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Paz y Ciencia
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miércoles, 26 de enero de 2022

LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD

 



Russell estaba seguro de que gran parte de los males del siglo XX tenían un origen común: «Sin la Primera Guerra Mundial nunca hubiésemos tenido a los nazis y el mundo sería un lugar mejor», dijo en una ocasión. Pero no siempre tuvo tan claras las ideas: huérfano a los tres años, la educación laica que habían planeado sus padres para él se alejó mucho de la que su abuela le otorgó. Bajo un estricto y represivo control moral, Russell se convirtió en un pequeño introvertido, descorazonado y, durante demasiado tiempo, infeliz que se refugió en las matemáticas. De hecho, con el tiempo, llegó a reconocer que si no hubiese sido por ellas se habría suicidado–.

«Sin la Primera Guerra Mundial el mundo sería un lugar mejor»

Esta ciencia exacta que estudió en Cambridge le ayudó, además, a replantearse los dogmas del cristianismo. Y precisamente fue su búsqueda de una lógica de los fundamentos religiosos lo que le llevó a acercarse a la filosofía. Sin embargo, como reconoció, nunca llegó a encontrar una explicación del todo satisfactoria, aunque lo que sí encontró fue la clave de la felicidad perdida. «Los hombres no son felices en una prisión, y las pasiones encerradas dentro de nosotros mismos constituyen la peor de las prisiones», escribió en La conquista de la felicidad, obra que sigue vigente en pleno siglo XXI. Con ella nos recuerda que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en «evitar las pasiones egocéntricas» y, sobre todo, tanto en la educación como en las relaciones sociales, tender a la «adquisición de afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo». Pero, para él, este concepto tan difícil de alcanzar para muchos no es exclusivo del individuo. La felicidad social también existe y, como aseguraba, en un mundo industrializado hay tres elementos clave que la brindarían: un Gobierno global federal, o una federación de países, unidos bajo el mando de un ejecutivo que dejase libertad de actuación a los Estados, pero que evitase los conflictos armados –su gran tormento–; un desarrollo económico igualitario en todas las partes del mundo; y una población estable, en la que el número de fallecimientos y nacimientos estuviese equilibrado.

Un tema polémico en su época que este nobel de Literatura no tocase o sobre el que no tuviese opinión. Activista nato, defendió los derechos de las mujeres o la libertad sexual a principios del siglo XX, cuando  pocos hombres se atrevían a ello. Se manifestó en contra de las dos guerras mundiales –de hecho, acabó en la cárcel por oponerse a la primera–, de Hitler, de Stalin, de la invasión estadounidense de Vietnam, de las armas de destrucción masiva, de la segregación racial… Este pacifista convencido hizo suyas muchas luchas, y por ello, aseguraba, llevaba una «vida de disconformidad».

En una entrevista en 1952 con el corresponsal de AP, Romney Wheeler, sentenció que había vivido «80 años de creencias cambiantes y esperanzas inmóviles». La vida le hizo entender y conocer la realidad de un mundo en pleno cambio, pero sus convicciones, enraizadas en el pacifismo y en el valor de toda vida humana, se mantuvieron impasibles hasta el final de sus días. Apenas tres meses antes de morir, con 97 años, le pidió al secretario general de Naciones Unidas de la época, U Thant, una comisión de investigación contra los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam, demostrando su aversión a la violencia hasta su último suspiro.

«Las pasiones encerradas dentro de nosotros mismos constituyen la peor de las prisiones»

Dice el filósofo Julian Baggini que en los círculos filosóficos existen dos Bertrand Russell y solo uno de ellos murió el 2 de febrero de 1970. El primero tuvo una vida breve (1897-1913) y «fue un genio cuyo trabajo sobre lógica dio forma a la tradición analítica que ha dominado la filosofía angloamericana durante el siglo XX». El segundo, explica, es ese intelectual público, el activista que vivió desde 1914 hasta 1970 y que se declaraba pacifista una y otra vez cuando una nueva guerra amenazaba al mundo. No importa de cuál de los dos se hable, ni tampoco si se le considera genio matemático o maestro de las palabras, la justicia social mana de todo su trabajo. Sea como fuere, la vida de Russell se volcó, con esa precisión característica de los apasionados por los números y las fórmulas, en intentar descubrir si todo «podía ser sabido». Y, sobre todo, en intentar crear ese mundo feliz para todos que, aunque algo más cerca si nos fiamos de los indicadores de las últimas décadas, sigue estando lejos.


jueves, 13 de enero de 2022

Bertrand Russell: FILOSOFÍA

 



Fragmento de Los problemas de la filosofía

Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía, bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible.

Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general.

Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene.

Pero, ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una sociedad estimable; y aun en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo.

domingo, 4 de julio de 2021

Bertrand Russell: Por qué no soy cristiano

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta Humanista Psicoanálisis Teléfono: 653 379 269 IG:@psicoletrazaragoza Website: Conóceme!

Bertrand Russell. El filósofo de la felicidad

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta Psicoanalista Humanista Teléfono: 653 379 269 Website: Conóceme      Instagram: @psicoletrazaragoza

