último, añade Szasz, parece afectar singularmente al occidental contemporáneo. En efecto, el cambio se ha acelerado allí tanto que hasta los opulentos tienden a “compartir el problema del inmigrante”, obligado a reaprender casi todas sus pautas de vida por el hecho mismo de mudarse a otra civilización.
“Se diría que el hombre moderno hace frente al problema de elegir entre dos alternativas básicas [...] Una es desesperarse a raíz de la utilidad perdida o el rápido deterioro de juegos penosamente aprendidos. La otra es responder al desafío de la incesante necesidad de aprender [...] y tratar de hacerlo de manera satisfactoria”.
Por otra parte, la alternativa está resuelta para quien tenga “el deseo sincero de cambiar”, porque elegirá el escepticismo ante toda suerte de “maestros oscurantistas”, representados paradigmáticamente por mitos religiosos, nacionales y psiquiátricos. Para cambiar es preciso “aprender a aprender”, y semejante cosa demanda una alta medida de flexibilidad.
Cuarenta años después de exponerse, esta conclusión retiene evidentes elementos de validez. El revival islámico y nacionalista, por no hablar del terapeutismo coactivo, siguen siendo formas de jugar torpe o tramposamente el destino de insondable libertad y comprensión aparejado a la condición humana. A nivel singular, lo mismo sucede con los males nerviosos, luego llamados enfermedad mental, que de un modo u otro pasan por alto nuestra capacidad de aprendizaje.
Sin embargo, el aspecto quizá más actual de este libro sea su propuesta de una ética democrática, basada en principios de reciprocidad e igualdad. Aplicar dichos principios lleva de inmediato a una profundización de lo democrático que puede resultar paradójica, pues funciona como bisturí para situaciones artificiosas de parasitismo. Sólo son parásitos justificados o enriquecedores para sus anfitriones los niños, los viejos y los minusválidos3 . El resto ha de ser considerado indeseable, y –si posible- reeducarse en la escuela del juego limpio. A su vez, el juego limpio carece de misterio alguno. Supone no pedir sin dar, no recibir con ingratitud, estar dispuesto a ser en todo momento recíproco (eso significa cooperar) y, correspondientemente, aprender a hacer algo que sea útil a nuestro prójimo, a quien por fuerza habremos de pedir o comprar innumerables servicios durante nuestra existencia.
Nada tan sencillo de entender y aceptar, al mismo tiempo que aplazado una y otra vez en su cumplimiento. El Estado del welfare, modelo tan indiscutible hace unos años como amenazado hoy de naufragio, tiene su reflejo en la dificultad que experimentan padres y maestros a la hora de transmitir reglas de vida a hijos y alumnos. Dibujando otra parte del mismo cuadro, quienes depositaban sus ahorros en bancos a cambio de un interés atractivo –opulentos tanto como humildes- se ven obligados a apostar en la ruleta de la bolsa, o al riesgo de convertirse en empresarios –esto es: autoempleados-, mientras el obrero a la antigua (revolucionario, altruista, explotado) dio paso a un epítome del ánimo conservador, que ignora su responsabilidad en el éxito de la empresa donde cobra, y que la explotaría sin piedad de no ser porque ella flexibiliza su despido. Para completar el cuadro, una managerial revolution separó el control y la propiedad de las corporaciones, creando una clase ejecutiva a quien corresponde hoy parte del gobierno mundial, mientras los mecanismos democráticos –adaptados a una era de noticias transmitidas a través de veleros y diligencias- se aplican en una era caracterizada por la fantástica velocidad de sus señales a obstruir todo ensayo de gobierno popular ejercido directamente, asegurando así que cualquier nostálgico del templo y la milicia pueda reciclarse como clase política.
