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Paz y Ciencia

martes, 22 de enero de 2008

La Niña de los Sueños (VIII)

La muchacha miraba desde la ventana como sus hermanos disfrutaban del Sol en los jardines. En la lejanía y agazapada en la cornisa dejaba que los rayos de Sol le cegaran. Mientras fuera todo parecía lejano, ajeno y diferente a lo que ella haría si pudiera elegir. En ocasiones se sentía encerrada, viviendo una vida maquinaria, sin poder decidir qué hacer, cómo y cuándo. Una rdícula partícula en un mundo de maquinas con vínculos azarosos. La vida no era para ella sino un tránsito lleno de fugaces ideas que ensambladas a la cruda realidad daban una textura gris, mugrienta e impuesta. Una existencia falaz, una vida insólita, donde ella no era dueña de sí misma ni de lo que le rodeaba, era una emperatriz en un mundo que le dominaba, una señorita en una tierra de pobreza donde ella se alzaba sobre ellos, la amplia mayoría, con solemnidad aparente. Los hermanos ahora se mojaban en la fuente, jugando como si todo ese imaginario sólo residiera en su mente, así se vivía sola, solitaria y distinta al entorno. Imaginaba sus rutas a caballo, con aquellas salidas de lo establecido para poder ver con sus ojos la realidad que amilanaba a sus seres cercanos. El dominio y el poder construía, pensaba, una estructura hermética que se autodegradaba con el paso del tiempo. Seguía sin entender por qué ella debía , día tras día permanecer allí, recibiendo a condes, duques y santos varones con el propósito y el deseo ajeno de contraer matrimonio, como si de una enfermedad se tratara. Nada más cercano a la cruda realidad. Junto a la ventana susurraba unas notas musicales, junto al piano tocaba, hastiada aquellas composiciones que le había enseñado el músico de palacio, un ser despreciable que había dejado su vocación al antojo de un Dios, un Dios que elegía, decidía e intercedía en la plena libertad (efímera e imposible) de todos cuantos estaban a su cargo. Cansada, decidió correr las cortinas y tumbarse en la cama para mirar el techo e imaginar cómo podría escapar de esa jaula de riquezas, sabores exóticos, ropas y valores materiales. La vida continuaba pero la sentía detrás, anclada y lejana del centro de su existencia. Lejos y preocupada por esta distancia inabarcable comenzó a idear cómo podría convencer, a través de la institutriz, al Emperador, también y sólo de pasada, padre de sus hermanos y de ella misma, tres almas beneficiadas y agotadas al servicio de la impostura, de la imagen, las formas y la avaricia. Tajantes y duras palabras las que decidió evitar del monólogo dirigido a la persona destinada a dejarla salir, si quiera unos días, de Palacio. Siguió imaginando.

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