Bertrand Russell: El lugar de la ciencia en la educación liberal


I
Para el lector de periódicos corriente la ciencia está representada por una selección variable de triunfos sensacionales, como la telegrafía sin cables y los aeroplanos, la radiactividad y las maravillas de la alquimia moderna. No es de este aspecto de la ciencia del que quiero hablar. La ciencia en este sentido, consiste en fragmentos sueltos puestos al día, que sólo interesan hasta que algo más nuevo y más moderno los sustituye, sin exhibir nada de los sistemas de conocimiento pacientemente edificados de los que, casi como un incidente casual, han surgido los resultados útiles y prácticos que le interesan al hombre de la calle. El imperio creciente sobre las fuerzas de la naturaleza que se deriva de la ciencia es sin duda una razón más que suficiente para incitar a la investigación científica, pero se ha recurrido tan frecuentemente a ella y es tan fácil de apreciar que pueden pasarse por alto otras razones, para mí igual de importantes. De estas razones adicionales, y especialmente del valor intrínseco de un hábito mental científico para formar nuestro concepto del mundo, me ocuparé a continuación.
El ejemplo de la telegrafía sin cables servirá para ilustrar la diferencia entre los dos puntos de vista. Casi todo el serio trabajo intelectual necesario para esta invención se debe a tres hombres: Faraday, Maxwell y Hertz. Alternando experimentación y teoría, estos tres hombres construyeron la teoría moderna del electromagnetismo y demostraron la identidad de la luz con las ondas electromagnéticas. El sistema que descubrieron tiene un profundo interés intelectual, al reunir y unificar una variedad infinita de fenómenos aparentemente inconexos y desplegar un poder mental acumulativo que sólo puede proporcionar deleite a cualquier espíritu generoso. Los detalles mecánicos que quedaban por poner a punto para utilizar sus descubrimientos en un sistema práctico de telegrafía exigían, indudablemente, un ingenio muy considerable, pero no tenían esa gran envergadura y esa universalidad que pudiera darles interés intrínseco como objetos de contemplación desinteresada.
Desde el punto de vista del ejercicio del intelecto, de dar esa imagen impersonal, de estar bien informado, que constituye la cultura en el buen sentido de esta palabra tan mal empleada, parece considerarse indiscutible que una educación literaria es superior a una basada en la ciencia. Hasta los defensores más ardientes de la ciencia tienden a basar sus exigencias en la opinión de que habría que sacrificar la cultura a la utilidad. Los hombres de ciencia que respetan la cultura, cuando se juntan con hombres educados en los clásicos, son capaces de admitir, no por simple cortesía, sino con sinceridad, cierta inferioridad de su parte, compensada sin duda por los servicios que la ciencia rinde a la humanidad, pero no por eso menos real. Y mientras se dé esta actitud entre hombres de ciencia, tenderá a confirmarse: se suelen sacrificar los aspectos intrínsecamente valiosos de la ciencia en los meramente útiles, y apenas se intenta defender ese modo de estudio pausado, sistemático, con el que se forma y alimenta el mejor nivel intelectual.
Pero, incluso si el valor educativo de la ciencia tiene de hecho una inferioridad como la que se le atribuye, esto no es, creo, culpa de la propia ciencia, sino del espíritu con el que se la enseña. Si los que la enseñan se dieran cuenta de todas sus posibilidades, creo que su capacidad de producir los hábitos mentales que constituyen la mayor culminación intelectual sería por lo menos tan grande como la de la literatura, y más específicamente la de la literatura griega y latina. Al decir esto no tengo intención en absoluto de desacreditar la educación clásica. Yo mismo no he gozado de sus beneficios, y mi conocimiento de los autores griegos y latinos se deriva casi del todo de las traducciones. Pero estoy convencido de que los griegos merecen completamente toda la admiración que se les otorga, y de que es una carencia muy grande y seria no conocer sus obras. No es atacándolos, sino atrayendo la atención hacia las virtudes descuidadas de la ciencia, como quiero llevar mi razonamiento.
Un defecto, sin embargo, sí parece inherente a una educación puramente clásica: el énfasis demasiado exclusivo en el pasado. Por el estudio de lo que ha acabado definitivamente y nunca podrá renovarse, se engendra un hábito de crítica hacia el presente y el futuro. Las cualidades por las que sobresale el presente son cualidades hacia las que el estudio del pasado no dirige su atención, y ante las que, por lo tanto, el estudiante de la civilización griega puede volverse ciego fácilmente. En lo que es nuevo y está en desarrollo puede haber algo rudo, insolente, hasta un poco vulgar, que molesta al hombre de gusto refinado; estremeciéndose ante un contacto tan áspero, se retira a los jardines aseados de un pasado depurado, olvidando que los sacaron de su estado salvaje hombres tan toscos y apegados a la tierra como ésos de los que se aparta en su propia vida. La costumbre de no poder reconocer el mérito hasta que ha muerto puede ser con mucha facilidad resultado de una vida puramente libresca, y una cultura basada completamente en el pasado difícilmente será capaz de atravesar los entornos cotidianos y llegar al esplendor esencial de las cosas contemporáneas, o a una esperanza de esplendor aún mayor en el futuro.
Mis ojos no vieron a los
hombres de antaño;
y ahora ha pasado su época.
Lloro (pensando que no veré
a los héroes de la posteridad).
Eso dice el poeta chino; pero es rara esta imparcialidad en la atmósfera más belicosa del Occidente, donde los campeones del pasado y del futuro libran una batalla interminable, en lugar de ponerse de acuerdo para descubrir los méritos de ambos.
Este punto de vista, que se opone no sólo al estudio exclusivo de los clásicos, sino a cualquier forma de cultura que se ha vuelto estática, tradicional y académica, conduce inevitablemente a la pregunta fundamental: ¿Cuál es el auténtico fin de la educación? Pero antes de contestar a esta pregunta será bueno precisar en qué sentido debemos utilizar la palabra «educación». Con este propósito, distinguiré el sentido en que pienso utilizarla de otros dos, perfectamente legítimos, uno más amplio y el otro más restringido que el sentido con el que pienso emplear la palabra. En el sentido más amplio, la educación incluirá no sólo lo que aprendemos a través de la instrucción, sino todo lo que aprendemos de la experiencia personal (la formación del carácter a través de la educación de la vida). De este aspecto de la educación, siendo como es de importancia vital, no diré nada, puesto que su tratamiento introduciría temas muy alejados del problema que nos preocupa.
En el sentido más restringido, la educación puede limitarse a la instrucción, el impartir determinada información acerca de distintos temas, porque esa información, en sí y por sí misma, es útil en la vida diaria. La educación elemental (leer, escribir y la aritmética) es casi toda de este tipo. Pero la instrucción, siendo necesaria, no constituye la educación per se en el sentido en que la quiero tratar.
La educación en el sentido en que yo la entiendo, puede definirse como la formación a través de la instrucción, de ciertos hábitos mentales y de cierto concepto de la vida y el mundo. Nos queda preguntarnos qué hábitos mentales y qué tipo de concepto pueden desearse como resultado de la instrucción. Cuando hayamos respondido a esta pregunta, podremos intentar decidir qué ciencia debe contribuir a la formación de los hábitos y del concepto que deseamos.