Impensable hace apenas medio siglo, el negocio universal es ahora gestionar dinero o votos de otros, un insólito cuerno de la abundancia que invita a replantear la cuestión del parasitismo. Durante milenios, ser capataz del dueño era un oficio mal pagado, y dedicarse a la política costaba dinero (bien por daño emergente o bien por lucro cesante). La novedad del momento –que el administrador sea el verdadero dueño, y que el verdadero representado sea el representante- supone un cambio de inagotadas consecuencias. Adoptando la perspectiva de Szasz en 1961, cuando se propuso narrar el mito de la enfermedad mental, podríamos ahora plantear la génesis de una alegoría comparable, que cabría llamar mito de la tutela perenne. Heredero de las leyendas teológicas, nacionales y terapéuticas, este mito extiende el estatuto de dos estamentos decaídos –el clerical y el nobiliario- a dos estamentos en ascenso –el ejecutivo y el político-, cuyo rasgo común consiste en gestionar patrimonios o voluntades ajenas, pero obrando con la autonomía de los albaceas testamentarios, que administran la voluntad de personas muertas.
Al mismo tiempo, esas transformaciones son parte de la historia democrática, y corresponden a una fase precisa en el alumbramiento del pueblo, un ente político tan esencial como hipotético. Sujeto antes a las bridas del derecho de dioses y reyes, parte del pueblo –concretamente el colectivo de accionistas y votantes- ha delegado sus intereses en algunos, villanos por origen pero nobles por responsabilidad adquirida. Así, el gobierno de uno -monarca celestial o terrestre- cede paso al gobierno de algunos, cumpliendo la voluntad de un todos que permanece aún en la tesitura de mayoría simple. Que esa mayoría simple no oprima al resto, y que dicho resto –convertido en mayoría reforzada por incorporarse a él la multitud de no accionistas y no votantes- encuentre formas de participar en el rumbo del mundo parece ser el reto del futuro inmediato.
Sin embargo, obsérvese que se trata de una opción ética. El etiquetado como enfermo mental pisotea la ética porque quiere coaccionar como sea, y para ejercer ese chantaje dramatiza una debilidad que convierte en dependiente suyo al independiente. No menos pisotean la eticidad quienes se erigen en albaceas de personas todavía vivas, sosteniendo el mito de una tutela perenne. Llevándolo a sus últimos fundamentos, el mitologema que subyace a ambos es Hércules, un ejemplo de pura autosuficiencia (prefería caminar a montar, dormir al raso antes que bajo techo, comer tortas de cebada a las delicadas viandas de un banquete, departir amistosamente a impartir órdenes) que por eso mismo trabaja sin pausa, desde luego no en sus asuntos sino supliendo a una variadísima colección de autoinsuficientes.
Como observa Szasz, mientras reine cosa distinta de la reciprocidad los capaces y previsores obrarán con prudencia ocultando sus satisfacciones y logros, “por temor a que el peso de su carga aumente”. Pero será dificil que reine cosa remotamerte parecida al principio de la acción recíproca en este momento concreto de la economía y la política. Por una parte, jamás hubo tanta prosperidad, tan prolongada paz y tantas libertades. Por otra, al engaño de hacer cumplir las reglas divinas ha seguido el de gestionar vitaliciamente las humanas, lo cual significa que el representante suplantará sistemáticamente al representado, legitimando su candidatura al parasitismo como devoción por el bien común. Pensemos sencillamente en Academias de tal o cual lengua, en los libros de estilo promulgados por cada periódico próspero, en el acceso a drogas puras y medidas, o en el reparto de la carga fiscal. Las cosas van bien, pero no tanto como para tirar las campanas al vuelo.
REFERENCES
1La teología de la medicina (Tusquets), Drogas y ritual (FCE) y Nuestro derecho a las drogas (Anagrama).
2Fenomenología del espíritu, versión W.Roces, FCE, México, 1966, p.18.
3En el sentido de que atenderles produce una realimentación básicamente positiva –que la bióloga L.Margulis ha llamado simbiogénesis- para personas y grupos.
Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org

THOMAS SZASZ Y EL CRIMEN PSIQUIÁTRICO
 
Thomas Szasz es un médico psiquiatra de origen húngaro que nació en Budapest en 1920, emigró en la adolescencia con su familia a Estados Unidos, huyendo de la persecución . Szasz es un crítico de los fundamentos morales y científicos de la psiquiatría y uno de los referentes de la antipsiquiatría. Desde hace más de cuarenta años Szasz lucha contra las internaciones psiquiátricas. Según él, los enfermos mentales no existen; lo que llamamos “locos” no son otra cosa que individuos cuyos comportamientos nos molestan. Es por eso que se encierra a los locos desde el siglo XVIII, y es por eso que se los trata como a enfermos.
En Libertad Szasz regresa para desvelar el tabú del suicidio. Su postura sobre el tratamiento involuntario es consecuencia de sus raíces conceptuales en el liberalismo clásico y el principio de que cada persona tiene jurisdicción sobre su propio cuerpo y su mente. Szasz es un libertario que cree que la práctica de la medicina y el uso de medicamentos debe ser privado y con consentimiento propio, fuera de la jurisdicción del Estado; es un portavoz de la contracultura y cuestiona tanto a la sociedad occidental capitalista como a los extintos estados socialistas.
Este profesor de psiquiatría —del Health Science Center de la Universidad del Estado de Nueva York, en Syracuse—, se ha destacado por sus trabajos sobre ética y filosofía. De hecho, es uno de los pensadores más radicales en el panorama universitario estadounidense. Si bien no fue el único, fue de los primeros en denunciar la represión de la locura con su cortejo de chalecos de fuerza, electroshocks y embrutecimientos químicos. Michel Foucault emprendió una batalla similar con su obra La historia de la locura en la época clásica, y lo mismo hicieron Ronald Laing y David Cooper en Inglaterra setentista.
Es conocido por sus libros El mito de la enfermedad mental y La fabricación de la locura: un estudio comparativo de la inquisición con el movimiento de salud mental, en los que planteó sus principales argumentos con los que se le asocia. Sin embargo, Szasz no idealiza la locura. Sencillamente opina que la locura no puede ser definida con ningún criterio objetivo. “Para comprender el papel del enfermo mental”, dice, “hay que tener en cuenta que estamos ante un fenómeno religioso, y no científico”. Según Szasz, en la civilización occidental y cristiana el diagnóstico de locura sucedió a la noción de posesión diabólica. Las brujas, los poseídos, molestaban y por lo tanto, eran eliminados por la Inquisición en nombre de la fe. Hoy los psiquiatras son los nuevos inquisidores, y llevan a cabo una eliminación comparable, sólo que en nombre de la ciencia. En los últimos veinte años Szasz extendió el campo de su cruzada a las drogas. Opina que las diferencias entre el alcohol y la cocaína, o la marihuana y el tabaco, no son químicas sino “ceremoniales”. En otras palabras, la cocaína y la marihuana no son deseables o evitables porque son más adictivas o peligrosas que el alcohol o el tabaco, sino porque son más sagradas o profanas, según los casos. En su libro Droga y ritual (1985) y en Nuestro derecho a las drogas (1992), elabora la siguiente teoría: lo que llamamos la “guerra contra el abuso de las drogas” es en realidad una guerra para eliminar el uso de aquellas que desaprobamos, y al mismo tiempo fomentar el consumo de las drogas que aprobamos.
