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Paz y Ciencia

domingo, 14 de agosto de 2022

ALEJANDRA...

 


Alejandra Pizarnik revisitada por Luis Benítez

Uno de mis amigos de mayor edad tuvo con ella una relación sentimental: la describe como adorable, extraordinaria e insoportable. Había que turnarse para lograr que se durmiera en el departamento de la calle Charcas, en Buenos Aires, siempre aterrorizada por la posibilidad de que su madre viniera a invadir su espacio. Había que estar atento al teléfono aguardando la repetida noticia: "Alejandra se suicidó" de vuelta, hasta que un día de 1972 la casi rutinaria advertencia se volvió realidad. La conocí en el bar de la Sociedad Argentina de Escritores, ese mismo año. Fue la única vez que la vi: medía un metro y medio y no dejaba de hacer citas literarias hasta el hartazgo. Cuando murió, empezó a ser canonizada lentamente y hoy es una leyenda explotada hasta el límite: todos la trataron, todos fueron sus amigos íntimos, todos tienen la clave de su poesía. Era una poeta auténtica y le tocó la suerte que se puede esperar cuando el talento es ”reconocido”: la incorporación al panteón, previa desfiguración ritual. 


La hija del “cuentenik” de Avellaneda

Fernando es hoy un hombre que pasó de la madurez. Hace más de veinticinco años podía tomar vodka toda la noche, en su departamento del barrio de Congreso, en el centro de Buenos Aires. Tiene todavía un don, Fernando: puede uno instalarse frente a él, sintonizarlo, y escuchar por vía directa la verdad respecto de cómo era la vida literaria cuando tenía 30 años y frecuentaba a Alejandra Pizarnik.

Explicaba Fernando hace más de dos décadas, a las dos de la mañana, que su relación con Alejandra era bastante difícil. Para empezar, la Pizarnik era alguien imprevisible y muy escurridizo.

Alejandra era la hija menor de un cuentenik de Avellaneda, una ciudad pegada a la de Buenos Aires hasta el punto de parecer su misma continuación.

Esta palabra cuentenik, en yiddish, designaba a uno que vendía mercancía de puerta en puerta, en varias cuotas. Hoy ese oficio ha desaparecido, gracias a que nadie le abre la puerta a nadie en Avellaneda ni en ninguna otra parte, pero en los ´30 y en Avellaneda, eso era algo habitual. El señor Pizarnik había emigrado de la URSS buscando barrios mejores y en el exilio, lo mejor era encontrar un sitio donde la colectividad judía no fuera demasiado ultrajada.

Explicaba Fernando hace más de dos décadas, a las dos de la mañana, que su relación con Alejandra era bastante difícil. Para empezar, la Pizarnik era alguien imprevisible y muy escurridizo.

Alejandra era la hija menor de un cuentenik de Avellaneda, una ciudad pegada a la de Buenos Aires hasta el punto de parecer su misma continuación.

Esta palabra cuentenik, en yiddish, designaba a uno que vendía mercancía de puerta en puerta, en varias cuotas. Hoy ese oficio ha desaparecido, gracias a que nadie le abre la puerta a nadie en Avellaneda ni en ninguna otra parte, pero en los ´30 y en Avellaneda, eso era algo habitual. El señor Pizarnik había emigrado de la URSS buscando barrios mejores y en el exilio, lo mejor era encontrar un sitio donde la colectividad judía no fuera demasiado ultrajada.

Esa Avellaneda, donde la colectividad era lo suficientemente abundante y poderosa como para no ser molestada por las fuerzas en movimiento en el resto del mundo, era el sitio adecuado. El señor Pizarnik se estableció allí e incluso prosperó: vendiendo puerta a puerta ropa barata y manteles de ocasión, alcanzó a establecerse y hasta a comprar un departamento en la calle Lambaré, a una cuadra de la avenida Mitre, donde nació su primera hija, Miriam, que sigue casi tan pelirroja como entonces y tiene 75 años y vive en Buenos Aires. Curiosamente, apunto, la casa de Alejandra Pizarnik distaba pocas cuadras de la de la infancia de otro bienaventurado de la poesía argentina, Néstor Perlongher, hijo de un taxista de Avellaneda.

La esposa del señor Pizarnik, mientras él era tan querido y afable, demostraba un carácter hostil en general: para la época en que nació su segunda hija, Flora Alejandra, todo el barrio le temía -más o menos- hasta que la relación de esposo bien recibido/señora terrible explotó. La mujer comenzó a exacerbar su batalla contra el entorno y especialmente contra sus vecinos inmediatos, los del mismo edificio, a quienes acusó de robarles el agua a ella y a su familia, mientras unas irregularidades en el suministro del líquido municipal atormentaban a toda Avellaneda.

El reparo por lo que fueran a decir sus vecinos llevó al señor Pizarnik a poner tierra de por medio entre tanta discordia: se mudaron al cercano barrio de Barracas, a un departamento en la avenida Montes de Oca. Para ese entonces el antiguo cuentenik había prosperado bastante más, pues alquilaba algunos locales propios de la calle Vélez Sarsfield, en Avellaneda. Cuando sus inquilinos se llegaban a la casa de Montes de Oca a pagarle la renta, eran recibidos por el propietario con el dedo índice sobre los labios y una advertencia: “Shhh, hable por favor en voz baja, que Alejandrita está al lado con los profesores”. Aquel inmigrante modestamente enriquecido, así prevenía sobre molestar a su desgarbada, huraña y hasta extraña hija menor, que recibía en la habitación contigua a gente mayor que ella: poetas, narradores, ensayistas -Alejandra aún no había terminado la secundaria- que la iban formando en aquella no menos extraña afición que no terminaba de comprender: la de escribir versos.

A esas reuniones sigilosas acudía también su terapeuta desde hacía años, León Ostrov, dejándose ganar por el magnetismo de aquella adolescente que, desde entonces, quería ser poeta.

[...]

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