Toda nuestra vida se construye sobre una cierta cantidad (una cantidad no excesivamente pequeña) de instintos e impulsos primarios. Sólo lo que está relacionado de alguna forma con estos instintos e impulsos nos parece deseable o importante; ninguna facultad, sea la «razón» o la «virtud» o como se quiera llamar, puede sacar a nuestra vida activa y a nuestras esperanzas y temores del mundo controlado por estos instigadores primeros de todos los deseos. Cada uno de ellos es como una abeja reina, ayudada por un enjambre de obreras que recogen miel; pero cuando la reina se ha ido, las obreras languidecen y mueren, y los panales se quedan sin su esperada dulzura. Lo mismo ocurre con cada impulso primario en el hombre civilizado: está rodeado y protegido por un atareado enjambre de deseos derivados concomitantes, que almacenan para él toda la miel que el mundo que lo rodea proporciona. Pero si muere el impulso-reina, la influencia mortífera, aunque retardada un poco por el hábito, se extiende lentamente a todos los impulsos subsidiarios, y toda la extensión de una vida se vuelve inmediatamente insulsa. Lo que antes era todo entusiasmo, y valía tanto la pena que no suscitaba preguntas, se ha vuelto ahora monótono y sin objeto: con desilusión nos preguntamos por el sentido de la vida y decidimos, a lo mejor, que todo es vanidad. La búsqueda de un significado exterior que pueda forzar una respuesta interior siempre resultará frustrada: todo «significado» debe estar relacionado en el fondo con nuestros deseos primarios, y cuando se extinguen ningún milagro puede devolverle al mundo el valor que le atribuían.
El propósito de la educación, por lo tanto, no puede ser crear cualquier impulso primario del que carezcan los no educados; el propósito sólo puede ser ampliar el alcance de los que ofrece la naturaleza humana, aumentando la cantidad y variedad de los pensamientos concomitantes, y señalando dónde se puede encontrar la satisfacción más permanente. Bajo la influencia de un horror calvinista al «hombre natural» se ha interpretado frecuentemente mal esta verdad obvia al educar a los jóvenes; se ha considerado erróneamente que la «naturaleza» excluía todo lo mejor de lo natural, y el empeño de enseñar la virtud ha llevado a la producción de hipócritas canijos y retorcidos en lugar de seres humanos plenamente desarrollados. Una psicología mejor o un corazón más tierno están empezando a proteger a la generación actual de esos errores en la enseñanza; no tenemos, por lo tanto, por qué gastar más palabras en la teoría de que el fin de la educación es frustrar o erradicar a la naturaleza.
Pero, aunque la naturaleza debe proporcionar la fuerza inicial del deseo, no es, en el hombre civilizado, ese conjunto de impulsos espasmódicos, fragmentarios y todavía violentos que es en el salvaje. Cada impulso tiene un componente constitutivo de pensamiento, conocimiento y reflexión, mediante los cuales se prevén los posibles conflictos entre los impulsos, y el impulso unificador que podemos llamar sabiduría controla los impulsos temporales. De esta forma destruye la educación la rudeza del instinto, e incrementa, a través del conocimiento, la riqueza y variedad de los contactos individuales con el mundo exterior, convirtiéndolo no ya en una unidad aislada de lucha, sino en un ciudadano del universo, que abarca países distantes, remotas regiones del espacio y vastas extensiones del pasado y del futuro dentro de su círculo de intereses. Es esta morigeración simultánea de la insistencia del deseo y la ampliación de su alcance lo que constituye el principal fin moral de la educación.
Está estrechamente relacionado con este fin moral el objetivo más puramente intelectual de la educación, ese esfuerzo de hacernos ver e imaginar el mundo de una manera objetiva, en lo posible tal como es en sí mismo, y no meramente a través del medio deformante del deseo personal. La consecución absoluta de un punto de vista tan objetivo es sin duda un ideal, al que siempre nos podremos acercar, pero que nunca realizaremos verdadera y completamente. La educación, considerada como un proceso de formación de nuestros hábitos mentales y nuestro concepto del mundo, tiene éxito en la misma proporción en que su resultado se acerca a este ideal; en proporción, lo que equivale a decir en la medida en que nos da una idea correcta acerca de nuestro lugar en la sociedad, de la relación de toda la sociedad humana con su entorno no humano, y de la naturaleza del mundo no humano en la medida en que difiere de nuestros deseos e intereses. Si se admite este criterio, podemos volver a la consideración de la ciencia, preguntándonos hasta qué punto contribuye a este objetivo, y si es superior en algún aspecto a sus rivales en la práctica educativa.
II
Dos méritos opuestos, y a primera vista contradictorios, le corresponden a la ciencia frente a la literatura y el arte. El primero, que no es necesariamente inherente pero es ciertamente real hoy día, es la esperanza con respecto al futuro de los logros humanos, y en particular con respecto al trabajo útil que puede realizar cualquier estudiante inteligente. Este mérito y el alentador panorama que engendra evitan lo que de otra forma podría ser el efecto depresivo de otro aspecto de la ciencia, para mí también un mérito, y tal vez el mayor de todos: me refiero a la irrelevancia de las pasiones humanas y de todo el aparato subjetivo en que está involucrada la verdad científica. Cada una de estas razones para preferir el estudio de la ciencia requiere alguna ampliación. Empecemos con la primera.
En el estudio de la literatura o el arte nuestra atención se concentra perpetuamente en el pasado: los hombres de Grecia o del Renacimiento fueron por mejor camino que cualquier hombre actual; los triunfos de las primeras épocas, lejos de facilitar otros nuevos en nuestra propia época, aumentan en realidad la dificultad de nuevos triunfos al hacer más difícil de lograr la originalidad; no sólo no es acumulativa la obra artística, sino que incluso parece depender de cierta frescura y naiveté de instinto y concepto que la civilización tiende a destruir. De ahí les viene, a los que se han alimentado con los productos literarios y artísticos de las épocas anteriores, cierto malhumor y fastidio injustificado con respecto al presente, del que parece no haber más escapatoria que el vandalismo deliberado que ignora la tradición y, en busca de la originalidad, sólo desemboca en la excentricidad. Pero en ese vandalismo no hay nada de la simplicidad y espontaneidad de las que surge el gran arte: la teoría sigue siendo una gangrena en su médula, y la falta de sinceridad destruye las ventajas de una ignorancia sólo pretendida.
La desesperanza nacida así de una educación que sugiere que la única actividad mental preeminente es la de la creación artística está completamente ausente de una educación que proporciona el conocimiento del método científico. El descubrimiento de este método, excepto en las matemáticas puras, es algo del pasado; hablando de forma general, podemos decir que se remonta a Galileo. Sin embargo, ya ha transformado al mundo, y su éxito avanza con una velocidad siempre creciente. En la ciencia, los hombres han descubierto una actividad del más alto valor, en la que el progreso ya no depende, como en el arte, de la aparición de genios cada vez mayores, puesto que en la ciencia los sucesores se yerguen sobre los hombros de sus antecesores; cuando un hombre de genio supremo ha inventado un método, mil hombres menos dotados pueden aplicarlo. No es necesaria ninguna habilidad trascendente para realizar descubrimientos útiles en ciencia; su edificio necesita albañiles, canteros y trabajadores corrientes, así como aparejadores, maestros de obras y arquitectos. En arte, nada que merezca la pena puede hacerse sin genio; en ciencia, hasta una inteligencia muy moderada puede contribuir a una realización suprema.
