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Paz y Ciencia

martes, 14 de septiembre de 2010

Sobre la ambivalencia amor-odio

A algunos padres les resulta difícil creer que tales métodos son sensatos o bien eficaces y les parece que hay que inculcar a los niños la noción de que el odio y los celos, no sólo son perniciosos sino que también son potencialmente peligrosos. Hay dos métodos corrientes para hacerlo. Uno de ellos consiste en la expresión violenta de desaprobación, a través de castigos; el otro, más sutil y basado en la explotación del sentimiento de culpa, estriba en mostrar al niño lo ingrato que es y el dolor, tanto físico como moral, que su comportamiento causa a sus sacrificados padres. Aunque ambos métodos están destinados a controlar los malos impulsos del niño, la experiencia clínica indica que ninguno de ellos logra mucho éxito y que ambos exigen un pesado tributo de infelicidad. Los dos métodos tienden a hacer que el niño se sienta temeroso y culpable, que reprima sus sentimientos y por tanto le resulte más arduo, que fácil, obtener un control sobre los mismos. Ambos tienden a crear personalidades difíciles, el primero (los castigos) dando lugar a rebeldes y, si tales castigos son muy severos, a delincuentes; el segundo (la vergüenza), a sujetos neuróticos cargados de sentimientos de ansiedad y culpa. Con los niños sucede igual que en política, a la larga, tolerar a la oposición supone ganar generosos dividendos.
No cabe duda que hay un trasfondo familiar: los niños necesitan amor, seguridad y tolerancia. Todo esto está muy bien, cabe decir, ¿pero es que no tenemos que frustrar jamás a nuestros hijos y dejarles hacer cuanto les apetezca? ¿Debemos indicar que este empeño en evitar frustraciones dará tan sólo lugar a que los hijos se conviertan en bárbaros descendientes de unos padres vejados y pisoteados? Yo no creo que así sea, pero ya que estas conclusiones son tan corrientemente expuestas, vale la pena examinarlas con detenimiento.
En primer lugar, las frustraciones que en realidad importan son las relativas a la necesidad que tiene el niño de amor y cuidado por parte de sus padres. Siempre que estas apetencias quedan satisfechas, las frustraciones de otras clases importan poco. Ello no quiere decir que sean particularmente buenas para él. Desde luego, el arte de ser una buena madre o un buen padre depende, en parte, de la habilidad para distinguir aquellas frustraciones que deben evitarse de las que son inevitables. Puede eludirse una inmensa cantidad de conflicto y enfado en los niños pequeños y una pérdida de paciencia por parte de sus padres mediante procedimientos tan sencillos como presentar al niño un juguete adecuado antes de que intervengamos para quitarle de sus manos la mejor porcelana que tiene su madre, o bien convencerle para que se acueste, con tacto y sentido del humor, en lugar de exigirle una rápida obediencia, o bien permitirle elegir su propia dieta y comérsela a su modo, incluyendo, si le gusta, un biberón, aunque tenga 2 o más años de edad. La cantidad de enfado gratuito y de irritación que surgen de nuestras expectativas de que un niño de corta edad se adapte a nuestras propias ideas sobre qué, cómo y cuándo ha de comer, resulta a la vez ridícula y trágica y ello tanto más en la actualidad, demuestran la eficiencia con que los lactantes y los niños en la primera infancia pueden regular sus propias dietas, así como lo conveniente que resulta para nosotros mismos adoptar estos métodos (Davis, 1939).

John Bowlby: "Vínculos afectivos: Formación, desarrollo y pérdida". Morata.

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