Para Szasz las adicciones son hábitos; los hábitos nos capacitan para hacer algunas cosas y nos incapacitan para hacer otras; por lo tanto, podemos —y en realidad debemos— juzgar las adicciones como buenas o malas de acuerdo con el valor que atribuyamos a lo que nos capacitan o incapacitan para hacer. Para Szasz sólo existe un pecado político: la independencia. Y sólo existe una virtud política: la obediencia. Dicho de otro modo, sólo existe una ofensa contra la autoridad: el autocontrol. Con El segundo pecado y Libertad (el primero publicado en España en 1992 pero nunca distribuido en Argentina, el segundo editado recientemente por Paidós) Szasz extiende ahora el campo de acción de su cruzada al suicidio. Ya en Herejías, de 1983, había “ensayado” una corta serie de premisas que vuelven a encontrarse más desarrolladas en Libertad . “Si una persona no sabe qué hacer con su vida, puede conservarla para uso futuro o decidir que es inútil y desecharla“, escribió entonces. “Consideramos razonable desechar un trasto inútil; pero consideramos un síntoma de enfermedad mental desechar una vida inútil”, escribe ahora. Lo que Szasz nos dice siempre es que el suicidio es una elección intrínseca a la existencia humana, “nuestra última y definitiva libertad“. Ahora bien, se considera que nadie en su sano juicio se quita la vida y que el suicidio es, por lo tanto, un “problema” de salud mental (Szasz insiste mucho en desechar la apelación a un “problema”: los s tenían un “problema judío”, un eufemismo con el que se designaba la persecución y el aniquilamiento; quien ve el suicidio o el uso de drogas como un “problema“, lo que hace es excluir la posibilidad de entenderlo). En el transcurso del tiempo, las actitudes sociales ante muchas conductas han cambiado: “lo que anteriormente se juzgaba pecado puede haberse convertido en un crimen, una enfermedad, un estilo de vida, un derecho constitucional o incluso un tratamiento médico“.
Szasz recuerda que no hace mucho tiempo se creía que la masturbación, la homosexualidad y otros actos llamados “antinaturales” eran problemas de cuya “solución” se encargaba la medicina, pero con el tiempo hemos podido recuperar esas conductas de manos de los médicos y aceptarlas con comodidad, hablar de ellas y distinguir claramente entre “hechos y juicios de valor, entre descripción y denuncia“. En Libertad , el autor se propone contribuir a que aceptemos sin incomodidad el suicidio, que hablemos de él y “distingamos claramente entre describir y condenar (o recomendar) la muerte voluntaria“. Para eso es necesario “desmedicalizar y desestigmatizar la muerte voluntaria y aceptarla como un comportamiento que siempre ha formado y siempre formará parte de la condición humana. Querer morir o suicidarse es a veces digno de reproche, otras veces digno de elogio y otras ninguna de las dos cosas, pero nunca es una justificación adecuada para la coerción estatal“.
La eutanasia y el suicidio asistido también son desechados por Szasz en virtud de la mediación de la ciencia. Es con este argumento que critica al evolucionista y especialista en ética Peter Singer, un militante de la eutanasia aún en niños discapacitados, que dirige desde hace unos años el Centro para los Valores Humanos, de Princeton. Al delegar la responsabilidad de nuestra propia muerte en los profesionales médicos, “estamos dando un paso gigante hacia la pérdida de nuestros derechos elementales“, dice. La muerte, como el control de la natalidad, es una decisión personal. El Estado y los médicos no deben interferir en su control. Ya Albert Camus, en El mito de Sísifo, había sostenido que el suicidio “es el único problema filosófico realmente serio“. Szasz es todavía más exacto: el suicidio “es el principal problema político y moral“, anterior a aquellos problemas relacionados como el derecho a rechazar un tratamiento o el derecho al suicidio asistido. Materia reservada durante mucho tiempo a la Iglesia y los sacerdotes, ahora tema del Estado y de la medicina, en el futuro el suicidio será una elección individual y no tendremos en cuenta lo que la Constitución o la medicina nos digan. La tesis de Szasz se repite, retroalimentando su rechazo a toda manifestación de poder: hasta que el individuo no tome decisiones sobre el control de su vida y muerte de manera integral, sin la ayuda ni el estorbo del Estado, el ser humano seguirá siendo un esclavo sumiso.
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bastante interesante la publicación. Una perspectiva diferente para los nuevos psicólogos. Saludos.