En ciencia, el hombre verdaderamente genial es el que inventa un nuevo método. Los descubrimientos notables los realizan a menudo sus sucesores, que pueden aplicar el método con un vigor nuevo, al no estorbarles el trabajo previo de perfeccionamiento; pero el calibre mental necesario para su trabajo, por brillante que sea, no es tan grande como el que requiere el primer inventor del método. En ciencia hay inmensas cantidades de métodos diferentes, apropiados para diferentes clases de problemas; pero por encima de todos ellos hay algo que no es fácil de definir, que puede llamarse el método científico. Antiguamente era habitual identificarlo con el método inductivo, y asociarlo al nombre de Bacon. Pero Bacon no descubrió el auténtico método inductivo, y el verdadero método científico es algo que incluye tanto deducción como inducción, lógica y matemáticas tanto como botánica y geología. No abordaré la difícil tarea de exponer cuál es el método científico, pero trataré de describir el estado de espíritu del que surge, que es el segundo de los méritos mencionados antes como característicos de una educación científica.
El núcleo del punto de vista científico es algo tan simple, tan obvio, aparentemente tan trivial, que citarlo casi puede incitar a burla. El meollo del punto de vista científico es el rechazo a considerar que nuestros propios deseos, gustos e intereses nos proporcionan una clave para la comprensión del mundo. Dicho tan escuetamente, puede que no parezca más que una perogrullada trivial. Pero recordarlo de forma permanente en asuntos que despiertan nuestra parcialidad apasionada no es de ninguna manera sencillo, especialmente cuando las pruebas disponibles no son seguras ni concluyentes. Unas pocas ilustraciones aclararán esto.
Entiendo que Aristóteles pensaba que las estrellas deben moverse en círculo porque el círculo es la curva más perfecta. En ausencia de pruebas que indicaran lo contrario, se permitió decidir una cuestión de hecho recurriendo a consideraciones estético-morales. En un caso así nos resulta inmediatamente obvio que este recurso era injustificable. Sabemos ahora cómo comprobar en tanto que hecho la forma en que se mueven los cuerpos celestes, y sabemos que no se mueven en círculos, o incluso en elipses perfectas, o en cualquier otra forma de curva simple que se pueda describir. Esto puede resultar penoso para los que añoran que el universo siga una pauta sencilla, pero sabemos que en astronomía esos sentimientos son irrelevantes. Por asequible que parezca ahora este conocimiento, se lo debemos a la valentía y lucidez de los primeros inventores del método científico, y más especialmente a Galileo.
Podemos tomar también como ilustración la doctrina de Malthus sobre la población. Esta ilustración es mucho mejor por el hecho de que se sabe ahora que su doctrina es en gran medida errónea. No son sus conclusiones las valiosas, sino el espíritu y el método de su investigación. Como todo el mundo sabe, a él debió Darwin una parte esencial de su teoría sobre la selección natural, y eso sólo fue posible porque el concepto de Malthus era realmente científico. Su gran mérito consiste en considerar al hombre, no como objeto de alabanza o crítica, sino como parte de la naturaleza, algo con cierto comportamiento característico del que se deben seguir ciertas consecuencias. El que el comportamiento no sea exactamente el que Malthus suponía, el que las conclusiones no sean exactamente las que él dedujo, puede falsear sus conclusiones, pero no invalida el valor de su método. Las objeciones que se le pusieron a su doctrina cuando era nueva (que era horrible y deprimente, que la gente no debería actuar como él decía que lo hacían, etcétera) implicaban todas ellas una actitud de espíritu no científica; frente a todas ellas, su tranquila determinación de tratar al hombre como un fenómeno natural señala un adelanto importante sobre los reformistas del siglo XVIII y la Revolución.
Bajo la influencia del darwinismo la actitud científica con respecto al hombre se ha vuelto ahora muy corriente, y a algunos les resulta natural, aunque para muchos aún es una deformación compleja y artificial. Todavía queda, sin embargo, una disciplina a la que casi no ha llegado el espíritu científico (me refiero al estudio de la filosofía). Los filósofos y el público se imaginan que el espíritu científico debe impregnar páginas plagadas de alusiones a iones, a plasmas de gérmenes y a ojos de mariscos. Pero el filósofo cita a la ciencia como el diablo citaría las Escrituras. El espíritu científico no es asunto de citas, de información adquirida exteriormente, igual que los modales no son cuestión de un libro de urbanidad. La actitud de espíritu del científico supone una eliminación de cualquier deseo en interés del deseo de saber: supone la supresión de las esperanzas y temores, los amores y los odios, y toda la vida subjetiva emocional, hasta que quedamos sometidos a lo material, capaces de verlo abiertamente, sin concepciones previas, sin prejuicios, sin más deseo que el de verlo tal como es, y sin creer que lo que es debe estar determinado por alguna relación, positiva o negativa, con lo que quisiéramos que fuera, o con lo que podemos imaginar fácilmente que es.
Hasta ahora no se ha llegado a esta actitud de espíritu en filosofía. Cierto ensimismamiento, no personal, sino humano, ha caracterizado a casi todos los intentos de concebir el universo como un todo. Se ha considerado la mente, o algún aspecto de ella (pensamiento, voluntad o sensibilidad), como el modelo según el cual debe concebirse el universo, por ninguna razón mejor, en el fondo, que el que ese universo no pareciera extraño, y nos diera la sensación acogedora de que en cada lugar estamos como en casa. Concebir el universo como esencialmente progresivo o esencialmente degenerativo, por ejemplo, es darle una importancia cósmica a nuestras esperanzas y temores, que puede, naturalmente, estar justificada, pero a la que hasta ahora no tenemos motivo para suponer que lo esté. Mientras no hayamos aprendido a pensar en el universo en términos neutros éticamente, no habremos llegado a una actitud científica en filosofía; y, mientras no lleguemos a esa actitud, es difícil esperar que la filosofía consiga algún resultado sólido.
He hablado hasta ahora en buena parte del aspecto negativo del espíritu científico, pero su valor deriva de su aspecto positivo. El instinto constructivo, que es uno de los incentivos principales para la creación artística, puede encontrar mucha mayor satisfacción en los sistemas científicos que en cualquier poema épico. La curiosidad desinteresada, origen de casi todos los esfuerzos intelectuales, descubre con deleite asombrado que la ciencia puede desvelar secretos que podrían parecer perfectamente imposibles de descubrir. El deseo de una vida más plena y de intereses más amplios, de una evasión de las circunstancias privadas, e incluso de todo el círculo humano de la vida y la muerte, lo colma el concepto cósmico e impersonal de la ciencia mejor que cualquier otra cosa. A todo esto hay que añadir, porque contribuye a la felicidad del hombre de ciencia, la admiración ante un logro espléndido y la conciencia de una utilidad inestimable para la raza humana. Una vida consagrada a la ciencia es por lo tanto una vida alegre, y su alegría se deriva de las mejores oportunidades que se le ofrecen a los habitantes de este atribulado y apasionado planeta.







Bertrand Russell: Misticismo y Lógica y otros ensayos (Cap. III)
Título original: A free Man's Worship and other essays
Bertrand Russell, 1917
Traducción: Santiago Jordan

jueves, 13 de agosto de 2020

Bertrand Russell: La conquista de la felicidad

 

1. No te sientas absolutamente seguro de nada.

2. No creas que vale la pena proceder ocultando pruebas, es seguro que la evidencia saldrá a la luz.

3. Nunca trates de desalentar la idea de que tendrás éxito.

4. Cuando encuentres oposición, incluso si es de tu esposa o de tus hijos, trata de superarlo con argumentos y no por la autoridad, la victoria que depende de la autoridad es irreal e ilusoria.

5 . No tengas respeto por la autoridad de otros, porque siempre hay autoridades contrarias que se pueden encontrar.

6. No uses el poder para reprimir opiniones que tú piensas que son perniciosas, pues si lo haces las opiniones te reprimirán a ti.

7. No temas ser excéntrico en tus opiniones, pues toda opinión ahora aceptada alguna vez fue excéntrica.

8. Busca más placer en el disenso inteligente que en el acuerdo pasivo, ya que, si valoras la inteligencia como se debe, el primero implica un acuerdo más profundo que el segundo.

9. Sé escrupulosamente veraz, aun cuando la verdad sea incómoda, porque es más incómodo intentar ocultarla.

10. No sientas envidia de la felicidad de aquellos que viven en un paraíso de tontos, pues solo un tonto cree que eso es la felicidad.

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo.

Zaragoza. Psicoterapeuta. 

N° Col.: A-1324 Teléfono: 653 379 269

Instagram: @psicoletrazaragoza

Página Web: www.rcordobasanz.es

sábado, 25 de agosto de 2012

La Conquista de la Felicidad

 
 
"Jamás se desvía uno tan lejos como cuando cree conocer el camino".
Proverbio chino
 
 
LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD: BERTRAND RUSSELL
 
 
[...] El tipo de poder que desea cada uno depende de sus pasiones predominantes; unos desean poder sobre las acciones de los demás, otros desean poder sobre sus pensamientos y otros sobre sus emociones. Algunos desean cambiar el entorno material, otros desean la sensación de poder que se deriva de la superioridad intelectual. Toda clase de trabajo público conlleva el deseo de algún tipo de poder, a menos que se haga pensando únicamente en hacerse rico mediante la corrupción. El hombre que actúa movido por el puro sufrimiento altruista que le provoca el espectáculo de la miseria humana, si dicho sufrimiento es genuino, deseará poder para aliviar la miseria. Las únicas personas totalmente indiferentes al poder son las que sienten completa indiferencia hacia el prójimo. Así pues, hay que aceptar que desear alguna forma de poder es algo natural en las personas capaces de formar parte de una comunidad sana. Y todo deseo de poder conlleva, mientras no se frustre, una forma correspondiente de esfuerzo. Para la mentalidad occidental, esta conclusión puede parecer una perogrullada, pero no son pocos los occidentales que coquetean con lo que se llama "la sabiduría de Oriente", precisamente cuando Oriente la está abandonando. Es posible que a ellos les parezca discutible lo que decimos, y su es así valía la pena decirlo.
Sin embargo, la resignación también desempeña un papel en la conquista de la felicidad, y es un papel tan imprescindible como el del del esfuerzo. El sabio, aunque no se quede parado ante las desgracias inevitables, no malgastará tiempo ni emociones con las inevitables, e incluso aguantará algunas de las evitables si para evitarlas se necesitan un tiempo y una energía que el prefiere dedicar a fines más importantes. Mucha gente se impacienta o se enfurece ante el más mínimo contratiempo, y de este modo malgasta una gran cantidad de energía que podría emplear en cosas más útiles.
Incluso cuando uno está embarcado en asuntos verdaderamente importantes, no es prudente de que la sola idea de un posible fracaso se convierta en una constante amenaza para la paz mental.
 
Bertrand Russell: "La conquista de la Felicidad". Debolsillo, 2003, Barcelona.
 
 

 
http://youtu.be/-P2MqmnPZV4 Pedro Guerra: "Biografía" en directo.
http://youtu.be/3EtyfjQlvjk Pedro Guerra: "Contra el Poder"
 
contra el poder que nos enseña sólo aquella mitad
contra el poder de las verdades dobladas
contra el poder de quien conoce pero sangra de más
contra el poder de las canciones guardadas
contra el poder que nunca abraza a los que pueden pensar
contra el poder que nos vigila los pasos
contra el poder que siempre miente en nombre de la verdad
contra el poder que nos convierte en extraños
contra el poder
que debilita y nada da que sólo quita
y deshace lo que está
contra el poder…
contra el poder
en cualquier forma que sé de
contra la fuerza y mal uso de la fe
desde el poder…
contra el poder que abre una zanja entre el amor y el placer
emparentando el bienestar y la herida
contra el poder que no distingue entre morir y crecer
contra el poder que compra y vende la vida
contra el poder que hace del padre ostentador del poder
contra el poder que nos obliga a engañarnos
contra el poder que hace a los hijos reinventar el poder
contra el poder de los que piensan ganando
contra el poder…
contra el poder que no descansa y se detiene a beber
junto a las fuentes del sabor y el deseo
contra el poder que nos bendice en el hogar del poder
contra el poder del la ignorancia y los juegos
contra el poder…

jueves, 5 de julio de 2012

La Conquista de la Felicidad: La Familia



Bertrand Russell en su libro fundamental y muy profundo, fácil de leer y abordando los puntos cardinales de la conquista de la Felicidad desde la Filosofía y la Psicología. Para mí, la Psicología es Psicología cuando entrelaza la prosa, el verso, el arte, la teoría psicopatológica y clínica. Pero lo mejor y más jugoso es lo que enseñan los pacientes. Donald Winnicott, en su libro "Playing and Reality" dice en los agradecimientos, tras el prólogo: "A mis pacientes que pagaron por enseñarme". Disfruten del genial Bertrand Russell. Rodrigo Córdoba Sanz.

LA FAMILIA

De todas las instituciones que hemos heredado del pasado, ninguna está en la actualidad tan desorganizada y mal encaminada como la familia. El amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres puede ser una de las principales fuentes de felicidad, pero lo cierto es que en estos tiempos las relaciones entre padres e hijos son, en el 90 por ciento de los casos, una fuente de infelicidad para ambas partes, y en el 99 por ciento de los casos son una fuente de infelicidad para al menos una de las dos partes.
Este fracaso de la familia, que ya no proporciona la satisfacción fundamental que en principio podría proporcionar, es una de las causas más profundas del descontento predominante en nuestra época. El adulto que desea tener una relación feliz con sus hijos o proporcionarles una vida feliz debe reflexionar a fondo sobre la paternidad; y después de reflexionar, debe actuar con inteligencia. El tema de la familia es demasiado amplio para tratarlo en este libro, excepto en relación con nuestro problema en particular, que es la conquista de la felicidad. E incluso en relación con este problema, solo podemos hablar de mejoras que estén al alcance de cada individuo, sin tener que alterar la estructrura social.
Por supuesto, esta es una grave limitación, porque las causas de infelicidad familiar en nuestros tiempos son de tipos muy diversos: psicológicos, económicos, sociales, de educación y políticas. En los sectores más acomodados dela sociedad, dos causas se han combinado para hacer que las mujeres consideren la maternidad como una carga mucho más pesada que lo que era en tiempos pasados. Estas dos causas son: por una parte, el acceso de las mujeres solteras al trabajo profesional; y por otra parte, la decadencia del servicio doméstico. En los viejos tiempos, las mujeres se veían empujadas al matrimonio para huir de las insoportables condiciones de vida de las solteronas. La solterona tenía que vivir en casa, dependiendo económicamente, primero del padre y después de algún hermano mal dispuesto. No tenía nada que hacer para ocupar sus ideas y carecía de libertad para pasarlo bien fuera de las paredes protectoras de la mansión familiar. No tenía oportunidad ni inclinación hacia las aventuras sexuales, que consideraba una abominación excepto en el seno del matrimonio. Si, a pesar de todas las salvaguardas, perdía su virtud a causa de los engaños de algún astuto seductor, su situación se hacía lamentable en extremo. Está descrita con mucha exactitud en el Vicario de Wakefield:

La única solución para ocultar su culpa,
para esconder su vergüenza de todas las miradas,
para conseguir el arrepentimiento de su amante
y arrancarle su cariño es... la muerte.

Bertrand Russell: "La Conquista de la Felicidad". Debolsillo, 2007, Barcelona. Pp.:159-160

http://youtu.be/klD2v0jmDEo Tarja Turunen -Enough- Rock Melódico. Subtitulado.

viernes, 29 de junio de 2012

Más sobre el CARIÑO: Bertrand Russell



Rodrigo Córdoba Sanz: El célebre y fundamental libro, que, aunque proceda de un filósofo y matemático es claro e iluminador. Por mi experiencia, por mis vivencias y lo que me enseñan los pacientes, no puedo estar de acuerdo con todo. Por ejemplo, dando cariño, dando afecto, mejora la autoestima. El colaborar en una ONG o institución desarrolla una empatía emocional y ayuda a sentirse útil y con más confianza. Parece ser que hay estudios que así lo demuestran. Mi experiencia es que, todo lo que lleva al movimiento ayuda. Pensar, por sí solo, racionalizar, intelectualizar es un virus occidental que atraviesa el inconsciente desde los primeros años de vida, siguiendo por la escuela y la educación descarnada y los mass media.
El texto que tengo es el siguiente: Bertrand Russell: "La Conquista de la Felicidad". Debolsillo, 2007, Barcelona. Pp.: 153


CARIÑO: Bertrand Russell

Lo que causa esta sensación de seguridad es el afecto recibido, no el afecto dado, aunque en la mayor parte de los casos suele ser un cariño recíproco. Hablando en términos estrictos, no es solo el afecto, sino la admiración, lo que produce estos resultados. Las personas que por profesión tienen que ganarse la admiración del público, como los actores, predicadores, oradores y políticos, dependen cada vez más del aplauso. Cuando reciben el ansiado premio de la aprobación pública, sus vidas se llenan de entusiasmo; cuando no lo reciben, viven descontentos y reconcentrados. La simpatía difusa de una multitud es para ellos lo que para otros el cariño concentrado de unos pocos. El niño cuyos padres le quieren acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque sea muy importante para su felicidad. Piensa en el mundo, en las aventuras que le van ocurriendo y en las aventuras aun más maravillosas que le ocurrían cuando sea mayor. Pero detrás de todos estos intereses exteriores está la sensación de que el amor de sus padres le protegerá contra todo desastre. El niño al que, por alguna razón, le falta el amor paterno, tiene muchas posibilidades de volverse tímido y apocado, lleno de miedos y autocompasión, y ya no es capaz de enfrentarse al mundo con espíritu de alegre exploración. Estos niños pueden ponerse a meditar sorprendentemente pronto sobre la vida, la muerte y el destino humano. Al principio, se vuelven introvertidos y melancólicos, pero a la larga buscan el consuelo irreal de algún sistema filosófico o teológico. El mundo es un lugar muy confuso que contiene cosas agradables y cosas desagradables mezcladas al azar. Y el deseo de encontrar una pauta o un sistema inteligible es, en el fondo, consecuencia del miedo; de hecho, es como una agorafobia o miedo a los espacios abiertos. Entre las cuatro paredes de su biblioteca, el estudiante tímido se siente a salvo. Si logra convencerse de que el universo está igual de ordenado, se sentirá casi igual de seguro cuando tenga que aventurarse por las calles. Si estos hombres hubieran recibido más cariño tendrían menos miedo del mundo y no habrían tenido que inventar un mundo ideal para sustituir al real en sus mentes.
Sin embargo, no todo cariño tiene este efecto de animar a la aventura. El afecto que se da debe ser fuerte y no tímido, desear la excelencia del ser amado más que su seguridad, aunque, por supuesto, no sea indiferente a la seguridad. La madre o niñera timorata, que siempre está advirtiendo a los niños de los desastres que pueden ocurrirles, que piensa que todos los perros muerden y que todas las vacas son toros, puede infundirles aprensiones iguales a las suyas, haciéndoles sentir que nunca estarán a salvo si se apartan de su lado. A una madre exageradamente posesiva, esta sensación por parte del niño dependa de ella que su capacidad para enfrentarse al mundo. En este caso, lo más probable es que a largo plazo al niño le vaya aun peor que si no le hubieran querido nada. Los hábitos mentales adquirirdos en los primeros años tienden a persistir toda la vida. Muchas personas, cuando se enamoran, lo que buscan, lo que buscan es un pequeño refugio contra el mundo, donde puedan estar seguras de ser admiradas aunque no sean admirables y elogiadas aunque no sean dignas de elogios. Para muchos hombres, el hogar es un refugio contra la verdad: lo que buscan es una comapñera con la que puedan descansar de sus miedos y aprensiones. Buscan en sus esposas lo que obtuvieron antes de una madre incompetente, y aun así se sorprenden si sus esposas les consideran niños grandes.
Definir el mejor tipo de cariño no es nada fácil, ya que, evidentemente, siempre habrá en él algún elemento protector. No somos indiferentes a los dolores de las personas que amamos. Sin embargo, creo que la aprensión o temor a la desgracia, que no hay que confundir con la simpatía cuando realmente ha ocurrido una desgracia, debe desempeñar el mínimo papel posible en el cariño. Tener miedo por otros es poco mejor que tener miedo por nosotros mismos. Y además, con mucha frecuencia es solo un camuflaje de los sentimientos posesivos. Al infundir temores en el otro se pretende adquirir un dominio más completo sobre él. Esta, por supuesto, es una de lsa razones de que a los hombres les guesten las mujeres tímidas, ya que al protegerlsa sienten que las poseen. La cantidad de solicitud que una persona puede recibir sin salir dañada depende de su carácter: una persona fuerte y aventurera puede aguantar bastante sin salir perjudicada, pero a una persona tímida le conviene esperar poco en este aspecto.
El afecto recibido cumple una función doble. Hasta ahora hemos hablado del tema en relación con la seguridad, pero en la vida adulta tiene un propósito biológico aun más importante: la procreación. Ser incapaz de inspirar amor sexual es una grave desgracia para cualquier hoombre o mujer, ya que les priva de las mayores alegrías que puede ofrecer la vida. Es casi seguro que, tarde o temprano, esta privación destruya el entusiasmo y conduzca a la introversión. Sin embargo, lo más frecuente es que una niñez desgraciada genere defectos del carácter que dejan incapacitado para inspirar amor más adelante. Seguramente, esto afecta más a los hombres que a las mujeres por su apariencia. Hay que decir que, en este aspecto, los hoombres se muestran inferiores a las mujeres, ya que las cualidades que los hombres encuentran agradables en las mujeres son, en conjunto, menos deseables que las que las mujeres encuentran agradables en los hombres. Sin embargo, no estoy seguro de que sea más fácil adquirir buen carácter que adquirir buen aspecto; en cualquier caso, las medidas necesarias para lograr esto último son más conocidas, y las mujeres se esfuerzan más en ello que los hombres en formarse un buen carácter.
Hasta ahora hemos hablado del cariño que recibe una persona. Ahora me pongo a hablar del cariño que una persona da. También hay dos tipos diferentes: uno es, posiblemente, la manifestación más importante del entusiasmo por la vida, mientras que el otro es una manifestación de miedo. El primero me parece completamente admirable, mientras qu eel segundo es, en el mejor de los casos, un simple consuelo. Si vamos en un barco un día espléndido, bordeando una costa muy hermosa, admiramos la costa y ello nos produce placer. Este placer se deriva totalmente de mirar hacia fuera y no tiene que ver con ninguna necesidad desesperada nuestra. En cambio si el barco naufraga y tenemos que nadar hacia la costa, esto nos inspira un nuevo tipo de amor: representa la seguridad contra las olas, y su belleza o fealdad dejan de ser importantes. El mejor tipo de afecto es equivalente a la sensación del hombre cuyo barco está seguro; el menos bueno corresponde a la del náufrago que nada. El primero de estos tipos de afecto solo es posible cuando uno se siente seguro o indiferente a los peligros que le acechan; el segundo tipo, en cambio, está causado por la sensación de inseguridad. La sensación generada por la inseguridad es mucho más subjetiva y egocéntrica que la otra, ya que se valora a la persona amada por los servicios prestados y no por las cualidades intrínsecas. Sin embargo, no pretendo decir que este tipo de afecto no desempeñe un papel ligítimo en la vida. De hecho, casi todo afecto real combina algo de los dos tipos, y si el afecto cura realmente la sensación de inseguridad, el hombre queda libre para sentir de nuevo ese interés por el mundo que se apaga en los momentos de peligro y miedo. Pero, aun reconociendo el papel que este tipo de afecto desempeña en la vida, seguimos sosteniendo que no es tan bueno como el otro tipo, porque depende del miedo y el miedo es malo, y también porque es más egocéntrico. El mejor tipo de afecto hace que el hombre espere una nueva felicidad, y no escapar de una antigua infelicidad [...]

El siguiente capítulo versa sobre la familia. Les tendré puntualmente informados. Aquí tienen aquello que siento representar la sombra de nuestras mentes, lo profundo, lo esencial de nuestra mismidad, nuestra alma, el cariño, el afecto, el valor de las relaciones, el amor... Un sincero abrazo.

La Conquista de la Felicidad: Cariño



CARIÑO. Bertrand Russell: "La Conquista de la Felicidad". 2007, Barcelona. P.: 151-152

Una de las principales causas de pérdida de entusiasmo es la sensación de que no nos quieren; y a la inversa, el sentirse amado fomenta el entusiasmo más que ninguna otra cosa. Un hombre puede tener la sensación de que no le quieren por muy diversas razones. Puede que se considere una persona tan horrible que nadie podría amarle; puede que su infancia haya tenido que acostumbrarse a recibir menos amor que otros niños; y puede tratarse, efectivamente, de una persona a la que nadie quiere (Nota de Rodrigo C.: Esto no suele pasar, y de pasar, la persona tampoco siente empatía ni amor genuino hacia los demás, por ejemplo un paranoide o un narcisista patológicos). Pero en este último caso, la causa más probable es la falta de confianza en sí mismo, debido a una infancia desgraciada. El hombre que no se siente querido puede adoptar varias actitudes como consecuencia. Puede hacer esfuerzos desesperados para ganarse el afecto de los demás, probablemente mediante actos de excepcional amabilidad. Sin embargo, es muy probable que esto no le salga bien, porque los beneficiarios perciben fácilmente el motivo de tanta bondad, y es típico de la condición humana estar más dispuesta a conceder su afecto a quienes menos lo solicitan. Así pues, el hombre que se propone comprar afecto con actos benévolos queda desilusionado al comprobar la ingratitud humana. Nunca se le ocurre que el afecto que está intentando comprar tiene mucho más valor que los beneficios materiales que ofrece como pago; y, sin embargo, sus actos se basan en esta convicción. Otro hombre, al darse cuenta de que no es amado, puede querer vengarse del mundo, provocando guerras y revoluciones o mojando su pluma en hiel, como Swift. Esta es una reacción heroica a la desgracia, que requiere mucha fuerza de carácter, la suficiente para que un hombre se atreva a enfrentarse al resto del mundo. Pocos hombres son capaces de alcanzar tales alturas; la gran mayoría, tanto hombres cmo mujeres, cuando no se sienten queridos se hunden en una tímida desesperación, aliviada solo por ocasionales chispazos de envidia y malicia. Como regla general, estas personas viven muy reconcentradas en sí mismas, y la falta de afecto les da una sensación de inseguridad que la que procuran instintivamente escapar dejando que los hábitos dominen por completo sus vidas. Las personas que son esclavas de una rutina invariable suelen actuar así por miedo al frío mundo exterior, y porque sienten que no tropezarán con él si siguen exactamente el mismo camino por el que han andado todos los días.
Los que se enfrentan a la vida con sensación de seguridad son mucho más felices que los que afrontan con sensación de inseguridad, siempre que esa sensación de seguridad no los conduzca al deastre. Y en muchisimos casos, aunque no en todos, la misma sensación de seguridad les ayuda a escapar de los peligros en los que otros sucumbiriían. Si uno camina sobre un precipicio por una tabla estrecha, tendrá muchas más probabilidades de caerse si tiene miedo que si no lo tiene. Y lo mismo se aplica a nuestro comportamiento en la vida. Por supuesto, el hombre sin miedo puede toparse de pronto con el desastre, pero el probable que salga indemne de muchas situaciones difíciles, en las que un tímido lo pasaría muy mal. Como es natural, este tipo tan útil de confianza en uno mismo adopta innumerables formas. Unos se sienten confiados en las montañas, otros en el mar y otros en el aire. Pero la confianza general en uno mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el afecto que uno necesita. Y de este hábito mental, considerado como una fuente de entusiasmo, es lo que quiero hablar en el presente libro...


miércoles, 5 de agosto de 2009

La conquista de la felicidad. Bertrand Russell


Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas.


Hay varias clases de absorción en uno mismo. Tres de las más comunes son la del pecador la del narcisista y la del megalómano.
Cuando digo el "pecador" no me refiero al hombre que comete pecados: los pecados los cometemos todos o no los comete nadie, dependiendo de cómo definamos la palabra; me refiero al hombre que está absorto en la conciencia del pecado. Este hombre está constantemente incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como desaprobación de Dios. Tiene una imagen de sí mismo como él cree que debería ser, que está en constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si en su pensamiento consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le enseñó su madre de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado profundamente enterrado en el subconsciente y emerger tan solo cuando está dormido o borracho. En el fondo sigue atacando todas las prohibiciones que le enseñaron en la infancia...

El narcisismo es, en cierto modo , lo contrario del sentimiento habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse a uno mismo y desear ser admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una cosa normal y no tiene nada de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal...Un narcisista, por ejemplo, inspirado en por los elogios a los grandes pintores puede estudiar bellas arte; pero para él pintar no es más que un medio para alcanzar un fin, la técnica nunca le llega a interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en relación con su propia persona. El resultado es el fracaso y la decepción, el ridículo en lugar de la esperada adulación. Lo mismo se aplica a esas novelistas en cuyas novelas siempre aparecen ellas mismas idealizadas como heroínas. Todo éxito verdadero en el trabajo depende del interés auténtico por el material relacionado con el trabajo...EL hombre que solo está interesado en sí mismo no es admirable, y no siente en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas posiblidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no es totalmente egocéntrico, y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como el hombre dominado por el sentimiento de pecado...

El megalómano se diferencia del narcisista en que desea ser poderoso antes que ser encantador, y prefiere ser temido antes que ser amado. A este tipo pertenecen muchos lunáticos y la mayoría de grandes hombres de la historia. El afán de poder, como la vanidad, es un elemento importante de la condición humana normal, y hay que aceptarlo como tal; solo se convierte en deplorable cuando es excesivo o va unido a un sentido de la realidad insuficiente. Cuando esto ocurre, el hombre se vuelve desdichado o estúpido, o ambas cosas. El lunático que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático.Sin embargo, no pudo hacer realidad su sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros.

Ed. DeBolsillo. Traducción de Juan Manuel Ibeas.